lunes, agosto 22, 2016

Los vagabundeos de Sergio Chejfec

Entrevista a Sergio Chejfec por Patricio Tapia para LaTercera (Chile)


En uno de los relatos de Modo linterna, de Sergio Chejfec (1956), el protagonista, un “novelista documental”, quiere sacar cierta fotografía para acreditar su presencia en un congreso de escritores; él mismo se extraña de su afán porque nunca se propuso escribir la verdad y siempre despreció las novelas basadas en hechos reales. Sin embargo, dice, desde hace un tiempo, “no sé si la realidad a secas, en todo caso el documento acerca de los hechos verdaderos, es lo único que me salva de una cierta sensación de disolución”.

En otros relatos, como en otros de sus libros -La experiencia dramática o Mis dos mundos-, muchas veces el narrador parece ser el propio autor, trastocando las convenciones del relato autobiográfico. Allí coexisten la digresión y el soliloquio, el viaje y el vagabundeo; puede contar una visita a Caracas (ciudad en la que vivió) o un paseo a un suburbio de Nueva York (donde vive hace una década); puede referir el caso de un vecino invisible o la visita a un cementerio.

Su libro más reciente, Últimas noticias de la escritura, podría ser crónica personal o ensayo. Partiendo de la historia de una libreta, reflexiona sobre su experiencia con diferentes soportes de lo escrito, las anotaciones en los libros y una serie de personajes extravagantes con no menos extrañas técnicas de apropiación: desde alguien que pretende la fabricación de sus originales hasta un artista que pasa a máquina obras clásicas, pero sin cambiar de hoja (resultando un papel ilegible); desde un transcriptor de miles de páginas de libros hasta un artista que copia manualmente prensa o documentos impresos del siglo XX.

Un “novelista documental”. ¿Le da importancia a la distinción entre ficción y no ficción?
Creo que para un novelista documental esa distinción es bastante relativa. Sobre todo porque piensa que cierto uso de los documentos puede desdibujarla. Quiero decir, esa una distinción relativa, o sea, también movediza. El novelista documental cree en la existencia de esa distinción, pero le da un significado relativo. 

¿Visitó alguna vez la tumba de Juan José Saer en París?
Sí, una vez. La visité con dos amigos. Los tres estábamos de paso en esa ciudad. Antes del encuentro yo tenía la secreta esperanza de que me acompañaran. Considero que es bueno ir solo a los cementerios si uno carece allí de deudos. Puede ser una experiencias fascinante.

¿Hay seres invisibles?
Entiendo que sí. Sería arrogante decir que he visto seres invisibles. Pero eso no desmiente la experiencia.

¿De qué modo la “materialidad” de lo escrito influye, si lo hace, en su sentido?
No sé si influye en su sentido. Creo que influye en su presencia. La idea de sentido es amplia y profunda. La materialidad de lo escrito tiene un efecto, digamos, climático; puede llegar a ajustarse a cierto tono, o no. Me ha pasado, notar leves diferencias entre una frase escrita sobre la pantalla, comparada con la misma frase, sobre papel.

¿Le da valor a los manuscritos suyos o de otros?
Tienen para mí un valor extrañamente sacramental. No los míos sino los de otros. Impresiona la inmediatez de lo escrito; la marca manual que, como tal, estuvo sometida a una lluvia de casualidades y efectos momentáneos. Y que por un extraño designio quedó fijada de un determinado modo. Pero esa quietud no proviene del manuscrito, sino de la violencia que se ejerce sobre él, precisamente para fijarlo. Entonces esa paradoja me parece increíble. Aquello que rescata al manuscrito, lo destruye, digamos.  

¿Es algo extraño escribir?
No creo. Es tan extraño como varias otras cosas. Como ellas, posee su propia extrañeza. En ese sentido sí lo es.

Diez libros que narran la infancia

Daniel Gigena selecciona para La Nación diez títulos que incluyen personajes memorables de niños en la Literatura argentina e incluye entre ellos a La Sed, de Hernán Arias, e Hidrografía doméstica, de Gonzalo Castro.

Desde los años 90, varios escritores argentinos crearon en sus novelas una región habitada por chicos y chicas que fue creciendo con experimentación y nuevas búsquedas. Aquí, una selección de esas obras, contadas por sus autores

La sed. Hernán Arias Ferreyra Editor, 2005 (reeditada por Entropía)
"Algo sobre lo que me hablaron algunos lectores de La sed es del efecto que provoca un narrador que no lo comprende todo, que sólo puede describir las situaciones que vive o las charlas que escucha, sin dar ninguna interpretación al respecto -indica el escritor cordobés, años después de la publicación de su primera novela-. Me lo señalaron como un valor. Y posiblemente se deba a que a los lectores nos gusta imaginar, nos gusta aportar nuestra parte de la obra. Y un chico narrando exige eso. Ese narrador no tiene demasiadas ideas sobre el mundo, más bien lo contempla. A nosotros nos toca cargar de sentido esas situaciones." La sed narra en cinco escenas -desde el invierno de 1986 hasta el verano de 1987- lo que le sucede a un chico que vive en el campo, tironeado por los ideales y hábitos de sus familiares. La novela ganó en 2004 el premio provincial bautizado con el nombre del gran escritor Daniel Moyano.



Hidrografía doméstica. Gonzalo Castro, Entropía, 2004
"La novela empezó con el texto que escribe un personaje de Peter Handke, el hijo de ocho años que aparece en La mujer zurda -dice Castro, narrador y editor-. Es sólo un breve párrafo conmovedoramente absurdo donde el niño describe cómo se imagina un mundo mejor. Yo me propuse desarrollar algo cercano a eso que encontraba tan peculiar en esa voz: cierto pragmatismo que se vuelve lírico a fuerza de querer comprender fenómenos emocionales complejos desde los mínimos elementos de la percepción y la experiencia infantil. Enseguida me encontré lejos de ese modelo inicial, al menos en la textura verbal, y también con la edad de mi personaje, Chloé, que al ser una niña y tener once años, tomó una saludable distancia de su par austríaco." Imaginativa y sensual, la novela de Castro parece un cuento de hadas ambientado en una casona de Villa Devoto.

jueves, agosto 11, 2016

Adelanto: Poste restante de Cynthia Rimsky

Adelanto de Poste restante, de Cynthia Rimsky, en el blog de Eterna Cadencia



Por Cynthia Rimsky

En el centro de Tel Aviv existe un barrio, a una cuadra de la avenida Ben Yehuda, que evoca un melancólico pueblo del norte de Chile o Polonia. Es verdad que comienzan a aparecer restaurantes, talleres de arte y tiendas de souvenirs, pero el desgano, las casas hundidas bajo el nivel irregular de la calle, la música fuerte, los vecinos que conversan en la acera sin camisa, hacen olvidar la ciudad moderna que está a unos pasos. Entrever lo que ocultan las puertas es la razón que anima al viajero a caminar por las ciudades. Una mezcla de reserva y respeto impide prolongar la observación el tiempo necesario, hambriento de imágenes fugaces se le hace necesario completarlas con la imaginación.

El texto completo, acá. 

Paradojas de un viaje ideal

París y el odio, de Matías Alinovi, en La Nación. Por Edgardo Scott.



No está mal: la adquisición de la escritura como el aprendizaje del fuego. Escribir para hacer un incendio. En París y el odio, mediante un alegórico y alucinado aprendizaje, Matías Alinovi completa el gesto iniciado en La reja (2013) y también lo completa para su propia generación. La definitiva recuperación de la rabia arltiana. Esa rabia localizable en Rodolfo Walsh y Osvaldo Lamborghini, después ahogada, renacida en Carlos Correas y Gustavo Ferreyra, que ahora Alinovi enriquece junto a los textos de Ariana Harwicz, Carlos Godoy o Juan José Burzi. Porque el secreto de la cultura yace en la violencia, un descubrimiento que siempre intenta erradicarse y que, sin embargo, nunca deja de renacer, de resistir, acaso porque "escribir -escribe Alinovi- era ante todo incomodar".

Y para esa rabia, para ese proyecto, una novela de exilio. El desventurado joven graduado e intelectual argentino que intenta volverse sofisticado, educarse -evadirse- habitando París. ¿Qué París? El ideal porteño por excelencia. Post 2001, desde luego. El país incendiado, los asesinados, los pobres, la clase media en pánico, en desbandada. Y Eladio Marino (guiño a Eladio Linacero, que soportaba El pozo onettiano) se va a París. ¿Y qué encuentra? Primero, a otros argentinos. Concretos y fantásticos. Está el que lo aloja y le consigue trabajo, pero también los fantasmas: Cortázar, Yupanqui. Finalmente, la cruza de los dos planos: la figura de Héctor Bianccioti, el único escritor hispanoamericano -argentino, cordobés- que ingresó en la Academia francesa. ¿El que realizó el sueño? Más bien un destino confuso, hecho de ilusiones, rencor e intrascendencia.

A diferencia de La reja, menos una novela que un poema largo (a la manera de Los jóvenes o de El Fiord), una honda impresión narrada con pena y violencia en endecasílabos, en París y el odio, Alinovi sí despliega toda una imaginación. Hay escenas, detalles, fantasías, extravíos, citas. Construye intercambios y personajes en calladas amistades, amores frágiles, todo siempre bajo una soledad erizada: "Lo que habrá siempre entre los hombres: un comercio que de a poco se establece y que se va estragando una vez establecido".

Pero siempre tendremos París; el amor, el odio, las dos caras de una misma pasión: en la Ciudad Luz, la ignorancia. "Mejor así, porque entonces no saber era lo pleno." Alinovi escribe los ensueños parisinos desde este lado del mundo como indescifrables ruinas arqueológicas. 
¿Quedarse y rabiar o irse y evadir? No hay conclusión. Dicotomía falsa. La única certidumbre es estética. La verdadera literatura es anarquista: desconoce la propiedad, la identidad, la frontera.

La sal de ciertas visiones

Ariel Dilon reseña Trenzas, de Susana Szwarc, para Revista Ñ.



Reedición. 25 años después de su primera aparición, “Trenzas” de Susana Szwarc vuelve a acercarse a los lectores en toda su singularidad.

A veces, cuando coinciden en un mismo estante de nuestra biblioteca o en un instante de nuestro pensamiento, los libros intercambian cortesías, discuten o se ponen de acuerdo. En ocasiones conspiran. Al que escribe le ocurrió llevar en la mochila, sin haber previsto las reacciones químicas resultantes, un libro de William Carlos Williams junto al hermoso libro de Susana Szwarc (editado originalmente en 1991, hoy se lo devuelve a su perenne juventud).

Parece que en esa oscuridad portátil y literalmente a sus espaldas algo se urdió, porque –durante una pausa en un café, cuando en vez de sacar el libro de Szwarc para leer las pocas páginas que le faltaban, optó por hojear el otro– desde una carta citada en el prefacio de Kora en el infierno de Williams, Ezra Pound se las arregló para entregarle una clave de lectura de Trenzas , que la poeta y narradora nacida en el Chaco en 1954 ha querido definir como “nouvelle”.

Le dice Pound a su amigo Williams: “Lo que salva tu obra es la opacidad, no lo olvides. La opacidad no es una cualidad estadounidense. Ve y agradécele a dios que tienes suficiente sangre española para embarrar tu mente y evitar que las ideas estadounidenses ordinarias circulen en ella como en un colador”. Las ideas ordinarias sobre lo que significa narrar no pasan el cerrado tamiz de Szwarc, y lo que embarra sus venas argentinas no sería sangre de España sino de Polonia y Uzbekistán: nada que salvar en su poema/nouvelle, felizmente condenado.

El reseñista se diferencia del lector en esto: debe dar cuenta. ¿Y cómo dar cuenta, cuando una escritura no ofrece los asideros cómodos de la explicación, del relato que puede ser glosado, del “armado” narrativo y las coartadas literarias –poco importaría sugerir que Pedro Páramo o las prosas poéticas de Vallejo preñan con lo mejor de sí mismos la verba de Szwarc–, cuando una escritura está desnuda en su suscitación de dolor y de belleza, o de dolor-belleza?

No se trata de “juzgar” un libro, sino de mostrar que, pese a todo, no es refractario al juicio y huye de la tautología: es bello porque es bello. Cierto que una trama se trenza en él: una mujer llega de regreso a un pueblo; hubo un hombre y desamor; hay una hija o unas hijas; hay unos padres ancianos que no acogen ahora con más calor que en la propia niñez helada; hay una curandera que escucha y habría de curar con la palabra; hay fiebre o agonía, no hay cura, no hay fe; los tiempos se mezclan, las voces se yuxtaponen, los amores se contaminan de cólera vieja. Pero la belleza está en los entresijos, en la ternura estaqueada en la violencia del tiempo, en la irrupción de lo indecible: opacidad del mundo, leal opacidad de la lengua.


La inspiración ciertamente existe: cada escritor la busca lo sepa o no. Cada escritor la traiciona a su manera. Susana Szwarc trabaja muy cerca de su propia inspiración: su labor de trenzado consiste en no dejarse despertar del sueño que dejó en las orillas del lenguaje la sal de sus visiones, que quema la página y la sangre. La tarea consiste en no curarse de la fiebre que en su protagonista es metáfora de otra fiebre: la de escribir. Dejar paso a lo que pulsa por decirse. En este sentido es médium, y tal es la explicación –no una banal ruptura de géneros de ambición vanguardista– de que su nouvelle pueda leerse como poesía: trenza, trance, avatar, invocación.

miércoles, agosto 03, 2016

El libro de la semana por Beatriz Sarlo: "París y el odio"

Por Beatriz Sarlo para Télam



Turbas de origen islámico destruyen París. Antes del desastre final, un tirador furtivo interrumpe una fiesta aristocrática cuyos invitados se dedican a alimentar cervatillos ofreciéndoles tomates. Suena ridículo, pero así pueden ser las reuniones de una decadencia definitiva. La ciudad histórica y literaria ya no existirá y quien lo cuenta es un argentino, tanto el personaje, Eladio Marino, como Matías Alinovi, autor de "París y el odio" (Entropía, 2016).

Medio siglo después de "Rayuela", Alinovi celebra París de una manera bien contemporánea: en lugar de la magia que irradia en la novela de Cortázar, la ciudad es aniquilada. Son dos formas distintas de la persistencia de un mito poderoso para los argentinos. Entre Cortázar y Alinovi, está la París de Victoria Ocampo, escenario en 1913 de una de las batallas de la nueva música, la noche en que la Consagración de la Primavera provocó la ira de un público también aristocrático, del que Victoria Ocampo se apartó, abrazando la causa de Stravinski y dando comienzo a su propio mito de París, el de la modernidad estética.

Cortázar puso a caminar a Oliveira y a la Maga por una ciudad especialmente diseñada para el flâneur culto, haciendo de cuenta que los puentes y los mendigos que dormían bajo sus arcos estaban allí para que la literatura trazara apropiados contrastes. Alinovi ya no puede repetir este programa porque ha sido demasiado desgastado por la ficción y por la realidad. Pero el magnetismo de París es tan persistente que, incluso detestándola, resulta difícil alejarse de su pasado, aunque sea en clave irónica.

En "Rayuela", ese pasado literario son el museo de citas que, a todos sus lectores, si llegaron a la novela muy jóvenes, les ofreció una biblioteca de iniciación. Alinovi no repite este gesto, sino que narra la madurez, la vejez y la muerte del escritor Héctor Bianco, un nombre que conduce de forma transparente a Héctor Bianciotti, el argentino que tuvo éxito al migrar a la lengua francesa y terminó entre "los inmortales", como se llama en Francia a los Académicos. Por supuesto, haber elegido el apellido Bianco es una pista que, además de homenajear a un escritor poco citado hoy, conduce a la revista Sur, de la que José Bianco fue secretario de redacción durante dos décadas. La revista Sur nos conduce a Victoria Ocampo. Nada se pierde en las alusiones.

Alinovi ofrece muchas menciones levemente enmascaradas del campo literario francés que son amablemente divertidas porque no exigen gran trabajo. El temido crítico, cuyo programa de televisión fue un altar donde rodaban cabezas o se consagraban obras, Bernard Pivot, en esta novela pasa a ser Tizot; su programa, que se llamaba "Apostrophe", acá se llama Circunflejo. Gallimard, la legendaria editorial, se convierte en Gaulemard, donde en efecto trabajó Bianciotti; no falta la nrf, rebautizada Rnf, la Nouvelle Revue Française en cuya famosa sigla solo se desplaza una letra. Alfredo Arias aparece como Abelardo Soria y Copi, como Topi. Además de estas transposiciones, los nombres de las calles y de las estaciones de subte dan París con exactitud de sonido, que es lo que vale en la literatura, pero también con exactitud topográfica (o eso le pareció a esta lectora que conoce bastante mal París).

Alinovi tiene más material del que necesita. Para llegar al jardín aristocrático donde los cervatillos son obsequiados con tomates, una línea de la historia arranca en siglos pretéritos y, alrededor de 1900, tiene un elenco de campesinos, pastores y un noble que se desplazan por una escenografía de bosques donde se descubre un túnel que apunta ¿dónde si no a París? Es probable que la trama de la novela necesite de este túnel para que su protagonista conozca a los aristócratas de la fiesta, pero también podría objetarse que el motivo que hace posible este mutuo conocimiento es demasiado artificioso. Digo artificioso sabiendo que esta palabra puede ser objetada, ya que todo en la literatura lo es. Sin embargo, el artificio del túnel no termina de encajar en la trama y, por eso, no por ser arbitrario, se vuelve irritante o innecesario, como si hubiera formado parte de otra historia y se lo hubiera querido rescatar en esta.

Hay más: la persuasiva ambigüedad del personaje frente a la ciudad en la que no pensaba quedarse y termina quedándose. Marino frente a París elude el enamoramiento y eso permite vivir en una ciudad real, donde los departamentos son pozos mal amueblados; donde los extranjeros no comen haute cuisine ni toman grandes vinos; donde no se experimenta permanentemente un rapto de cultura o un desmayo estético; donde los científicos rusos cobran medio sueldo y el otro medio lo cobra un argentino; donde incluso la vida de un escritor consagrado puede ser un modelo de monotonía y penuria. París resulta interesante en esta versión que no exalta sus cualidades.
Alinovi escribe una ciudad distinta a la del mito pretérito. Más que la fiesta en el jardín aristocrático, que evoca una desvanecida Dolce vita, interesan los domingos repetidos en los que Marino se encuentra con un amigo y juntos leen Libération. En París, el escritor Bianco abandona su lengua de origen, el castellano del Río de la Plata, para adoptar el francés. Inteligente y patética experiencia la de esa libre elección entre lenguas, que concluye en una paradoja funesta: Bianco primero gana el francés y luego va perdiendo su lengua natal y también la nueva, hasta morir en la desmemoria del Alzheimer.

Desde el comienzo los lectores saben que Marino quiere incendiar París. Es matemático (investiga un tema sugestivamente designado como las "matrices simétricas") y quiere escribir una novela donde se incendie la ciudad-museo de Cortázar. Matrices simétricas porque Alinovi termina su novela mostrando la destrucción de París por otros medios: la actual pesadilla francesa con los islámicos.
Podría decirse entonces que su París y el de Cortázar (a quien menciono porque se lo menciona muchas veces, incluso con citas como "¿Encontraría a …?") son dos caras bien diferentes del mito. Y, sin embargo, no. La ciudad que merece una destrucción gigantesca es la ciudad del mito por razones mucho más íntimas, que tocan la escritura. Me explico. La primera novela de Alinovi, "La reja", estaba totalmente escrita en versos endecasílabos, sorprendente desafío ya que el resultado, además de original, no era un texto hiperculto, a pesar de que el verso endecasílabo es el verso más difícil en castellano. No había sido hecho antes y esto le daba a la novela no un aire forzado sino una elaborada sencillez, si se admite la unión de dos términos contradictorios. Un escritor original en su primera novela.

Las segundas novelas son siempre un problema. Nadie puede exigir que se repita la inesperada originalidad de "La reja". Pero tampoco era posible prever que la escritura de Alinovi mostraría, justamente en esta novela parisina, muchos de los rasgos que Cortázar convirtió en estilo, hasta el amaneramiento. Los lectores los reconocerán en las oraciones sin final (porque se cree que ese truncamiento refuerza lo expresivo o lo coloquial); en las oraciones sin verbo conjugado (a las que se atribuye las mismas virtudes); en las oraciones independientes encadenadas por la conjunción "y" (que simplifican las enumeraciones o la narración).

Finalmente, en la forma que da a conocer los pensamientos del personaje, el famoso discurso indirecto libre, que, por supuesto, no inventó Cortázar, pero que lleva su marca para la literatura argentina. Esta escritura sucede como si Alinovi se hubiera contagiado del predecesor, pese a las ironías que le dedica.


Por eso, mientras leía esta segunda novela esperaba la tercera, la que todavía no llegó.