viernes, noviembre 29, 2013

Crítica de Los puentes magnéticos de Ignacio Molina

Matías Luque reseña Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina para el sitio Malviticias.


La nueva novela de Ignacio Molina, Los puentes magnéticos, retrata la vida de Camila, que entre la docencia, las relaciones, las familias disfuncionales y los vacíos arma un entretejido donde el costumbrismo y el realismo conviven y saturan el libro.

37 capítulos cortos conforman Los puentes magnéticos, donde Molina entrega, bajo la voz de una narradora, un escenario reconocible, cercano. Nada queda librado al azar, todo se explica al extremo sin dejar al lector formar ningún imaginario. La protagonista de la novela es una joven profesora de inglés que terminó una relación hace poco tiempo, y aunque sigue enamorada de su ex, mantiene relaciones insignificantes con otros hombres de su misma edad. Comienza a dar clases particulares al hijo de su vecina del cual después se sentirá atraída; visita y cena con una amiga; participa de extra en la película de un amigo del secundario; ve en distintas ocasiones (gestionadas por ella) a su ex; no le renuevan el contrato y debe volver a casa de su madre, donde los recuerdos traen al presente la desaparición de su padre en un accidente aéreo en Brasil.

Predominan las intenciones, los intentos por volver, por perder, por dejar, por alcanzar, por recordar y por amar. Esos deseos se repiten y son los mismos en el transcurso de toda la novela. Hay una idea, una trama realista, costumbrista. Con una prosa sencilla y de fácil lectura, sin pretender bajar línea ni hacer ningún tipo de juicio de valores, se tocan temas como el peronismo y los desaparecidos.

Editada por Entropía, como en otras ocasiones (Los estantes vacíos, 2006 y Los modos de ganarse la vida, 2010), en Los puentes magnéticos hay un vacío constante en todos los personajes del libro, hueco que intenta llenar en todo momento; abandonos y encuentros forzados. Tal vez sea una novela anacrónica, donde todo es pasado, donde los recuerdos abundan, donde todo es viejo, obsoleto, como el diario en papel.

jueves, noviembre 28, 2013

“La poesía incita siempre a la rebelión”

A raíz de la publicación de Como sólo la muerte es pasajera, Silvina Friera entrevistó a Alberto Szpumberg para Página / 12 .


“Los pies se saben el camino de memoria, pero el corazón tiembla.” Un verso de Alberto Szpunberg –todos sus poemas, toda su poesía, por fin reunida en Como sólo la muerte es pasajera (Entropía)– es como una piedrita arrojada contra el agua: da en el centro mismo de ondas infinitas. El cielo brillante de su mirada amorosa revolotea por las medialunas y los chipás, la pava y el mate, indispensables para iniciar la conversación y repasar la vida que se derrama y desborda las páginas de los libros que escribió –el primero, Poemas de la mano mayor, cuando tenía 22 años– y que está escribiendo, con esa inaudita humildad a flor de piel, como si supiera que cada principio es un volver a luchar con esa multitud de voces amotinadas en el gesto siempre abierto del poema. “Como quien nace, la última trinchera es uno mismo”, dice en el prólogo de esta obra mayor y fundamental para el ojo, el oído y el corazón de tantos lectores, que incluye quince títulos, cinco hasta ahora inéditos. “No sé bien cómo empecé a escribir poesía, pero hasta me acuerdo del primer poema: ‘Es una chica muy buena/ la conocí en su casa/ y al otro día la vi/ tendiendo ropa en la terraza’. Y, por supuesto, el título era “Poesía”, cuenta el poeta a Página/12.

“En mi casa siempre hubo libros de Pushkin. Y mi vieja escuchaba a Héctor Gagliardi. El barrio era una fuente de poesía. Cabello de Angel era un personaje lleno de poesía. Iba con una cantidad de monturas y arneses sobre el hombro hacia el corralón. Todos los chicos afirmábamos que él hablaba con los caballos. ¿Cómo no va a salir poesía de eso? O El Gorila, que era un boxeador retirado y que tenía toda la pinta de un boxeador. Del Gorila se decía que se había retirado del boxeo porque había matado a un contrincante en la que fue su última pelea. ¿Cómo no sale poesía de eso? Yo vivía en Rojas y Galicia, en La Paternal. No había un obstáculo entre el interior de mi casa y la calle, salvo tonterías como que no me dejaran salir a jugar porque antes tenía que hacer los deberes. Yo recuerdo mi infancia como algo luminoso, con una luz muy especial, de esas luces que te acarician. Y pienso que de ahí salió la poesía.” Entre mate que va y mate que viene, el milagro de la poesía sucede en el inventario de recuerdos que se enlazan. El poeta evoca la escuela Andrés Ferreyra y especialmente a un maestro que tuvo en quinto grado: el señor Lovechio. “Tenía un aire romántico, iba con un moñito negro, no llevaba corbata. El me alentaba mucho y resaltaba que lo mío era escribir y discutir. Pero teníamos un punto de fricción que era que él, según los resultados de los dictados y la cantidad de faltas de ortografía, reorganizaba la clase: trasladaba al fondo a los que tenían errores de ortografía y ponía adelante a los que tenían muy pocos o no tenían. Yo no estaba de acuerdo con eso.”

–Pero seguro que el pequeño Alberto estaba siempre adelante, ¿no?

–No. Me acuerdo como ahora que una vez me esmeré para no cometer faltas de ortografía y Lovechio iba corrigiendo y corrigiendo y me dije: “Ahora me sienta adelante”. Y de repente dice: “Cayó el pino de San Lorenzo”. Me había olvidado el acento. Al fondo, risas. Mi vieja, por ejemplo, como el tema de la ortografía en el colegio se trasladaba a la familia, refiriéndose a mí, decía: “El no tiene faltas de ortografía, pero le gusta escribir con faltas de ortografía” (risas).

–Lo que pueden las madres, lo justifican todo.

–Es cierto, pero para mí había en eso algo que tenía sentido. Yo me peleaba con Lovechio, pero me alentó mucho a escribir. Cuando yo volvía del baño, Lovechio me veía entrar y decía: “¡Cómo tarda nuestro Platón!” (risas). Ahí se mezcla una cosa romántica donde confluye eso de Platón, porque es un símbolo, con el Pushkin de mi viejo. Una vez lo acompañé a mi viejo a dar una vuelta y pasamos por la calle que entonces se llamaba Parral y ahora es Honorio Pueyrredón, por la librería Anna. Entonces mi viejo me preguntó: “¿Querés un libro?”. Yo me quedé asombrado. Y le dije que sí, por supuesto. Y me compró Robinson Crusoe, de la editorial Sopena. Fue mi primer libro. Cuando terminé de leerlo, estaba maravillado. A los pocos días vino mi vieja y me trajo La cabaña del tío Tom. Cómo me emocionó ese libro, a tal punto que lo estaba leyendo y se me caían las lágrimas. Esos dos primeros libros marcaron un camino, pero representan cosas muy diferentes. Robinson Crusoe reconstruye toda la sociedad colonial inglesa con la razón; en cambio, el alegato contra la esclavitud en La cabaña del tío Tom es a partir del sentimiento, del corazón, de la denuncia de lo que es claramente injusto. Mirá todo lo que es la vida: las historias de los libros, las palabras que contienen los libros. Es un universo infinito, inagotable, como la epifanía en el cristianismo, es lo que asombra porque uno no lo imagina y de repente aparece. Eso es muy importante porque hace a una de las características de la poesía: la sensación de infinito. Cuando uno cree que llegó, recién está empezando a marchar.

–¿Cómo es eso?

–Por ejemplo, el poema de “La carretilla roja” de (William Carlos) Williams, que son cuatro o cinco versitos, donde pareciera que todo queda en suspenso: la carretilla roja, laqueada por la lluvia... qué hace esa carretilla roja, por qué esa carretilla roja en un mundo donde existen cosas importantísimas: monumentos, pirámides, casas de gobiernos, cuarteles, pentágonos. Y de repente, en medio de todo eso, se impone una carretilla roja. Contrariamente a lo que se piensa, esa infinitud de la poesía es a partir de la humildad, no de la prepotencia. Qué más humilde que una palabra, ¿no? Y sin embargo, una palabra te trastrueca. Por eso la poesía incita siempre a la rebelión. No hay poesía conformista. ¿Y quiénes son los sujetos de la rebelión? Los humildes. Podemos citar a Evita como al Evangelio, pero es lo mismo: son los de abajo los que pueden cambiar el mundo. Si no lo cambian ellos, nadie lo va a cambiar.

–En el prólogo de Como sólo la muerte es pasajera recuerda el momento en que Eduardo Romano lo animó a publicar su primer libro, Poemas de la mano mayor, en 1962. Semanas después de la aparición del libro, el Partido Comunista en el que militaba desde los 14 años lo acusa de “trotskista, maoísta y guerrillerista” y lo expulsa. ¿Cómo vivió ese momento?

–Se me vino el mundo abajo. Lo viví como una tragedia. Pero ahora pienso que me hicieron un gran favor porque fue como lo de (Enrique Santos) Discépolo: “Salgamos de payasos a vivir”. Me sentía a la intemperie, pero estaba en la vida real, con la gente de verdad. El que me ayudó infinitamente fue un gran poeta, Horacio Pilar, porque me fui a vivir a una casa colectiva, que estaba en San Juan y Bolívar. Yo estaba buscando vivienda, me quería mudar, y hablando con Horacio, que era muy peronista, me dijo que se desocupaba una habitación en la casa en la que él vivía. Y así fui a parar a esa casa colectiva. El me llevó de la mano y me mostró el peronismo. En ese tiempo también me llega lo del EGP (Ejército Guerrillero del Pueblo) y empieza lo que yo siempre llamé, “mi militancia en serio”. Era la poesía, era la militancia, era el enamorarse, el descubrir cosas. La poesía estuvo presente en todo momento. Nunca dejé de escribir y de hecho lo que más definió mi derrotero político fue un poemario, El che amor. Yo siempre sentí que más que la bibliografía, que los libros, que los documentos internos, para mí la poesía es lo que me llevó a una forma de lucha y a cierto espíritu de pelea.

“¡Che, nos merecemos otro mate!”, exclama Szpunberg y se levanta para poner la pava en la hornalla. “Un tema difícil para nosotros, con Eduardo Romano, era el final de un poema, cómo termina un poema. En esa época eran dificultades prácticas, concretas, que enfrentábamos porque un poema que era bárbaro al final se desinflaba por ridículo, por obvio, por una rima involuntaria. No sé ahora qué opinaría Eduardo, pero cuando leí lo de Valéry, ‘un poema no se termina, se lo abandona’, entendí cómo era la cosa. No porque yo lo supiese resolver, sino por el sentido de la dificultad con la que tropezábamos.”

–¿Cómo termina un poema?

–Cuando suena que terminó. Es una cuestión de oído interior. ¿Sabés que existe la voz interior? Hasta hay un diálogo en “Fedón o del alma”, de Platón, donde Sócrates habla de una voz que él asocia con la música porque considera que es el arte superior. El habla de que sentía una música interior que lo llevaba. Por supuesto, después eso queda relegado como una historia infantil, por lo menos en la versión que da Platón de Sócrates, que luego pasa al logos. Existe esa voz interior. Cuando no siento esa voz, no escribo. Por eso es un momento tan placentero corregir un poema, porque uno va afinando detalles. Uno afina un poquito el violín, después el contrabajo, el piano y en qué clave tocarlo: si en La mayor o en La menor. Eso es así, al menos en mi experiencia.

En El síndrome de Yessenin, uno de los cinco libros hasta ahora inéditos, aparecen globitos de historieta en los poemas. “Hay una voz que aprovecha el silencio de otra y se cuela porque todos tenemos cosas para decir y somos una multitud. Por eso puse los globitos”, explica. “Cuando empecé con notas al pie de página ya tuve mis quilombos. Pero lo reivindico en el prólogo de Traslados y digo que son como riachos que se desprenden. Vos tenés un río y de repente hay un arroyito que se va para la derecha y se interna en un bosque y volvés a encontrar al arroyito, regresando al río, más adelante.”

–Pero ese desprendimiento es parte del mismo poema, ¿no?

–Claro. Ahí está un problema filosófico, político, afectivo, en el sentido de quién se desprende de quién. Hay dos Jerusalén: está la de abajo y la de arriba, que es la celestial. ¿Quién alimenta a quién? ¿Quiénes hacen la historia: los de arriba o los abajo? Esa afirmación que Marx dijo sueltamente, que la historia la hacen los pueblos, es verdad. Lo que pasa es que los marxistas y los señoritos de izquierda no terminamos de aceptarlo, ¿no? Eso sumado a que los de abajo no tienen conciencia de que la única manera de salir adelante es dando vueltas todo. Lo que me gustaba era la sensación de vocerío, de tumulto, no de silencio zen, aunque es un silencio respetable. Pero sentí que había otras voces y por qué no darles cabida. Esas voces se impusieron.

–En uno de los poemas de El síndrome de Yessenin, en el poema “VII”, se lee: “La hache, muda de espanto, se unía a la ce/ para ser cuchillo, chillido, chance, noche,/ pero también era historia, albahaca, humanidad,/ y sólo por graves orrores de hortografía,/ también halma, hamor, haltura, haire, halcoba/ pero el poeta sabía que nada es al pie de la letra/ y que nunca jamás la letra con sangre entra”. Cómo no recordar su enfrentamiento con Lovechio.

–¡¡Tenés razón!! Me encanta que lo hayas visto porque confirma cosas en las que creo. La poesía es un estado de asamblea permanente. Lo de las faltas de ortografía no se me había ocurrido y ahora, cuando te vayas, me quedaré pensando, ¿qué diría el señor Lovechio, si viera el poema? (risas).

–¿Por qué inventó un “síndrome”?

–Tengo que patentarlo antes de que saques la nota (risas). Por ahí tiene que ver con la enfermedad, yo creo que ya estaba en el baile del linfoma. Pero lo viví desde otro lado. Todas las revoluciones que hicimos o las perdimos porque fuimos derrotados o las perdimos después de haber creído que triunfaríamos para siempre. Eso no es fácil de asimilar para mí y los de mi camada. Lo mismo les pasó a Maiacovski y a Yessenin: los dos se suicidaron. Yessenin venía de los narodniki –en ruso, “narod” es pueblo–, los populistas de bases campesinas. Después de la muerte de Lenin, Yessenin empieza a ver que las cosas no funcionaban como él imaginaba y se ahorca. Yessenin escribe algo que me parece terrible: “Al fin de cuentas, morir no es nada nuevo, aunque, claro, vivir lo es menos novedoso todavía”. Cuando uno se aproxima a ese estado de ánimo en que todo da igual, hay algo que está tocado gravemente. Eso que está tocado gravemente puede ser un linfoma, pero puede ser la derrota de una revolución que es más necesaria que nunca a nivel planetario. Yo nunca vi tan lejos la revolución como ahora. Y no te olvides que vengo de una camada que creía que la revolución estaba ahí nomás. A ese estado de ánimo le puse “el síndrome de Yessenin”.

–¿Es un estado de ánimo que parte del fracaso?

–Parte de la derrota, no del fracaso, que no es lo mismo. Yo no creo que fracasamos, fuimos derrotados. No creo que el Che fracasó, fue derrotado. También por ese estado de ánimo es que no lo publiqué antes. ¿Para qué? Veo que los poetas en nuestro país están como medio abombados. Los veo muy pendientes de publicar, de que los nombren. Y al fin y al cabo, ¿qué? No se sostiene existencialmente. Es un sentimiento de soledad también, independientemente de que hay gente macanuda. Yo siempre hablé de la asamblea permanente de poetas y nunca cuajó. Hoy o mañana, algún día será.


Leibniz y el brócoli

“Lo que estoy escribiendo ahora, que no está en la poesía reunida, es divertidísimo”, subraya Alberto Szpunberg. “El asunto es así: yo no sé qué libro estaba leyendo y de repente aparece una cita de (Gottfried) Leibniz que dice por qué todo no es más bien nada. Es una vieja pregunta de la gnoseología, de la filosofía, del conocimiento. Y dije, la puta, qué pregunta. No sé por qué me impactó. Y busqué a Leibniz y lo volví a leer. El se estuvo escribiendo durante un año con (Baruch) Spinoza y quedan tres o cuatro cartas nada más. El resto no se sabe adónde fue a parar. Y un día por el Skype aparece Sofía, mi nieta, con Victoria, mi hija mayor. Y mi hija me dice: ‘¿Sabés que preguntó Sofía ayer? ¿Quién le puso brócoli al brócoli?’. Yo sentí que ésa era la respuesta a Leibniz. Y eso es lo que estoy escribiendo ahora.”

–¿Tiene título?

–Sí, “Por qué todo más bien no es brócoli”. Es la poesía como un juego.

miércoles, noviembre 27, 2013

El susurro como grado cero

Flora Vronsky lee Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina y lo reseña para la revista Damasco.


En una entrevista reciente, Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976) declara: ‘Cuando empecé a escribir intenté hacer una literatura que no pareciera literatura’. Bien podría ser la frase inicial de una programática ambiciosa, de una ‘poética del no’ canonizada hace tiempo a partir de Bartleby & Co. Sin embargo, Molina ha escrito bastante, ha recorrido diferentes géneros y se ha posicionado dentro del cuadro literario actual. Su ‘preferiría no hacerlo’ se versiona en un ‘preferiría no hacerlo de tal modo, con tal impronta’. Un intento de quebrar el literaturnost, la especificidad de lo literario como sistema inmanente, autoclausurador. Hay una punta de coraje en semejante objetivo que, como toda empresa, conlleva altos grados de riesgo. Uno de ellos es perder de vista que la literaturidad sólo se define en cuanto sistema (en el caso de que exista tal posibilidad) a partir de la relación que se establece con otros sistemas, a partir de su pertenencia a un polisistema heterogéneo, contaminado, con gusto a palimpsesto. Desarreglar de esa manera la ecuación puede provocar que el soliloquio se quede balbuceando en autoperformance, en grado cero.

Los puentes magnéticos es bastante más que ese soliloquio porque encadena secuencias narrativas flexibles que van desde una película retrofuturista que involucra a Perón hasta el devenir burgués de algunos punkies de los ’70, pasando por diferentes registros de ausencias y desapariciones que rozan los años de la dictadura como una infusión tibia, dejada allí para que se enfríe. En ese sentido, podría decirse que la novela efectivamente propone un macrosistema y lo respeta. Asimismo, también se nos manifiesta como estructura el hilo conductor que sostiene las secuencias: el devenir de Camila, la protagonista. Una treinteañera melancólica y solitaria que entreteje los puntos de su presente anodino a base de corporizar en su rutina actual aquellos episodios relevantes de su pasado que le permiten asomarse de puntillas a todo eso que representa una historia transformada continuamente: el futuro. La accidentada desaparición de su padre, la ruptura de un vínculo sentimental, un cambio de registro espacial y urbano, la irrupción de nuevas relaciones o la conexión casi franciscana con el dinero son, para Camila, materia de reflexión y evocación, por un lado, y fuente de nostalgia y melancolía, por otro.

En este punto el título de la obra es revelador. Porque el péndulo que se desplaza entre el pasado y el presente bien podría establecer esos puentes que consigan configurar para Camila una autocomprensión más lúcida, más acabada. Funcionan también como conectores entre la historia política argentina de la década del ’50 y un futuro de trama policial cien años después, apuntalados por las tuercas de una revisión cultural velada y subyacente que arrancaría en el 2001. Incluso amplían su espectro semántico hasta el trazado urbano y el transporte como vasos comunicantes entre las arterias asimétricas y disímiles de una ciudad como Buenos Aires. Los puentes, entonces, como sistemas de interconexión en varios niveles de lectura y construcción narrativa.

Sin embargo, el adjetivo magnéticos que los acompaña produce cierto chirrido incómodo, como fuera de tiempo. La energía magnética es un fenómeno físico por el cual los objetos ejercen fuerzas de atracción o repulsión sobre otros objetos. La palabra clave es el verbo: ejercer. Usado en esta acepción implica acción, movimiento, propulsión hacia un algo que es otro, algo diferente de mí. Atracción o repulsión. Y allí es precisamente donde la ecuación sistémica de la novela se resquebraja. Porque no hay magnetismo en esos puentes. No verificamos como lectores esa fuerza, esa potencia que atraiga el sistema del tiempo del relato hacia el tiempo de la historia. O que la repela. O viceversa. La desconexión entre el sistema configurado por el péndulo de los puentes y el sistema autorreferencial de la rutina ascética de Camila es tal que ese gusto a palimpsesto se deshace en la boca de manera rápida, casi instantánea. No se nos permite integrar ambos tiempos en un polisistema que se contamine de manera intermitente. Las relaciones internas entre los elementos narrativos se desdibujan no porque la vida de Camila sea francamente aburrida y emerja como representación del resultado posible de una generación atrapada en un monoambiente con poca luz, sino porque esa anoia vital, ese spleen devaluado en miserias materiales consigue clausurarse de tal manera sobre sí mismo que rompe relaciones diplomáticas con cualquier sistema coyuntural que pretenda enmarcarlo, darle una forma. La estructura, de este modo, tiembla trémula y susurra a media voz un soliloquio en gran medida intrascendente.

Quizás Ignacio Molina entienda precisamente esto como ‘la literatura que no parece literatura’. Quizás su programática se esté desarrollando aún, ensayando su arte del parecer en un registro nostálgico y realista, que en efecto logra ser evocado. Quizás su ‘modo de ganarse la vida’ (que da título a su primera novela) esté mucho más relacionado con el objetivo que se propuso cuando comenzó a escribir. En su registro poético, Molina parece amigarse con el spleen de época y permite que ciertos magnetismos irrumpan, recuperando una potencia que sin lugar a dudas habita en él. En cualquier caso, seguirá siendo interesante hacer dialogar la heterogeneidad de sus sistemas y acompañar de cerca su deseo legítimo de construir de un literaturnost singular y propio.

martes, noviembre 26, 2013

Los colores de la valija

Juan Sasturain se reencuentra con la obra de Alberto Szpunberg en Como sólo la muerte es pasajera y escribe al respecto en la contratapa del diario Página /12.


Soler no suele ya recordar poemas de memoria, ni lo intenta, ni lo cree necesario a esta altura, para qué. Pero Soler alguna vez solía memorizar, versear sin tropezones, de corrido. Era una tabla rasa aquella bocha adolescente que sólo había sabido / solido retener hasta entonces boludeces, como la letanía del Boca del ’62: Roma; Silvero y Marzolini; Simeone, Rattin y Orlando. En esa época, digo, cuando Soler solía ser todavía casi un pibe a su pesar, mal crecido y desparejo de saberes, virgen (sic) de experiencia en camas compartidas / alcoholes nuevos / plazas políticamente concurridas, los versos le pegaban fuerte. Se le solían pegar, mejor dicho, hacía tiempo y allá lejos.

Y cómo. Era la tarde y la hora / en que el sol la cresta dora / de los Andes. El desierto / inconmensurable, abierto le dictaba todavía el secundario Echeverría. Cerrar podrá mis ojos la postrera / sombra que me llevare el blanco día, arrancaba el diestro Quevedo curricular para no soltarlo hasta ese polvo serán, mas polvo enamorado que lo solía dejar sin respirar, como solían los equilibristas, como las exactas piruetas de circo. Y el gentil Garcilaso con el dulce lamentar de dos pastores / Salicio juntamente y Nemoroso, y aquella retórica pregunta borgiana sobre los tripulantes del tango que lo perturbó en voz de Medina Castro con tableteo musical de Piazzolla de trasfondo: ¿Dónde estarán? pregunta la elegía / de quienes ya no son. Como si hubiera / una región en que el ayer pudiera / ser el hoy, el aún y el todavía. Maravillas, maravillas.

Es ese mismo el Soler pendejo de principios / mediados de los sesenta, digo, al que solía atribular todavía la ajena Buenos Aires y para quien cada libro / autor nuevo era como un castañazo que lo sentaba de culo en el camino de Damasco, lo dejaba insomne con los ojos así, lo iba poniendo enfilado generacionalmente en la picada del monte guerrillero. Es que solía ser así, para Soler y para el resto. Las condiciones de la época, supo decir después Gianuzzi para explicar el momento.

Ese Soler, versero incipiente y principiante en todos los órdenes y desórdenes de la vida, también por entonces había descubierto de apuro –ya en otro clima– tanto el entrecortado ritmo vallejiano de la apelación vacilante que lo interpelaba desde los dos lados del poema: Niños del mundo / si cae España –digo, es un decir– / si España cae / del cielo abajo el antebrazo, como las metáforas abiertas como venas de Lorca: Y los toros de Guisando / casi muerte y casi piedra / mugieron como dos siglos / hartos de pisar la tierra. Y justo ahí –para colmo– sin anestesia y con la guardia y las defensas bajas, supo tener la revelación definitiva de Gotán: Esa mujer se parecía a la palabra nunca / desde la nuca le subía un encanto muy particular / una especie de olvido donde guardar los ojos / esa mujer se me instalaba en el costado izquierdo. No hubo ni hay hospital ni curita posibles para este golpe / esta herida al plexo poético generacional. El mal ya estaba (bien) hecho.

La cuestión viene al caso. Hace unos días –medio siglo largo después de aquellos retenidos versos– Soler se encontró como ya no solía con el Eduardo Romano de aquella Entrada prohibida –poeta amigo, padre y maestro–, y hablaron entre otras cosas de Alberto, de Szpunberg, de la maravilla del libro inmediato, de estos días, que reunía su poesía completa, le hacía justicia en un mundo por lo general sin. Y celebraron.

Y ahí fue que de pronto Soler, sin previo aviso y sobre la mesita de mármol de una Giralda inmemorial, dijo y fue diciendo –de dónde carajo le vendría el dictado– medio medium, si cabe, el arranque de La María casi casi sin pifiarle en nada:

Los colores que cubrían la valija de madera eran papeles / y en pequeñas violencias los papeles se fueron gastando / quedando en los andenes del tren; / ahora ya se ve que esa valija en realidad es de madera / y la madera –por qué no– tuvo raíces de árbol en la tierra, / soñó en las tardes tibias con el cielo.

Ahí se paró –Soler, digo– y mientras trataba de recordar cómo seguía aquel humilde, deslumbrante poema de Juego limpio, el libro anterior a El Che amor, tan memorado, dijo o pensó decir como quien pone una plaquita, costumbre de versero que suele incurrir en falsos escalafones:

–La academia de Piatock es para mí el mejor libro de poesía de Alberto, y el mejor en general que he leído en mucho tiempo. Viste cómo reparte las cuestiones, cuenta por boca de otros que son todos y uno, y cada uno. Elude y alude, toca y pica hacia arriba y los costados, pero no se va nunca. Personajes y sentimientos en asamblea permanente, claro.

Y se amaneró en el discurso, como Soler suele:

–Es de algún modo sesgado la culminación tardía pero presente y deslumbrante de todas aquellas líneas tendidas desde los sesenta

–más la Historia y las historias, el exilio y el regreso, la perplejidad sin fondo, celebratoria–, como una conversación infinita de silla expuesta en el patio del conventillo de Villa Crespo, en la plaza de la aldea ancestral, en la mesa de la ventana del café contiguo a la facultad de Viamonte, frente al mar de allá / junto al río de acá, con el bosque ahí nomás.

Y ahí el bosque lo devolvió al viejo poema y Soler fue buscando los últimos versos de a uno, como quien desenreda pedazos de piolín, los pone en fila:

Los árboles que había hace tiempo en el pueblo / ahora siguen soñando en la distancia tan altos como ayer, / bajo esos árboles un día hizo el amor sin esperar la noche / bajo esos árboles la noche soñaba –por qué no– con la ciudad.

Se quedó ahí –Soler, digo– un momento, y después se trajo de qué rincón de la memoria los dos versos finales, los puso sobre la mesita de mármol de La Giralda como quien tira una evidencia triunfal, muestra las cartas ganadoras del envido, se lleva todos los porotos para la poesía:

La ropa que ahora guarda en la valija de madera le va chica / y la madera de la valija ya no es árbol ni puede florecer.

En realidad lo terminaron a coro en un murmullo creciente, con el pelado Romano de sonrisa sabia, cálido compinche de Alberto desde los tiempos de Agua Viva. Después pagaron los cafés y se fueron con el viejo / último Szpunberg puesto entre pecho y espalda como un secreto jubiloso.

Desde entonces y durante estos últimos días, el versero Soler se propuso, casi sin querer, aprender de memoria, por simple asociación virtuosa, “El botánico bakuninista”, un poema que a él –a Soler– lo remite, a tantos años vista, a la colorida valija de la María que un día hizo el amor sin esperar la noche: Cada árbol es al bosque lo que yo a ustedes, dice maravillosamente por ahí.

Soler suele decir que no va a presentaciones de libros ni esas cosas. Pero suele desdecirse: mañana a las 19, en la Biblioteca Nacional, Como sólo la muerte es pasajera, poesía reunida de Alberto Szpunberg.

jueves, noviembre 21, 2013

A la revolución por la poesía

En Radar Libros, "Seré el que seré", el prólogo de Alberto Szpunberg a Como sólo la muerte es pasajera.



Buriam gloui nievo kroi / virji shnieshni ekrutá... Mi padre marcaba el ritmo con la mano. Ahora sé que se trataba de eso: dejarse llevar por la poesía hacia no se sabe dónde. Aunque en casa nadie entendía nada, todos sabíamos que iba en serio. Tokakzvero nozavoi / toza platit kakditiá... aún lo escucho: mi padre con el índice en alto como apuntando al cielo. Es curioso, ciertas noches aún late en mis oídos el reloj de péndulo en la sala. En cambio, la manera de mi madre para confirmar la seriedad del momento era la risa. Nacida en un conventillo de la calle Añasco, ella sabía que un puñado de discos de pasta era el mayor de los tesoros. Chopin, Angelito Vargas, el jazán Pinchik y el Coro del Ejército Soviético nunca dejaron de sonar en mi vida... Pushkin, como pueden ver, tampoco.

–¡Qué risa! –contó una vez mi madre volviendo de un velorio– ¡Todos lloraban!

Y fue así que a los siete u ocho años, vaya a saber en el hueco de qué tarde, nacieron los poemas. Mi madre planchaba a un paso de donde yo contaba las sílabas con las manos bajo la mesa: “¿Tenés muchos deberes?”, me preguntaba. Mi “¡no!” era rotundo. Y no le mentía. En serio, no insistan: la poesía nada tiene que ver con los deberes. Ni siquiera con los deberes para ahora mismo.

Por todo eso, quedé como tocado cuando una tarde de 1962, en un bar cerca de Viamonte y San Martín, Eduardo Romano me animó: “¿Por qué no publicás un libro?”. “¿Un libro?”, se sorprendió a coro el Pueblo del Libro. Y así salió Poemas de la mano mayor, inesperado como un milagro. En la solapa, Eduardo, que ya había publicado y por eso estaba en condiciones de mandarse un prólogo –como yo en este preciso instante–, decía de mí: “El poeta no tiene ni un sombrero para decir adiós”.

Y no se equivocó: pocas semanas después, el Partido Comunista, a cuya Juventud pertenecía desde los catorce años, me acusó de “trotskista, maoísta y guerrillerista”. Ya totalmente a la intemperie, mi cabeza rodó a la altura del nudo en la garganta.

En mi segundo libro, Juego limpio, quise dejar las cosas en claro: en una página par puse “Los viejos stalinistas” y en la página enfrentada –nunca mejor dicho– “17 de Octubre”. Cesare Pavese me había revelado que todo poema, incluso el más hermético, es también, aunque uno no se lo proponga, la narración de una historia, de esas que se cuentan en un bar, en la mesa de la ventana.

Alguien, entonces, en uno de esos bares, me dijo al oído: “¡Ya!”. Era Marquitos Szlachter, del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), que subía al monte salteño. Yo debía esperar dos o tres meses para hacer lo mismo: “subir”. El 4 de marzo de 1964, el campamento de La Toma cayó en manos de la Gendarmería... Y Marquitos, muerto de hambre en pleno monte, se convirtió en “Marquitos”, un poema que inició un nuevo poemario, El che amor, y me llevó a la plenitud de la lucha, esa lucha que creí definitiva, final. Ya había leído a Roque Dalton: “Muchos llegan a la poesía por la revolución, y son malos poetas y no mejores militantes; otros llegan a la Revolución por la poesía”. Por boca de éstos, por su lengua, por entre los dientes, por entre la saliva y la sangre, habla un Yo siempre habitado por Otro. Es esa conexión directa con el infinito desde la sensualidad más terrenal y perentoria, desde la carne misma, como los místicos lo intentaron: Fray Luis, San Juan, Santa Teresa, el Baal Shemtov, el rabino de Kotzk, “cuyo recuerdo sea una bendición”.

–Gustad y ved –se extasía el salmo en medio de los Días Terribles.

Moneda de cambio de algún Comité Central, el “compromiso” –privilegio áulico de quienes estampan su firma al pie de la historia– nada tiene que ver con la entrega sin aviso de retorno. Qué fascinante fue para mí, ateo y religioso, descubrir el rumor del diálogo, un diálogo multitudinario, en ese monosílabo tajante, en ese “Ya” que me convocaba desde Orán.

En sus Comentarios sobre el Génesis, San Agustín se pregunta: “Y Dios dijo que haya luz. ¿En qué lengua resonaba esa voz cuando Dios dijo que la luz sea? Pues aún no había diversidad de lengua, la cual dio comienzo tras el Diluvio, al construirse la Torre [de Babel]... Esa voz no era pensamiento, hipótesis absurda, ni un sonido material, sino la voz misma de Dios”. Es decir, el poema, sí, en la piedra, en el pergamino, en el papel, en la pantalla, pero escrito o soñado o palpitado como si todo ocurriese unos pocos segundos –o milenios– antes de ser escrito o soñado o palpitado, la respiración como única sintaxis, la voz como decurso...

–Para qué el mensaje, si existe la palabra –se pregunta el poeta.

Publicado en 1965, El che amor, poemario que decidió mi vida, no pudo llamarse de otra manera. El 12 de marzo de ese año, el Che, que vía Masetti era quien nos convocaba a los montes de Orán, había escrito en la revista Marcha en carta a Carlos Quijano: “Déjeme decirle, aun a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor”. Y yo estaba profundamente enamorado.

En los años que siguieron, el EGP –a pesar de lo trágico de su deriva– devino en la Brigada Masetti. Luego sobrevinieron luchas y una durísima derrota, terrorismo de Estado, 30.000 compañeros asesinados, clandestinidad, tabicamientos, embutes, rastrillajes, documentos truchos, citas sin recambio posible y, un 9 de mayo de 1977, a media mañana, el exilio... Es decir, la geografía de la extrañeza: no el tranquilizador “Soy el que soy” de la Vulgata, sino el inquietante “Seré el que seré” testamentario.

Aquellos no fueron años de publicar sino de escribir, oficio que, sin remedio, sabe de por sí a desmesura. ¿Qué sino el silencio o apenas un rumor pleno de religiosidad es la consagración de la verdadera poesía? ¿A qué otro vértigo, si no, agradecer tanta vida por milagro? Y empecé a volver...

–Si te digo la verdad, te miento –se alza el poeta en estado de asamblea permanente.

Luces que a lo lejos fue un ajuste de cuentas con la nostalgia, y pretende demostrar científicamente que Gardel nos mintió: “Volver” es imposible; nunca se vuelve, y el parpadeo que se adivina es engañoso. Todavía no sé por qué siguieron los libros que siguieron, estos inéditos que hoy salen a la luz. Pese a tanto trajín, sigo sin saber por qué ese primer libro que me sorprendió sin sombrero se tituló Poemas de la mano mayor, y menos sé por qué ahora este nuevo libro –para colmo, libro de libros– se titula Como sólo la muerte es pasajera.

Como sólo la muerte es pasajera. Poesia reunida Alberto Szpunberg Entropía 465 páginas
“Aun a riesgo de parecer ridículo”, déjenme decirles: un respeto... es un endecasílabo. Como ahora el mundo no está para contar sílabas con las manos debajo de la mesa, otra vez algo, alguien, un ritmo, una cadencia, un susurro, las modulaciones del jazán Pinchik, la inocencia de Angelito Vargas, esa voz del Génesis de la que hablaba San Agustín, me murmura al oído: “¡Ya!”

–Porque siempre es ya... –descubre el poeta.

¿Es el vaivén del péndulo en la sala? ¿La infinitud del desierto a la espera de que los últimos mastiquen arena? Acaso sólo es el latido de la sangre derramada, el balbuceo del cuerpo, la palabra a la hora de guardar silencio...

Como quien nace, la última trinchera es uno mismo

miércoles, noviembre 20, 2013

Lanzamientos Noviembre 2013: Como sólo la muerte es pasajera. Poesía reunida de Alberto Szpunberg.



“La obra reunida de Alberto Szpunberg muestra cómo su poesía se ha desplegado tal un árbol de espléndido follaje y de hallazgos constantes. Este gran poeta logra abrir los lados más oscuros de la palabra que viene del real y él devuelve cargada de belleza y de verdad. Su publicación es un acontecimiento que ningún amante de la poesía puede pasar por alto. Ello sería un olvido imperdonable de sí mismo”. 
Juan Gelman 


Al cumplirse 50 años de la publicación de Poemas de la mano mayor, primer libro de Alberto Szpunberg, Entropía publica su obra reunida. El volumen comprende los diez libros de Szpunberg publicados hasta el momento, con títulos emblemáticos como El che amor (1965) o  La academia de Piatock (2008), y cinco trabajos inéditos, compuestos en los últimos años. 
En la poesía de Alberto Szpunberg está su historia personal, marcada por la militancia, el exilio, el peso de la distancia y el regreso a Buenos Aires; destino individual y colectivo que ha sabido tratar en versos de lenguaje depurado, escritos a la intemperie. 


Alberto Szpunberg nació en Buenos Aires en 1940.  Estudió Letras y en 1973 dirigió la carrera de Lengua y Literaturas clásicas en la Universidad de Buenos Aires, donde fue profesor de Literatura Argentina. Entre 1975 y 1976 fue director del suplemento cultural del diario La opinión. En 1977 se exilió en El Masnou, Barcelona. En 1983 recibió en España el Premio de Poesía de la Universidad de Alcalá y en 1994 obtuvo en Francia el Premio Internacional de Poesía Antonio Machado. Su obra ha sido traducida al polaco, alemán, checo y francés. Vive en Buenos Aires. 

Alberto Szpunberg. 
_poesía| 465 páginas | $ 149
ISBN: 978-987-1768-14-1

jueves, noviembre 14, 2013

Magnetismo y literatura

Matías Moscardi leyó Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina y reseña la novela para BazarAmericano.


Hay una escena de Los puentes magnéticos, segunda novela de Ignacio Molina, que podríamos pensar como entrada de lectura: Camila –una joven profesora de inglés, narradora protagonista– asiste de casualidad al rodaje de una película independiente también llamada Los puentes magnéticos y participa como extra en una de sus escenas.

Entonces, a partir de lo anterior, Los puentes magnéticos podría leerse, en su doble alcance nominal, como un artefacto en cuya superficie de inscripción confluyen lo narrativo y lo cinematográfico. Pero no me refiero tanto a la escritura de Molina en términos de estilo –escritura que efectivamente podría convocar una relación de afinidad con el montaje: por el linde entre el fraseo y la calibración de un plano preciso, por la contigüidad entre el párrafo y su potencia de síntesis en cuanto a la progresión secuencial de una acción determinada–; me refiero, en cambio, a este acontecimiento aparentemente insignificante que, no obstante, da nombre a la novela, o en todo caso coincide con él: una vez que la protagonista aparece en la escena de aquella película, algo cambia.

Hace ya bastante tiempo que Camila se separó de Cristian. Ahora se encuentra en una etapa de transición donde predomina el intento, siempre trunco, por recuperar un resto de la experiencia amorosa: los encuentros un poco insulsos con Rodrigo; los primeros acercamientos de Javier, guitarrista de una banda punk llamada El Silencio Gitano; y las fantasías con Emiliano, el hijo de su vecina, al que conoce dictándole clases particulares de inglés. Pero lo que sucede después de que Camila aparece en la escena de Los puentes magnéticos no tiene las características de un giro argumental en el orden del relato. La alteración, por el contrario, tiene lugar como fenómeno de lectura: porque el acontecimiento insignificante de aparecer por unos segundos en la escena de una película, vuelve visible algo que ya estaba ahí pero que todavía no podía ser percibido, leído; no hasta que Camila se transforma, por un segundo, en actriz. Entonces algo queda suspendido en la lectura a partir de ese momento: y es precisamente esa posición actoral, y por lo tanto espectral del personaje. Porque después de que Camila participa en la escena de esa película independiente dirigida por un compañero del secundario, advertimos, tanto hacia atrás como hacia adelante, que todo sucede como prótesis de esa actuación: “…cuando la escena termina me siento muy extraña. Una sensación de vacío me atraviesa todo el cuerpo”, escribe Camila después de verse a sí misma en el estreno de la película.

Por eso, en el transcurso de la novela, siempre irrumpe como extrañamiento la sensación de que Camila repite una y otra vez, como si se tratara de un ensayo, el guión de un extra; tal es así que casi nunca puede decir que no ante una invitación o una propuesta y entonces se ve arrastrada por el pulso irrefrenable de los acontecimientos que se transforman, así, en una especie de destino guionado, pero que, sin embargo, Camila experimenta casi como si actuara bajo cierta garantía dilatoria de poder filmar cada escena siempre una vez más, de reescribir la performance de su propia vida, de su propio relato como artificio. El vacío, entonces, en este caso, no tanto como afección metafísica, tampoco como alienación imaginaria ante la percepción del Yo como Otro en la pantalla del cine, sino más bien como condición topológica que demanda un tipo de escritura avasallante, magnética, cuyo poder de atracción (sobre las imágenes, los recuerdos, las experiencias, los cuerpos) está potenciado precisamente por un espacio en blanco, vacante, siempre imantado, en posición receptiva: “…en lo que más pienso es en la bandeja de entrada vacía de mi celular”.  Ese espacio es, precisamente, el espacio del relato: una superficie de recepción depurada que funciona por imantación de recuerdos y atracción de cuerpos.

Entonces, ¿qué es, en definitiva, lo que aparece como proyección, como profundidad, en una historia cuya superficie ya no se asemeja a la trama estriada del hilvanado textil sino más bien a la tela lisa de la pantalla de cine, que es también la superficie del puente, y por lo tanto del tránsito, del pasaje y de la conexión? Como en las películas, el mundo cotidiano de Camila adquiere, progresivamente, un carácter espectral, pero no en un sentido fantasmagórico, sino en el sentido de ese mismo papel que Camila interpreta en el artefacto de Los puentes magnéticos: porque, en definitiva, todo funciona bajo la lógica del extra, que es también la lógica de la aparición fugaz.

En la historia de Camila no habría, luego, relato en tanto tejido, sino puro deslizamiento sobre la superficie del relato como pantalla, como bandeja de entrada, como puente conectivo. Los ojos cerrados de Camila, acción que retorna como imagen una y otra vez, son la parte analógica de esa superficie, la clausura de toda textura, de todo relieve y por lo tanto símil de la pura circulación, del tránsito, del movimiento: un espacio de inscripción magnetizada en donde cualquier afecto puede superponerse con cualquier sujeto; cualquier imagen puede advenir sobre cualquier otra, pero nunca de manera caótica sino como fatalidad, como imposición: bajo la forma de lo inevitable.

Al comienzo, por ejemplo, es lo que sucede con Rodrigo y Cristian: “…Rodrigo me arrincona contra la heladera, me besa el cuello (…). Después, en la cama, cierro los ojos y trato de imaginar que el cuerpo que tengo encima no es el suyo sino el de Cristian”; o un poco más adelante: “…pienso en las manos de Rodrigo, en la voz de Cristian”. De este modo, por lo tanto, no hay presencias ni vínculos puros, personajes que no lleven inscriptas, desde el vamos, las huellas del otro, ni siquiera en el caso de la narradora, que en un sueño, por ejemplo, se funde con una amiga de la infancia: “Tengo un sueño raro. Me encuentro con Verónica. Tenemos siete años y estamos solas. De repente, después de dar vueltas a la calesita, nos convertimos en una sola persona”.

Tampoco hay espacios donde territorializar, en tanto los lugares por los que se mueve Camila, o bien están cargados con el peso de su historia personal, y por lo tanto son dolorosos; o bien son lugares transitorios: es el caso de su propio departamento, que de un día para el otro, por un tema con la renovación del contrato, se transforma en el lugar “...que está dejando de ser mi casa”. Así, Camila cierra los ojos una y otra vez para imaginar trayectos posibles de vida, decisiones que no puede tomar y efectivamente no toma, escenas que no ocurrieron, no ocurren ni ocurrirán nunca: un tiempo, por lo tanto, conjetural, suspendido en ese ejercicio recurrente de proyección imaginaria que circula por la novela de Molina.

Y en este sentido, la historia del padre de Camila es significativa. Nos ubicamos en el pasado. Isabel Suárez desaparece cerca del río Amazonas. El padre de Camila es periodista y viaja a cubrir el caso. De pronto, Isabel reaparece: se había fugado con su amante. Pero como contrapartida, el padre de Camila, el fotógrafo y los tripulantes brasileros que habían ido en su búsqueda desaparecen de manera misteriosa. Más tarde, Isabel vuelve a aparecer por segunda vez, por medio de un e-mail: quiere encontrarse con Camila para charlar. Camila nunca contesta, pero el hecho de que este mensaje haya ingresado a la bandeja de entrada del relato ya es índice de algo.

Decía, antes, que la novela de Molina construye un espacio de inscripción que opera bajo la lógica magnética del aparecer (de los recuerdos, de las imágenes, de los afectos, de los cuerpos). Ahora podemos arriesgar un motivo: aquello que funda y produce esa lógica de la aparición magnetizada es nada más y nada menos que la desaparición del padre de la protagonista. Porque esa desaparición es precisamente aquello que no puede dejar de aparecer, de distintas maneras, como variación constante, marcando casi un síntoma del relato que atraviesa toda la escritura de la novela y alcanza a imantar de una manera poderosa la experiencia de lectura, experiencia que tiene que ver, por último, con la celeridad del puente: como si la metáfora de la voracidad (la novela se devora) hubiera sido suplantada por una metáfora de circulación vial (la novela se atraviesa), ya que como en todo puente, uno no podría detenerse en la mitad o pegar media vuelta para volver atrás: dar el primer paso es, necesariamente, cruzar.

lunes, noviembre 04, 2013

Ricardo Romero y Federico Levín presentan Los puentes Magnéticos, de Ignacio Molina.

El pasado 9 de octubre, Entropía presentó Los puentes magnéticos, la segunda novela de Ignacio Molina. Aquí, algunos fragmentos de los textos con que Federico Levín y Ricardo Romero se refirieron al libro.



“Un realismo anómalo”, por Federico Levín

Hay diferentes tipos de realismo. Existe el realismo estadístico, que es lo que se llama vulgarmente “realismo” –que es lo que no hace Molina–, y existe lo que yo llamo realismo anómalo –que es el que hace Molina–, que utiliza elementos realistas y una ética de trabajo con el verosímil realista pero que, dentro de la realidad, elige escribir lo anómalo.

Cuando leí Los puentes magnéticos, esta novela de Ignacio Molina, pensé en vincularla con la escritura de Mario Levrero. A mí me generó eso, porque este realismo de Molina profundiza tanto en la anomalía de lectura de la realidad de sus personajes que logra, dentro de un relato estructurado de manera más o menos convencional, hacer pasar un cuento fantástico por debajo casi sin que se note. Esta novela es el cuento de un personaje que va armando un relato casi épico de un duelo. Es el trabajo épico sobre la construcción de un duelo, narrado por Camila, un personaje que se va moviendo entre un montón de estímulos externos, en parte porque no encuentra excusa para decir que no a lo que le van proponiendo. Ese es el formato en que se desencadena la acción en la novela. Hay más o menos siete u ocho veces, en los momentos decisivos, en que lo que Camila hace lo que hace porque no encuentra una excusa para rechazar esa invitación. Momentos en que ella, al mismo tiempo que cuenta lo que hace –que sería lo que hace cualquier narrador al narrar– aprovecha esta primera persona para contar, en vez de lo que está haciendo, lo que está dejando de hacer. Y en esa construcción de mundos posibles que hay tanto en la ciencia ficción como en textos que habremos escrito nosotros (como cuando escribí Igor y como cuando Romero escribió los cuentos de Tantas noches como sean necesarias) existe la lectura constante de lo que está pasando puesta en juego con una lectura paralela de qué habría pasado si se hubiera tomado otra decisión.

En Molina hay un formato permanente de escritura fantástica que se estructura a través de una supuesta escritura realista que, por profundizar en las anomalías de la psiquis humana al leer la realidad que lo rodea, termina derivando en un relato que tal vez contado en tres pasos sería inverosímil. Y esta novela de Molina incorpora un montón de pequeños relatos con picos de intensidad con hitos narrativos muy distantes entre sí, muchas historias que tienen vaivenes muy pronunciados. Y en ese sentido, es un relato muy distinto a los de Los estantes vacíos, su primer libro de cuentos, donde el casi no vaivén era lo que estructuraba las historias que él decidía contar.

Las anomalías de los personajes de Molina son las anomalías que podemos reconocer todos en nosotros mismos y a las que no les prestamos atención. Creo que descubrirlas es una de las experiencias más potentes al leer esta novela. Acá la ruptura de lo habitual no genera una ruptura con la identificación: uno puede identificarse con el personaje aun cuando lo que está pasando sea demasiado raro. Y Molina lo logra. ¿Cómo lo logra?: a través de sus anomalías. Su anomalía, como persona, como escritor, es una anomalía con el lenguaje que linda con lo sagrado. En sus formas de tomar ciertas decisiones, Molina es absolutamente intransigente. Al punto que, si uno lo conoce, puede ir imaginando, al leer su novela, en qué momento se detuvo y tuvo una discusión interna y se abrieron ciertas posibilidades narrativas.

Quiero festejar le encuentro de Molina con la editorial Entropía. Porque hay un punto en donde están hechos el uno para el otro; hay una forma de trabajar en las decisiones del palabra por palabra con un entusiasmo que para otros sería inentendible… La musicalidad de las narraciones de Molina, que pone comas antes de decir que hacen algo no tanto por un motivo sino por el otro (uno no sabe por qué los personajes están imaginando que tienen que hacer esas comparaciones) es fantástica. Es una forma de escribir pero también es una forma de ver la realidad. Y al pensar en esas decisiones de cómo y dónde poner las comas, o por qué poner, por ejemplo, risotto en cursiva o cedé argentinizado, yo puedo imaginar claramente una madrugada de lluvia, en algún sótano de Colegiales, con Molina y sus editores reunidos, peleando por comas y por palabras gritando enfervorizados “¡no, no entendés lo que estoy diciendo, ahí tiene que ir una coma!”. Las imagino como esas reuniones de superhéroes que se juntan en un sótano y tienen que tomar decisiones muy importantes para la humanidad. Imagino la anomalía de nuestro amigo Molina con la anomalía de nuestra querida editorial Entropía fusionándose ahí, donde esa pequeña decisión de una palabra, sostenida en el tiempo, genera en la posterior lectura una suerte de hipnosis. Yo no sabría decir bien hacia qué lado van Molina y Entropía, pero van siempre para un mismo lado, que es como una especie de sofisticación del lenguaje, como una exageración. Intentan hacer algo tan sofisticado con el lenguaje, intentan darle tanta atención a cada punto y a cada palabra, que eso, al texto, lo vuelve épico.

Hay una idea instalada en la literatura que indica que está mal ser un escritor para escritores. Para mí Molina es un escritor para escritores. Y dado que a cualquier concurso de novelas llegan al menos dos mil novelas, ser un escritor para escritores es ser un escritor popular, mucho más que ser un escritor para lectores que no escriben. En este caso, Molina debe su popularidad, su incipiente popularidad, a que es un escritor que acepta ser un escritor para escritores y no tiene ninguna concesión en ese aspecto. No lo camufla por ningún lado, no lo disimula.

En Los puentes magnéticos Molina va decidiendo cada palabra hasta que llega un punto cumbre, que es cuando Camila se cae de una escalera y se golpea la mano y entonces, como le duele, tiene que usar el tenedor con la izquierda. Entonces yo pensé en algo que sé que vamos a discutir en algún sótano de superhéroes. Yo leí que el personaje tiene que comer usando el tenedor con la mano izquierda y pensé que si bien yo como con el tenedor en la derecha (porque hago algo raro que es que cuando me siento a comer en un lugar donde están los cubiertos puestos los invierto, una anomalía mía que doy por natural porque se convirtió en un tic, en una configuración de mi sistema nervioso) pero que Molina le deja esa anomalía al personaje de comer con los cubiertos cambiados, y cuando ella se golpea nombra como anómalo el hecho de comer con los cubiertos de manera correcta, que es usar el tenedor con la izquierda, que es como lo usan casi todas las personas, que usan el cuchillo en la derecha porque consideran que más que de precisión es un elemento de fuerza, que es el problema que tienen las personas en occidente que consideran eso cuando en realidad es al revés.

Dentro de este universo de anomalías, Molina, al dejar de lado su propio mundo de neurosis obsesiva, elige escribir desde un personaje que es casi opuesto a él (no voy a decir que cualquier mujer es opuesta a un hombre, en el sentido de que es lo contario, pero sí que está en el lado opuesto). Y ella, Camila, se vincula con amantes, con amantes más jóvenes y más grandes, y con un padre y con un padre posible y con la falta de un padre y con otros potenciales padres. Y en todo ese recorrido Molina se pone en el lugar de lo que para este personaje femenino es lo otro. Entonces ahí sí está haciendo una operación de posición, y al lograr eso, al animarse a eso (porque yo me preguntaba qué valor tiene en el mundo que un escritor varón narre desde una mujer, qué le agrega, si los hombres sabemos sólo un cinco por cuento de lo que le puede pasar a una mujer) le suma el valor de esa apuesta, la apuesta de alguien que trasciende su neurosis obsesiva como autor inventando un personaje opuesto a sí. Y ahí, cuando se quiebra esa retención de la propia anomalía y se da lugar al universo de la anomalía ajena, empieza la aventura. Porque Los puentes magnéticos es, para mí, una novela de aventuras…

Los invito a leer Los puentes magnéticos y también a hacer el siguiente juego: no leer todo el índice con los títulos de los capítulos, sólo leer los cuatro o cinco primeros y tratar de entender cuál es el sistema que se usó para elegir los títulos y después jugar a leerlo a ver si uno adivina cuál es el título, muy particular, que le puso el autor a cada capítulo... Así que tienen que comprar el libro, leerlo y después pasar todo el verano jugando a eso con sus amigos.


“Hacia un enrarecimiento levreriano”, por Ricardo Romero. 

Cuando salió el libro, Molina me dijo algo así como que “ya sé que Romero no se va a fanatizar con la novela”. Y yo me pregunté por qué habría hecho esa suposición, ya que sus libros anteriores me habían gustado mucho y se lo había dicho. No podía darme cuenta de dónde venía ese malentendido. Y entonces pensé que alguna vez me habría escuchado decir algo en contra del realismo. Pero yo hablaba del realismo mal entendido. Y esto me da pie para poder hablar de lo que considero que Molina hace mucho mejor que la mayoría de nuestros contemporáneos que se acercan a ese tipo de literatura.

Los puentes magnéticos me gustó y me entusiasmó mucho. Y me gustó por diferentes razones. El que no me gusta a mí es cierto realismo que se apoya en el costumbrismo, en una sociología de lo barrial. Y creo que se basa en el error de creer que cuando se escribe literatura hay que ir a buscar la voz de la realidad. Y me parece que el hallazgo esencial en los textos de Molina es que no se trabaja a partir de una supuesta música que ya está en la realidad, sino que la música es de Molina: el fraseo, la construcción, la forma, todo le pertenece al autor y es inconfundible.

Si vamos al caso, la realidad es silencio, los que hacemos ruido somos nosotros. En ese sentido la música de Molina no busca emular algún ruido superficial de lo contemporáneo o de real, sino que busca poner en evidencia ese silencio, y lo logra, sobre todo en esta novela. Creo que ha ido profundizando en esa búsqueda, que no sé si será consciente o no.

Molina hace un uso muy particular de la puntuación, de la manera de adjetivar, y sobre todo de las comas: las comas siempre están en el lugar en que uno, ya metido en el ritmo del texto, espera que estén. Molina no se tropieza nunca en su forma de escribir. Todo está pensado, la memoria es fundamental, es como la memoria de los juglares que repetían, tanto por el significado de las palabras como por su musicalidad. Es, entonces, un trabajo musical ligado a la relectura de sus propios textos, una lectura un poco obsesiva que tiene que ver con la ejecución, y eso se termina notando en la escritura, ya que es un proceso circular.

A mí me hace bien leer los textos de Molina, es algo que se hace sin dificultad y disfrutándolo. Su prosa tiene algo de hipnótica. Cuando quise asociar a algo el estilo de esta novela, no me salieron las relaciones directas y más prejuiciosas con cierto tipo de realismo como el de Carver o Martín Rejtman, sino que me trasladó a una sensibilidad sonámbula que es a la de Mario Levrero, no por el contenido, sino por ese efecto hipnótico, casi sobrenatural.

Y pienso esa relación desde la sensibilidad. Si uno lee La novela luminosa, de Levrero, encuentra ahí una prosa hipnótica que no puede dejar de leer. En Los puentes magnéticos hay una cadencia especial, un sonambulismo, una forma de estar atento a ese silencio que es el silencio de lo real, que a mí me resulta de alguna manera clarividente o hasta sobrenatural. Porque, ¿a qué llamamos habitualmente sobrenatural, además de a las brujas y a los vampiros? En realidad lo sobrenatural es lo que surge de la mirada del hombre sobre lo natural, cuando esa mirada está realmente atenta. Me parece que es ahí donde se produce lo sobrenatural.

Y en los textos de Molina, y en esta novela en particular, eso se ve en el sentido de los detalles a los que les presta atención, al tipo de conversaciones que tienen sus personajes, sobre todo cuando se los ve en el contexto en el que actúan. Y todo eso me pareció muy lúcido y no podía dejar de pensar en Levrero cuando leía algo así. La prosa de Molina tiene un potencial que me parece muy extraño, que me transporta hacia el silencio, al igual que la experiencia de leer a Levrero. Y me pone muy contento que la obra de Molina se esté dirigiendo hacia ese lado, hacia ese enrarecimiento levreriano.