lunes, octubre 29, 2012

Narraciones-exhalaciones desde el Pueblo de la Princesa

Roby Goren lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Otra vez me alejo, primera novela del escritor puertorriqueño Luis Othoniel Rosa, comienza con un prólogo extravagante: un texto escrito por una niña neoyorquina de siete años a pedido de su profesora de Arte (junto con la traducción del mismo al español). Este escrito breve, de un párrafo, adelanta algunos elementos temáticos que aparecerán en el transcurso de la novela; pero su valor anticipatorio radica en la textura discursiva del mismo, ya que parece fluir con espontaneidad: sitúa la acción en un mundo loco, donde se suceden acontecimientos extraños o bien absurdos a partir de un tornado (que, de alguna manera, también es textual ya que se subvierte la correlación de tiempos verbales). Luis Othoniel Rosa nos introduce de esta manera en los nueve capítulos (llamados alejamientos) en los que el hilo conductor parece ser, en el fondo, la persecución mediante diversas narraciones de la fuerza poética del prólogo.

Los personajes principales son dos estudiantes doctorales en Literatura Comparada que residen en el Pueblo de la Princesa, un pueblo universitario que, como se infiere claramente a partir de diversos indicios, pertenece a la Universidad de Princeton. El primero es el protagonista, voz narrativa en primera persona, cuyo nombre de pila coincide con el del autor. La posibilidad de caracterizar la obra como una autoficción se refuerza porque, como indica la información de la solapa, Luis Othoniel Rosa tiene un doctorado en la mencionada casa de estudios. El segundo es su compañero de cuarto, Alfred Dust, un excéntrico que no deja pasar ocasión para contar una historia (la mayoría de las veces inventada).

En el primer alejamiento el narrador, sentado al borde de un puente junto con Alfred Dust, describe los pensamientos suscitados por el consumo de marihuana. La percepción de un pájaro acuático deriva en reflexiones y nuevas percepciones que se cohesionan en la experiencia de lectura: quien lea, entrará en un mundo en el que un paranoico movimiento en el agua es interpretado como un indicio de terroristas, de Poseidón e incluso de una tortuga. De esta manera, el lector goza de un texto cuyos movimientos narrativos inesperados remiten, no sólo al estado de conciencia que generan los estupefacientes, sino también a la percepción desautomatizada de la niña del prólogo.

En el segundo alejamiento, durante una fiesta de estudiantes de doctorado que degenera en la monótona extensión de un seminario académico, Alfred Dust narra su única (y malaventurada) experiencia como profesor, lo que luego deriva en su historización de las relaciones internacionales entre Perú y Estados Unidos en relación al guano. Para justificar sus conocimientos menciona que la familia de su madre estuvo involucrada en dicha industria, y luego abandona la fiesta. Así, el narrador señala una cuestión recurrente en la novela, que la califica como una de las desastrosas torturas de la vida: nuestros amigos nunca terminan sus historias. Alejamientos narrativos que la amistad nunca supera. De esta manera se justifica la caracterización de cada capítulo como un alejamiento: cada uno es, inevitablemente, fragmentario. Sin embargo, no parece una autocrítica sino más bien una elección estética: el texto como válvula de escape. Para lograrlo, el escritor no necesariamente debe presentar una historia acabada, lineal, ni tampoco articulada por un orden lógico. En este sentido, en medio de otra de las historias de Dust, la de su noviazgo con una puertorriqueña llamada Trilcinea -por si quedaban dudas del carácter ficcional de sus relatos-, el narrador caracteriza un viaje realizado para mejorar la relación como una solución, ya que los alejamientos siempre son soluciones, o al menos remedios, del fracaso de las proximidades. Los alejamientos narrativos son como el humo de una exhalación: se expanden imprevisiblemente hasta desaparecer.

Así transcurre la novela, articulando (más o menos azarosamente) diversas historias: las que fluyen de la locuacidad de Alfred Dust, algunas aventuras vividas por ambos en el Pueblo de la Princesa (como sus estrategias para conseguir y revender marihuana o la concurrencia a tertulias clandestinas), o las historias que explícitamente construye el Luis Othoniel personaje; todo siempre tamizado por sus cavilaciones. Son alejamientos narrativos, historias en las que lo que vale es determinada reflexión, percepción o sugerencia (o simplemente la mera experiencia de lectura de textos que fluyen alejándose) y que por eso no necesitan del esquema narrativo convencional. Así, el Luis Othoniel personaje afirma que hoy la marihuana no es para mí sólo un pasatiempo o una costumbre diaria, sino una forma de expresión y también una forma de escribir. El narrador se aleja tanto de su cotidianeidad de estudiante doctoral como de las formas convencionales de narrar: lo que queda en la página es la escritura de estas historias-alejamientos que se vuelven una necesidad para ambos roommates. En el fondo siempre parece estar la intención de escribir textos con la fuerza poética y la espontaneidad del de la niña neoyorquina. De esa persecución nos queda la huella que viene a ser esta novela.»

lunes, octubre 22, 2012

Cuaderno nuevo



Nueva novela. Autor de la casa.

Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos.

«En el paisaje radioactivo de Pripyat, la ciudad anestesiada, inmovilizada, adormecida, sitio abandonado a saqueadores y cibercomerciantes, las cosas cantan entre restos de animales y caballos sagrados: cantan los pájaros de cuatrocientas voces. Las cosas son sonidos, imágenes y palabras: mirar y filmar para escribir las letras contaminadas, hechas para ser tocadas, además de oídas.

Casi mil años separan aquel paisaje del retorno de la vida: antiguamente había una actividad llamada arte y Malofienko, el probable protagonista, es y no es un artista. Malofi -como lo llama Fridaka, amante con quien intercambia mensajes electrónicos-sigue el rastro de su familia muerta en el accidente nuclear de Chernobyl el 26 de abril de 1986, cuando tenía algunos meses de vida. Contando con el auxilio sospechoso de dos guías asociados a cazadores y traficantes de objetos de la zona de exclusión, no desiste en su búsqueda del pasado reciente, en el lugar en que ?cualquier muerte? es buena y en el momento exacto de la caída de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Poetas y niños ucranianos escriben el nuevo relato de Carlos Ríos con restos de mampostería verbal, con bueyes revolucionarios, al son de violinistas que se niegan a dejar Chernobyl y resisten tocando, sucios y heridos, en los escombros del teatro de Ópera de la ciudad. Finalmente se acredita, según las cuatrocientas voces del Cuaderno de Pripyat, que todo es verdad.»

 Jorge Lobo de los Santos


Carlos Ríos (Santa Teresita, 1967) es autor de los libros de poemas Media romana (2001), La salud de W.R. (2005), La recepción de una forma (2006) y Nosotros no (2011); de las plaquetas La dicha refinada (2009) y Háblemne de Rusia / Iglú (2010); de los relatos A la sombra de Chaki Chan (2011) y El artista sanitario (2012); y de la novela Manigua (Entropía, 2009).

miércoles, octubre 17, 2012

Anécdotas ligadas

Natalia Gauna lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para la revista Tónica:

«El vuelo de un pájaro, la mierda, la historia del guano, la locura del amor y la marihuana, el Caribe y su relación con el Imperio yanqui y las fiestas de estudiantes latinoamericanos de una clase media que se doctora en literatura en Princeton es, en principio, una mezcla de cosas que no tendrían nada en común. Pero en Otra vez me alejo todo se articula de modo tal que la relación es posible porque todo ello converge en pensar el alejamiento. La distancia que está presente en el vuelo del pájaro que se acerca al puente en el que dos amigos conversan, en el efecto de la marihuana que retarda el tiempo, en la pérdida de un amante y en los kilómetros que distancian de la tierra natal. El alejamiento es posible en cualquiera de estas situaciones, en cada una de estas historias porque como dice el autor “la distancia condensa la singularidades”.

Luis Otoniel Rosa, este joven autor puertorriqueño, decide autoproyectarse, contar una historia con un evidente registro autorreferencial, ¿se trata entonces de un ensayo? ¿Una novela? ¿Una carta de presentación? ¿O es su tesis doctoral? En definitiva, ésta, su primera novela, es un poco de todo eso gracias a la verborragia juvenil, el interés por contarlo todo de un saque, compulsivamente, porque el tiempo, que es distancia, apremia. Por esta razón, el libro se lee de igual manera, de un saque, ya que todo está dicho sin grandes pretensiones literarias ni giros discursivos que sumerjan al lector en un estilo indescifrable. Las palabras que emplea Othoniel Rosa son esas y no podrían ser otras porque esas le son propias. De manera que es casi imposible olvidarse de que el autor se nos está presentando. Su relato en primera persona refuerza esta idea aunque, a su vez, se esconda en cada personaje de los cuales se aleja o se acerca dependiendo de cuánto se quiera mostrar.

Othoniel Rosa escribe con un lenguaje condensado, con historias breves que expresan que todo puede pasar al mismo tiempo y estar unido casi invisiblemente. Para su prólogo elige el texto que una niña de siete años de Bronx, Nueva York, escribió para una tarea escolar. “Vas a ver cómo había una vez un mundo loco donde todo estaba pasando al mismo tiempo”. Con esto, nos da la clave de cómo leer su novela: varias y distintas historias ligadas por algo difícil de identificar.

Pero lejos de ser la historia individual del autor es la historia colectiva de una clase. “Todos los hijos de una clase trabajadora con una sed terrible de reconocimiento, llegaban a los falsos edificios góticos de la universidad del Pueblo de la Princesa con la secreta ambición de ennoblecer el nombre de sus familias”. Othoniel Rosa nos hace tener cierta mirada sobre ese grupo de estudiantes latinoamericanos precozmente letrados que revalorizan y redescubren en la melancolía y en la soledad americana a la tierra madre.

Otra vez me alejo es una novela que aventura pensar sobre qué tienen en común la amistad, el amor, el humo del cigarrillo y la tierra. Todo en la distancia porque en el alejamiento “las diferencias suelen borrarse y todo parece sucumbir al imperio de lo mismo”.»

lunes, octubre 15, 2012

Comunidad imposible

Alejandro Boverio lee El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona, y escribe su reseña para Espacio Murena:

«Daniela Tarazona ha escrito una novela mitológica, la de una transformación extraordinaria que se asume, al mismo tiempo, como una forma de testimonio. La narradora de El animal sobre la piedra (Entropía, 2011) emprende un viaje luego de la muerte de su madre. Un viaje no se sabe hacia dónde, y ese no saber es esencial al relato. Nadie sabe lo que puede un cuerpo, se dijo alguna vez, y he aquí una prosa que trabaja con la incertidumbre que puede asumir la propia corporalidad, que es también travesía. Se trata, entonces, del viaje de un cuerpo hacia su propia mutación. Una metamorfosis que no pretende explicarse, sino que se escribe visceralmente.

La escritura detenida y detallada, precisa hasta su acabamiento, de ese cambio que no es repentino, sino que se anuncia y que se desarrolla de a poco, es el testimonio de una experiencia que la narradora relata en primera persona, al tiempo que la excede. En verdad es su cuerpo el que narra. Son sus estertores, ansias y miedos los que nos interpelan desde las notas de una especie de diario que es, entonces, el diario de una metamorfosis. Irma presiente su transformación y viaja hacia el que será su nuevo hábitat. El mar, sí, pero también la tierra: el carácter híbrido de la naturaleza que marca y preanuncia la forma anfibia que asumirá su ser.

Hay cierta fatalidad en ese destino que no se domina y que se asume sin más. Pero ese destino es, paradójicamente, desconocido. La potencia del relato crece en el anudamiento de esa doble condición, la de una fatalidad incierta. Sin embargo, una seguridad: la fascinación de entrar en la naturaleza y ser uno con ella, la del animal que, confundiéndose con la piedra sobre la que yace, se encuentra por fin con su existencia desnuda.

En el trance de esta metamorfosis, que se produce en la profunda soledad de quien la vive en carne propia, aparece sin embargo un compañero y el amor, pero no para devenir juntos en reptiles como Cadmo y Harmonía en el relato de Ovidio, sino para distanciarse después del acercamiento, como sucede con los erizos de Schopenhauer, que se acercan para darse calor y luego se alejan para no herirse, en la búsqueda de una comunidad perfecta. En esta auspiciosa primera novela se cifra entonces también, desde la intimidad más inmediata, la búsqueda de aquella comunidad imposible.»

jueves, octubre 11, 2012

La reencarnación vengativa de los sofistas griegos

Silvina Friera lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para Página 12:

«El niño puertorriqueño se desayuna con una traición imperdonable. El padre –novelista y docente– brilla por su ausencia de la casa adonde se han mudado recientemente, en Estados Unidos. Quizá sea el indicio de que algo anda mal. Su mente se infla de conjeturas y de preguntas. La madre intenta despejar las dudas y abona un destino. “Tu padre está con Borges”, le dice con un tono levemente compasivo, como quien anhela mitigar una incertidumbre inadmisible, pero sin atisbar el riesgo del malentendido enquistado en la respuesta. Allí donde hay un narrador puertorriqueño –llamado Angel Luis– que escribe una tesis sobre Borges y Cortázar, se erige una comunidad de sentidos en lucha. “En mi imaginario, Borges era un amigo de mi papá”, cuenta con sonrisa indulgente Luis Othoniel Rosa, también escritor como su padre, autor de Otra vez me alejo (Entropía), su primera novela, proyecto anunciado en 2001, “siendo un pibe, como dicen ustedes”, por un adolescente que entonces tenía 16 años. La escuela lo había deprimido tanto que adelantó exámenes y entró prematuramente al “paraíso” de la universidad pública de Puerto Rico, donde en tres años obtuvo la licenciatura en Letras, y luego una beca que allanaría el camino hacia Princeton y el doctorado en literatura. La temprana curiosidad del niño por conocer a ese “amigo” paterno dilata la euforia primigenia de zambullirse en las páginas borgeanas.

Inhalar a Borges hasta plagiarlo al pie de la letra fue la primera certeza del joven Othoniel Rosa, nacido en Bayamón (Puerto Rico), en 1985. Otra vez me alejo –nueve capítulos, cada uno un alejamiento, en 85 páginas– se recorta sobre un pueblito universitario de Nueva Jersey que el memorable Alfred Dust –el escritor que no escribe, “un excéntrico que explotaba más que nadie la fachada de genialidad”– insiste en llamar “Pueblo de la Princesa”, un “gran estado de excepción en donde se reunían estudiantes doctorales de todo el mundo”. Dust y el narrador, amigos y compañeros de cuarto, están asistiendo al epílogo de sus experiencias académicas entre enredos de marihuana, alcohol, fiestas, confesiones y resentimientos infames, altercados de gringos con latinos, entre otras escaramuzas y cortinas de humo. “La búsqueda de conocimiento era sólo una honrosa mascarada, una movida retórica para producir prestigio, un gancho mediático para rentabilizarse”, confiesa el narrador en el “segundo alejamiento”. “Los estudiantes doctorales del Pueblo de la Princesa, y me incluyo, éramos la reencarnación vengativa de los sofistas griegos. Detrás de la pantalla de sabiduría, éramos todo humo.” Gran narrador de historias que no escribe, Dust empieza contando lo que sucedió cuando les explicaba a los estudiantes “La muerte y la brújula” de Borges. Un pedo, “la reacción visceral” de una chica peruana, interrumpe las disquisiciones sobre el carácter ficcional de este famoso cuento.

Othoniel Rosa entorna los ojos como si enfocara un punto para tomar impulso. “Lo que más me interesa de Borges es la idea de que todo es plagio, de que hay cuatro ideas y todas están en la Ilíada. Mi novela trabaja a partir de esta cuestión: todas las historias pueden hacerse una sola historia –subraya el escritor en la entrevista con Página/12–. El argumento antiborgeano sería que si lo podemos condensar todo en una misma historia perdemos la singularidad. Yo le pido al lector que, por un lado, conecte las historias, que se dé cuenta de que son la misma historia que se repite. Pero por otro lado, también le pido que busque la singularidad de cada una. Como Borges era un abogado del plagio y mi tesis es una lectura anarquista de Borges, me dije: ¿por qué no plagiarlo?.”»


La entrevista completa, acá.

miércoles, octubre 03, 2012

Los muertos vivientes

Agustín Montenegro lee Berazachussetts, de Leandro Avalos Blacha, y escribe una reseña para Culturamas:

I

Cuatro viudas negras encuentran a una zombie desnuda en las calles de Berazachusetts.

II

Intentando seguir la línea de algunos debates que me interesa que regresen a la literatura y a la crítica, quiero empezar esta nota diciendo que Berazachussets es uno de esos objetos geniales que confunden todo el tiempo su función: nunca se sabe si a la vanguardia de la obra va el placer del lector o si el procedimiento de representación es la fuerza de choque de la novela.

El problema-confusión anterior, que no debería tener respuesta única, empieza por la fuerza del procedimiento: la construcción de un espacio (digamos, el Conurbano Bonaerense y algunos rasgos porteños céntricos) en el que irrumpe Trash, una zombie gorda, desnuda, y en plena amnesia. A medida que avanza la narración, entendemos que sí, es un espacio ficcional, y sin embargo, con un modo referencial muy particular: su textura es transparente, casi alegórica, ya que podemos sentir, detrás de esa ficción, la realidad, casi como una de esas máscaras de efectos especiales que se amoldan de forma perfecta a los rostros de los actores. De un lado cubren toda la superficie, se adaptan a los orificios y marcas de la cara, mientras que del otro aparecen los rasgos que el actor mostrará ante la cámara. La máscara es única: no puede adaptarse a otros rostros.

Parece quizás una obviedad, pero en pensar la construcción del espacio de Berazachussets reside el valor de la obra de Blacha.

III

Blacha construye un mundo (que incluye moneda, mapas e historia), articulado con el mundo simbólico (cultural, político y estético) existente (“existen”: los ambientalistas, Lia Crucet, la vanguardia musical, la revolución política, el cine snuff, los hongos alucinógenos, las “viudas negras”, el canibalismo). Esta maquinaria, que a primera vista puede parecer obsoleta u oxidada, se levanta y se pone en funcionamiento a tracción gore, que poco a poco se demuestra fuerza motriz de aquel mundo existente: se imbrica en los crímenes fantásticos que las clases altas perpetran para dispersarse, en el mundo cultural de la sociedad, en sus choques y tensiones, en la revolución como posibilidad, en la política, en el apocalipsis. Como si la casi-alegoría, por antigua o inerte, y la realidad, por olvidada, necesitaran de un electroshock refractario del siglo XXI para funcionar en el sistema literario actual, el mundo de Berazachusetts permite decir todo de la referencia, reírse y burlarse de todos y de uno mismo, del lector, de sus expectativas, y de toda mirada del mundo, sin por ello dejar de problematizarla.

Parecen ironías y parodias, pero son verdades transparentes que, sin embargo, no buscan el reflejo inmediato. No debe ser nada fácil encontrar, fabricar y hacer operar un procedimiento novelístico que permita decir todo sin caer en los lugares, denuncias y enunciados comunes. No es fácil, en el momento actual de la literatura, presentarse como un objeto literario moderno: procedimiento, juego y placer, realidad.

IV

Influencias-referencias-tradiciones: Alberto Laiseca y César Aira, como pautas para empezar a entender una sombra que puede ser meramente nominal, liberadora, realista, delirante, útil o inútil, imaginativa, pero que no es, de ninguna manera, ni abrumadora ni absoluta ni determinante ni, mucho menos, deudora. (Esta pequeña hipótesis, y la que sigue, servirán para numerosos de los autores que escriben hoy en día).

Nota: se habla del “maestro” para referirse a Laiseca. Para pensarlo, yo lo pienso, constantemente: ¿qué implica referirse a alguien como maestro? ¿Qué implica decirse discípulo? ¿La literatura se acerca a una creación mágica o alquímica? ¿Es un hobby, una aventura, un trabajo? Puede plantearse de forma más abstracta, o incluso divertida: ¿es un polvo, un libro, un fusil, una prostituta, una secta? Rescato la posibilidad de que el autor posea una categoría para distinguir a un guía o a un referente, de una influencia literaria directa cuya marca textual siempre estará más allá de las intenciones del sujeto autor mismo. Pero ni los carpinteros ni los albañiles tienen maestros, ni se sienten discípulos, y aún así, crean, construyen: sus objetos son su trabajo, y sus obras son plausibles de tener una función estética.

Funciones: la literatura es goce, entretenimiento, conflicto y realidad, problemática toda ella. Sólo necesita lectores confiados, valientes, exigentes: como si estuviesen utilizando el preciado tiempo de esta vida limitada para rasgar el velo de la realidad en una acción de locura, que no es nada menos que la acción de leer.

Opinión: ¿Hay alguna intención de que la literatura no sea un concilio secreto? De eso se trata el problematizar el término de “maestro”.

V

Pensar en los zombies en la literatura puede pasar por mero gesto clase B de las generaciones que han crecido con las películas de Romero, sus epígonos, o con los videojuegos de Playstation. Creo que una definición de zombie da muchas herramientas para reflexionar un poco más su irrupción: pensar, entonces, en la figura del muerto viviente.

Si un lector distraído lee sobre una revolución de zombies en Buenos Aires, quizás la asimile a un montón de seres que devoran cerebros y que emiten sonidos guturales de distintos tipos. Otros, frecuentadores habituales del sub-género, pueden ser más escépticos ante la posible torpeza y/o desinteligencia de las masas zombies organizadas. Pueden temer, reír, gritar.

Pero, ¿qué pasa si pensamos en una revolución de muertos que vuelven a la vida, a alguna forma de vida que remita a la que alguna vez tuvieron? ¿Cómo nos interpela la representación de los hombres y mujeres, que han vivido en nuestras calles y barrios y casas, y que han sido muertos y asesinados en el pasado cercano, pisando las calles de Buenos Aires, digo, Berazachussets?

Blacha no construye un espacio tal en vano, ni es un amontonador de zombies que buscan cerebros. No quiere entretenernos con sangre y vísceras y grandes personajes que remiten a aquello en la realidad que puede provocarnos risa o llanto. Ante la posibilidad de explotar su material de divertimento, Blacha elige revivir a los muertos que tienen pasado, que tienen deseo, que no olvidan, que no perdonan, para hacerlos entrar al presente, para responderle en un arrebato de violencia, contenida por la muerte misma.

VI

Berazachussets es pura certeza, es un bloque de certezas narrativas de hoy. Me dice que se puede narrar con cuidado, trabajo, paciencia, virtud, y construir personajes y espacios, cruzarlos, como si jamás se hubiese puesto en duda la importancia de la realidad que rodea y entrelaza cualquier texto. Me dice que una literatura del goce puede ser un golpe certero cuando sabe que esa realidad siempre existió, y que siempre existirá. Que puede interpelar otras culturas, puede tomar de ellas préstamos, y adaptarlos, volverlos funcionales y activos en un contexto que les era ajeno.

A la vez, me dice que la memoria colectiva y cultural no olvida que al zombie de Berazachussets no le han asesinado el pasado. ¿Qué harían los muertos vivientes en todos los espacios si no caminaran con las manos colgando hacia adelante, si sus capacidades organizativas estuviesen intactas, si fuesen capaces de entablar relaciones tan humanas como las que entablaron cuando vivían? ¿Qué certezas me da y que preguntas genera una obra en clave humorística y fantástico-alegórica como la de Blacha? ¿Qué lecturas pueden realizarse, a través de su prisma, de la realidad que nos penetra?

Qué harían los muertos vivientes si pisaran nuestras veredas.

lunes, octubre 01, 2012

Cómo suscitar el pasado

Martín Kohan lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe para Mardulce Magazine:

«Del legado de Borges se ha dicho mucho, y acaso todo; inclusive, llegado el caso, cuál era la mejor manera de sacárselo un poquito de encima. Hubo quienes, además, se declararon herederos de un legado de Bioy Casares: de su veta de narrador cordial, de su condición de contador de aventuras. Menos invocado y menos rastreado, según creo, es otro legado, que no es de Borges o de Bioy pero sí de Borges y de Bioy: el legado de Bustos Domecq. Una veta decisiva, en su irrisión, para contrarrestar la espesa solemnidad de honduras y trascendencias que se les asestó a sus autores, en especial cuando llegaron a viejos (pero Borges fue viejo muy pronto y Bioy no lo fue hasta muy tarde).

El lenguaje de Bustos Domecq, y el propio Bustos Domecq por lo tanto, se forman en una articulación singular de ambición y de afectividad, de proximidad y a la vez de demasía. Tanto Borges como Bioy delimitaron, por medio de la parodia, los registros de un lenguaje en exceso (Borges con la figura de Carlos Argentino Daneri en “El Aleph”, Bioy con su Diccionario del argentino exquisito). También en un borde, pero esta vez de este lado del borde, situaron a Bustos Domecq. No hay menos potencia ahí que en los héroes barriales de Bioy Casares o en las atribuciones erróneas y los traspasamientos cronológicos de Borges. Alejandro García Schnetzer, acaso mejor que nadie, parece haberlo detectado.

¿Qué podría querer decir que los textos de Bustos Domecq son menores? Si se lo dice en términos de postergación, nada; si se lo dice para reivindicar lo menor, mucho. Porque el legado que García Schnetzer retoma (y que transforma en legado posible precisamente al retomarlo) es el de las notables posibilidades de los géneros menores, de los tonos menores, de la notación de lo menor. Su primer libro, Requena, fue editado en 2008 por Entropía en la colección “Apostillas”; el segundo, Andrade, Entropía lo publica en su colección “Novela”. Lo preciso en todo caso es el deslizamiento que se produce entre una cosa y la otra, es decir una novela que conserva lo que fue previamente apostilla, o en todo caso lo que una novela puede deberles a las apostillas o tener de apostilla ella misma.

Más de una vez Ricardo Piglia se valió de Macedonio Fernández para tratar de contrarrestar el efecto Borges. García Schnetzer, es evidente, los ha leído muy bien a los tres; pero Borges no tiene por qué suponer para él una presencia opresiva ni intimidatoria. De manera que Requena parecía resolverse ya en una suerte de combinatoria de elementos borgeanos y macedonianos: por una parte, el paseante de Palermo que atesora una gran biblioteca y practica una caligrafía “enjuta, como de insecto”; por la otra, el maestro en la oralidad que prefiere no publicar lo que escribe. La figura de Requena se nutre de esas dos mitologías de escritor, proclive a los trastrocamientos culturales más heterodoxos (el Martín Fierro leído en sánscrito, Macbeth transpuesto al habla local, Ascasubi pensado como letrista de Wagner, los cantos del truco compuestos en verso libre) no menos que a las especulaciones más o menos filosóficas sobre inexistencias (“Puede haber días que no existimos y otros que sí, ¿se acuerdan?”) o sobre mismidades a lo largo del tiempo (“Haga memoria. Acuérdese de los tiempos de Vespasiano. Todo igual (…). Acuérdese ahora de los tiempos de Trajano. De nuevo, todo lo mismo”).

La figura de Requena, retratado desde la perspectiva discipular de sus seguidores en las tertulias de café, señala desde la literatura un tipo especial de lealtad al pasado. Su menosprecio por Marinetti y la vanguardia futurista parece deberse menos a su condición vanguardista que a su disposición al futuro; Requena, por su parte, sarcástico pero melancólico, conserva una gran colección de diarios viejos, que lee como si fueran actuales. “Cualquiera diría que jugaba con el tiempo –dice García Schnetzer–. Y acaso eso hacía, pero no de un modo artificial, ¿cómo explicarlo?”.

Este juego con el tiempo, con un tipo de pasión por lo ya sido, queda acaso sin explicación, pero permite en cualquier caso definir al Requena de Requena no menos que al Andrade de Andrade. Porque también Andrade transcurre como quien dice en otro tiempo, pero no en un tiempo real y verificable que pueda fijarse en la historia empírica, sino un tiempo de la evocación al que la propia evocación otorga existencia. Es decir, un ejercicio de nostalgia pura y neta; la que crea su propio objeto, y lo crea ya perdido. En Andrade aparece un anticuario, una librería de viejo, una ida a una botica a comprar un reconstituyente. El temor al olvido acecha a Andrade (“fijó la mirada en la foto de Esther, retrato que conservaba por temor de olvidar su rostro un día”) y lo vuelve particularmente sensible al presente y a sus cambios (“Café Central. El Gaulois no existe más, actualice”, le recomienda a Galíndez; y más adelante de nuevo: “El Gaulois cerró, insisto, ahora se llama Central. Usted es un reaccionario”).

La fórmula de Andrade no es la de lo reaccionario, es la de lo reconstituyente. Y lo reconstituyente (que no es vuelta ni rescate, sino un volver a hacer lo que fue) opera en el lenguaje como dispositivo privilegiado. El lenguaje es su reconstituyente, porque es más que evocador o retrospectivo. No interesa a la escritura de García Schnetzer si alguna vez se habló o no se habló así, porque lo que buscan sus personajes y sus textos no es restablecer un pasado, sino suscitarlo. Su verdad no está en lo añorado, sino en el tono añorante; lo que sus palabras añoran no importa, importa la verdad de su añoranza. Por eso es definitivamente cierto lo que firma Juan Gelman en la contratapa del libro, que “el verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”; y no porque García Schnetzer cultive hermetismos de la pura forma, sino porque el lenguaje de la evocación se impone sobre los objetos que pudiesen ser evocados. De hecho Andrade dice en un determinado momento: “Nadie es lo que era… además, qué éramos”. Y así revela su comprensión del mundo que habita: de lo que fue y ya no es más, no se sabe lo que fue; se sabe que ya no es más.

Andrade revela su faceta de comicidad apenas se la piensa como una novela triste, pero en cuanto se la quiere pensar apenas como una novela de risa, desprende una tristeza tremenda. Su personaje, en el comienzo del relato, aparece silbando un tango. Y lo último que habrá de escuchar, en el final, mientras el barquero lo cruza en un bote sin regreso, es a alguien que silba un tango: empieza con “Flor de fango” y termina en “Soledad”.»