viernes, julio 20, 2012

Otra vez lo hicimos

Presentando en sociedad... Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, _novela.

























«En el Pueblo de la Princesa, el narrador y Alfred Dust terminan su vida de estudiantes doctorales y barajan culpas y confidencias. Enredos de amor y marihuana, historias de la guerra del guano y de invasiones al Caribe, fiestas en las que nadie baila, escatología e imperialismo. Nada es lo que parece ser en este pueblo burgués de vida sana primermundista, en el que aparecen suficientes entramados filiales como acertijos ligados por algo que no se puede descifrar.
Un libro puede ser una tortuga, pero moverse como una liebre. La intriga académica que tan bien cultivara Nabokov y el frenesí eslabonado de la poética de Aira se combinan en los nueve alejamientos que componen esta novela de Luis Othoniel Rosa, que llevará a sus lectores a pensar, si no en el guano, al menos sí en las distancias que contiene todo presente, y en la triste resignación de que los amigos nunca terminen sus historias. Porque Otra vez me alejo es también la historia de una amistad: un libro generoso y dulce, escrito con la urgencia y calma de quien ve pasar una tarde unos pájaros sobre un puente.»
José Quiroga.

Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) tiene un doctorado en literatura por la Universidad de Princeton y dirige la página de reseñas literarias elroommate.com. Otra vez me alejo es su primera novela.

lunes, julio 16, 2012

Una escritura a destiempo

Martín Pérez Calarco lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Hacia 1949, Adolfo Bioy Casares emprendió la escritura de una novela que acabaría por publicarse cinco años después con el título El sueño de los héroes. La historia que Bioy nos cuenta ocurre en el Buenos Aires de 1930, en carnaval, y trata de un muchacho que se debate entre una vida sin sobresaltos, junto a una mujer que lo quiere, y probarse a sí mismo su propia valentía. Tentado por la segunda opción, encuentra una muerte con forma de epifanía y de cuchillo. En Andrade, la historia que nos viene a contar Alejandro García Schnetzer podría ser la otra, la del que troca su cobardía en experiencia y elige disolverse en lo común. Estamos otra vez en carnaval pero diez años después, la banda sonora sigue siendo el tango, también son las calles de Buenos Aires la entraña de esta “nouvelle”.

El 29 de febrero de 1940 fue uno de esos días en los que la política decide corregir la naturaleza o, por lo menos, esas formas humanas de medir la naturaleza que son la física y la astronomía; el inconcebible 29 de febrero de 1940 tuvo, en Argentina, veinticinco horas. Ese, y no otro, es el día que eligió Alejandro García Schnetzer para situar Andrade. Cómodo en un universo cultural previo al peronismo, aquel en el que Roberto Arlt disparaba sus “Aguafuertes porteñas”, el autor de Requena nos propone una atmósfera urbana en la que el tango y la literatura tienen una función performativa en el carácter de los personajes. Andrade es un compendio de la cultura nacional signado por un tema mayor, la muerte, que se infiltra en la vida corriente como motor de la acción. Ahí está Lucio Andrade, viudo, buscando empleo en la librería de un viejo cuyo lema es “compramos barato y vendemos a mano armada”; ahí están Andrade y Galíndez lanzados a la módica aventura de conseguir libros en las bibliotecas privadas de algún difunto reciente. Con este breve elenco de personajes, García Schnetzer logra una serie de escenas antológicas en las que condensa su comicidad corrosiva.

En un cruce de sofisticación y debilidad por los temperamentos canallas, García Schnetzer traza en diez líneas situaciones como ésta en la que el librero Villegas vomita su misantropía ganada a golpes de experiencia:
“Librería del Sur, lector ubicuo.
–Sabrá usted excusarme si interrumpo su meditar, señor librero, gustaba saber si entre los gloriosos anaqueles atesora usted algún ejemplar que interrogue al hombre argentino en su sentir de hombre pampa.
–Explíquese, no lo entiendo.
–Lo enriquezco; procuro algún trabajo académico que reflexiones sobre nuestra común condición rastacuera, mitad hija de Europa, mitad hija de la campaña.
–¿El manuscrito Voynich, dice?”

O esta otra en la que, tras ser asaltado, Andrade elabora una estrategia de supervivencia: “Después de la sustracción, apremiado como estaba por conseguir unos pesos para el tranvía y los vicios, Andrade había resuelto salvarse a costa de los gastronómicos. Parábase en la vereda de los cafés y fingiéndose un oficinista vacilante, escrutaba el cartapacio y manoteaba las propinas por lo bajo; tarea comprometedora que exigía gran destreza, debiendo eludir a un tiempo la atención del mozo y los parroquianos. (“Intercepto la generosidad, me apropio de la ajena recompensa”). Al quinto bar fue delatado y los excesos tocaron a su fin: se lo comunicó un mozo que amenazó con destriparlo”.

Al mismo tiempo que ese lenguaje del pasado habla del hombre argentino, del pícaro, de la pampa, los vicios, los tranvías, los cafés, el rastacuerismo, circula por Andrade una literatura olvidada: Gálvez, Gutiérrez y Payró pero también Lynch, Leguizamón, Prado, Ugarte, Sicardi. Con la coartada de su enciclopedia personal, García Schnetzer se detiene con singular pasión en un momento cultural de Buenos Aires que pareciera haber quedado en un archivo al que pocos vuelven y construye la biblioteca de viejo de Villegas para hablar de cosas que no están de moda.

Como contrapartida, el recurso a Borges: un repertorio de artificios de distorsión. Así, por ejemplo, el hábito borgeano del anacronismo deliberado se filtra en una mujer de pañuelo blanco en la cabeza que pregunta incesantemente por su hijo en una Plaza de Mayo de 1940; así, también, a la sombra de aquellas escenas se entreteje un complejo sistema de remisiones literarias con el que García Schnetzer ejecuta una trama invisible. Intercalados en la narración, fragmentos del libro de apuntes y transcripciones del librero Villegas van trazando un itinerario fraudulento de lecturas que nos remite sin rodeos a otra de las trampas dilectas del autor de Ficciones, las atribuciones erróneas. Con estas manipulaciones a cargo del librero, García Schnetzer modifica las citas para inscribirse en una poética del desvío a la manera irónica de Borges, de quien también toma el juego de las simetrías históricas. Alcanza un breve pasaje para percibir la densidad de estas operaciones veladas: “Del cuaderno de Villegas: No hay libro argentino tan malo que no depare algo bueno. Eduardo Wilde, el Joven, Cartas de tío Antonio”.

La frase, sin la carga nacional, aparece en el Quijote en la voz del bachiller Carrasco y es recogida en sucesivas ocasiones por Borges, quien la remonta al libro tercero de las Epístolas de Plinio, el joven. García Schnetzer le da un giro hacia la historia nacional, sugiere tácitamente una serie de correspondencias entre Plinio, el joven, y Eduardo Wilde. Plinio, el joven, es sobrino de Plinio, el viejo; el primero nos legó una serie de cartas cuya singularidad es el haber sido creadas para su publicación, el otro se abocó al estudio de la naturaleza y a las primitivas formas de la medicina y dejó su Naturalis Historia. García Schnetzer cifra en esta cita su delectación borgeana de código cifrado. Eduardo Wilde, cuyo legado incluye no sólo la famosa “Carta de recomendación” sino también la compilación póstuma de sus Cartas de presidentes, es, cual el joven Plinio, sobrino de un ilustre científico, Antonio Wilde, quien, además, fue el primer director de la Biblioteca Nacional. Pero el juego de azarosas simetrías tiene un grado más de recursividad, si el “tío Antonio” es el primero en desempeñar el cargo que hacia 1955 ocuparía Borges, el joven Plinio consigna la muerte de su propio tío como ocurrida un 24 de agosto.

Así se va construyendo Andrade, con una escritura breve y concentrada que pivotea en lo cómico para poner en jaque los sentidos cristalizados. Océano de por medio, instalado en Barcelona desde 2001, García Schnetzer parece mantenerse a salvo de mandatos de actualidad. Fragmentarias y multifacéticas, las setenta y seis páginas en las que se despliegaAndrade van plasmando, a medida que se suceden, los matices de excentricidad que un hombre cualquiera puede ofrecer cuando se lo mira de cerca.»

viernes, julio 13, 2012

El recuerdo, la pesadilla y el silencio

Martín Betancor lee desde Uruguay nuestra Manigua, de Carlos Ríos, y escribe para su blog Asunto literario:

«Manigua es la historia de un viaje pero también de la reconstrucción de ese viaje que, muchos años después, realiza el viajero para un único oyente. Manigua es una conversación entre dos hermanos –el mayor que habla y hace fluir el relato con saltos en el tiempo y en la memoria, el menor que agoniza y escucha- cargada de ambientes oníricos que se vuelven palpables y de sitios concretos que se difuminan en el recuerdo, la pesadilla y el silencio. "Manigua" es, entre las varias acepciones que del término ofrece el Diccionario de la Real Academia Española, citado por el autor al inicio, la “abundancia desordenada de algo, confusión, cuestión intrincada”.

Ambientada en una perdida región de África, donde ocurren prodigios como una cabeza de fósil obstaculizando el pasaje de un ómnibus o un puerto confeccionado con plástico y cartón que comunica al país con el mar, Manigua es una suerte de road movie caliginosa y alucinada.

La primera novela de Carlos Ríos, nacido en Santa Teresita, Argentina, en 1967, delata el oficio de poeta del autor (un poema suyo puede leerse dos post más abajo), oficio que se hace evidente en el ritmo de la prosa, en la descripción de los entornos que atraviesa el protagonista y en la cadencia que sostiene la trama, eje sobre el que se basa el gran poder de este pequeño –por sus páginas, se entiende– libro.

En la mano de su hermano, en las diabéticas recensiones dactilares, en cada hueso a punto de traspasar la piel, Apolón sintió cómo el proyecto de una comunidad retrocedía, se hacía polvo, se iba irremediablemente a la mierda, un retroceso semejante al del mar frente a la ciudad en donde habían nacido. Así lo contó Apolón. Tomé la mano de mi hermano y la besé y en ella acaricié con mi lengua el reflujo de la historia, no un pasado en común o una textura, lo que sorbí en el cuero de mi hermano fue la piel que dejaría de envolverme en mis próximos años de sobreviviente.”»

miércoles, julio 11, 2012

Como respirar

Adriana Bocchino lee Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Partida de nacimiento –novela dice bajo el título- se inicia en una foto, la de tapa. Luego, en la solapa, otra. Nota al pie de esta segunda foto: “Virginia Cosin (Caracas, 1973) nació en Venezuela, pero vive en Buenos Aires desde los cinco años. Colabora con frecuencia en suplementos culturales… Partida de nacimiento es su primera novela”. La foto de tapa, dice en los créditos, “Archivo familia Cosin”. Partida de nacimiento. 2011. Narrativa argentina. Leo el libro, “para Franny”, de un tirón. Empiezo a mirar, desde el principio, otra vez. La tapa, las fotos. El título. No podía ser más acertado: primera novela, un nacimiento, y al mismo tiempo una partida. Las ambigüedades del lenguaje común, incluso el leguleyo. ¿Quién no tiene su partida de nacimiento? Y si no la tiene, no es. Tan solo tenerla, implica una partida. Se ha partido, para nacer.

Cosin narra una historia común: una mujer que, recién separada, madre de una niñita, hace agua. Anegada y amurallada por un desamor, está a la deriva. No sabe qué necesita saber, tampoco qué quiere querer, ir hacia donde, qué decir. Solo la hija. Alguna vez, la madre. Historia común, la diferencia está en la escritura. Esta mujer escribe. En primera persona. ¿Quién? ¿Virginia Cosin? ¿Su protagonista, una mujer recién separada y “madre de…” anunciada en contratapa? “Novela” dice la tapa, así que de Virginia Cosin no se trata sino de “su protagonista”, aquella que agoniza en primer lugar. Henry Michaux avisa en un epígrafe: “Estoy habitado. Hablo a los que fui y los que fui me hablan”. De acuerdo.

Cosin escribe una novela en 93 pasos. Solo dos de ellos tienen título: “Otros, ellos, antes, podían” y “Larvas”. Tratan sobre el desarmar la casa en una mudanza, hacer un hijo. Casi fotos. Todos los pasos. Absolutamente familiares. Tan comunes como la foto de tapa. Lo importante es la mirada en esas fotos: la de la protagonista, de una tristeza infinita, también la de la/el deuteragonista, la que/el que lee. Es tan sutil el hilo que une la deriva del personaje a la deriva de la lectura que una mínima interrupción podría romper el encanto. Es preciso leer de un tirón. Se trata de una “novelita”, una nouvelle si se prefiere, sobre la subjetividad. Unas grietas se abren en el discurrir de una mujer, una madre, recién separada, también hija, hermana, escritora, insomne. “Una, que apenas puede consigo” y que debe cuidar, está obligada, a la más pequeña, su hija que, sin embargo, podría ser ella misma, en un juego de resonancias y espejos. Mujer que desencaja mujer que desencaja mujer que… una mujer como cualquiera otra a la que le ha sucedido, le está sucediendo, lo que a cualquier mujer puede sucederle: “un sollozo incontenible”. La diferencia, vuelvo a decirlo, es que esta mujer escribe. ¿Virginia Cosin o “su protagonista”? Ambas, en primera persona.

Primera novela pero no primeras escrituras. Hacedora de y colaboradora en varios blogs (Efectos personales, Franny, Partida de nacimiento, Mal de archivo, entre otros), diarios y revistas (Ñ, Radar, Brando), sociedades creativas y talleres literarios y de filosofía, Cosin no puede dejar de escribir. Estudiante de cine en la Escuela Nacional de Experimentación Cinematográfica del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, egresada de la carrera de dramaturgia de la Escuela metropolitana de Arte Dramático dirigida por Mauricio Kartum, productora periodística en radio, televisión y cine documental, guionista y directora de cortometrajes, escribe también para teatro y así siguiendo. Cosin, escribe en la tradición de las mujeres que se sostienen en la letra. Escribe sobre Alejandra Pizarnik, Katherine Mansfield, se la ha puesto en línea con Clarice Lispector. Sin embargo, en su caso, hay dura conciencia de “cosa común”. “Sin aspavientos” se dijo. Posiblemente, entonces, en verdad una tragedia. No se trata de una pose para la foto: sus protagonistas no posan para la foto, están tristes en la foto y ello no hace falta decirlo. Se ve. Como en la foto de tapa de esta “novelita”. Partida de nacimiento, pequeña novela, pequeño formato de novela, nouvelle, condensa el dolor de una traición, un abandono, de los que, por supuesto, no se habla en vano. Porque el punto es cómo escribir el dolor, como representarlo, cuando ya no se recuerda, sino en sueños, ni su causa. Partida de nacimiento se me ocurre, mejor, álbum de fotos. ¿Una historia? Puede ser. Sin pretensiones.

Se trata de una historia de las que pasan día a día. De allí el encanto: verla escrita, como si fuera un conjuro. Su desenvolverse en escritura resguarda a la protagonista y hasta parece curarla del dolor. Posiblemente también a Cosin. No lo sabemos aunque podemos sospecharlo: su escritura, una fotocomposición, se cruza constantemente con los “datos”, de otra escritura, la de su vida, la de sus blogs. Hay coincidencias en la letra. En realidad, el punto es que no importa demasiado cuánto hay de la vida de Cosin en su novela, sí de lo que puede hacer la escritura en una vida. Especialmente en estos nuevos formatos, reconversión de viejas formas, visuales y discursivas a la vez: los blogs, el diario, la postal, un poema, una esquela, la fotito –pequeña escena-, lo que dijo la nena, una sensación, una vergüenza, un recuerdo. En definitiva, la vida cotidiana, como dije, pasada por la letra. Y ese procedimiento -escribir parece ser, ni más ni menos, que un procedimiento- convierte lo cotidiano en literatura, y de la buena, de la que toma al/la lector/a y no lo/la deja hasta el final. En un lugar conmueve, en otro tributa a la identificación con los personajes –la madre, la hija, la hija pequeñita, la que se sigue siendo allá lejos y hace tiempo-, normaliza lo extraordinario, libera la angustia al punto de convertirla, en el mismo plano, bajo el mismo procedimiento, en algo tan común, tan corriente que da risa. La protagonista, el/la lector/a, sin duda Cosin, terminamos riéndonos de lo comunes y corrientes que somos. Y ahí, creo, el acierto quizás más luminoso. Es inevitable obstinarse con un destino grandioso hasta descubrir que la vida cotidiana también es inevitable: obstinarse en lo que nunca será, no hay otra forma de vivir. Mejor, entonces, extraer hasta el último resquicio y escribir en un papel “lo cotidiano es el hueso de la felicidad”.

Una separación deja huellas, en la protagonista, en la casa que habita, en una biblioteca por los huecos (“parece una boca abierta y desdentada” que “se burla de mí”) pero, fundamentalmente, en la mujer una vez hija, una vez madre, una vez escritora. En cada una de esas instancias hay modulaciones bien lejos de versiones edulcoradas: la protagonista ama, odia, adora, detesta, extraña, no extraña para nada. Ella es huella de huellas y vive para engendrar nuevas huellas. El hueco o la huella, en espejo, resulta lugar de anclaje en definitiva. Hay un primer abandono, inevitable, que se repite en cada una de las separaciones, a diario. Algunas más importantes, otras menores: la hija que se va con su papá –día de visita-, un profesor de literatura que se decepciona y no vuelve a dirigirle la palabra, un intento de suicidio, una madre y un padre, más bien “una cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre” que no dejan de decir “por qué- por qué- por qué”. El tiempo viaja hacia atrás y hacia adelante y ello hace que no haya más que un presente en el que la protagonista se pierde, al punto meditado de renunciar a leer Proust y elegir mirar Lost para llenar las noches, entre ellas una Nochebuena. La protagonista se pierde a cada instante, no se encuentra, no se reconoce, “Quiere ser otra”, dice, como si fuese otra: “Salirse de una”, “No me reconozco en las fotos”. Se escinde, se divide y finalmente sabemos que ello ocurre desde el principio, desde el siempre: “En mi partida de nacimiento figura una fecha distinta de la de mi llegada real al mundo. Hay un desfase”. Se trata de una partida de nacimiento que la desmiente, la desdice. ¿Cuál es la verdad? ¿Cuál es la “llegada real al mundo” ¿Cuándo, finalmente, se llega al mundo? ¿Cuándo puede llegarse?

El arte del fragmento está junto a la instantánea de lo cotidiano. No podría ser de otra manera. Y en ese pase de instantánea en instantánea, de foto en foto, una pequeña historia de vida cotidiana a través de una descripción densa, porosa, y a la vez breve, concisa, precisa. Un haz de luz. Como echar una mirada y dejar la interpretación para más tarde porque las cartas ya están echadas desde hace tiempo. Desde siempre. A qué hablar de más sobre lo que todos ya sabemos. La vida a la intemperie de la vida. Llevar adelante una casa, cuidar a la hija, hacer las compras, trabajar en la escritura… cuando ya se sabe que el sentido es tan frágil, tan solo una posibilidad entre otras emociones. Puede estar o no. Todo depende. Y depende de “una, que apenas puede con una”. La protagonista intenta redefinirse en una nueva situación que lleva como marco el dolor, con lo cual se convierte, antes que situación, en condición de vida. Hay que adaptarse a este nuevo condicionamiento. Hay que aceptarlo. No queda otra alternativa. Y las preguntas rondan la posibilidad de una alternativa tras otra. Todas valen porque, en realidad, ninguna vale nada. La identidad, la unicidad, está desencajada. El personaje se escucha en sordina, se ve actuar. Solo es real la hija, lo cotidiano, el hueso de la felicidad. Por este camino la protagonista puede volver y ser una, dejar de estar lejos, sentir el cuerpo. En tercera persona.

Cuando se rearma, se distancia. Cuando era “yo” se moría de pena. Al final, una tercera persona impersonal deja de hablar de sí. Habla de otra aunque “La lengua no le alcanza”. Finalmente “Ella”, “La madre”, se rearma para recibir a la niña, en la sapiencia y la aceptación de ser dos, tres, vaya a saberse cuántas. No hay remedio ni juntura. Habrá que aceptarlo. Habrá que aceptarse.»

miércoles, julio 04, 2012

Ningún sistema

Nepo Sandkuhl lee la Trilogía, de Lola Arias, y escribe este texto para su blog:

«Editorial Entropía nuevamente nos trae otra gran apuesta de textos teatrales. La trilogía de Lola Arias, que componen las obras: Striptease, Sueño Con Revólver y El Amor Es Un Francotirador, nos instalan en pequeños mundos, muy íntimos, oscuros y que invita a la sensorialidad de las imágenes que crean los diferentes escritos.

La trilogía gira alrededor del amor en lugares apocalípticos, que nos quieren ser integrados en ningún sistema, como si fueran los últimos seres existentes. Los tres textos teatrales presentan al amor como un acto de violencia, el amor como una idea pragmática que no termina de desarrollarse, el amor que intenta ocultarse y no quiere mostrarse a flor de piel, no quiere ser expuesto.

El primer texto de la trilogía, Striptease, determina a un Bebé como el eje que organiza todo el relato. Sólo dos personajes toman la palabra, Estos personajes tienen una identidad, pero son genéricos, que se construyen a través del otro y de lo que han vivido. Los tres personajes –Bebé, Mujer y Hombre– nos envuelven en el pasado para construir: el vacío del presente, la soledad, la urgencia de conectarse con la otra persona.

El segundo texto, Sueño Con Un Revólver, incita a la practicidad de la violencia, ahora son voces que se configuran desde la sexualidad –Femenino y Masculino-, que más allá del relato nos envuelven con sus deseos, con sus preguntas, con interrogaciones, con sus auto reflexiones; la voz se transforma en el acto organizador de este relato que nos lleva a lo más oscuro y violento.

Por último está el texto El Amor Es Un Francotirador, juego teatral de un grupo que se quiere suicidar y cada uno de los componentes puede realizar su último deseo. Desde esta situación extrema Lola Arias nos cierra la idea del amor como un acto violento y nos propone la materialidad de este sentimiento que puede tener en escena.»