lunes, enero 31, 2011

Sin aliento

Maximiliano Tomas lee Placebo, de José María Brindisi, y le dedica su columna en Perfil:

«Salvo casos excepcionales, los escritores argentinos no solían dedicarse a la nouvelle, ese género híbrido entre el relato y la novela. Y sin embargo, de un tiempo a esta parte, mucho de lo que se publica viene en formato de novela breve o “novelitas”, como llama César Aira a sus libros que, por lo general, se mueven dentro de esa extensión. Y en varios sentidos se agradece esta suerte de moda de la literatura en frasco chico (lectura ideal de un fin de semana, de un viaje, que cabe en el bolso de mano y para la cual no hay que talar demasiados árboles), que contiene el tempo del relato y la respiración de la novela: libros que desde su apariencia evidencian una sana falta de presunción, que no es lo mismo que falta de ambición.

José María Brindisi (Buenos Aires, 1969) es escritor y crítico literario, y autor de los cuentos de Permanece oro y las novelas Berlín y Frenesí. Ahora, después de algunos años sin publicar, reaparece con la nouvelle Placebo, una historia de 99 páginas que no se detiene un segundo (literalmente: la novela no tiene un solo punto y aparte), un torrente de pensamiento y reflexiones al mismo tiempo enfermizo y adictivo. En una entrevista reciente, Brindisi declaraba que esta vez decidió escribir así porque pensaba que lo reclamaba la trama: “Esa angustia es parte del entramado de la novela, no es un mero ejercicio de soltar al personaje a que le pasen cosas. Si para el protagonista no hay respiro, que tampoco lo haya para el lector”.

El protagonista de Placebo es Lucio, un empresario de 52 años que se pasea entre Buenos Aires y Tigre (adonde viaja con su mujer actual, Cecilia, a quien aborrece) a bordo de su Audi último modelo, mientras recuerda momentos luminosos de su juventud, asiste a la lenta muerte de su mejor amigo (que agoniza en una clínica de la ciudad), visita a su madre (internada en un geriátrico), y mantiene furtivos encuentros con su amante. Y todo a su alrededor, por encima y por debajo de su cada vez más lábil membrana de cordura, crece, con un movimiento arborescente, la silueta de la muerte. No de una muerte, sino de todas: la de su amigo que acecha, la de su ex mujer, misteriosa y lacerante, la de su madre, que sobrevendrá algún día, la de su mujer, simbolizada en las carnes blandas que advierte por debajo de su camisón transparente y que le repugnan.

Lucio es un dandy cobarde, un burgués exitoso y frustrado, un diletante de la literatura que se apasiona con las historias de Poe, Maupassant y Stevenson, en desmedro de la obra de Faulkner, a quien considera un imbécil (seguramente una broma del propio Brindisi, cuyo libro tiene una relación de mayor afinidad con el estilo narrativo desbordante del último que con el seco y puntuado de los primeros). Lucio: el calco perfecto de la figura en la que muchos tememos convertirnos con el correr de los años. Placebo es la novela que Michael Haneke leería con gusto y adaptaría para sumar una pieza más a ese friso incómodo que es su filmografía, un ventanal a través del cual ver los diversos grados de alienación al que el hombre es condenado por la guerra o el capitalismo. Tiene, incluso, uno de esos cierres a los que el director austríaco-alemán nos tiene tan acostumbrados: un final, valga la paradoja, tan inesperado como al mismo tiempo imprevisible y brutal.»

viernes, enero 28, 2011

Conjuro homeopático

Laura Juliana Torres lee Biografía ilustrada de Mishima, de Mario Bellatin, y lo reseña para el blog El Roommate:

«¿Qué clasde de escritura instituye una biografía post-mortem? ¿Es que acaso sólo después de muertos “los escritores se encuentran ya preparados para entender los símbolos a partir de los cuales construyeron su trabajo”? (51). En Biografía ilustrada de Mishima, a diferencia de otros libros biográficos sobre el escritor japonés que sirven de posibles subtextos a la novela (como Confesiones de una máscara del autor nipón o Mishima y la visión del vacío de Yourcenar), Mario Bellatin propone como protocolo experimental la idea de una biografía que se inaugura con la muerte: “¿Qué clase de espanto ha sido capaz de generar una escritura semejante?”(49). La novela cuenta las peripecias de un Mishima descabezado después de cometer seppuku. Es precisamente los detalles de las circunstancias que rodearon la muerte del novelista japonés la única referencia rigurosamente biográfica que toma Bellatin de su vida. El suicidio ritual de Mishima en 1970 fue televisado por los medios, por lo que pudo ser observado en el mismo instante en que se llevaba a cabo. La fascinación de Bellatin por un tipo de lógica de producción que impone una forma específica de recepción –la impresión de que un determinado acto es experimentado de la misma forma en la cual fue ejecutado– parece inspirar la trama del libro.

Mishima, uniformado y desmochado, asiste con una solemnidad más bien cómica a una conferencia sobre su vida. Por motivos al parecer pedagógicos, un académico experto proyecta escenas de la vida de Mishima con un misterioso aparato. La narración dura el tiempo virtual de la proyección. A su vez, la escritura se construye a partir de bloques de texto cercenados por oraciones cortas, escuetas y de una desgarbada distinción. Cada párrafo desarrolla un transe de escritura en la vida de Mishima, inducido por experiencias paralelas a la realidad: la toma de fotografías con una cámara para niños, la zambullida en un estanque con monjes sintoístas, la contemplación de un polluelo despedazado por sus pares, el consumo de la droga sildenafil citrati … Estas visiones se entrelazan con el recuento de las infructuosas gestiones hechas por un Mishima empobrecido para remediar su ausencia de cabeza. La administración de esta “oquedad” genera una reflexión sobre una forma de obra particular dedicada a la reparación del vacío con “la esencia de una artificialidad extrema”: una máscara kabuki, un set de piezas-cabezas (prótesis que recuerdan al lector el garfio de cierto escritor). Se aspira a la conversión del hueco – la impronta del accidente- en un experimento controlado, en el espacio vaciado de una instalación. El libro concluye con cincuenta fotografías a color. Cada pie de foto comenta y amplía escandalosamente los detalles más azarosos de la narración. Las imágenes crean la ilusión de que la narración de la novela es el producto, el material excedente, del orden contingente de las fotografías. Sin embargo, la sobreposición de ambos órdenes parece corresponder a una lógica de desacreditación mutua.

Si en Shiki Nagaoka: una nariz de ficción las fotografías falsifican la supuesta existencia del escritor japonés, en esta ocasión Bellatin ficcionaliza a Mishima al ilustrar desfachatadamente su biografía con el archivo de sus fotos personales. Biografía pertenece a una serie de intervenciones donde el novelista contamina o “inocula” el espacio de la ficción con la autobiografía, pero una autobiografía “desfigurada” por la faz de un autor japonés. (Ya en su artículo “Kawabata: el abrazo del abismo,” Bellatin plagia artículos críticos de otros autores sobre su propia obra, y los hace pasar como sus ideas sobre el Nobel japonés). En , Mishima narra la experiencia de asistir a la representación teatral de Salón de belleza y cómo de esta manera logró “leerse a sí mismo,” alcanzar una inusitada exterioridad. Tal vez sea ésta la función de la autobiografía en Bellatin: un conjuro homeopático para la despersonalización, la conversión ciega de la vida en escritura, como un texto que se recita a sí mismo, un autómata, un cuerpo que se mueve sin cabeza, una biografía post-mortem…»

miércoles, enero 26, 2011

La palabra salvaje

Oscar Guisoni lee Las teorías salvajes, de Pola Oloixarac, y escribe una nota en la revista Arcadia, a propósito de la presencia de la autora en el Hay Festival de Cartagena:

«Hay un personaje que se repite como una obsesión en las portadas del único libro que hasta ahora se conoce de Pola Oloixarac. Un Napoleón furibundo montado en un blanco caballo mientras mira con ojos torvos y esconde su mano en el abrigo militar en ese gesto que sólo el emperador francés era capaz de ejecutar con tanta autoridad aparece en la edición argentina de Las teorías salvajes (Editorial Entropía) y un Napoleón con un extraño pajarraco anidando en su sombrero corso se repite en la edición española (Alpha Decay). Como si la propia Pola hubiera dado la orden ¿marcial? de incorporar al guerrero máximo en una obra que habla de la guerra como si se tratara de una película pornográfica en la que los fusiles son penes incólumes que penetran cuerpos de mujeres que provocan la muerte con filosófica alegría. Las portadas (ambas) funcionan así como preludio alucinado de lo que vendrá, anuncio de un texto bizarro como pocos, plagado de árboles invertidos, tortugas que son como el universo, manzanas por cabeza y elegantes cucarachas de roja cabellera. Ante semejante despliegue surge la pregunta: ¿quién es Pola Oloixarac?»

«Su primera novela, que recibió elogios de Ricardo Piglia (“el gran acontecimiento de la nueva narrativa argentina”) y de Ignacio Echevarría (“una novela realmente insólita, escrita por una exquisita antropóloga de la barbarie contemporánea”), entre otros, es un texto arrollador que tiene por protagonistas a una joven pareja que hace de su deformidad física su raison d’être, mientras una rara voz en primera persona fantasea con seducir a un viejo profesor de la facultad proponiéndole llevar hasta las últimas consecuencias su extravagante Teoría de las Transmisiones Yoicas. Personajes que en realidad son refinadas excusas para que Oloixarac saque a relucir su ácida visión del Buenos Aires contemporáneo, una ciudad que bien podría ser cualquier otra del planeta, ya que en la era de las redes sociales y el mundo Google poco importa en qué lugar se desarrollan las tramas.»

«Novela sobre el mito, o mejor, sobre el reciclaje de los viejos mitos en el esperpéntico siglo XXI que apenas comienza, Las teorías salvajes es también una broma macrabra de humor negro capaz de hacer desternillar de la risa al lector durante páginas, una risa que se corta de manera brusca cuando se percibe que no hay mucho de qué reírse y la mueca se trastoca en horror. Es ese mismo horror que ensombrece el texto desde el principio, cuando un narrador incierto todavía relata “los ritos de pasaje” practicados por ciertas comunidades primitivas en los que los niños que van a ser iniciados son “amenazados por adultos que se agazapan entre los arbustos” para provocarles miedo, un miedo primordial que está en la base de toda formación del yo. Después de convertirse “en testigos de secretas ordalías y tormentos que cifran la historia de la tribu”, los niños que sobreviven “regresan a la aldea, vestidos con máscaras y plumas como los espíritus que los amenazaron al principio, y participan de la caza de cerdo. Regresan ya no como presa sino como predadores”.»

La nota completa, acá.

viernes, enero 21, 2011

La vida es una moneda

Matías Matarazzo lee Los modos de ganarse la vida, de Ignacio Molina, y escribe en el blog de Ría Revuelta:

«Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976 y desde 1992 vive en Buenos Aires. En su infancia y adolescencia jugó al básquet en uno de los 21 clubes que desarrollan ese deporte en la ciudad, Napostá. Cientos de veces habrá tomado los colectivos bahienses, las 500, que te dejan a pocas cuadras de tu destino o habrá comprado caramelos en kioscos de barrio, atendidos por sus dueños. En su primera novela Los modos de ganarse la vida (Entropía 2010), esos usos del espacio público, tal vez más humanizados, dejan lugar a un relato que se estructura al ritmo de los grandes centros urbanos donde la vida también es papel de cambio.

Así como comprar cigarrillos en un kiosco, pagar el pasaje de colectivo o negociar con el canillita un diario de hace dos semanas son los intercambios comerciales más básicos a los que nos somete la vida cotidiana; hablar de fútbol con un compañero, pedir empanadas por teléfono en la misma rotisería todos los viernes o cederle el asiento a una embarazada, son los intercambios humanos más elementales.

De eso va Los modos de ganarse la vida: la negociación permanente con las obligaciones, la rutina, los imprevistos, la familia, los amigos, los desconocidos, los deseos reprimidos, los no reprimidos, para intentar ganarse la vida.

Porque el kiosco, además de un espacio de intercambio comercial, se convierte en un lugar de escape, a donde se va sin necesidad, sólo para ir, o puede ser un refugio en un día de lluvia o una excusa para caminar por determinada avenida. Porque los colectivos sólo te llevan a destino cuando querés andar por la vida sin demasiada precisión y tenés monedas en el bolsillo. Porque, aunque no te importe el fútbol, le charlás de fútbol a Ezequiel a cambio de que te alcance a la oficina en su auto y Etelvina, que atiende el teléfono de la rotisería donde pedís empanadas, resulta ser tu amante.

La voz principal de la novela es la de Luciano, un joven de 27 que vive con su novia, Cecilia, pero sobre todo convive consigo mismo y su percepción obsesionada de lo cotidiano. En el medio, una tercera persona nos presenta escenas de la vida de Guillermo y Marina, una pareja de amigos; escenas que después se retoman desde la perspectiva de Luciano.

Con todo esto, Ignacio Molina construye una narrativa muy precisa. Pero precisa no significa descriptiva, sino todo lo contrario. La novela no describe la magnitud de la tormenta que engendra lo aparentemente elemental, el tamaño de las nubes y los truenos que estremecen la tierra: te cuenta lo que Luciano estaba haciendo y pensando en el momento exacto que el viento cambió al sur y volaron las primeras hojas.

Los atardeceres, siempre son más interesantes que los mediodías. Una narrativa clara, pero que se cuida de que el exceso de luz no vele la trama.

Es llamativo que Los modos de ganarse la vida prácticamente pase por alto el mundo laboral de los personajes. Todo sucede en los trayectos y en lo que se omite. El ojo no está puesto en la producción, sino en el intercambio: comprar la golosina que te permita recibir un vuelto en monedas para viajar en el colectivo que te lleva a ningún lugar. Porque, en última instancia, cambiar fuerza de trabajo por dinero no es ganarse la vida.»

miércoles, enero 19, 2011

Novela bicéfala

Matías Capelli lee La comemadre, de Roque Larraquy, y escribe la siguiente reseña en Los inrockuptibles.

«“Es un niño pequeño, bonito, y tiene dos cabezas. La primera le nace del cuello, con normalidad. La segunda le cuelga lánguida por detrás de la primera; no tiene nariz ni ojos, pero sí una boca, pequeña y bien conformada, con dientes prematuros. No es posible extirparla porque el cerebro abarca ambos cráneos, o porque el niño tiene dos cerebros, o porque es dos niños. Nadie lo sabe con certeza.” Estas palabras, usadas para describir a un ser humano monstruoso que un joven artista contemporáneo utiliza en la muestra que catapultará su carrera, es también un buen ideograma de La comemadre, primera novela de Roque Larraquy (1975). Una novela bicéfala apuntalada por dos relatos siameses, autónomos pero interconectados entre sí por delgados filamentos nerviosos: algunas cosas (hormigas, ranas metálicas, un extraño polvillo negro y una guillotina), algunos lugares (El Palais de Glace, el Sanatorio Temperley), y un mismo linaje familiar. La primera parte de La comemadre transcurre a principios de siglo XIX y está protagonizada por un grupo de psiquiatras que, en una clínica privada, llevan adelante un experimento kafkiano con pacientes terminales. Mientras intentan determinar qué ocurre, si es que algo ocurre, en la mente de una persona después de la muerte, compiten por conquistar a la misma mujer, la jefa de enfermeras. En estas páginas, además de hacer gala de un humor esmerilado y una notable imaginación narrativa, Larraquy pareciera afinar magistralmente, como muy pocos han logrado en los últimos años, el tono de Di Benedetto. El otro relato, también en primera persona, está situado en 2009 y es un racconto de la carrera de un artista joven global, exitoso y polémico por partes iguales. Editado hace algunas semanas, La comemadre es un libro del que, ojalá, se hable y mucho el año que viene. Una novela pequeña y bonita, de dos cabezas.»

lunes, enero 17, 2011

La vida sin placebos

Patricio Zunini lee Placebo, de José María Brindisi, y entrevista al autor para el blog de Eterna Cadencia.

La historia se teje como una sábana infininta que provoca una sensación de ahogo, la angustia de saber que, como decía Cortázar, allá al fondo está la muerte. Qué pasa cuando esa idea persiste en la conciencia, cuando no se encuentra con qué mitigar el futuro.

La crisis de Becerra se inicia en una sala de hospital mientras acompaña a un amigo que está esperando morir. Lo cotidiano se resquebraja, parece estrecharse. Pasa el verano en Tigre, pero sólo registra el calor agobiante, la ausencia de amor a su mujer, la incomodidad de un vecino oscuro. La amante le impone una distancia que él quisiera romper. Las obligaciones monocordes del trabajo: todo se vuelve un sinsentido que lo empuja hacia un embudo. ¿Cómo seguir? El placebo funciona mientras que el que lo toma cree en los efectos. Becerra, empujado hasta el límite, es capaz de cualquier cosa.

Placebo, de José María Brindisi (Entropía), es una nouvelle escrita en un único párrafo que contagia la sensación claustrofóbica creciente del protagonista.


-Trato de que no se vuelva una obsesión -explica el autor- esta confluencia entre el qué y el cómo, pero en la medida en que puedan dialogar de cerca, ayuda a contar lo que quieras contar. No significa que descanse en la escritura, pero sin eso la historia era más difícil de contar. Uno siente que esa angustia es parte del entramado de la novela, no es un mero ejercicio de soltar al personaje a que le pasen cosas. Es totalmente inherente a la trama que no haya un solo punto aparte. Si para el protagonista no hay respiro, que tampoco lo haya para el lector.

-Aunque el vínculo más fuerte de la novela es con Faulkner, en varios pasajes pensé en los versos de Rubén Darío “y la carne que tienta con sus frescos racimos / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos”.

-Todo el tiempo está el deseo, por eso la novela empieza con dos mujeres hermosas, semidesnudas, apoyadas en un auto que parecen una ilusión (hasta la grasada de que el auto sea un Lamborghini amarillo). Es algo contradictorio que recorre el estado general de Becerra. El problema es que la pulsión de muerte va ganando terreno y por eso, sin adelantar demasiado la trama, hace lo que hace, que por un lado es un delirio y por el otro es totalmente lógico. Por lo que le está pasando, este tipo es capaz de salir a matar un perro o quemar una casa.

-¿Por qué a Becerra lo conmueve tanto la enfermedad de su amigo?

-Primero porque es su mejor amigo, pero lo más perturbador es que el amigo esté como si nada. Es mucho más tranquilizador para uno que alguien se muera y no que se esté por morir dentro de un rato. Encima, si no hablaran con el médico parecería que le quedaran cien años de vida. En este sentido, mi referencia fue La noche de Antonioni, una de mis películas favoritas, donde los amigos dejan al enfermo en el hospital y se van toda la noche a una fiesta que va perdiendo sentido porque está pasando otra cosa. Y sabemos que la mejor manera de contar esa otra cosa es no contarla.

-Si hablamos de películas, encuentro cierta relación con La ciénaga de Lucrecia Martel.

-No lo había pensado pero es un paralelo bastante lógico. Además me encanta Martel, sobre todo por esa inquietud constante.

-Becerra repite una frase faulkneriana que le molesta mucho: “entre la pena y la nada, prefiero la pena”. Él dice que prefiere la nada, pero ¿realmente es así?

-Es una frase conocida y la he visto tanto estos últimos meses que en un momento pensé que no la tendría que haber puesto. Pero Faulkner me fascina y la frase no está tomada con mayúsculas. Yo no puedo ver a Becerra con objetividad –me despierta ternura y hasta cierta empatía–, pero que prefiera la nada es bastante triste. Sin embargo, es en algún sentido conmovedor que trate de salir de esa nada. Quiere salir, quiere pensar un poco más allá, y bueno, le sale más o menos.

*

Becerra es un escritor de ratos libres, tiene algunos cuentos escritos en la computadora, se siente hermanado con Maupassant. Pero cuando se va a pasar el verano al Tigre con su mujer decide sólo llevarse para leer: “Había decidido que el descanso en el Tigre sería absoluto; nada de preocupaciones, ni de planes, ni de las batallas que diariamente le presentaba la escritura, de las que incluso en el triunfo jamás salía airoso”.

-¿Te pasa esto que le pasa Becerra?

-Sí: por suerte y por desgracia. Siempre le recomiendo a mis alumnos que lean con cuidado el prólogo de Capote a Música para camaleones: cuando Dios te da un don, al mismo tiempo te da un látigo. En ese prólogo Capote dice que el primer momento clave fue cuando advirtió la diferencia entre escribir y escribir bien, el siguiente momento iluminador pero angustiante fue distinguir la diferencia entre escribir bien y escribir muy bien, y el momento más terrible y más intenso fue descubrir la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Le podemos disculpar a Capote la soberbia, pero me parece que es así, que te van corriendo la vara. Como decía Coleman Hawkins: “escucho una música y no la puedo tocar”. Pero también digo que es una suerte porque imaginate que a los 40 ya sabés que más allá de no vas a llegar. ¡Te pegás un tiro!

-En esta inquietud literaria de Becerra se habla de Maupassant, Faulkner, Poe, Stevenson. Pero no hay referencias a la literatura argentina actual. No están, por ejemplo, ni Aira ni Piglia. ¿Tus intereses son hacia la literatura más clásica? ¿Cómo te relacionás con la literatura argentina?

-Escribo en medios hace mucho y lo que uno sabe y ve con frecuencia es que a los demás no les gusta escribir sobre los colegas. Cuesta hacerse cargo de esa frase de Dalmiro Sáenz que uno no quiere el éxito de sus colegas, pero hay que admitir que es algo con lo que se tiene que luchar. Estoy al tanto, leo mucho, me interesa, escribo sobre la literatura argentina, trato de tomar riesgos, me precio de escribir críticas negativas. En cuanto a los padres de la literatura argentina moderna, no me gusta Aira. Es un escritor tremendamente sobrevaluado. Cuando dice que se sienta a escribir y tiene una leve idea del comienzo y después viene el resto, entendés por qué pasa lo que pasa en sus libros: efectivamente el comienzo siempre es lo más sólido. Después es un tipo con buena pluma, puede hacer pequeños milagros. En cuanto a Piglia estoy sorprendido con su último libro: sorprendido para mal, no entiendo sinceramente. Es una catarata de lugares comunes. Pero hay muchos escritores de la literatura actual que me interesan: Matías Capelli, Oliverio Coelho, gente más joven como Federico Levin, hay otros que no me gustan pero que están muy en boga y por eso me esfuerzo y los leo. Lo que pasa con Becerra es que no está familiarizado con la literatura argentina de los últimos tiempos. Hace lo que puede, sigue un manual, pero él no va a leer a Bruzzone, no se va a enterar que existe salvo que lo vea en la tapa de Clarín.

jueves, enero 13, 2011

Geología

Matías Raia lee Precipitaciones aisladas, de Sebastián Martínez Daniell, y escribe para Golosina caníbal cosas parecidas a éstas:

«Precipitaciones aisladas de Sebastián Martínez Daniell (Entropía, 2010) comienza con el anuncio de una “exploración genealógica”, una lucha contra la desmemoria, que se irá transformando en una exploración geológica. El movimiento pendular del relato va y viene de Napoleón Toole, su pasado y su relación con Vera al jardín, el frío de Limmermonk, el refugio de rinocerontes o la discusión en torno de anuncios meteorológicos oficiales. Carasia es el archipiélago en el que se desarrolla esta historia, un territorio imaginario en el que el clima y la geografía enmarcan las derivas de un narrador que intenta comprender su relación, amorosa y conflictiva, con una mujer, Vera.»

«Si hay genealogía, hay exploración del pasado. La vuelta a las escenas primordiales pueden ser la solución de sentido para la relación Napoleón-Vera: el regreso a la pareja originaria, el regreso al padre y la madre, como mitología familiar y clave para iluminar los conflictos de la pareja principal de la novela. Por otro camino, Napoleón Toole, erudito, recurre a conocimientos enciclopédicos (la muerte de Séneca; la historia de Carasia) o triviales (cómo preparar arroz; una reflexión sobre los baños) para comprender su amor por Vera, esa mujer cautivante que conoció una noche de discusiones eólicas, para reconstruir una genealogía, una historia que va de la paz a la “guerra” y que culminará, de algún modo, con la frase que vuelve una y otra vez a lo largo de la novela: “—Señor Toole, su mujer lo espera.”. ¿Para qué lo espera? ¿Por qué lo espera?»

«Digo que la genealogía se vuelve geología y si hay geología, hay exploración por capas: las tres capas de relato (el metarrelato, el pasado y la relación con Vera, la estadía en Limmermonk) que se alternan en Precipitaciones aisladas; las parejas en la prehistoria (Hammer-Dora), la historia (Napoleón-Vera) y el tiempo de la espera (Ulises-Ginebra); y las capas de palabras referidas a la climatología, a la geografía y la biología que recubren el núcleo de acontecimientos, una exploración geológico-biológica del vocabulario.»

«En este sentido, uno de los varios aciertos de Precipitaciones aisladas es el tono de la narración, un tono que se sostiene en una descripción y comprensión de la realidad lograda a través de los espéculos de las disciplinas antes mencionadas. Esa perspectiva desde la que Napoleón Toole realiza su exploración genealógica abre interrogantes en la relación del hombre con su entorno (el territorio, el clima, la flora) pero también con su propia naturaleza: cómo se organiza la especie, cómo prever, como en el servicio meteorológico, los acontecimientos que se avecinan, cuánto influyen los espacios en la historia de los hombres, dónde quedó nuestra animalidad.»

«En Precipitaciones aisladas, voy cerrando pero podrían agregarse muchos más elementos de tan fascinante novela, la genealogía geológica de Toole es también un modo de conjurar la muerte, el fin (...). Por eso, porque el relato de Napoleón Toole funciona como talismán contra la muerte, hacia el final de la novela, otra cita irrumpe: “Sólo donde hay sepulcros, hay resurrecciones”.»

La reseña completa, acá.

martes, enero 11, 2011

Placebo está entre nosotros

Placebo, la más reciente novela de José María Brindisi y, al mismo tiempo, nuestra novedad más flamante, ya está en librerías y otras bocas de expendio del ramo.


miércoles, enero 05, 2011

Mártir de la homonimia

Max Gurian fue convocado a la presentación de La comemadre, de Roque Larraquy, ocasión para la cual elaboró este texto, en el que cavila sobre la homonimia, el legado de Lombroso y las disecciones anatómicas:

«A la Mujer Maravilla, ícono televisivo de fines de los 70 y comienzos de nuestra infancia, no se le conoce descendencia directa y, sin embargo, su lazo mágico ha concebido, desde entonces, un sinnúmero de reivindicaciones de género y no menos imputaciones sexistas, haciendo gala, para ello, de un atuendo de traza yanqui que la moda actual sólo admite en cumpleaños de un dígito, en inventarios de pornoshop con licencia para el comercio kitsch o, cual efecto de realidad, en las emisiones de cumbia sabatinas. Tan etéreas y evidentes como el avión de esta heroína impar, dos mujeres son el vehículo inconsulto de las pasiones puestas en juego por la comunidad de hombres que puebla La comemadre. Menéndez, Jefa de Enfermeras del Sanatorio Temperley, es el mudo objeto de deseo del cuerpo médico a cargo de la institución, grupo contemporáneo de las rimas modernistas de Leopoldo Lugones y adepto, como él, a las fuerzas extrañas, la depuración de la raza y el suicidio ritual. La académica Linda Carter, en cambio, será, un siglo más tarde, apenas un año atrás de acuerdo al calendario vigente, centro de mofa y estrategia crítica de un artista plástico local con pretensiones cosmopolitas. Ambas mujeres asistirán, desde el escenario o en un palco lateral, a las metamorfosis amorosas del Doctor Quintana y del joven creador sin nombre, voces cantantes de la narración que se empeñan en mezclar el registro de sus propias mutaciones con la descripción paciente de los experimentos límites que realizan con los otros.

Quiero hacer mía la queja que la doctoranda extranjera formula a modo de presentación en la novela. Dice (y cito): “Soy una mártir de la homonimia” (97). Como recordarán, Linda Carter es, de hecho, el nombre de la actriz que encarnó a la Mujer Maravilla en la serie mencionada, pero no así –hay que subrayarlo– el otro nombre del personaje, que sigue, a pie juntillas, la lógica identitaria dual de los superhéroes: para los amigos del barrio, entusiastas del olímpico Pierre Grimal, su nombre era, simplemente, Diana. Es en esa brecha constitutiva entre nombres y cuerpos, ya advertida, desde el título mismo de la publicación, en el anuncio de la revista Caras y Caretas que da cuerda y tono a la fábula de La comemadre, que Larraquy habrá de indagar, corrosivo, los modos de construcción de toda genealogía.»

El texto completo, acá.