martes, julio 26, 2016

Achicando distancias con lo insoportable

Entrevista a Alberto Montero, autor de Los incapaces, en Revista Llegás. Por Martín Caamaño.



 “Tengo unas cuantas novelas escritas pero salvo con Los Incapaces nunca se me ocurrió publicar”, dice Alberto Montero, quien con 62 años por fin se decidió a hacer su entrada formal en el mundo de la literatura. Pero esa entrada la realizó tirando la puerta abajo con una patada contundente, como suele ocurrir en los viejos westerns. Porque para bien o para mal desde su primera página Los incapaces no puede dejar a nadie indiferente. Se trata de una apuesta muy alta: una novela de casi cuatrocientas páginas conformada no solo por un único párrafo si no por una única frase. Ese es el recurso del que se vale Montero para corporizar el aislamiento y la desesperación del analista T. Monroe, el narrador, que a lo largo del libro se propone escribir una novela también titulada Los incapaces. Desde ese instante el esfuerzo de escritura de T. Monroe se yuxtapone con el del autor -T. Monroe es un anagrama de Montero- generando un juego de espejos entre ambos dificil de discernir. “La desesperación a ese T. Monroe no le dio respiro y su desesperación tampoco me dio respiro a mí.”, cuenta Montero. “Lo principal fue mantener viva la desesperación de T. Monroe, por eso mientras escribía, asociaba, y lo asociado, al menos como referencia, lo apuntaba a continuación, y cuando aquello en lo que venía se mordía la cola por así decir, tomaba lo inmediatamente apuntado y así sucesivamente hasta que ya no soporté más y puse fin”. La lectura de Los incapaces es ardua pero no por eso menos gratificante. A lo largo del libro T. Monroe y Montero reflexionan con lucidez y descarnadamente sobre temas universales como la soledad, la familia, el amor, el fracaso pero también sobre otros más específicos como el psicoanálisis, la literatura o la representación en el arte. La novela expone todo el tiempo su proceso de escritura y ese proceso es profundamente tortuoso. Montero no se guarda nada y nos sumerge, como decía el personaje de John Goodman en El gran Lebowsky, en “un mundo de dolor”. Por eso esas cuatrocientas páginas tienen en verdad la potencia de cuatrocientos golpes bien asestados. Resulta imposible salir ileso de la lectura de Los incapaces. 

Si bien el narrador habla de sus “formas bernhardianas” también nombra a Faulkner, justo un escritor que delimitó muy bien su espacio literario. Lo inquietante de la geografía de Los incapaces es que tiene muchos aspectos reconocibles del conurbano bonaerense y también una cosa foránea, ligada a EEUU, como las barbacoas o los nombres anglosajones. ¿Cómo trabajaste esa fusión? 

La geografía de la novela ya venía armada desde mi experiencia vital, nací efectivamente en el conurbano bonaerense, y después de más de treinta años en Capital Federal, construí casa nuevamente en el conurbano donde hoy todavía trato de sobrevivir. Por supuesto William Faulkner, como todos a los que en Los Incapaces se alude con el calificativo de favoritos, de una u otra forma, funcionaron para mí como habilitadores, me autorizaron al uso, y muchas veces abuso, de matrices de enunciación por así decir. En ese sentido las maneras llamadas en la novela bernhardianas de hacerme a la palabra, operaron en la dirección de intentos recursivos de coser palabras apelando al arbitrio de la exageración para procesar lo propio y más íntimo. La fusión con lo anglosajón, y en general con lo más bobo de lo anglosajón, actuó en Los Incapaces como descompresión, hubiera sido demasiado escribir desde mi tragedia acerca de la tragedia de T. Monroe utilizando los nombres históricos, los auténticos. Además el mismo carácter anagramático de la inicial y el apellido del narrador me empujó de entrada hacia lo anglosajón. Y ciertamente porque tampoco me gustan como suenan los nombres y apellidos en castellano.

Además de esos autores extranjeros que nombrás en el libro, me gustaría saber cuál es tu relación con la literatura argentina. Es inevitable que te pregunte por Saer, a quien en varios aspectos tu escritura recuerda, aunque en tu caso, por ejemplo, el recurso de la frase larga, compuesta, llena de aposiciones, está llevado a un extremo.

Desde mi punto de vista la narrativa es siempre y en todos los casos un ejercicio de elaboración. En ese sentido la literatura argentina y latinoamericana en general, pienso, está atravesada por escritores que en términos formales mantienen una pasmosa distancia con la propia tragedia, y que entonces narrativamente jamás terminan de ir al fondo. Que escriben acerca de pero por lo común nunca desde. Y que así se hojaldran unos en otros, y se pegotean con lo que escriben en lo que escriben y, claro está, por lo común de la forma más afectada y diletante. Desde mi enfoque esta es la particularidad de la literatura latinoamericana, no sólo lógicamente, ya que hay literaturas todavía más distantes y por eso más intrascendentes ―insisto que salvando como se dice habitualmente honrosas excepciones, el mismo Saer, Onetti, el gran Rulfo…, muchos sin duda. Pero la mayoría son evidentemente lucidísimos cuando se trata de tramar aunque terriblemente elusivos cuando se trata de vérselas con lo más íntimo y por eso más comprometedor, es decir, cuando se trata de achicar distancias con lo insoportable. De hecho me parece, me pareció siempre, que el problema de la narrativa argentina y latinoamericana es, repito que en general, un problema de compromiso con lo esencialmente desesperante, para mí, fundamento y razón de toda narrativa.


¿Entonces cuánto hay de autobiográfico en Los incapaces? En la novela hay una concepción muy trágica de la institución familiar. ¿Esa es tu propia visión de la familia?


Insisto, para mí la verdadera literatura es siempre en primera y última instancia literatura de elaboración, a mayor o menor distancia, de lo autobiográfico. No se puede uno desprender de lo autobiográfico en tanto tragedia. Las historias familiares son siempre tremendas. Creo que la familia como institución es, como en definitiva toda institución, en sí misma tremenda.

¿Sos psicoanalista como T. Monroe?

Podría decirse que tengo muchas profesiones y que practico muchos oficios, y que siempre fue así en mi vida, la inquietud como un rasgo constante y un modo de encararla y tratar de hacerla, como digo, un poco más soportable. En cuanto al psicoanálisis, considero que es un sistema entre muchos otros de hacer y hacerse una pregunta que al fin de cuentas remite siempre a lo más íntimo y entonces más insistente y punzante y atormentador. Y también un sistema para cargar con esa pregunta, y para llevarla adelante, para hacer que se expanda e incremente siempre, y un sistema para soportar esa pregunta como interpelación, y, entonces, para el esfuerzo de no contestarla nunca que sería una de las estrategias del silencio.

La potencia de la exageración

Sobre Los incapaces, de Alberto Montero. Por Ramiro Quintana para La Nación.


No detenerse. Escribir "a como salga", pero no detenerse. Ésa es la premisa del narrador de Los incapaces, T. Monroe, anagrama del apellido del autor. Detenerse implicaría para él, que es, además de un analista de cierto renombre, un contumaz escritor fracasado -lo acosan novelas encajonadas y proyectos inconclusos-, no poder recomenzar, que sus asociaciones terminen por perder todo hilván. De allí, pues, que esta novela, la primera publicada por Alberto Montero (Buenos Aires, 1954), y cuya extensión orilla las cuatrocientas páginas, se componga de un único párrafo y, más aún, de una única frase. Tan sólo un punto y seguido podría obturar ese torrente discursivo, que rezuma, en franco in crescendo, desesperación y repugnancia.
T. Monroe está en una situación límite, encerrado en su casa suburbana, una "desviación mental constructivo-arquitectónica" que él mismo construyó, que lo acicatea a escribir sin parar. Ricardo Zelarayán decía que "la poesía exige una situación límite, una de no poder aguantar más. algo entre el lenguaje y el grito". Ésa es la exigencia a la que responde la prosa de Los incapaces. Sin embargo, lo que da cauce a la escritura es la adopción, por parte de T. Monroe, del estilo de su muy admirado Thomas Bernhard, adopción a la que denomina "mis maneras bernhardianas de hacerme a la palabra escrita". En efecto, aquí están los rasgos estilísticos del autor austríaco: la recursividad de los motivos, las concatenaciones rampantes y la modulación sinuosa tributaria de la profusión de comas. Y, como en sus novelas, priman la exageración y la injuria. El narrador de Extinción, novela de Bernhard, planteaba que el arte de la exageración es, en definitiva, lo que permite soportar la existencia.
Y la existencia de T. Monroe es exageradamente penosa, empezando por su familia de origen, pasando por sus relaciones sentimentales y profesionales, hasta su imposibilidad para lograr "una producción novelística de calidad". En el centro está enquistada la figura del padre, Manny, hombre depravado en vida, que ahora, ya fallecido, sigue rondándolo "para no morir del todo". Lo único bueno que parece haber en la vida de T. Monroe es Farley, su hijo. Nombres, los de Los incapaces, que remiten sin excepción a la lengua inglesa. No sólo en el caso de los personajes, sino también en el de las ciudades. De hecho, T. Monroe vive en Clayburg, que de anglosajona tiene sólo el nombre y, en cambio, mucho del conurbano bonaerense. Resulta una operación destacable, que le permite a Montero pintar el sitio en toda su horribilidad, lo que quizá no habría conseguido si hubiera apelado a la toponimia vernácula. Sin ocultar la hoja de calcar, Montero ha escrito un artefacto literario de inusitada potencia.

jueves, julio 21, 2016

“Lo temido y lo deseado son parte de lo vivido”

Entrevista a Edgardo Cozarinzky en La Gaceta de Salta. Por Verónica Boix.


Si se cruza la lectura de sus últimos dos libros (Dark y Niño enterrado), la memoria y la literatura se funden y hacen real la frase de Faulkner: “El pasado no ha muerto. Ni siquiera ha pasado”. Cozarinsky dirá en la entrevista: “Es algo que me habita. Supongo que como vivo con ese sentimiento, es inevitable que pase a lo que escribo”
Una vez más el azar confabula. Es habitual en la poética de Edgardo Cozarinsky que la narración esté atravesada por reflexiones; lo extraordinario es que Dark, su último libro de ficción -una nouvelle publicada por Tusquets que muestra la relación de Víctor con un hombre turbio y enigmático-, abra la posibilidad de descubrir qué más puede estar contando Niño enterrado, una serie de crónicas y ensayos claramente autobiográficos que salió al mismo tiempo publicada por Entropía. 
- En Dark, Víctor piensa que ese amigo nuevo “sería el primer personaje conocido fuera de los libros al que podría prestarle rasgos de ficción” ¿Buscabas mostrar que lo autobiográfico no es lo que invade la ficción, sino al revés?
- Lo autobiográfico no existe en mis cuentos y novelas. Apenas alguna anécdota del servicio militar en Maniobras nocturnas, pero es un detalle dentro de la trama. Ocurre que a menudo elaboro recuerdos y sentimientos para armar la narración, y hay quienes creen que hago autobiografía. Los desengaño: nada de lo narrado ocurrió. Pero lo temido y lo deseado son parte de lo vivido, aunque no se hayan verificado en los hechos.
- En ambos libros aparece el cruces entre literatura y experiencia, marginalidad y erudición ¿Qué te interesaba explorar de esos mundos? 
- Me parece que hace más de un siglo, no sé si desde las difuntas vanguardias del siglo XX, todas esas categorías, centro y margen, cultura alta y baja, se volvieron permutables. Me interesa violar las fronteras impuestas. Lo dije en más de una ocasión, me atrae lo nacional y lo popular, pero detesto la etiqueta populista nac & pop, que no permite escuchar el diálogo entre Borges y Discépolo. 
- El kintsugi, el arte japonés para pegar objetos rotos con oro, aparece en Dark ¿Cómo juega esa técnica en tu escritura?
- No sé. Juega en mi vida de todos los días, así que algo puede o debe pasar a la escritura, pero es una de las tantas cosas que prefiero no indagar. A lo sumo te diría que en el armazón de Niño enterrado hubo un remendar, sanar si querés una palabra más “digna”, muchas grietas por medio de la prosa, del lenguaje.
- El presente entra en la nouvelle a través de la mirada del escritor en que se convirtió el protagonista ¿Esa es una forma de desdoblar la trama y mostrar los hilos que la enlazan?
- Puede ser. No me interesó hacer una narración lineal de hechos sino cuestionar el recuerdo, la interpretación de esos hechos recordados, quién sabe cuán corregidos por la memoria... Y armar ese cuestionamiento como un puzzle de puntos de vista, el del escritor viejo y el del adolescente que alguna vez fue, con deslizamientos donde la tercera persona nunca es la misma.
- Es curioso, a pesar de que los textos de Niño enterrado hablan de tu experiencia, también elegís la tercera persona para narrarlos.
- En Niño enterrado sentí el deseo de hacer objetivo lo que puede haber de demasiado subjetivo en la experiencia personal. Así como el escritor que escribe “yo” está creando un personaje autónomo, poco importa si incursiona en lo confidencial, al escribir “él” busqué inventarme un doble.
- Buenos Aires es central en los dos libros. A través de los lugares hablás de la sociedad, la historia, tus lecturas. Se diría que seguiste las pistas de tu memoria en el trazado de tu Buenos Aires personal.
- “Mi Buenos Aires privado”, para parafrasear el título de una película de los 90, lo he inventado en estos 20 últimos años. Ninguno de los lugares donde viví de adulto me promete semillas de ficción. En cambio, el sur de mi primerísima infancia, apenas recordado, lo he estado explorando desde que volví a instalarme en la ciudad donde nací, y me lo he apropiado como territorio de ficción; lo mismo ocurre con Paseo Colón y Alem, desde el Parque Lezama hasta Retiro. Están en algunos cuentos, sobre todo en novelas como Lejos de dónde, Maniobras nocturnas y Dinero para fantasmas. Y por supuesto en Dark.
- En uno de los ensayos aparece que la intuición mayor de Joyce fue “ver al adolescente como el material con que el artista debe dar forma a su propio ser de creador” ¿Vos aplicas esa idea a tu obra?
- Hay algo inevitable en el escritor que se quiso escritor desde temprano, aunque no haya publicado hasta muy tarde, como es mi caso, que esté realizando no solo aquel deseo sino que también que busque (permitime que me cite) “imponer alguna forma a ese desorden de pérdidas y desastres que llaman experiencia”.
- “Una vez dicho esto ¿Qué otra cosa queda por decir?”, la frase final de Niño enterrado, intriga y sugiere que hay un mensaje cifrado ¿Por qué elegiste ese final?
- Como bien viste, hay un mensaje cifrado. Y como está cifrado, solo lo entenderá la persona a la que va dirigido. Para el resto de los lectores, me interesa proponer que existe algo sensual en el hecho de eludir lo virtual, de escribir con la mano en una hoja que esa mano toca y será tocada por quien la recibe.

Letras para nombrar lo real

Verónica Chiaravalli menciona la nouvelle Trenzas, de Susana Szwarc, en La Nación



Entropía acaba de reeditar una nouvelle que la poeta chaqueña Susana Szwarc publicó por primera vez en 1991: Trenzas, miniatura urdida con prosa poética, quebrada en fragmentos que nunca terminan de encajar unos con otros, descalce en el que radica su belleza sugestiva.
Luis Chitarroni, que acompaña con unas líneas en la contratapa, encuentra un atractivo adicional: la ausencia de una intriga o anécdota como "pretexto" para activar la deriva literaria. "El peso de las cosas está ya dado por una fuerza anterior al relato, por una gravedad que está en las palabras mismas y no en los desarrollos ni en las explicaciones", valora el crítico. La escritura en ráfagas de Szwarc captura el alma de esos paisajes exuberantes y áridos a la vez, de esa tierra seca que el diluvio vuelve untuosa, y que la autora conoce tan bien.

París y el odio en Harper's Bazaar

Libros de julio. Por Christian Kupchik para Harper's Bazaar



Odiar es una respuesta humana tan legítima como cualquier otra. El tema es sobre qué se enfoca. Y París, al menos desde aquí, no parece ameritar semejante aversión. A través de tres historias, Matías Alinovi plantea en su novela París y el odio (Entropía) una inteligente reflexión que atraviesa la mitificación y la identidad. Una tras otra, el autor descorre las telas de una idealización tan banal que solo merece el fuego.

lunes, julio 11, 2016

La condena de pertenecer

Reseña de París y el odio, de Matías Alinovi. Por Mariano Vespa para Perfil Cultura. 




La segunda novela de Matías Alinovi (1972), París y el odio, pone en juego, en tres historias, la tensión entre el ideal moderno de emancipación y la furia que desencadena su imposibilidad. Algunas corrientes historiográficas sostienen que el lema de la revolución jacobina -libertad, igualdad y fraternidad-, solo pudo llevarse por medio de un terror estructurante.  Esta disputa puede verse al comienzo de la novela: “La decisión de incendiar Paris fue repentina. París o Francia, era lo mismo. La tomó solo, una mañana, en el pozo de dos plantas.” Los deseos piromaníacos corren por cuenta de Eladio Marino, un científico argentino que apenas sobrevive con su beca y su desgano con pretensiones de convertirse en escritor. Ese relato enmarcado que constituye la “biografía de incendiario” está constreñida por su experiencia parisina, que lejos de cualquier vínculo idílico, desdeña ciertos gestos nostálgicos intelectuales. La acción, desde su óptica, está atada a una destrucción que la precede. Ese pozo que se referencia en la cita inicial anticipa un descubrimiento de principios de siglo XX: una galería subterránea que funcionaba como osario, hallazgo que vincula muerte y anonimato, caracteres que también están presentes en la tercera y última trama.  Como una suerte de remembranza a Héctor Bianciotti, el foco está puesto en Bianco, un reconocido escritor y crítico argentino, el primer hispánico miembro de la Academia francesa a quien Marino le envía sus primeros relatos. Pese a que Bianco parecería estar en el lugar que soñó, algunos sinsabores le juegan en contra. La concatenación narrativa que propone Alinovi es pura potencia, aun cuando sugiere que pertenecer, más que un privilegio, a veces es una condena.

"No creo que haya literatura que no sea autobiográfica"

Entrevista a Alberto Montero, autor de Los incapaces, en el Blog de Eterna Cadencia.

Por Andrés Hax.


Vamos a ir directamente a los bifes. Tenemos una gigantesca fe en Alberto Montero. Apostamos a que su primera novela publicada –Los incapaces (Entropía)– se convierta en un clásico de la literatura contemporánea argentina. Y, además, estamos seguros de que este señor alto y flaco de 65 años (que por su apariencia sobria pero elegante fácilmente podría parecerse al actor de una obra de Samuel Beckett) está apenas en el comienzo de una carrera que nos deslumbrará.

Los incapaces vino al mundo por la insistencia de sus lectores íntimos, principalmente Nicolás Giacobone, un amigo que ha leído varios de los manuscritos de Montero. Como en otras ocasiones, le dijo que este no podía quedar en un cajón y, por primera vez, Montero le hizo caso. Con cierta timidez se acercó a otro amigo, el poeta y librero Sandro Barrella, quien lo recomendó a Entropía. Y acá estamos.

Los incapaces es una novela obsesiva, desopilante, de oscura comedia, de costumbrismo argentino del conurbano. Es el retrato de una psiquis en un estado de desesperación dentro de una rutina doméstica y familiar que ya no aguanta. Es una confesión, un lamento, un largo suspiro neurótico en primera persona de un tal T. Monroe, quien se muda de la ciudad al suburbio de Clayburg y se construye una casa cerca de su padre y de su hermano –a quienes, de paso, odia profundamente–. Está sujeto a una devoción pusilánime y autodestructiva hacia ellos.

El narrador, padre y psicólogo de cincuenta y pico de años, también es un novelista frustrado. Los libros sobre escritores frustrados –convengamos– son un espanto, producto de la falta de imaginación y del narcisismo. Los incapaces, sin embargo, es una excepción. De hecho, después de esta novela el género –por lo menos en Argentina y por lo menos por una generación– se tendría que dar por cerrado.

La novela tiene muchas sorpresas y pequeños milagros narrativos. Describirlas sería spoilearlas,pero mencionaremos al menos uno de sus rasgos principales. El mundo de Los incapaces es indudablemente el conurbano bonaerense, pero los nombres de los pueblos no son Sarandí, Morón, Wilde, Lanús, Beriso, Ensenada, etcétera. Inexplicablemente, los pueblos en Los incapaces tienen nombres netamente gringos, como si salieran de los cuentos de John Cheever: Clayburg, Broom, Bennett. Y las costumbres –en su nombre– también son yanquis. No se hacen asados sino barbacoas. Y así. Al principio, esto parece un chiste brillante y surrealista como un sketch de Cha, Cha, Cha. Pero mientras que pasan las páginas, este elemento adquiere una bizarra profundidad. Montero logra hacer algo que pocos consiguen: descubrir un mundo por completo nuevo y sorprendente describiendo un terreno, en apariencia, mundano, ignorado por la mirada de la mayoría de los escritores contemporáneos.

Por mero azar nos juntamos a charlar con Montero el 4 de julio (día de la independencia de los Estados Unidos) en el bar Un café con Perón en la calle Austria, en la misma manzana que la Biblioteca Nacional. Perón mismo –una maqueta hiperrealista– estaba sentado en una mesa contigua a la nuestra tomándose un cortado y sonriendo para su pueblo. Nos daba la espalda. Era una combinación inmejorable para interrogar a este enigma de Claypole sobre su extraño libro. Celebrar el Fourth of July con Montero y Perón tuvo una perfecta sincronía con la locura semántica de Los incapaces.

Lo más difícil, estimamos, para Montero, a partir de ahora, es no creérsela y no entrar en el vil cholulismo de la farándula literaria (si es que tal cosa existe; hay quienes intentan que exista). No creemos que vaya a suceder. Pero, por las dudas, nos limitaremos a difundir ideas sobre su obra y a dejar su persona en el enigma, como debe ser.

–¿Terminaste de escribir esta novela sin saber que la ibas a publicar?

–Ni siquiera se me cruzó la idea de publicarla. Ya tengo otras novelas escritas. Pero nunca fue ni una preocupación ni un interés publicarla. Se la mostré a Nicolás Giacobone. Él la leyó y me cuestionó. Me dijo: "¿Qué vas a hacer con esto?" Me dijo: "No lo podés dejar así". Porque él ya tenía experiencia con novelas anteriores que también le di a leer, pero la verdad es que nunca le di bolilla.

–¿Y por qué esta vez sí?

–Primero porque tiene que ver mucho conmigo. Todas las otras también, pero esta más directamente. Está como más presente cierta conflictiva, si bien exagerada, pero es mi conflictiva. Y era un momento muy particular. Además era la primera novela que escribía animándome a un solo párrafo…

–¿En qué momento de la escritura de esta novela sabías que A) Iba consistir de sólo un párrafo y B) Ibas a usar los nombres estadounidenses para designar los lugares geográficos de la novela
?

–Yo no tengo algo conceptual. Sencillamente, me molestan los nombres en castellano. Me suenan feos para la literatura. Entonces el recurso al nombre anglosajón me parecía más simpático o más musical. Y mientras que me iba metiendo con esto era un jueguito. O sea, cada uno de los nombres tiene alguna particularidad que los relaciona con los nombres el castellano.

–¿Por ejemplo?

–Marshal es Marcelo. Clayburg es Claypole.

–Y el nombre del protagonista es un anagrama de tu nombre.

–Claro. Y la necesidad de construir una geografía que tenga que ver con lo suburbano, con el suburbio, y exagerarlo. Entonces usar “barbacoa” o ese tipo de cosas me permitía jugar más. Eso en cuanto los nombres. En cuanto la novela hecha de una frase única, de golpe empecé a sentir que no tenía sentido el punto aparte; que era un tipo que estaba desesperado en su necesidad de hablar. Entonces escribía. Y no hay punto aparte. La desesperación es la desesperación. Y así fue. Se me fueron cayendo los puntos, en realidad.

–Esta novela es –en parte– sobre el espanto de la vida. Pero a mí, por lo menos, también me resultó muy graciosa. ¿Te reías al escribir?

–No. Además, uno de los comentarios que hemos hecho con Sandro más que una vez es que a mí me molesta la literatura que exagera la graciosidad. Yo creo que en la literatura argentina actual o americana actual hay una sobrexplotación de la graciosidad.

–¿Por ejemplo?

–Joyce mismo. Yo soy lector anual de Joyce. Todo los años leo Joyce. Y si hay algo que le critico a Joyce es el exagerado juego humorístico. Así que no busqué el humor...

–¿Pero es legítima la lectura que propone que Los incapaces contiene mucho humor negro?

–Totalmente. Es tan exageradamente desesperado, y como cada vez avanza más la desesperación, que es ridícula. Yo creo que uno, para soportar lo desesperado que está, se caga de risa. Hay momentos en los cuales yo advertía que estaba siendo gracioso. Pero no lo busqué. Salió. Entonces es otro el efecto, me da la impresión. Yo me encuentro leyendo algo que acabo de escribir y me cago de risa yo mismo, pero no es que estoy buscando el efecto.

–¿Cuanto tiempo te llevó escribirla?

–No llegó a tres meses y la corrección me llevó casi nueve. La corrección fue más ardua que la escritura.

–¿Y cómo fue la corrección?


–Mi manera de escribir es así: yo empiezo a escribir. En el mismo momento en que estoy escribiendo, voy asociando cosas. Las cosas que asocio las escribo abajo. Una palabra, una frase.

–¿Abajo? ¿Un pie de página?

–No. Dejo un espacio y lo pongo abajo en la pantalla misma y sigo con lo que estaba y de golpe me voy a encontrar con lo asociado.

–¿Cuándo releés?

–Cuando voy siguiendo. Se agota un poco el carácter anecdótico de lo que estoy diciendo y me encuentro con la asociación. Entonces desarrollo la asociación. Y en el desarrollo de la asociación vuelvo a asociar y lo vuelvo a escribir abajo.

–O sea, se va armando, va creciendo de adentro para afuera.

–Absolutamente. Y en mi cabeza. Entonces, en el momento en que estoy escribiendo retomo lo asociado, pero después en la corrección yo le tengo que dar una hilación discursiva. Eso es lo que me costó. Y por eso hubo un tiempo corto de escribir; después fue el trabajo de imbricar una cosa con la otra.

–¿Esa técnica cuando nació?


–Con este libro. El personaje me aceleró. Cuando yo cacé el discurso del tipo que está desesperado y necesita escribirlo, bueno, allí se fue. Y por eso de “las maneras bernhardianas.” Porque a mi la lectura de Thomas Bernhard me permite dos cosas: el juego de la reiteración como un intento de elaborar lo que está escribiendo; no me parece otra cosa que eso, un intento de elaborar con palabras lo que le está pasando. Y la otra es que este señor escribe en un solo párrafo. Con puntuación, pero en un solo párrafo. Esas dos cosas a mi me impactaron. Y el trabajo de la exageración.

—¿En cuánto se corresponde el mundo interior del protagonista con tu mundo interior?
—Yo no creo que haya literatura que no sea autobiográfica. El asunto es un problema de distancia. ¿Qué me permito con esta novela? Me permito achicar la distancia. ¿Y cómo me permito achicar la distancia? Exagerando. Yo puedo decir que todo lo que le pasa a este tipo me pasa a mí, pero no me pasa de la misma manera… El personaje se me escapa de las manos y me hace escribir.

Opulencias del recuerdo

Juan Ariel Gomez escribe sobre Niño enterrado, de Edgardo Cozarinsky, para Bazar Americano


Con algo de súbita extrañeza llegué a este libro, como cuando en verano unx camina en la playa, sorteando gente y sombrillas, y encuentra –casi tropieza con él– algún niño enterrado al que solo le queda un espacio sin arena alrededor para el rostro. Ante esa imagen como título –Niño enterrado, sin artículo como el de una pintura, o el de una fotografía en un marco– opera, como en una miniatura, el productivo encuentro de lo máximo en lo mínimo. Hay algo de esfinge, de cosa estatuaria, inmóvil y la vez viviente, en ese juego de enterrar niños en la playa; la simple abundancia de la arena húmeda rodeando un cuerpo que simula inercia pareciera replicarse en la engañosa brevedad de este texto de Cozarinsky, que encierra una profundidad que es el mismo tejido de ese relato: la corporización escritural de fragmentos que buscan enterrar la niñez cubriéndola de escritura.

Por eso es que importa tanto esa concentrada concisión como un indicio para el intento de desarmar, sacar a la niñez de su inapelabilidad como relato. El propio inicio, que lleva por título «Elegía», acarrea la potencia del subjuntivo como modo verbal en análogo vínculo con ese deseo de escribir algo de todo eso otro que no fue pero es, o quiere ser, en la escritura:

Él odia al niño que fue.

Decide vivir los años de vida que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer. De ese niño espera que le devuelva una mirada que descubra el mundo, aunque solo fuera el mundo estrecho y mezquino en que creció.

Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vida, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y solo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite.

Si pudiera.

En esa muerte elegida, en ese entierro de la niñez, como dije antes, por la escritura, son los fragmentos –como forma que corta la linealidad que se supone comienza con la infancia y gradualmente lleva en la teleología de la vida a la madurez– los que sostienen ese otro modo de explorar los destellos de la tachadura de lo pasado como originador de un presente ineludible por su propia impronta anterior.

Un desvío que se me hace propicio aquí es el mismo comienzo de un texto homenaje a Roland Barthes escrito por Cozarinksy en 1980. Esa memoria comienza con un epígrafe de Sade, Fourier, Loyola, donde Barthes proponía «el robo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos según fórmulas irreconciliables, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada» como «única reacción posible» a la ideología burguesa y que Cozarinsky llama en ese texto una «epifanía personal». Como en Borges, como en Benjamin, Cozarinksy lee en Barthes al «escritor ‘en’ ladrón que maquilla una mercadería robada» (109), así como él mismo lo hace en Niño enterrado. Una cita, por ejemplo, de la novelista italiana Anna Maria Ortese sigue inmediatamente la «elegía» inicial: «¿Quién, de los niños que yacen en la tumba de una carne adulta, de una voz madura, pudo alguna vez volver atrás? ¿Quién pudo? ¿Quién?» (11). «Tumba de una carne adulta, de una voz madura» decía Ortese, la escritura es el mecanismo por el que la madurez ha decidido desarmar esa condición

lunes, julio 04, 2016

Mundos propios

Por Eugenia Zicavo para El Planeta Urbano.


Alejandro García Schnetzer es un escritor distinto.
Nacido en Buenos Aires y radicado desde hace años en Barcelona, este argentino que además es editor y traductor escribe en una lengua de otro tiempo: la de los padres, la de los abuelos, la de las generaciones pasadas. Su última nouvelle, Quiroga (que está en la sintonía de sus anteriores, Requena y Andrade ), transcurre en el Río de la Plata y sus orillas, a fines de la década del 30. El protagonista es un joven bibliotecario, enamorado perdidamente de una mujer a la que escribe cartas de manera compulsiva, que a partir de un viaje en barco advierte las posibilidades y recompensas de dedicarse al contrabando. Todo contado en un clima histórico construido sobre las bases de un lunfardo olvidado, de un gran rescate de arcaísmos que vuelven a la vida tamizados por la experiencia acumulada de la lengua, la resonancia de los términos que no por desconocidos resultan menos próximos, la memoria de los que hablaron antes y se niegan a seguir callados.
Van algunos: “degollina”, “pífanos”, “muermo”, “villorío”, “estrunso”. Y la lista sigue. Un retrato de una época en la que para cruzar a Uruguay había barcos con camarotes, los varones se batían a duelo y las mujeres pensaban en dotes y en buenos partidos. “Apúntele mejor a la piba de arrabal, la fabriquera, todo le saldrá igual de pésimo, pero a lo menos no se va a sentir un lumpen”, le recomiendan los amigos. Un libro repleto de guiños a la cultura rioplatense, que es también un gran experimento con el lenguaje, rarísimo y bello.