miércoles, diciembre 26, 2012

La intemperancia de no sé qué sed

Justo antes de las natividades, Verónica S. Luna lee La sed, de Hernán Arias, y escribe su reseña para la Revista Estructura Mental a las Estrellas:

«¿Qué buscamos encontrar luego de que un libro nos cautivó? El truco, la treta, el momento donde descubrimos que las páginas han discurrido haciendo algo con nosotros. Este juego detectivesco, que siempre termina burlándose del lector, es quizás una forma posible de empezar a contar. La sed, de Hernán Arias, se abre con un inquietante epígrafe: “Cansado del futuro, he atravesado los días, y, sin embargo, estoy atormentado por la intemperancia de no sé qué sed”, de E.M. Cioran. Pero la novela también comienza con un chico, un posible pre-adolescente de unos once o doce años. Él será el narrador, la mirada, el tiempo de la historia.

La literatura argentina está poblada de voces y ojos, lenguas y sensibilidades de niños, o niños – jóvenes: el que ve interrumpirse su inocencia, como en “Conejo” de Abelardo Castillo; los perversos, crueles, delatores que habitan las historias de Silvina Ocampo; el que con su inocencia puede volverse amenazante, como en “Los venenos”, de Cortázar; el famoso protagonista de “Como un león”, que se va volviendo pícaro y audaz para sobrevivir; incluso niñas que juegan a ser adultas, y para eso no necesitan disfrazarse o besar chicos, como en Hidrografía doméstica, de Gonzalo Castro. Pero la mirada infante de La Sed, cuyo nombre ignoramos, revela un personaje serio; sabe no preguntar de más, moverse en los lugares que le tocan y corresponder a su edad. Nunca provoca o subvierte los sentidos en el mundo de los adultos. La vida en el campo de Córdoba, en los límites entre el pueblo, la familia y la inmensa sed del campo, abierto y solo, esa es la vida de un niño que bien puede definirse como obediente.

Lo que Oliverio Coelho apunta, en la contratapa del libro, como “dominar la infancia desde una nostalgia cerrada, sin arruinar su enigma”, bien puede pensarse del otro lado de la moneda. En La sed no se nos quiere devolver infancia, no hay traslado al otro tiempo: Arias nos somete a la perversión de dejarnos adultos, comprendiendo la trama a través y con la intuición de un chico. La caza, la aventura del monte, las carreras de caballo, el alcohol, la familia, aparecen abriendo grietas; imponen más nuestros supuestos, aquellas certezas a partir de las cuales evaluamos el mundo, que una experiencia de peligro relatada de por el joven protagonista. La inocencia, siempre amenazada, nunca se rompe; pues no hay nostalgia que descubra tal fisura.

Ahí está la treta. Hay una relación que “hace juego”, una articulación que no cesa de mostrar el espacio que sobra. La mirada del niño y el código del mundo adulto. Somos obligados a observar la historia como niños, pero sin suprimir nuestra adultez. Porque no hay fluir, no hay dejarse llevar. Hay tensión.

Y esa tensión quizás sea la sed, la sed del mar, la sed del campo. Uno de los momentos más intensos de la novela se produce cuando el chico, a pedido de la madre, acude a la amiga nueva de su tío, con alcohol y algodón, luego de que ella se ha raspado la rodilla. “¿Te arde? Un poco, me dijo. Es una sensación fea la del ardor, me dijo y se quedó pensativa. Es como la sed, me dijo después, y yo le dije que sí. ¿Alguna vez tuviste mucha sed?, me preguntó. Es una sensación muy fea, me dijo. Yo nací al lado del mar, me dijo. (…) Siempre que me volvía a mi casa iba pensando en lo mismo: por qué no se podía tomar el agua del mar. Por qué era salada. No se puede vivir frente al mar, murmuró. (…) Esto es igual al mar, me dijo, pero sin peces”.»

viernes, diciembre 14, 2012

Lecturario de Mempo

Mempo Giardinelli se ve forzado a reacomodar una inmensa biblioteca y, como resultado del proceso, elabora en su blog un Lecturario de recomendaciones, con menciones a nuestro Alejandro García Schnetzer:

«Requena y Andrade, dos nouvelles maravillosas de quien es para mí uno de los más originales escritores jóvenes de nuestro país: Alejandro García Schnetzer. Publicadas por Entropía, no se las pierdan.»

El texto completo, acá.

viernes, diciembre 07, 2012

Homenaje

Manuel Puig. Este fin de semana. En General Villegas.



lunes, diciembre 03, 2012

Entre las ruinas

Angel Berlanga lee Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos, y escribe su reseña para Radar Libros:


«El hombre de overol llega al filo de la medianoche al lugar donde nació, ve cómo el transporte municipal se aleja y queda a solas, bajo la luz de la luna, en la ciudadela que debió ser evacuada veinte años atrás, luego del desastre nuclear de Chernobyl. “Sabe a qué vino”, anota Carlos Ríos, casi al comienzo; “¿A qué viniste, Malofienko? ¿A qué fuiste?”, se pregunta casi al final. En principio, este reportero llega a Pripyat con el propósito de “acopiar testimonios para un documental casi vendido a los jefes” de Proyecto de Naciones Unidas para el Desarrollo/Fondo para el Medio Ambiente Mundial, pero el descalabro externo e interno le van complicando el objetivo. Le dice Fridaka, su novia, por ejemplo, en la despedida: “Andate a la mierda, vos, no sé qué buscás metiéndote en ese caldo radiactivo. ¡Estúpido obsesivo! Te inventás historias todo el tiempo. ¡No hay nada tuyo ahí! ¡Nada!”. Pero sí hay. Y excede, por lejos, al hecho de que Malofienko pueda llegar caminando a su vieja casa con los ojos cerrados, o que se oriente por los pinos que plantó su padre. Como ocurre en Manigua, su novela anterior, los escenarios aparecen devastados, inhóspitos, con unos pocos habitantes que se adaptaron a condiciones extremas y que, en consecuencia, se han endurecido para sobrevivir. Acaso en consonancia con los fragmentos que quedan, y con los fragmentos de la vivencia y la memoria que puedan ser rescatados o hilados, la escritura de Cuaderno de Pripyat también es fragmentaria. Y poética, como en la novela anterior, pero aquí aparecen además rasgos de humor. Ríos engancha en su ficción a muchos ucranianos reales: Leonid Stadnyk, por ejemplo, fue durante un tiempo “el hombre más alto del mundo” (mide 2,60 metros, y al tipo lo mete en un Tavria, que es un cochecito). Aparecen como referencias, también, los collages de Sergei Sviatchenko y de la poeta Oksana Zabuzhko, una de las “entrevistas” que el protagonista hará en Pripyat. “¿El lugar de mi poesía? ¿A quién le interesa eso? –retruca ella–. Sin embargo, debo decir que es necesariamente el lugar del no integrado. Si no me integro, puedo observar mejor.” Algo de eso late con fuerza en la jugada apuesta literaria de Ríos.»

viernes, noviembre 30, 2012

Notas sobre el silencio pos-atómico

Mariana Zalazar lee Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos, y escribe su reseña para El taller cultural:

«“Nadie brinda por lo que tiene, eso quedó atrás”, escribe Carlos Ríos en Cuaderno de Pripyat, su última novela publicada recientemente por Editorial Entropía. Un lugar a espaldas de quien narra, un topos ya inaccesible, un tiempo rehén de la irreversibilidad. Los apuntes de una ciudad amortajada por la radioactividad, cuyo fantasma vaga frente a los ojos del provisorio Malofienko, el protagonista embarcado en la búsqueda de un imposible: la resurrección de una identidad mutilada por el dióxido de uranio y el sobrecalentamiento de un reactor nuclear.

Mucho se ha dicho – también escrito y filmado- sobre los corolarios de Chernobyl desde aquel funesto veintiséis de abril de 1986. Pero, así como los numerosos saqueos transformaron las habitaciones del relato de Ríos en espacios simbólicos excluidos, las incesantes producciones literarias y cinematográficas sobre la mutación y el horror acabaron por dotar a la narrativa del desastre de una peligrosa cuota de vacuidad. Del extremo de la resistencia, nombres tales como el escritor español Javier Sebastián Luengo –quien publicó el año pasado El ciclista de Chernóbil-, el ensayista ucraniano Yuri Andrujovitsch y autores del otro lado del océano como Juan José Saer (estos últimos dos citados por Ríos en Cuaderno), ofician de buenas compañías para una prosa que no pretende hablar de transformaciones genómicas, sino de la ambigüedad de los olvidos y ausencias que pueblan el silencio pos-atómico.

A pesar de ser oriundo de Santa Teresita, Ríos describe los paisajes devastados de la zona de alienación con una inquietante cercanía. El mismo ejercicio que ya había practicado en su primera novela, Manigua (2009), en cuyas líneas –escritas durante sus años de residencia en Puebla, México- transita la africanidad de una muerte anunciada en clave swahili. El núcleo primitivo del hombre, la animalidad, la degradación del presente, la paranoia de la memoria, la tensión de los lazos familiares y la reevaluación del peso de la existencia son elementos que sustentan la estructura emotiva de ambos trabajos, donde los personajes -según el propio autor- “todo el tiempo tienen que ir negociando su vida en un mundo de restos”, de identidades agonizantes. Algo así como el intento infructuoso al cual hace referencia la citada Clarice Lispector, esa tentativa por franquear el umbral del óbito y dar el primer paso en la desaparición de, ni más ni menos, la propia persona.

Esta segunda incursión de Ríos en la novelística no sólo representa la continuidad de una tesis fundamental de corte antropo-filosófico, sino también la profundización de un exquisito puntillismo poético en la construcción de su prosa. No es sorpresa que haya dado sus primeros pasos como escritor en el universo de la métrica. Media romana (2001), La salud de W.R. (2005) y La recepción de una forma (2006) son algunos de los poemarios que le valieron numerosos premios en su país así como en las tierras de Amado Nervo. Tanto Cuaderno de Pripyat como su antecesor se valen de la fragmentación en capítulos de un modo inhabitual, lejano a la cronología y más próximo a un intento por encerrar bajo cada título una postal autónoma, con valor estético-expresivo propio. Como las hojas de un diario o de una bitácora, donde los registros se contradicen, se superponen, se alimentan desde la falta de una linealidad inequívoca. “El montaje de referencias lo entiendo un poco como un trabajo de composición. Siempre pienso en esa idea de un texto como un imán que atrae elementos diferentes. Cuanto más salvaje sea esa intrusión, en el sentido de que lo que llegue mine, genere inestabilidad, incertidumbre, incertezas, mejor”, afirma Ríos en una entrevista publicada en el diario Perfil, amante confeso de una sintaxis de costuras visibles.

Malofienko se adentra en el horizonte contaminado de Pripyat signado por una infancia en fuga y por una adultez acosada por el reproche de una amante que le asegura que no hay nada que le pertenezca en aquel lugar. La radioactividad le deja, como falso consuelo, un caballo degollado y un montículo de collages alusivos que actúan como memoria extracorpórea. La quema de muebles, la falta de medicamentos, los escombros, la desolación. Pensar que a principios del siglo XX la vedette Löie Fuller se atrevía a preguntarle a Marie Curie si el extraordinario radio que había logrado aislar no podía servir para iluminar los vestidos de gala que lucía en el Follies-Bergére. Es que para ella, claro, los brindis aún no habían quedado detrás.»

martes, noviembre 20, 2012

Gestación de un receptor crítico

Agustina Del Vigo lee Caligrafía tonal, de Ana Porrúa, y escribe su reseña para Espacio Murena:

«Resulta difícil hablar de los modos y las formas hoy, cuando se suele reflexionar más sobre qué se dice en lugar de cómo. Allí donde la información abunda, es difícil detenerse en la manera en que se construye, circula y nos llega todo aquello que leemos, vemos y escuchamos. Sin embargo, es justamente una pausa –o su posibilidad– lo que propone Ana Porrúa en Caligrafía tonal. Ensayos sobre poesía. Seis capítulos en los que se introducirá al lector en los pormenores de la producción poética de grandes autores –clásicos y nóveles–, en un período que abarca desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. Cada capítulo es un ensayo en el que Porrúa nos ofrecerá no sólo el análisis de un corpus poético determinado, sino también el de sus diferentes manifestaciones: escritas y orales. Pero lo verdaderamente interesente es que esta tarea se llevará a cabo a través de una propuesta metodológica que en su originalidad, pretende hacer foco en aspectos usualmente omitidos por la crítica literaria que aborda el género. Será a su vez partiendo de este enfoque desde donde Porrúa revisará los presupuestos de algunas de las corrientes de crítica literaria más significativas del siglo XX, en especial el Formalismo Ruso y lo que de este pervivió –o no– en el Estructuralismo. Si bien existen muchas otras Porrúa se centrará en aquéllas, ya que ambas privilegian un análisis menos semántico que formal del discurso artístico. Y es precisamente el análisis de las formas que adquiere el lenguaje en la poesía –tanto en su escritura como en su recitado–, de los “materiales” con los que se construye esa textualidad, lo que se nos propone en Caligrafía tonal. A fin de cuentas, se trata de indagar un poco más allá de lo que un poema pueda estar sugiriendo desde lo que se conoce como su “contenido”, que sería sólo un nivel –el semántico–, de la infinita capa de significados inherente a toda obra de arte. Es en la forma, dice Porrúa, donde se leen las tradiciones, los modos de ver, en suma: las reminiscencias de la historia. La cultura y la política se manifiestan, también, a través de estas huellas que perviven en lo formal, e incluso aquello que el discurso no sabe decir y que sólo allí se vuelve inteligible.

Dicen las últimas líneas del primer epígrafe que inaugura el libro: “Cuando se lee sin preguntar, no se lee más, uno, a la inversa, es devorado por el ‘objeto’ de la lectura”. Y es que este no resulta un libro de mera reflexión sobre lo textual sino de puesta en crisis. Y aquí, presa de la dualidad de este último término, que siendo palabra –y por ende lenguaje– no puede más que manifestar su inherente polisemia, me hago eco sólo de su sentido positivo, allí donde crisis también significa “cambio”. Allí donde las preguntas sobre los modos y formas que adquiere el discurso faltan en la vida cotidiana, en este libro sobran. Allí donde la pasividad del público es la norma, aquí se gesta un receptor crítico. Como bien sostiene la autora en el prólogo, Caligrafía tonal se aboca a la respuesta de dos preguntas fundamentales y de variada respuesta: qué se escribe en la poesía, y cómo se lee. La poesía hoy –pero no menos históricamente– ha sido una de las producciones literarias más marginadas en el mercado, pero también en los ámbitos académicos. Es posible que la poesía sea uno de los géneros más difíciles de abordar, bien porque sus textos suelen considerarse de difícil acceso, bien porque despliegan una pluralidad de sentidos sin ofrecer interpretaciones unívocas. Esto, sin embargo, no es más que el testimonio más evidente del poder creador del lenguaje: evidenciar aquello que está dormido, plácidamente oculto en nuestra percepción cotidiana del mundo.

Partiendo de la definición de “caligrafía” como “trazo de una época o modo singular de una escritura” (A. Porrúa, 2011:16), la autora analiza los modos en que la poesía se construye según diferentes corrientes estéticas donde la forma que adopta el lenguaje se impone sobre los modos de lectura. Con la intención de ir creando una “sociología de las formas”, dentro del esteticismo de fines del siglo XIX aborda, entre otros, la producción de José Asunción Silva, Leopoldo Lugones, Rubén Darío y Néstor Perlongher. Las ideas centrales que sustentan la investigación de Porrúa se van delineando a través de los análisis particulares de cada capítulo. Así, del cotejo entre la obra de Darío y Perlongher se deducirá que el tratamiento de los materiales siempre es, en razón de su imposibilitada separación, estético e ideológico (A. Porrúa, 2011:340). De este modo continúa revisando el tratamiento de los materiales para la construcción poética del Surrealismo, el Neobarroco latinoamericano –en la obra de Alejo Carpentier–, el Objetivismo –en la de Daniel García Helder– para pasar en el segundo capítulo al análisis del llamado “Nuevo Objetivismo”, corriente estética surgida en los ‘80 que persiste hasta nuestros días.

En el tercer capitulo, donde el tratamiento poético de los paisajes es el centro, se observa cómo la construcción de los lugares también puede ser política. Se comienza a gestar una nueva forma de denuncia a través del objeto artístico, que se alejaría de aquella más edificante, propia de la producción de las décadas del ‘60 y del ‘70. No sólo es el espacio de la escritura el que se trata de invadir con el análisis de las formas, sino también el de los sonidos. Entendiendo la lectura como un acto de producción –semejante al acto de escritura–, Porrúa ve en el recitado de esos poemas la creación de nuevos significados. A la historicidad que se lee en las formas del discurso se le suma aquella que pervive –como dice Paul Zumthor– en las voces, como murmullos de la propia cultura.

En el capitulo cinco, significativamente titulado “campos de prueba”, se adentra en las producciones poéticas más experimentales, aquellas en las que el trabajo con los materiales y las formas empuja a la literatura a sus limites, lugar de quiebre pero también de liberación. La reflexión sobre las formas y los materiales culminará en la construcción de una verdadera “sociología de la poesía” cuando en el último capítulo Porrúa se centre en el contexto de producción que hace posible el surgimiento de las “Antologías poéticas”, otra de las particulares formas de circulación del género. La autora explora no sólo los criterios de selección que las justifican, sino que ahonda en el proceso de construcción de una nueva sintaxis (una nueva forma que permita la unión de piezas diversas que a priori no fueron pensadas para circular en conjunto).

En Caligrafía tonal, la búsqueda de otros significados que puedan estar actuando detrás de aquello que se lee o se escucha en el momento de la recepción, no es algo que se propone sólo desde el análisis teórico, sino que se hace cuerpo en la estructura misma del libro. A través de pequeñas frases que repentinamente aparecen intercaladas en cada capítulo, se interrumpe la linealidad del desarrollo argumental de los artículos y se habilita una lectura que podría hasta denominarse hipertextual. Estas pequeñas frases que aparecen dentro de corchetes –por ejemplo: [Cisnes y lunas]– son en realidad los títulos de otros ensayos de menor extensión que se recopilan en el “Apéndice final” del libro. Así, el lector que prefiere ahondar sobre cierto ejemplo o cuestión que se viene desarrollando puede tomarse una pausa y redireccionar la lectura. Porrúa parecería instalar estas textualidades –que en definitiva podrían pensarse como prescindibles y accesorias– como una forma de profundizar lo que se viene diciendo, de mostrar qué otros textos pueden estar resonando en aquello que se postula en el desarrollo principal del capítulo. Si pensamos en la utilización del corchete como signo ortográfico, veremos que una de sus principales funciones es intercalar un discurso aclaratorio dentro de otro que ya esta, de por sí, especificando otra cosa –en el caso de su utilización dentro de los paréntesis–; es decir el uso de un corchete puede significar la dilucidación exhaustiva de un contenido. Pero también se puede utilizar para reponer dentro de una cita textual una parte del texto original que resulta imprescindible para comprender aquello que se está diciendo en ese momento. Esto equivaldría a afirmar que los corchetes también se utilizan para traer al momento presente de la recepción, discursos que estarían actuando por detrás de lo que se lee, que “atraviesan” la lectura. En este sentido, a semejanza de las tradiciones –discursivas, históricas, culturales– que estarían resonando en la lectura de una determinada forma poética o en la escucha de una voz, estos textos situados en el “Apéndice” volverían visible aquello que también actúa por detrás o en paralelo en la escritura de cada capítulo, es decir en la propia escritura de la autora.

Caligrafía tonal es un libro de propuestas innovadoras, que busca adquirir una comprensión más profunda y acabada de cómo leer poesía. No sólo se insta al lector a leer caligrafías sino que, hiperbolizándose el mismo acto de lectura, se amplía el desafío: también deben leerse los tonos y las formas. Si pensamos que un tono usualmente se escucha y una forma es vista –más que leída– entenderemos que el método de análisis que nos propone Ana Porrúa excede ampliamente la comprensión de un único género literario, pudiendo ser extensible a la recepción de cualquier obra de arte que no necesariamente se construya mediante la escritura. Caligrafía tonal: en ese par de opuestos –casi un oxímoron– que parece alertar al lector ya desde el mismo título, también se remite a la conjunción armoniosa –“tonal”– entre la lengua hablada y la lengua escrita, entre dos formas de expresión que tienen el poder de cambiar radicalmente el sentido de las cosas. Tal vez sea a esa radicalidad y a ese cambio a lo que nos invite Ana Porrúa en tanto receptores críticos de cualquier obra de arte, y de una determinada realidad, que nunca es cualquiera, sino que siempre se trata de la particular de cada lector.»

viernes, noviembre 16, 2012

Cuaderno de La Plata

Editorial Entropía invita a la presentación platense de Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos.































Además de la presentación, habrá videos de Gustavo Galuppo e Ignacio Masllorens, una videoinstalación de Nicolás Onischuk, una muestra de fotografías de Pablo Kauffer y música de Nunca Fui a un Parque de Diversiones.

viernes, noviembre 09, 2012

Borges, Macedonio, imperialismo y marihuana

Leticia Pogoriles lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para Telam:

«En su primera novela, Otra vez me alejo, el joven puertorriqueño Luis Othoniel Rosa desanda en clave relajada y social intrigas académicas de los estudiantes latinoamericanos en la universidad de Princeton e introduce al lector en su propio corpus literario plagado de referencias y guiños de la literatura argentina.

Los caminos, las cercanías y distancias de Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) son la materia prima con la que moldea su novela de corte vanguardista, un relato atravesado por el culto a la marihuana como metáfora "de lo que viene de la tierra, de lo vegetal que brinda otra temporalidad", dice a Télam en su breve visita a Buenos Aires.

La novela dividida en nueve alejamientos donde el imperialismo norteamericano (y su construcción desde el guano, la "mierda" de pájaros peruanos que agilizaban las cosechas y que fue causa del expansionismo), la fugacidad de las amistades masculinas (un tanto erotizadas) y el amor articulan la búsqueda de respuestas urgentes sobre la vida, en una atmósfera dulce y apacible.

Este doblez narrativo -plácido y desbocado- fue construido como "una condensación de plagios. No soy nada original", se sincera. "La literatura, explica, se hace con lenguajes y -como decía Borges- `el lenguaje es la suma de recuerdos compartidos`. Esa idea de que en la literatura no hay nada original y que el texto no es nuestra propiedad, sino algo colectivizado es lo que saco de la tradición argentina".

Docente de literatura en la Universidad de Duke en Carolina del Norte, su paso por Princeton dejó marcas indelebles, entre ellas, conocer a Ricardo Piglia, su mentor y "una influencia gigantesca en mi vida" que lo llevó a desarrollar su tesis doctoral sobre una lectura anarquista de las obras de los argentinos Borges y Macedonio Fernández. "Discípulo y maestro", aclara.

"Del mundo de la tradición literaria argentina de Piglia, que es la de Borges, Macedonio y Arlt, saqué la idea de que el autor y la literatura se producen en el acto de lectura, no en la escritura. La literatura no es una cosa original de un autor único, sino una condensación de historias y de plagios", dice el joven que viene a Argentina una vez por año desde 2005 para trabajar en su tesis.

Con este universo en mente, Othoniel se dedicó a construir en paralelo y, con lenguajes prestados, su historia, la de distancias constantes y de cercanías tangibles con sus propias lecturas. "Quise publicar la novela por primera vez en la Argentina como homenaje a la literatura de acá", cuenta el joven académico.

Sus años en el "Pueblo de la Princesa", como lo llama, son el escenario de Otra vez me alejo (Editorial Entropía).

"Fui becado en Princeton y lo que me salvó fue la amistad. Son amigos que están constantemente mudándose. Lo que uno lamenta es que ellos no nos terminan de contar sus historias, se nos van y estamos buscándolos por Facebook", apunta sobre el nudo dramático.

La novela, escrita durante cinco años, se centra en la relación del narrador con su compañero de cuarto Alfred Dust y, entre ambos, el fantasma siempre presente de su ex novia, Trilcinea, un motor de búsquedas vivenciales y de intrigas universitarias donde conviven pequeños ataques terroristas, altas dosis de marihuana y discusiones sobre literatura argentina, con Borges y Macedonio a la cabeza.

Othoniel define a su protagonista como "una combinación de algunos amigos y una idealización de mí mismo. Nietzsche dice que hay que abrazar al héroe y al idiota de uno; Dust es un héroe pero también un imbécil despreciable, y en el medio, la torpeza".

"El deseo es el arma más precisa del imperio", desliza el autor sobre su diatriba crítica (y parodia) literaria de los imperialismos y los universos intelectuales que construyen los estudiantes latinos sobre su propia condición en Estados Unidos.

"La metáfora es porque las historias de los imperios son las que homogenizan el mundo y son parte de una sola. Tanto el guano en el siglo XIX como la guerra contra las drogas, que empieza Ronald Reagan, son justificativos de productos de exportación para expandir el imperio", explica.»

lunes, octubre 29, 2012

Narraciones-exhalaciones desde el Pueblo de la Princesa

Roby Goren lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para Bazar Americano:

«Otra vez me alejo, primera novela del escritor puertorriqueño Luis Othoniel Rosa, comienza con un prólogo extravagante: un texto escrito por una niña neoyorquina de siete años a pedido de su profesora de Arte (junto con la traducción del mismo al español). Este escrito breve, de un párrafo, adelanta algunos elementos temáticos que aparecerán en el transcurso de la novela; pero su valor anticipatorio radica en la textura discursiva del mismo, ya que parece fluir con espontaneidad: sitúa la acción en un mundo loco, donde se suceden acontecimientos extraños o bien absurdos a partir de un tornado (que, de alguna manera, también es textual ya que se subvierte la correlación de tiempos verbales). Luis Othoniel Rosa nos introduce de esta manera en los nueve capítulos (llamados alejamientos) en los que el hilo conductor parece ser, en el fondo, la persecución mediante diversas narraciones de la fuerza poética del prólogo.

Los personajes principales son dos estudiantes doctorales en Literatura Comparada que residen en el Pueblo de la Princesa, un pueblo universitario que, como se infiere claramente a partir de diversos indicios, pertenece a la Universidad de Princeton. El primero es el protagonista, voz narrativa en primera persona, cuyo nombre de pila coincide con el del autor. La posibilidad de caracterizar la obra como una autoficción se refuerza porque, como indica la información de la solapa, Luis Othoniel Rosa tiene un doctorado en la mencionada casa de estudios. El segundo es su compañero de cuarto, Alfred Dust, un excéntrico que no deja pasar ocasión para contar una historia (la mayoría de las veces inventada).

En el primer alejamiento el narrador, sentado al borde de un puente junto con Alfred Dust, describe los pensamientos suscitados por el consumo de marihuana. La percepción de un pájaro acuático deriva en reflexiones y nuevas percepciones que se cohesionan en la experiencia de lectura: quien lea, entrará en un mundo en el que un paranoico movimiento en el agua es interpretado como un indicio de terroristas, de Poseidón e incluso de una tortuga. De esta manera, el lector goza de un texto cuyos movimientos narrativos inesperados remiten, no sólo al estado de conciencia que generan los estupefacientes, sino también a la percepción desautomatizada de la niña del prólogo.

En el segundo alejamiento, durante una fiesta de estudiantes de doctorado que degenera en la monótona extensión de un seminario académico, Alfred Dust narra su única (y malaventurada) experiencia como profesor, lo que luego deriva en su historización de las relaciones internacionales entre Perú y Estados Unidos en relación al guano. Para justificar sus conocimientos menciona que la familia de su madre estuvo involucrada en dicha industria, y luego abandona la fiesta. Así, el narrador señala una cuestión recurrente en la novela, que la califica como una de las desastrosas torturas de la vida: nuestros amigos nunca terminan sus historias. Alejamientos narrativos que la amistad nunca supera. De esta manera se justifica la caracterización de cada capítulo como un alejamiento: cada uno es, inevitablemente, fragmentario. Sin embargo, no parece una autocrítica sino más bien una elección estética: el texto como válvula de escape. Para lograrlo, el escritor no necesariamente debe presentar una historia acabada, lineal, ni tampoco articulada por un orden lógico. En este sentido, en medio de otra de las historias de Dust, la de su noviazgo con una puertorriqueña llamada Trilcinea -por si quedaban dudas del carácter ficcional de sus relatos-, el narrador caracteriza un viaje realizado para mejorar la relación como una solución, ya que los alejamientos siempre son soluciones, o al menos remedios, del fracaso de las proximidades. Los alejamientos narrativos son como el humo de una exhalación: se expanden imprevisiblemente hasta desaparecer.

Así transcurre la novela, articulando (más o menos azarosamente) diversas historias: las que fluyen de la locuacidad de Alfred Dust, algunas aventuras vividas por ambos en el Pueblo de la Princesa (como sus estrategias para conseguir y revender marihuana o la concurrencia a tertulias clandestinas), o las historias que explícitamente construye el Luis Othoniel personaje; todo siempre tamizado por sus cavilaciones. Son alejamientos narrativos, historias en las que lo que vale es determinada reflexión, percepción o sugerencia (o simplemente la mera experiencia de lectura de textos que fluyen alejándose) y que por eso no necesitan del esquema narrativo convencional. Así, el Luis Othoniel personaje afirma que hoy la marihuana no es para mí sólo un pasatiempo o una costumbre diaria, sino una forma de expresión y también una forma de escribir. El narrador se aleja tanto de su cotidianeidad de estudiante doctoral como de las formas convencionales de narrar: lo que queda en la página es la escritura de estas historias-alejamientos que se vuelven una necesidad para ambos roommates. En el fondo siempre parece estar la intención de escribir textos con la fuerza poética y la espontaneidad del de la niña neoyorquina. De esa persecución nos queda la huella que viene a ser esta novela.»

lunes, octubre 22, 2012

Cuaderno nuevo



Nueva novela. Autor de la casa.

Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos.

«En el paisaje radioactivo de Pripyat, la ciudad anestesiada, inmovilizada, adormecida, sitio abandonado a saqueadores y cibercomerciantes, las cosas cantan entre restos de animales y caballos sagrados: cantan los pájaros de cuatrocientas voces. Las cosas son sonidos, imágenes y palabras: mirar y filmar para escribir las letras contaminadas, hechas para ser tocadas, además de oídas.

Casi mil años separan aquel paisaje del retorno de la vida: antiguamente había una actividad llamada arte y Malofienko, el probable protagonista, es y no es un artista. Malofi -como lo llama Fridaka, amante con quien intercambia mensajes electrónicos-sigue el rastro de su familia muerta en el accidente nuclear de Chernobyl el 26 de abril de 1986, cuando tenía algunos meses de vida. Contando con el auxilio sospechoso de dos guías asociados a cazadores y traficantes de objetos de la zona de exclusión, no desiste en su búsqueda del pasado reciente, en el lugar en que ?cualquier muerte? es buena y en el momento exacto de la caída de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Poetas y niños ucranianos escriben el nuevo relato de Carlos Ríos con restos de mampostería verbal, con bueyes revolucionarios, al son de violinistas que se niegan a dejar Chernobyl y resisten tocando, sucios y heridos, en los escombros del teatro de Ópera de la ciudad. Finalmente se acredita, según las cuatrocientas voces del Cuaderno de Pripyat, que todo es verdad.»

 Jorge Lobo de los Santos


Carlos Ríos (Santa Teresita, 1967) es autor de los libros de poemas Media romana (2001), La salud de W.R. (2005), La recepción de una forma (2006) y Nosotros no (2011); de las plaquetas La dicha refinada (2009) y Háblemne de Rusia / Iglú (2010); de los relatos A la sombra de Chaki Chan (2011) y El artista sanitario (2012); y de la novela Manigua (Entropía, 2009).

miércoles, octubre 17, 2012

Anécdotas ligadas

Natalia Gauna lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para la revista Tónica:

«El vuelo de un pájaro, la mierda, la historia del guano, la locura del amor y la marihuana, el Caribe y su relación con el Imperio yanqui y las fiestas de estudiantes latinoamericanos de una clase media que se doctora en literatura en Princeton es, en principio, una mezcla de cosas que no tendrían nada en común. Pero en Otra vez me alejo todo se articula de modo tal que la relación es posible porque todo ello converge en pensar el alejamiento. La distancia que está presente en el vuelo del pájaro que se acerca al puente en el que dos amigos conversan, en el efecto de la marihuana que retarda el tiempo, en la pérdida de un amante y en los kilómetros que distancian de la tierra natal. El alejamiento es posible en cualquiera de estas situaciones, en cada una de estas historias porque como dice el autor “la distancia condensa la singularidades”.

Luis Otoniel Rosa, este joven autor puertorriqueño, decide autoproyectarse, contar una historia con un evidente registro autorreferencial, ¿se trata entonces de un ensayo? ¿Una novela? ¿Una carta de presentación? ¿O es su tesis doctoral? En definitiva, ésta, su primera novela, es un poco de todo eso gracias a la verborragia juvenil, el interés por contarlo todo de un saque, compulsivamente, porque el tiempo, que es distancia, apremia. Por esta razón, el libro se lee de igual manera, de un saque, ya que todo está dicho sin grandes pretensiones literarias ni giros discursivos que sumerjan al lector en un estilo indescifrable. Las palabras que emplea Othoniel Rosa son esas y no podrían ser otras porque esas le son propias. De manera que es casi imposible olvidarse de que el autor se nos está presentando. Su relato en primera persona refuerza esta idea aunque, a su vez, se esconda en cada personaje de los cuales se aleja o se acerca dependiendo de cuánto se quiera mostrar.

Othoniel Rosa escribe con un lenguaje condensado, con historias breves que expresan que todo puede pasar al mismo tiempo y estar unido casi invisiblemente. Para su prólogo elige el texto que una niña de siete años de Bronx, Nueva York, escribió para una tarea escolar. “Vas a ver cómo había una vez un mundo loco donde todo estaba pasando al mismo tiempo”. Con esto, nos da la clave de cómo leer su novela: varias y distintas historias ligadas por algo difícil de identificar.

Pero lejos de ser la historia individual del autor es la historia colectiva de una clase. “Todos los hijos de una clase trabajadora con una sed terrible de reconocimiento, llegaban a los falsos edificios góticos de la universidad del Pueblo de la Princesa con la secreta ambición de ennoblecer el nombre de sus familias”. Othoniel Rosa nos hace tener cierta mirada sobre ese grupo de estudiantes latinoamericanos precozmente letrados que revalorizan y redescubren en la melancolía y en la soledad americana a la tierra madre.

Otra vez me alejo es una novela que aventura pensar sobre qué tienen en común la amistad, el amor, el humo del cigarrillo y la tierra. Todo en la distancia porque en el alejamiento “las diferencias suelen borrarse y todo parece sucumbir al imperio de lo mismo”.»

lunes, octubre 15, 2012

Comunidad imposible

Alejandro Boverio lee El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona, y escribe su reseña para Espacio Murena:

«Daniela Tarazona ha escrito una novela mitológica, la de una transformación extraordinaria que se asume, al mismo tiempo, como una forma de testimonio. La narradora de El animal sobre la piedra (Entropía, 2011) emprende un viaje luego de la muerte de su madre. Un viaje no se sabe hacia dónde, y ese no saber es esencial al relato. Nadie sabe lo que puede un cuerpo, se dijo alguna vez, y he aquí una prosa que trabaja con la incertidumbre que puede asumir la propia corporalidad, que es también travesía. Se trata, entonces, del viaje de un cuerpo hacia su propia mutación. Una metamorfosis que no pretende explicarse, sino que se escribe visceralmente.

La escritura detenida y detallada, precisa hasta su acabamiento, de ese cambio que no es repentino, sino que se anuncia y que se desarrolla de a poco, es el testimonio de una experiencia que la narradora relata en primera persona, al tiempo que la excede. En verdad es su cuerpo el que narra. Son sus estertores, ansias y miedos los que nos interpelan desde las notas de una especie de diario que es, entonces, el diario de una metamorfosis. Irma presiente su transformación y viaja hacia el que será su nuevo hábitat. El mar, sí, pero también la tierra: el carácter híbrido de la naturaleza que marca y preanuncia la forma anfibia que asumirá su ser.

Hay cierta fatalidad en ese destino que no se domina y que se asume sin más. Pero ese destino es, paradójicamente, desconocido. La potencia del relato crece en el anudamiento de esa doble condición, la de una fatalidad incierta. Sin embargo, una seguridad: la fascinación de entrar en la naturaleza y ser uno con ella, la del animal que, confundiéndose con la piedra sobre la que yace, se encuentra por fin con su existencia desnuda.

En el trance de esta metamorfosis, que se produce en la profunda soledad de quien la vive en carne propia, aparece sin embargo un compañero y el amor, pero no para devenir juntos en reptiles como Cadmo y Harmonía en el relato de Ovidio, sino para distanciarse después del acercamiento, como sucede con los erizos de Schopenhauer, que se acercan para darse calor y luego se alejan para no herirse, en la búsqueda de una comunidad perfecta. En esta auspiciosa primera novela se cifra entonces también, desde la intimidad más inmediata, la búsqueda de aquella comunidad imposible.»

jueves, octubre 11, 2012

La reencarnación vengativa de los sofistas griegos

Silvina Friera lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para Página 12:

«El niño puertorriqueño se desayuna con una traición imperdonable. El padre –novelista y docente– brilla por su ausencia de la casa adonde se han mudado recientemente, en Estados Unidos. Quizá sea el indicio de que algo anda mal. Su mente se infla de conjeturas y de preguntas. La madre intenta despejar las dudas y abona un destino. “Tu padre está con Borges”, le dice con un tono levemente compasivo, como quien anhela mitigar una incertidumbre inadmisible, pero sin atisbar el riesgo del malentendido enquistado en la respuesta. Allí donde hay un narrador puertorriqueño –llamado Angel Luis– que escribe una tesis sobre Borges y Cortázar, se erige una comunidad de sentidos en lucha. “En mi imaginario, Borges era un amigo de mi papá”, cuenta con sonrisa indulgente Luis Othoniel Rosa, también escritor como su padre, autor de Otra vez me alejo (Entropía), su primera novela, proyecto anunciado en 2001, “siendo un pibe, como dicen ustedes”, por un adolescente que entonces tenía 16 años. La escuela lo había deprimido tanto que adelantó exámenes y entró prematuramente al “paraíso” de la universidad pública de Puerto Rico, donde en tres años obtuvo la licenciatura en Letras, y luego una beca que allanaría el camino hacia Princeton y el doctorado en literatura. La temprana curiosidad del niño por conocer a ese “amigo” paterno dilata la euforia primigenia de zambullirse en las páginas borgeanas.

Inhalar a Borges hasta plagiarlo al pie de la letra fue la primera certeza del joven Othoniel Rosa, nacido en Bayamón (Puerto Rico), en 1985. Otra vez me alejo –nueve capítulos, cada uno un alejamiento, en 85 páginas– se recorta sobre un pueblito universitario de Nueva Jersey que el memorable Alfred Dust –el escritor que no escribe, “un excéntrico que explotaba más que nadie la fachada de genialidad”– insiste en llamar “Pueblo de la Princesa”, un “gran estado de excepción en donde se reunían estudiantes doctorales de todo el mundo”. Dust y el narrador, amigos y compañeros de cuarto, están asistiendo al epílogo de sus experiencias académicas entre enredos de marihuana, alcohol, fiestas, confesiones y resentimientos infames, altercados de gringos con latinos, entre otras escaramuzas y cortinas de humo. “La búsqueda de conocimiento era sólo una honrosa mascarada, una movida retórica para producir prestigio, un gancho mediático para rentabilizarse”, confiesa el narrador en el “segundo alejamiento”. “Los estudiantes doctorales del Pueblo de la Princesa, y me incluyo, éramos la reencarnación vengativa de los sofistas griegos. Detrás de la pantalla de sabiduría, éramos todo humo.” Gran narrador de historias que no escribe, Dust empieza contando lo que sucedió cuando les explicaba a los estudiantes “La muerte y la brújula” de Borges. Un pedo, “la reacción visceral” de una chica peruana, interrumpe las disquisiciones sobre el carácter ficcional de este famoso cuento.

Othoniel Rosa entorna los ojos como si enfocara un punto para tomar impulso. “Lo que más me interesa de Borges es la idea de que todo es plagio, de que hay cuatro ideas y todas están en la Ilíada. Mi novela trabaja a partir de esta cuestión: todas las historias pueden hacerse una sola historia –subraya el escritor en la entrevista con Página/12–. El argumento antiborgeano sería que si lo podemos condensar todo en una misma historia perdemos la singularidad. Yo le pido al lector que, por un lado, conecte las historias, que se dé cuenta de que son la misma historia que se repite. Pero por otro lado, también le pido que busque la singularidad de cada una. Como Borges era un abogado del plagio y mi tesis es una lectura anarquista de Borges, me dije: ¿por qué no plagiarlo?.”»


La entrevista completa, acá.

miércoles, octubre 03, 2012

Los muertos vivientes

Agustín Montenegro lee Berazachussetts, de Leandro Avalos Blacha, y escribe una reseña para Culturamas:

I

Cuatro viudas negras encuentran a una zombie desnuda en las calles de Berazachusetts.

II

Intentando seguir la línea de algunos debates que me interesa que regresen a la literatura y a la crítica, quiero empezar esta nota diciendo que Berazachussets es uno de esos objetos geniales que confunden todo el tiempo su función: nunca se sabe si a la vanguardia de la obra va el placer del lector o si el procedimiento de representación es la fuerza de choque de la novela.

El problema-confusión anterior, que no debería tener respuesta única, empieza por la fuerza del procedimiento: la construcción de un espacio (digamos, el Conurbano Bonaerense y algunos rasgos porteños céntricos) en el que irrumpe Trash, una zombie gorda, desnuda, y en plena amnesia. A medida que avanza la narración, entendemos que sí, es un espacio ficcional, y sin embargo, con un modo referencial muy particular: su textura es transparente, casi alegórica, ya que podemos sentir, detrás de esa ficción, la realidad, casi como una de esas máscaras de efectos especiales que se amoldan de forma perfecta a los rostros de los actores. De un lado cubren toda la superficie, se adaptan a los orificios y marcas de la cara, mientras que del otro aparecen los rasgos que el actor mostrará ante la cámara. La máscara es única: no puede adaptarse a otros rostros.

Parece quizás una obviedad, pero en pensar la construcción del espacio de Berazachussets reside el valor de la obra de Blacha.

III

Blacha construye un mundo (que incluye moneda, mapas e historia), articulado con el mundo simbólico (cultural, político y estético) existente (“existen”: los ambientalistas, Lia Crucet, la vanguardia musical, la revolución política, el cine snuff, los hongos alucinógenos, las “viudas negras”, el canibalismo). Esta maquinaria, que a primera vista puede parecer obsoleta u oxidada, se levanta y se pone en funcionamiento a tracción gore, que poco a poco se demuestra fuerza motriz de aquel mundo existente: se imbrica en los crímenes fantásticos que las clases altas perpetran para dispersarse, en el mundo cultural de la sociedad, en sus choques y tensiones, en la revolución como posibilidad, en la política, en el apocalipsis. Como si la casi-alegoría, por antigua o inerte, y la realidad, por olvidada, necesitaran de un electroshock refractario del siglo XXI para funcionar en el sistema literario actual, el mundo de Berazachusetts permite decir todo de la referencia, reírse y burlarse de todos y de uno mismo, del lector, de sus expectativas, y de toda mirada del mundo, sin por ello dejar de problematizarla.

Parecen ironías y parodias, pero son verdades transparentes que, sin embargo, no buscan el reflejo inmediato. No debe ser nada fácil encontrar, fabricar y hacer operar un procedimiento novelístico que permita decir todo sin caer en los lugares, denuncias y enunciados comunes. No es fácil, en el momento actual de la literatura, presentarse como un objeto literario moderno: procedimiento, juego y placer, realidad.

IV

Influencias-referencias-tradiciones: Alberto Laiseca y César Aira, como pautas para empezar a entender una sombra que puede ser meramente nominal, liberadora, realista, delirante, útil o inútil, imaginativa, pero que no es, de ninguna manera, ni abrumadora ni absoluta ni determinante ni, mucho menos, deudora. (Esta pequeña hipótesis, y la que sigue, servirán para numerosos de los autores que escriben hoy en día).

Nota: se habla del “maestro” para referirse a Laiseca. Para pensarlo, yo lo pienso, constantemente: ¿qué implica referirse a alguien como maestro? ¿Qué implica decirse discípulo? ¿La literatura se acerca a una creación mágica o alquímica? ¿Es un hobby, una aventura, un trabajo? Puede plantearse de forma más abstracta, o incluso divertida: ¿es un polvo, un libro, un fusil, una prostituta, una secta? Rescato la posibilidad de que el autor posea una categoría para distinguir a un guía o a un referente, de una influencia literaria directa cuya marca textual siempre estará más allá de las intenciones del sujeto autor mismo. Pero ni los carpinteros ni los albañiles tienen maestros, ni se sienten discípulos, y aún así, crean, construyen: sus objetos son su trabajo, y sus obras son plausibles de tener una función estética.

Funciones: la literatura es goce, entretenimiento, conflicto y realidad, problemática toda ella. Sólo necesita lectores confiados, valientes, exigentes: como si estuviesen utilizando el preciado tiempo de esta vida limitada para rasgar el velo de la realidad en una acción de locura, que no es nada menos que la acción de leer.

Opinión: ¿Hay alguna intención de que la literatura no sea un concilio secreto? De eso se trata el problematizar el término de “maestro”.

V

Pensar en los zombies en la literatura puede pasar por mero gesto clase B de las generaciones que han crecido con las películas de Romero, sus epígonos, o con los videojuegos de Playstation. Creo que una definición de zombie da muchas herramientas para reflexionar un poco más su irrupción: pensar, entonces, en la figura del muerto viviente.

Si un lector distraído lee sobre una revolución de zombies en Buenos Aires, quizás la asimile a un montón de seres que devoran cerebros y que emiten sonidos guturales de distintos tipos. Otros, frecuentadores habituales del sub-género, pueden ser más escépticos ante la posible torpeza y/o desinteligencia de las masas zombies organizadas. Pueden temer, reír, gritar.

Pero, ¿qué pasa si pensamos en una revolución de muertos que vuelven a la vida, a alguna forma de vida que remita a la que alguna vez tuvieron? ¿Cómo nos interpela la representación de los hombres y mujeres, que han vivido en nuestras calles y barrios y casas, y que han sido muertos y asesinados en el pasado cercano, pisando las calles de Buenos Aires, digo, Berazachussets?

Blacha no construye un espacio tal en vano, ni es un amontonador de zombies que buscan cerebros. No quiere entretenernos con sangre y vísceras y grandes personajes que remiten a aquello en la realidad que puede provocarnos risa o llanto. Ante la posibilidad de explotar su material de divertimento, Blacha elige revivir a los muertos que tienen pasado, que tienen deseo, que no olvidan, que no perdonan, para hacerlos entrar al presente, para responderle en un arrebato de violencia, contenida por la muerte misma.

VI

Berazachussets es pura certeza, es un bloque de certezas narrativas de hoy. Me dice que se puede narrar con cuidado, trabajo, paciencia, virtud, y construir personajes y espacios, cruzarlos, como si jamás se hubiese puesto en duda la importancia de la realidad que rodea y entrelaza cualquier texto. Me dice que una literatura del goce puede ser un golpe certero cuando sabe que esa realidad siempre existió, y que siempre existirá. Que puede interpelar otras culturas, puede tomar de ellas préstamos, y adaptarlos, volverlos funcionales y activos en un contexto que les era ajeno.

A la vez, me dice que la memoria colectiva y cultural no olvida que al zombie de Berazachussets no le han asesinado el pasado. ¿Qué harían los muertos vivientes en todos los espacios si no caminaran con las manos colgando hacia adelante, si sus capacidades organizativas estuviesen intactas, si fuesen capaces de entablar relaciones tan humanas como las que entablaron cuando vivían? ¿Qué certezas me da y que preguntas genera una obra en clave humorística y fantástico-alegórica como la de Blacha? ¿Qué lecturas pueden realizarse, a través de su prisma, de la realidad que nos penetra?

Qué harían los muertos vivientes si pisaran nuestras veredas.

lunes, octubre 01, 2012

Cómo suscitar el pasado

Martín Kohan lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe para Mardulce Magazine:

«Del legado de Borges se ha dicho mucho, y acaso todo; inclusive, llegado el caso, cuál era la mejor manera de sacárselo un poquito de encima. Hubo quienes, además, se declararon herederos de un legado de Bioy Casares: de su veta de narrador cordial, de su condición de contador de aventuras. Menos invocado y menos rastreado, según creo, es otro legado, que no es de Borges o de Bioy pero sí de Borges y de Bioy: el legado de Bustos Domecq. Una veta decisiva, en su irrisión, para contrarrestar la espesa solemnidad de honduras y trascendencias que se les asestó a sus autores, en especial cuando llegaron a viejos (pero Borges fue viejo muy pronto y Bioy no lo fue hasta muy tarde).

El lenguaje de Bustos Domecq, y el propio Bustos Domecq por lo tanto, se forman en una articulación singular de ambición y de afectividad, de proximidad y a la vez de demasía. Tanto Borges como Bioy delimitaron, por medio de la parodia, los registros de un lenguaje en exceso (Borges con la figura de Carlos Argentino Daneri en “El Aleph”, Bioy con su Diccionario del argentino exquisito). También en un borde, pero esta vez de este lado del borde, situaron a Bustos Domecq. No hay menos potencia ahí que en los héroes barriales de Bioy Casares o en las atribuciones erróneas y los traspasamientos cronológicos de Borges. Alejandro García Schnetzer, acaso mejor que nadie, parece haberlo detectado.

¿Qué podría querer decir que los textos de Bustos Domecq son menores? Si se lo dice en términos de postergación, nada; si se lo dice para reivindicar lo menor, mucho. Porque el legado que García Schnetzer retoma (y que transforma en legado posible precisamente al retomarlo) es el de las notables posibilidades de los géneros menores, de los tonos menores, de la notación de lo menor. Su primer libro, Requena, fue editado en 2008 por Entropía en la colección “Apostillas”; el segundo, Andrade, Entropía lo publica en su colección “Novela”. Lo preciso en todo caso es el deslizamiento que se produce entre una cosa y la otra, es decir una novela que conserva lo que fue previamente apostilla, o en todo caso lo que una novela puede deberles a las apostillas o tener de apostilla ella misma.

Más de una vez Ricardo Piglia se valió de Macedonio Fernández para tratar de contrarrestar el efecto Borges. García Schnetzer, es evidente, los ha leído muy bien a los tres; pero Borges no tiene por qué suponer para él una presencia opresiva ni intimidatoria. De manera que Requena parecía resolverse ya en una suerte de combinatoria de elementos borgeanos y macedonianos: por una parte, el paseante de Palermo que atesora una gran biblioteca y practica una caligrafía “enjuta, como de insecto”; por la otra, el maestro en la oralidad que prefiere no publicar lo que escribe. La figura de Requena se nutre de esas dos mitologías de escritor, proclive a los trastrocamientos culturales más heterodoxos (el Martín Fierro leído en sánscrito, Macbeth transpuesto al habla local, Ascasubi pensado como letrista de Wagner, los cantos del truco compuestos en verso libre) no menos que a las especulaciones más o menos filosóficas sobre inexistencias (“Puede haber días que no existimos y otros que sí, ¿se acuerdan?”) o sobre mismidades a lo largo del tiempo (“Haga memoria. Acuérdese de los tiempos de Vespasiano. Todo igual (…). Acuérdese ahora de los tiempos de Trajano. De nuevo, todo lo mismo”).

La figura de Requena, retratado desde la perspectiva discipular de sus seguidores en las tertulias de café, señala desde la literatura un tipo especial de lealtad al pasado. Su menosprecio por Marinetti y la vanguardia futurista parece deberse menos a su condición vanguardista que a su disposición al futuro; Requena, por su parte, sarcástico pero melancólico, conserva una gran colección de diarios viejos, que lee como si fueran actuales. “Cualquiera diría que jugaba con el tiempo –dice García Schnetzer–. Y acaso eso hacía, pero no de un modo artificial, ¿cómo explicarlo?”.

Este juego con el tiempo, con un tipo de pasión por lo ya sido, queda acaso sin explicación, pero permite en cualquier caso definir al Requena de Requena no menos que al Andrade de Andrade. Porque también Andrade transcurre como quien dice en otro tiempo, pero no en un tiempo real y verificable que pueda fijarse en la historia empírica, sino un tiempo de la evocación al que la propia evocación otorga existencia. Es decir, un ejercicio de nostalgia pura y neta; la que crea su propio objeto, y lo crea ya perdido. En Andrade aparece un anticuario, una librería de viejo, una ida a una botica a comprar un reconstituyente. El temor al olvido acecha a Andrade (“fijó la mirada en la foto de Esther, retrato que conservaba por temor de olvidar su rostro un día”) y lo vuelve particularmente sensible al presente y a sus cambios (“Café Central. El Gaulois no existe más, actualice”, le recomienda a Galíndez; y más adelante de nuevo: “El Gaulois cerró, insisto, ahora se llama Central. Usted es un reaccionario”).

La fórmula de Andrade no es la de lo reaccionario, es la de lo reconstituyente. Y lo reconstituyente (que no es vuelta ni rescate, sino un volver a hacer lo que fue) opera en el lenguaje como dispositivo privilegiado. El lenguaje es su reconstituyente, porque es más que evocador o retrospectivo. No interesa a la escritura de García Schnetzer si alguna vez se habló o no se habló así, porque lo que buscan sus personajes y sus textos no es restablecer un pasado, sino suscitarlo. Su verdad no está en lo añorado, sino en el tono añorante; lo que sus palabras añoran no importa, importa la verdad de su añoranza. Por eso es definitivamente cierto lo que firma Juan Gelman en la contratapa del libro, que “el verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”; y no porque García Schnetzer cultive hermetismos de la pura forma, sino porque el lenguaje de la evocación se impone sobre los objetos que pudiesen ser evocados. De hecho Andrade dice en un determinado momento: “Nadie es lo que era… además, qué éramos”. Y así revela su comprensión del mundo que habita: de lo que fue y ya no es más, no se sabe lo que fue; se sabe que ya no es más.

Andrade revela su faceta de comicidad apenas se la piensa como una novela triste, pero en cuanto se la quiere pensar apenas como una novela de risa, desprende una tristeza tremenda. Su personaje, en el comienzo del relato, aparece silbando un tango. Y lo último que habrá de escuchar, en el final, mientras el barquero lo cruza en un bote sin regreso, es a alguien que silba un tango: empieza con “Flor de fango” y termina en “Soledad”.»

jueves, septiembre 27, 2012

Literatura como amistad

Daniel Gigena lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para ADN Cultura:

«Compuesta por un prólogo y "nueve alejamientos", la primera novela del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985) construye una ficción de ambiente académico y, a la vez, rinde tributo a la tradición literaria argentina integrada por Macedonio, Borges, Arlt y, más cerca en el tiempo, Piglia y Aira. Como en Pnin, de Vladimir Nabokov, o en Yo también tuve una novia bisexual, de Guillermo Martínez, el escenario es la sede de una universidad del hemisferio norte -el "Pueblo de la Princesa"- que alberga a estudiantes de doctorado del tercer mundo para que desarrollen sus tesis. Othoniel, el narrador, oriundo de Puerto Rico, comparte cuarto (y fiestas, novias, conversaciones y onzas de marihuana) con Alfred Dust, fuente de las historias que atraviesan, de manera concéntrica y concentrada, esta original novela poscolonial. Al crecer por contigüidad y contaminación de lenguajes ("Alfred contamina mis historias desde la proximidad"), Otra vez me alejo celebra una concepción de la literatura como juego literario, un juego equiparable al de la piratería, del que no se puede desprender un sentimiento de melancolía y pérdida: los piratas no existen ya en su forma clásica.

El "primer alejamiento" encuentra a ambos amigos, casi maestro y discípulo, en un puente, drogados por el humo de marihuana. Ven acercarse un pájaro desde la distancia. Allí comienza un racconto en el que se entrecruzan el amor y el terrorismo (a lo lejos, un pájaro puede ser un avión en misión suicida, sobre todo en Estados Unidos), la literatura y las conspiraciones, el imperialismo y el guano peruano. Luego de que Dust establezca las asociaciones entre la fortaleza del imperio yanqui y el contrabando de excremento de pájaro, el mito de Diana y Acteón (Acteon es también la sigla del grupo terrorista que, al menos en la novela, sólo aterroriza mediante llamadas telefónicas y falsas amenazas) introduce la transformación del mito en alegoría, y la mutación de la alegoría en ficción: "El libro [de Dust] era un ejercicio narcisista de pura arbitrariedad. [?] Tenía una conexión precaria que se iba perdiendo de a poco, como si cada nueva sección aportara no sólo un eslabón con secciones anteriores, sino una red que se prolongaba sobre otras". Esta reflexión, tal vez, podría aplicarse al propio método de la novela.

De una metamorfosis a otra, de un alejamiento a otro, la historia encuentra al narrador en el momento en que ha traicionado a su amigo con la Trilcinea Rumana, la estudiante que le permite a Dust olvidar a la Trilcinea original, de Puerto Rico. Sólo a partir de ese momento, ya sometidos al imperio del deseo (la verdadera fuerza de subyugación imperial), los amantes podrán inventar, es decir, plagiar, versionar historias (entre ellas la del cuento "La intrusa", de Borges). Algunas, muy divertidas, entrecruzan fantasmas con burócratas y alienígenas en el tendido de redes telefónicas entre mundos.

Gracias a la intervención del Escritor Ítalo-argentino (Ricardo Piglia), caracterizado como un crooner de la oratoria universitaria que postula que el fracaso de los escritores puede convertirse en "una poderosa estética y política literaria", Othoniel -el amigo opacado por Dust- opone a la matriz ansiosa y monolítica del imperio una contingencia paradójica: "Una historia que no sea simultánea, que esté tan lejos que no destelle en el presente". Así, la literatura, como un puente, como una droga de fuerza suave y lúcida, como una amistad espectral, incluso como un discurso excrementicio, resiste el peso del pasado, la historia como cancelación de todas las historias, y hace que lo lejano se acerque o que, acaso, las singularidades del presente se potencien y hagan su efecto.»

miércoles, septiembre 19, 2012

Red Carpet

Nos enteramos de que Opendoor, de Iosi Havilio, está nominada en los Anobii First Book Awards.

Aquí pueden entrar y leer de qué va el premio.

Y aquí encontrarán el modo de votar por Opendoor y engrosar el voto de las masas virtuales en favor su colosal obra. De yapa, una pequeña reseña donde se compara a nuestro Iosi con Murakami, Camus y Kafka.

Nosotros, por supuesto, ya impusimos nuestro voto por el señor Havilio.

lunes, septiembre 17, 2012

Alegorías circulares

Florencia Parodi lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para el blog de Eterna Cadencia:

«El libro empieza con la descripción de cómo se aproxima un pájaro y se desvía varias veces en el hilo del relato hasta que pocas páginas después el narrador se detiene y dice “es como hacer círculos en círculos sin podernos concentrar”. Adentro de esos círculos en círculos hay recurrencias que los van atando. Otra cita: “en teoría todas las historias pueden conectarse”. ¿Cómo trabajaste para conectarlas?
—Mira, yo soy más lector de poesía que de ficción. Entonces creo que lo que une la novela, más que los elementos que se repiten, es una serie de metáforas de la distancia. Eso es lo que le da unidad, ese es el alejamiento: todas las cosas parecen ser alegóricas de otras. El experimento de esta novela fue escribirla toda arrebatado, me obligué a hacerlo, fue parte del ejercicio para la distracción, para constantemente brincar de una cosa a otra. El experimento consiste en pedirle al lector que trate de unir todas estas historias, y que luego las desuna y les encuentre su singularidad: la historia imperial, que las une a todas, y las historias anárquicas, pirata, que rompen la linealidad.

Describiendo personajes académicos el narrador dice que detrás de las pantallas de sabiduría hay humo. Y sobre Alfred Dust dice: “sus invenciones, más que un juego literario, eran una necesidad”. ¿Te parece que eso es una regla general de los narradores (o como les decís en la novela, cuenteros)?
—Yo diría otra cosa que también dice este libro: que la realidad se mira a través de cuento. Y es lo que me pasa a mí también, no es que veo la realidad y digo “esto podría ser una buena historia”, es que la entiendo como una historia. Este encuentro que yo tengo contigo va a sobrevivir de un modo narrativo. Eso es lo que hice en la novela. Lo que pasa es que la realidad está llena de historias pero inconexas, uno es el que está constantemente buscándole... De ahí la parte de la necesidad de contar historias: es algo humano y la realidad se construye de eso. Lo de que todos somos humo lo decía también por las pretensiones de los académicos, que en el fondo no es el conocimiento lo que buscan, es el reconocimiento. Quieren un reconocimiento social, es una pantalla sofista, no son los filósofos.

El narrador de esta novela muchas veces cuenta historias en las que el narrador es otro. Es antes un lector. Alfred Dust es el escritor, y cuando el narrador lee su libro Tortugas (con sus fragmentos titulados tortuga 1, tortuga 2, tortuga 3), habla sobre él de una manera que se podría referir a tu libro, Otra vez me alejo.
—Tortugas es una versión narcisista de esta novela.

Claro, pero siendo antes que nada lector tu narrador zafa de ese pecado por el que se pregunta Acteón en la versión de Giordano Bruno. Es el que le cede el escenario a otros cuenteros para que cuenten sus historias.
—Exacto, ese el pecado. Acteón no entiende que su pecado es el narcisismo, pero es devorado por sus propios perros. El libro es mi narcisismo, que yo traté de devorar por los perros. La figura del narcisista sobrevive en Dust, la figura del héroe y del idiota. Eso es de Nietzche, es muy bueno: él dice que hay que abrazar al héroe y al idiota en uno, a los dos a la misma vez. Es reconocer que adentro de uno hay un héroe y hay un imbécil, y hay que asumirlos. Esa era mi manera de trabajar con esa voz del yo que está insoportable en la literatura contemporánea, ese yo narcisista que está en todas partes. Mi manera de lidiar con él era presentar también un yo imbécil, antipático, egoísta. Dust es eso. Es fácil mitificarlo pero también es un imbécil. Al narrador lo que lo distingue es la torpeza, la falta de gracia que le envidia a Alfred. Sobre ceder el lugar para que otros cuenten las historias, es lo que yo hago en roommate, y la novela está llena de eso, muchas de las historias son totalmente plagiadas. Es la novela de un lector, está llena de referencias y recomendaciones de lectura. Porque así se empieza a construir la literatura como comunidad, eso es lo más que me gusta. Esa es la dimensión política de la literatura: no lo que la literatura dice sobre la realidad, sino la comunidad que se crea alrededor de la literatura.

Sobre las referencias. Casi todas son de la literatura argentina. ¿Por qué la literatura de acá tiene ese lugar tan central en tu novela? Te deben haber hecho esta pregunta ya.
—Yo siempre digo que no: que en el epígrafe está Vallejo y está Ramos Otero, que es puertorriqueño. Pero sí, es verdad: Borges, Macedonio Fernández, Pizarnik, Piglia (que es el que se menciona como “el escritor ítalo-argentino”), También hablo de Gombrowitz y de Puig. Es un homenaje a una tradición narrativa argentina, por eso la novela se publica primero acá (ya hay una reedición que va a salir en Puerto Rico). Es un homenaje a la literatura argentina y también un homenaje a Ricardo Piglia, que fue mi maestro y con quien todavía siento la misma torpeza que el narrador cuando conoce al escritor ítalo-argentino. Ya lo conozco como hace siete años, leyó mi tesis, me leyó la novela, y llego a verlo y sigo igual de nervioso.»

La entrevista completa, acá.

viernes, septiembre 14, 2012

Nuevos horizontes




«Los escritores Fernanda García Lao (Argentina), Emiliano Monge (México), Javier Mosquera (Guatemala) y Daniela Tarazona (México) presentan sus propuestas literarias y conversan sobre los nuevos horizontes de las letras latinoamericanas.

Estos cuatro escritores forman parte del proyecto denominado Los 25 secretos mejor guardados de América Latina. Se trata de una iniciativa de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, México –el mayor acontecimiento editorial en los países iberoamericanos– que engloba a los 25 autores latinoamericanos de mayor proyección internacional por la calidad y solidez de su obra.

Modera el acto Juan Antonio Montiel (México), editor, traductor y profesor de literatura y filosofía.»


jueves, septiembre 06, 2012

Entropía TV

Cediendo al embrujo de los medios audiovisuales, los autores de esta casa editorial se dejan entrevistar por los medios especializados y se lucen frente a las cámaras.

Aquí, el señor Ignacio Molina se explaya sobre su obra para Todas Artes TV.

Allí, la señorita Virginia Cosin habla sobre Partida de nacimiento para la revista Periplo.

Acullá, el señor José María Brindisi se refiere a Placebo en diálogo con Agenda Escritores.

Y esto recién comienza.

lunes, septiembre 03, 2012

Anarquía y lucha de clases en la academia norteamericana

Horacio Bilbao lee Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para la versión digital de Ñ:

«‘Lo que yo pienso, me dijo una vez, William James y Schopenhauer lo han pensado ya por mí’. La cita es de Macedonio Fernández, o quizá de Borges llamando a Macedonio, qué importa. Pero aplica en cierto modo a la filosofía por la que rumbea el puertorriqueño Luis Othoniel Rosa, que acaba de publicar su ópera prima, Otra vez me alejo (Entropía). Excéntrica, su escritura tiene un aire vanguardista, más por lo que propone que por lo que dice. Contra el mandato del imperio, Othoniel Rosa apuesta por una red de comunidades literarias. Y rescata para él mismo la influencia de Macedonio Fernández y de Borges. 

No llegó de casualidad a esa tradición anarquista. ¿Anarquista? Estudiante y profesor en los Estados Unidos, cuando desembarcó en Princeton allí estaba Ricardo Piglia. Y lo exprimió a Piglia, Othoniel. Tomó cuatro cursos con él y le pidió que fuera su tutor de tesis. “El me habló de Macedonio Fernández, me obsesionó”, cuenta ahora. Esa obsesión atraviesa la primera novela de Othoniel Rosa, que pronto será una trilogía.

Otra vez me alejo es la historia de una amistad. La de Alfred Dust y el narrador, compañeros de cuarto en la escuela de graduados. Puede leerse como la puja entre Othoniel y su alter ego en un contexto de jóvenes estudiantes en el que se avivan cruces entre latinos y gringos, en el que hay incipientes grupos terroristas, tortugas, pájaros, piratas, mucha marihuana y una buena dosis de literatura argentina.

El vínculo con la literatura argentina le viene a Othoniel Rosa de familia. Su padre, también escritor, hizo un doctorado con una tesis sobre Borges y Cortázar en los Estados Unidos. Y de Macedonio toma su escritura anárquica. Docente, impulsor del blog elroommate.com, Othoniel va dando clases por las universidades estadounidenses: “Somos mercenarios culturales”, define. Y todo en esta, su primera obra, viene de la experiencia en la universidad. Es un testimonio contado desde adentro, pero también desde su isla, Puerto Rico. Quizá sea eso: la posibilidad de una isla anárquica, literaria, como proyecto de vida y antídoto para tiempos de crisis.

–La novela se puede leer en clave racial, social. Esas diferencias se advierten cada vez más en ese ámbito estudiantil que contextualiza a la novela...
–Tiene que ver con la hipocresía que atraviesa la academia americana. Hay allí mismo una lucha de clases. Hay muchos argentinos, peruanos, puertorriqueños ricos en Princeton estudiando, y pagando. A mí me pagaban, si no jamás hubiese podido tener una educación allí. Hay una obvia diferencia de clases y la academia dice: mirá que diversos somos y te ponen una foto con negros, chinos, latinos. No tienen nada que ver los profesores, que son clase media y clase baja...

–¿Qué impacto tiene la crisis sobre los estudiantes de letras tercermundistas?
–Antes los latinoamericanos llegaban allá a cursar doctorados. (Josefina) Ludmer o (Sylvia) Molloy, llegaban, conseguían trabajo y podían hacer carrera, se compraban una casa. Mi generación no. Somos muchos más, y la crisis nos cambió la economía. De repente encontramos a gente muy buena, con varios libros publicados, trabajando de jardineros o yéndose a vivir a pueblitos muy pequeños. En los EE.UU. ya no existe la universidad pública, porque aún las públicas cobran un dinero ridículo para entrar. No la escuela graduada, por eso la escuela graduada está llena de extranjeros. Y nosotros somos mercenarios culturales, nos movemos buscando una clase aquí, otra allá. Si mirás el movimiento Ocuppy, verás que está lleno de académicos desempleados.

–Las editoriales escupen títulos al por mayor, y los autores viven de la manera que vos decís...
–Es cierto, pero creo que estamos en un momento muy lindo de la vida editorial, porque las grandes multinacionales no mueven la buena literatura actual. La buena literatura ahora pasa, en mi opinión, por las editoriales independientes. Ese es el circuito que a mí me interesa. Yo leo a un grupo de amigos míos, que a la vez me leen, y vamos creando comunidades. Ese es el valor de la literatura para mí.

–¿Comunidades con qué sentido? La literatura pierde su impacto social, y en muchos casos se plantea la falsa opción de competir con la TV, el cine, Internet...
–Yo veo de maneras diferentes la influencia social de la literatura, pienso su influencia como una manera de vivir. Por eso me gusta Bolaño, porque él aprendió a vivir a través de su literatura. Eligió un valor, que no es del dinero ni el del poder, esa es la función literaria. No me interesa ni me gusta la difusión gigante de una obra, yo prefiero la circulación pequeña, en la que transmitimos un valor muy poderoso, que nada tiene que ver con el dinero.

–¿Y en términos políticos, en relación a la capacidad de transformación social que rodea a cierta literatura?
–Como anarquista pienso la política en términos colectivistas de comunidades autónomas y pequeñas. No en términos estatales, soy antirrepresentación, por eso no creo en la representación del estado.

Othoniel Rosa cuenta que se pasó la semana en Buenos Aires discutiendo de política. Diciéndoles a todos eso mismo, que descree del Estado. No se la llevó de arriba y por eso pide que entiendan su lugar en el mundo. “En mi país no hay tal cosa como estado de representación, todas las leyes las dicta un gobierno por el que no votamos (EE.UU.) no le tenemos ni un pelo de confianza al Estado”. Se declara involucrado con los indignados españoles, y con el movimiento Ocuppy en los Estados Unidos. “Para mí vienen claramente del anarquismo”, alude. Y basa su teoría en el hecho de que estos grupos no tengan líderes, ni puedan conformarse a escalas masivas. Mil personas es lo máximo para que las asambleas puedan funcionar por consenso. “No decimos que vamos a cambiar el país completo, pero vamos a cambiar nuestra comunidad. Son células”, advierte.

–Pero esa visión es cortoplacista. En el mundo de hoy, sin poder, no pueden crearse comunidades autónomas
–Yo no considero la política como poder. El anarquismo la considera como vida. Por eso apuesto a las comunidades autónomas. La crisis del 2008 nos demostró que el Estado ya no tiene poder. En Estados Unidos tienen un tipo fantástico como presidente y no puede hacer nada.

–Detrás de ese diálogo estudiantil hay hendijas por las que se filtra una lectura política de la historia del continente americano, una teoría sobre cómo se crea un imperio, ¿podrías explicitarla en pocas palabras?
–Ese el corazón del registro metafórico de la novela. Esa idea de las distancias. Los imperios hacen que nos alejemos los unos de los otros. Eso es lo que veo ahora con mi generación en los Estados Unidos. Estamos continuamente moviéndonos, no podemos hacer tierra. El imperio desterritorializa, no en el buen sentido deleuziano, nos impone distancias que impiden la creación de comunidades.

–Usas la palabra imperio casi como una muletilla...
–Uso la palabra imperialismo de la manera más laxa posible, es una metáfora. En la novela se ven en la casa de la artista chilena, en esa reunión de anarquistas. Él llega tarde a la discusión, no sabe ni entiende de qué hablan pero le encanta.

–Sofistas, en la acepción despectiva de la palabra...
–Exacto. Mi idea en la novela era poner muchas historias para así obligar al lector a que trate de cancelar o unir unas con otras, a encontrar ese hilo conductor. Y a la vez no dejar que lo logre del todo. Es la historia imperial, que hace de todas las historias una y la misma. Luego están las historias piratas, anárquicas, que se resisten, y tienen su singularidad. Rompen esa linealidad.

–Hay también muchas referencias a la historia en sí, a quienes la cuentan, la escriben, o la evocan. Y vos no defendés el gran relato, si no la historias que cuentan los amigos, esa idea de comunidad que te persigue, el espíritu pirata, ¿es ésa la matriz de la novela?
–Sí. Y es también la matriz de la trilogía completa que estoy escribiendo. En las historias de los amigos está la clave. Y tiene relación con Borges, cuando dice que en la literatura hay cuatro ideas y que esas cuatro están en la Illiada. No hay originalidad, lo que hacemos es repetir cosas. Eso no pasa con las historias que nos cuentan nuestros amigos, esas son dinámicas, cambian, se mueven, no están en la Illiada, nunca acaban.

–Contame la historia del prólogo, hecho por esta niña de 8 años, en una escuela del Bronx, ¿cómo llegó a tu libro?
–Qué bueno que me lo preguntas. Estoy orgulloso de ese prólogo.

–Me pareció una especie de sinopsis...
–Fui a ver a Begonia Santa Cecilia, una artista española que vive en Nueva York, para llevarle el manuscrito de mi novela. Le dije que era fanático de su obra, ella tiene muchos cuadros sobre pasto, y le propuse que hiciéramos algo para ilustrar mi novela. Ella da clases de arte y allí le contó algunos de los fragmentos de la novela a los niños. Y los chicos hicieron sus dibujos. Pero una niña, demasiado inteligente, dijo que mi novela no tenía sentido, que estaba mal contada y que ella la iba a arreglar. Y la arregló, es ese prólogo que habla de un mundo loco.

–¿Qué clase de personaje es Alfred Dust, tu amigo y roommate en la novela?
–Alfred Dust sale de una combinación de mis amigos, y es a la vez la versión no torpe de mí mismo. Una versión mejorada de mí, pero a la vez es el héroe y el idiota. Es un mitómano, un narcisista, un egoísta.

–El nombre es significativo, ¿de dónde viene?
–Sí, de Manuel Ramos Otero, un escritor puertorriqueño que a mí me gusta mucho. El tiene un libro de poemas muy bello que se publicó después de su muerte, de sida. Se llama Invitación al polvo, y en Puerto Rico un polvo se entiende como acá. A la vez es una referencia al barroco, a Quevedo, “Del polvo venimos...”

–En un momento decís que los únicos que pueden disputarle el poder al Imperio son las mafias, ¿es una lectura de realidad o una propuesta?
–Yo estoy particularmente interesado en el negocio de la droga. Y lo del guano, esa sustancia que se modifica y que se vende es una excusa para expandir el imperio. Lo mismo ocurrió con la cocaína, fue la excusa de Reagan para invadir Colombia y joder a Puerto Rico, a México...

–La adulteración está muy presente en el libro, ¿qué es lo que te atrae de ella?
–Son historias que siempre están escondidas. ¿Cómo se explica que el 90 por ciento de la cocaína que se vende en el mundo provenga de Colombia? ¿Por qué podemos conocer el circuito de la Coca Cola y no de la droga? Quién siembra, quién cosecha, quién vende, quién recibe, quién distribuye. Son historias escondidas.

–¿Te preocupa que tu escritura, de tan anárquica, se vuelva incomprensible?
–Yo escribo novela porque es un género que me lo permite todo. Pero soy más lector de poesía. Macedonio Fernández, en Museo de la novela de la eterna, esa novela loquísima con 56 prólogos, dice que su lector ideal es un lector que lee salteado, el que no recorre el texto de manera lineal. Me pregunto si el lector fumado de mi novela no terminará leyéndola de manera lineal.

–Y es este un momento de tu escritura, que luego será más formal quizá… La novela deja esa sensación de despedida, puede ser nostalgia por un amigo pero también por una forma de ver las cosas...
–Sí, es el fin de la escuela graduada, que nos deja muchísimo más solos. La segunda parte trata de esa soledad del demonio. Y sí, es verdad que la novela es fragmentaria, pero es homogénea en su registro metafórico, el alejamiento, las historias anárquicas, lo imperial. En la segunda el registro es el contrario. Es el de la tierra, el de sembrar, quedarse en un sitio. La utopía.»

miércoles, agosto 29, 2012

Paisajes de sentido

Raquel Garzón escribe, para el suplemento Babelia, un panorama de la narrativa argentina que se publica en España y le dedica un párrafo a nuestra Romina Paula, a raíz de la edición de Agosto en el viejo continente:

«Lo nuevo también cuenta regresos. “Algo como que quieren esparcir tus cenizas; algo como que quieren esparcirte”. Así comienza el viaje de Emilia hacia Esquel, su ciudad natal, y hacia su propio pasado, susurrado a una interlocutora improbable —una amiga muerta— en Agosto (Marbot Ediciones), segunda novela de la dramaturga y directora Romina Paula (Buenos Aires, 1979). “El amor, las relaciones, la imposibilidad de estar, tanto solo como acompañado… Trato de entender algo de cómo se vive al escribir”, define la autora que en ¿Vos me querés a mí?, su primera novela, destacaba ya por la frescura de un registro oral que desmenuza vertiginosamente esa suerte de habla Windows de los jóvenes de clase media: discursos de muchas ventanas abiertas, que saltan de un tema a otro sin terminar frases y que tejen en una aparente liviandad paisajes de sentido. ¿Ese tratamiento del habla es una huella de su relación con el teatro? “En todo caso lo llamaría más un registro mental que uno oral: la ambición sería la de poder relevar la gramática del pensamiento, suponiendo que fuera lineal”, apunta Paula. Agosto, reafirma, “es justamente eso: una voz, una primera persona que se dirige a un falso interlocutor y que intenta entender algo, nombrarse, nombrar el pensamiento en ese ir diciendo, escribiendo”.»

La nota completa, acá.

lunes, agosto 27, 2012

Hilo de plata

Gastón Franchini lee Caligrafía tonal, de Ana Porrúa, y entrevista a la autora para La Capital, de Mar del Plata:

«Docente de la Universidad local, poeta, crítica e investigadora del Conicet, Ana Porrúa acaba de editar Caligrafía tonal, un libro que se mueve entre la crítica y el ensayo y que analiza la poesía argentina reciente. Martín Gambarotta, Roberta Iannamico, Verónica Viola Fisher, Marcelo Díaz, Silvana Franzetti y Mario Ortiz, entre otros, son los autores estudiados. “La poesía no es la desterrada del reino”, dijo Porrúa, quien también habló del rol de la crítica.

–Empecemos por el principio ¿cómo surgió la idea de hacer un libro de ensayo sobre poesía?
–Empecé a escribir Caligrafía tonal hace muchos años, a partir de mi trabajo de investigación. Pero recién empecé a imaginar el libro en el año 2010, cuando hablé con Valeria Castro, de editorial Entropía, cuando ellos tan generosamente me pidieron el libro. Partí, entonces, de algunas lecturas previas y puse a prueba mi modo de leer. Te decía que ya había cosas escritas, que de todos modos volví a escribir para este libro. Y se sumaron otros objetos, que nunca había trabajado. Caligrafía tonal tiene un subtítulo que creo justo: Ensayos sobre poesía. Porque allí yo leo poesía a partir de algunos textos y algunos poetas. Durante un año busqué, además, un tono entre ensayístico y crítico. Ese tono es, en parte, el eje de las reescrituras, ya que cambiar el tono me forzó a pensar desde otros ángulos los mismos textos.

–¿Cuál es el itinerario que seguiste para armar el libro?
–Muchos de los objetos que ingresan a Caligrafía tonal pertenecen a la poesía argentina reciente (escribo sobre los textos de Martín Gambarotta, Roberta Iannamico, Verónica Viola Fisher, Marcelo Díaz, Silvana Franzetti y Mario Ortiz, entre otros). Otros tienen que ver con la poesía argentina contemporánea (Leónidas Lamborghini, Arturo Carrera, Néstor Perlongher). También ingresó al libro Rubén Darío, como modo de pensar la poesía moderna en Latinoamérica.

–Una cosa interesantísima es que más allá de los nombres y estilos particulares, analizás formatos colectivos como las antologías o las diversas redes de internet.
–Las antologías son otra entrada que articula los capítulos, para revisar allí los órdenes de la poesía, los modos de caracterizarla y los modos de la reunión; revisar el momento de corte, en estos artefactos, supone elegir lo que para mí es la instancia crítica por excelencia de toda antología, de las primeras de la poesía moderna, pasando por las del neobarroco, hasta llegar a las de poesía reciente latinoamericana. En este último caso también indagué sobre los soportes, el pasaje del libro a la red.

–A lo largo del libro le das mucha importancia al término caligrafía ¿qué importancia tuvo ese concepto a la hora de componer el libro y si es posible pensar que con los años esa caligrafía fue pasando de cierta solidez (Rubén Darío, modernismo, parnasianismo, etc) hacia cierta liquidez actual?
–-La idea de caligrafía apareció promediando la escritura del libro y me permitió, como un hilo de plata, sintonizar desde una noción blanda, si se quiere, todo lo que estaba planteando en relación con la poesía. Porque estaba todo el tiempo leyendo la forma (algo que suena antiguo y hasta retrógrado) y a la vez separándome de las lecturas formales a las que suele apegarse la poesía como género, en tanto muestrario de recursos retóricos; esta última es una idea del poema que pretende partir de su diferencialidad, de su lengua, pero a la vez la saca de la historia o en todo caso se queda, de manera precaria, en historizar la retórica. También me interesaba separarme de algunas lecturas esencialistas del género; aquellas que sitúan el poema como un objeto inabordable: la poesía, a fin de cuentas, como aquello de lo que no se puede hablar. Mi idea de forma, creo, es materialista.

–Parecería, por lo que decís, que la noción de caligrafía te permite cruzar la esfera de lo personal y lo social; por otro lado, cómo ciertas características de trazos se mantienen en una época determinada, y cómo, en muchas ocasiones, se relacionan a través de éstas, los distintos períodos, borrando o repitiendo tipografías.
–La caligrafía tiene que ver con un trabajo artesanal, con la materialidad de la escritura, tiene que ver para mí con lo individual y con formas más colectivas de la escritura; por eso se puede hablar de una caligrafía en la poesía de Juan L. Ortiz. No me refiero al cuerpo de letra que usaba, a la tipografía diminuta que eligió siempre para publicar sus poemas, sino a esa manera de abrirse de las imágenes, como si se abriesen muchas líneas a partir de una línea inicial que además se va perdiendo; por eso, también, a partir de ciertas imágenes, de las mesas de artista que aparecen en novelas o poemas de fin de siglo y del siglo XX pienso en caligrafías esteticistas o de vanguardia, neobarrocas u objetivistas. La caligrafía tiene que ver con aquello que está en esas mesas pero además con el modo en que esos elementos se ponen en relación y a la vez con una manera de frasear, podría decirse. La plasticidad del poema, pensé, podría leerse a partir de esta idea crítica.

–En un momento decís que los modos de leer no siempre se corresponden con aquello que se lee, ¿pensás que en cada poema en cierta forma aparece inscripta la manera en que debería leerse? ¿Cuánta importancia tiene la voz en la poesía, aun en la que no tiene correspondencia sonora?
–Si hablamos de inscripciones internas, sí. Es un poco molesto cuando un escritor está diciendo cómo hay que leerlo. Si tiene tanto control sobre lo que escribe (sobre su legibilidad), no entiendo bien para qué escribe. Hay algo que al escritor también se le escapa. No me refiero a la inspiración, sino más bien a lo que surge del trabajo con el lenguaje. Y en este sentido creo que hay algo que no podemos pasar por alto cuando leemos un poema. La cuestión, después, es cómo leerlo porque no necesariamente es del orden de la evidencia y no es nunca temático. Te doy un ejemplo, ahora se está leyendo en clave peronista "Punctum" de Gambarotta; yo elegí leer los trabajos de la luz en sus poemas, la caligrafía que arma la luz sobre las cosas y los modos en que la luz presiona sobre la lengua. La poca luz en realidad, la luz enrarecida. Que impone una lectura, desde mi punto de vista, del tópico de la imposibilidad de ver/ escribir desde un lugar absolutamente material.

–Tomando grabaciones en la que los propios poetas leen sus poemas, analizás el contraste entre poema y lectura, la diferencia entre lo marcado en la sintaxis y la ejecución de esa especie de partitura.
–Una zona del libro se articula a partir de las ideas de voz y escucha. Hacía ya unos años había publicado en Punto de vista unos artículos sobre el tema y seguí indagando en este caso, revisando tres puestas en voz, como la de Poesía Espectacular Film, un documental de Carlos Essmann que recupera una de las presentaciones de un grupo formado por Martín Prieto, Daniel García Helder y Oscar Taborda, en este caso. ¿Qué escucha uno cuando otro lee un poema propio o ajeno? ¿Cómo se escucha en esos casos el tiempo, cómo la cultura?, son algunas de las preguntas que insisten en ser recorridas a partir del corpus que propongo.

–Más allá de lecturas como es el caso de Poesía Espectacular Film que se proponen resaltar esa partitura implícita del lenguaje, desde una postura que podríamos llamar crítica, analizás lecturas de poetas leyendo sus propios textos o actores haciendo lecturas de otros.
–Sí, en este sentido, Gelman frasea Rubén Darío de la misma forma que frasea sus poemas, le resta antiguedad, lo hace más amigable, elimina su dureza, lima el artificio, como si todo poema pudiese decirse con la voz del presente. La versión de “Eva Perón en la hoguera” de Norma Bacaicoa, trabaja con un dramatismo que está más cerca del discurso de renunciamiento de Evita que del texto de Leónidas Lamborghini, hecho de puros cortes. Bacaicoa borra lo experimental del poema y esto daría para pensar una relación compleja, la de la poesía dicha por actores, que suele generar tanta extrañeza, cuando no fastidio. Entonces, en la puesta en voz de un poema, aún si es el propio autor el que lo dice, elijo escuchar esa diferencia, esa asimetría y ver qué resta y qué agrega. Por supuesto el sonido exacto no existe porque siempre el que lee trae otras voces, otros rumores, el de la cultura por ejemplo. Por eso digo que cuando escucho a Perlongher leer “Cadáveres” escucho a Tita Merello, cierto sonido del chisme barrial, cierto escándalo o escandalete que relaciono, en parte, con su versión personalísima del neobarroco.

–¿Cómo entendés la crítica en poesía dentro de la crítica argentina? ¿Pensás que tiene un lugar relevante o es, como piensan algunos poetas, casi un campo inexplorado?
–La poesía no es la desterrada del reino, ni de los lectores ni de las reseñas. Es cierto que se vende menos poesía que narrativa; también que se venden más libros de autoayuda que literatura. Pero sería improductivo pararse ahí. La verdad es que la poesía siempre tuvo sus revistas y sus medios de circulación y a veces entra en los círculos más amplios. Entonces, si uno recorre algunas publicaciones como Diario de poesía o la revista Vox puede encontrar muy buena crítica. Hay muy buenos críticos de poesía en la Argentina. Hay algo interesante de la crítica de poesía y es que no suele estar recluida a la academia, a la universidad. Digo esto porque para mí la crítica tiene que circular por distintos lugares. Creo que la crítica si es sólo académica, se empobrece, se convierte sólo en un trabajo. Y si bien es cierto que en la universidad aparece poco la poesía, que hay pocos investigadores dedicados a ese género, también hay que destacar que la poesía crece por afuera y la crítica, la lectura de poesía también. Además, la crítica de poesía suele ser innovadora como la poesía misma, porque la poesía siempre hizo antes lo que luego aparece en la narrativa. La poesía se adelanta quizás porque como género no está atada a las demandas del mercado.

–Para finalizar, ¿qué lugar crees que ocupa la crítica en relación a la producción poética actual?
–Pienso la crítica como intervención. Me interesa la crítica que genera un diálogo y hasta polémicas. Allí hay un modo de intervenir en el campo más o menos reducido de la crítica de época cuando se trata de textos del presente (el presente es uno de mis cortes preferidos; y si trabajo el pasado es en relación con ese presente, aunque también es válido el camino inverso), o el de la crítica académica. Pero repito, creo que debemos pensar el lugar de la crítica académica, pensar nuestro lector. Buscar un interlocutor abierto, por eso siempre pongo en relación la investigación y la docencia, porque creo que ahí, en ese diálogo, se puede pensar mejor, leer mejor, de manera más productiva. La crítica es intervención en este sentido, porque también debe, me parece, generar lectores. Si no, para qué sirve.»