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martes, octubre 18, 2016

Las partes del que fui

Rodrigo Fernández sobre Niño Enterrado, de Edgardo Cozarinsky, para Diario El Popular de Olavarría.



En "Niño enterrado", publicado por editorial Entropía, Edgardo Cozarinsky reflexiona acerca del pasado, la identidad y la memoria para luego detenerse en las raíces de su propia vida.

"El pasado es indestructible; tarde o temprano vuelven todas las cosas, y una de las cosas que vuelven es el proyecto de abolir el pasado" dijo Jorge Luis Borges en su famosa conferencia sobre Nathaniel Hawthorne y que Edgardo Cozarinsky cita para abrir uno de los capítulos de "Niño enterrado", su nuevo libro publicado por la editorial Entropía. Porque no hay forma de hablar de la memoria sin nombrar, aunque sea una vez, a Borges.

 "Niño enterrado" tiene la particularidad de haber sido escrito en forma de misceláneas o reflexiones que dan lugar a episodios biográficos del autor. En algunos momentos la nostalgia se cuela entre las páginas y esas sensaciones se transmiten puramente al lector. En otros momentos, Cozarinsky demuestra que su poder de análisis está intacto y nos deja con la boca abierta. De buscar la historia de su padre, intentando rescatar el lazo entre ellos, hasta una visita guiada al pueblo que lo recibió en su llegada al país pasando por la forma del amor que había entre ellos. Pero además hay una línea de tiempo que abarca no sólo su pasado sino también el de una ciudad, un país y un mundo que se van esfumando y adaptando a nuevas formas, mientras el joven Cozarinsky se ve seducido por la pantalla grande. El cine ha entrado a su vida y su mente registra todo como su fuese una toma. 

En su nuevo libro, cada capítulo parece estar desconectado pero uno puede ir viendo que de a poco se va conformado una delgada línea que lo hilvana todo. Un detalle aquí y otro por allá van generando las coordenadas necesarias para seguir el relato y conformar el todo. 


La escritura del autor de "El rufián moldavo", "En ausencia de guerra" o "La novia de Odessa", es siempre placentera y atractiva, y una se va deslizando por el texto con una cierta cadencia pensante. Cozarinsky parece hacer de los motivos de su búsqueda la forma del texto, llevando sus sensaciones hasta el papel. Mirando al pasado a través de un vidrio que si bien lo deforma todo, muestras las grietas de la memoria.

jueves, julio 21, 2016

“Lo temido y lo deseado son parte de lo vivido”

Entrevista a Edgardo Cozarinzky en La Gaceta de Salta. Por Verónica Boix.


Si se cruza la lectura de sus últimos dos libros (Dark y Niño enterrado), la memoria y la literatura se funden y hacen real la frase de Faulkner: “El pasado no ha muerto. Ni siquiera ha pasado”. Cozarinsky dirá en la entrevista: “Es algo que me habita. Supongo que como vivo con ese sentimiento, es inevitable que pase a lo que escribo”
Una vez más el azar confabula. Es habitual en la poética de Edgardo Cozarinsky que la narración esté atravesada por reflexiones; lo extraordinario es que Dark, su último libro de ficción -una nouvelle publicada por Tusquets que muestra la relación de Víctor con un hombre turbio y enigmático-, abra la posibilidad de descubrir qué más puede estar contando Niño enterrado, una serie de crónicas y ensayos claramente autobiográficos que salió al mismo tiempo publicada por Entropía. 
- En Dark, Víctor piensa que ese amigo nuevo “sería el primer personaje conocido fuera de los libros al que podría prestarle rasgos de ficción” ¿Buscabas mostrar que lo autobiográfico no es lo que invade la ficción, sino al revés?
- Lo autobiográfico no existe en mis cuentos y novelas. Apenas alguna anécdota del servicio militar en Maniobras nocturnas, pero es un detalle dentro de la trama. Ocurre que a menudo elaboro recuerdos y sentimientos para armar la narración, y hay quienes creen que hago autobiografía. Los desengaño: nada de lo narrado ocurrió. Pero lo temido y lo deseado son parte de lo vivido, aunque no se hayan verificado en los hechos.
- En ambos libros aparece el cruces entre literatura y experiencia, marginalidad y erudición ¿Qué te interesaba explorar de esos mundos? 
- Me parece que hace más de un siglo, no sé si desde las difuntas vanguardias del siglo XX, todas esas categorías, centro y margen, cultura alta y baja, se volvieron permutables. Me interesa violar las fronteras impuestas. Lo dije en más de una ocasión, me atrae lo nacional y lo popular, pero detesto la etiqueta populista nac & pop, que no permite escuchar el diálogo entre Borges y Discépolo. 
- El kintsugi, el arte japonés para pegar objetos rotos con oro, aparece en Dark ¿Cómo juega esa técnica en tu escritura?
- No sé. Juega en mi vida de todos los días, así que algo puede o debe pasar a la escritura, pero es una de las tantas cosas que prefiero no indagar. A lo sumo te diría que en el armazón de Niño enterrado hubo un remendar, sanar si querés una palabra más “digna”, muchas grietas por medio de la prosa, del lenguaje.
- El presente entra en la nouvelle a través de la mirada del escritor en que se convirtió el protagonista ¿Esa es una forma de desdoblar la trama y mostrar los hilos que la enlazan?
- Puede ser. No me interesó hacer una narración lineal de hechos sino cuestionar el recuerdo, la interpretación de esos hechos recordados, quién sabe cuán corregidos por la memoria... Y armar ese cuestionamiento como un puzzle de puntos de vista, el del escritor viejo y el del adolescente que alguna vez fue, con deslizamientos donde la tercera persona nunca es la misma.
- Es curioso, a pesar de que los textos de Niño enterrado hablan de tu experiencia, también elegís la tercera persona para narrarlos.
- En Niño enterrado sentí el deseo de hacer objetivo lo que puede haber de demasiado subjetivo en la experiencia personal. Así como el escritor que escribe “yo” está creando un personaje autónomo, poco importa si incursiona en lo confidencial, al escribir “él” busqué inventarme un doble.
- Buenos Aires es central en los dos libros. A través de los lugares hablás de la sociedad, la historia, tus lecturas. Se diría que seguiste las pistas de tu memoria en el trazado de tu Buenos Aires personal.
- “Mi Buenos Aires privado”, para parafrasear el título de una película de los 90, lo he inventado en estos 20 últimos años. Ninguno de los lugares donde viví de adulto me promete semillas de ficción. En cambio, el sur de mi primerísima infancia, apenas recordado, lo he estado explorando desde que volví a instalarme en la ciudad donde nací, y me lo he apropiado como territorio de ficción; lo mismo ocurre con Paseo Colón y Alem, desde el Parque Lezama hasta Retiro. Están en algunos cuentos, sobre todo en novelas como Lejos de dónde, Maniobras nocturnas y Dinero para fantasmas. Y por supuesto en Dark.
- En uno de los ensayos aparece que la intuición mayor de Joyce fue “ver al adolescente como el material con que el artista debe dar forma a su propio ser de creador” ¿Vos aplicas esa idea a tu obra?
- Hay algo inevitable en el escritor que se quiso escritor desde temprano, aunque no haya publicado hasta muy tarde, como es mi caso, que esté realizando no solo aquel deseo sino que también que busque (permitime que me cite) “imponer alguna forma a ese desorden de pérdidas y desastres que llaman experiencia”.
- “Una vez dicho esto ¿Qué otra cosa queda por decir?”, la frase final de Niño enterrado, intriga y sugiere que hay un mensaje cifrado ¿Por qué elegiste ese final?
- Como bien viste, hay un mensaje cifrado. Y como está cifrado, solo lo entenderá la persona a la que va dirigido. Para el resto de los lectores, me interesa proponer que existe algo sensual en el hecho de eludir lo virtual, de escribir con la mano en una hoja que esa mano toca y será tocada por quien la recibe.

lunes, julio 11, 2016

Opulencias del recuerdo

Juan Ariel Gomez escribe sobre Niño enterrado, de Edgardo Cozarinsky, para Bazar Americano


Con algo de súbita extrañeza llegué a este libro, como cuando en verano unx camina en la playa, sorteando gente y sombrillas, y encuentra –casi tropieza con él– algún niño enterrado al que solo le queda un espacio sin arena alrededor para el rostro. Ante esa imagen como título –Niño enterrado, sin artículo como el de una pintura, o el de una fotografía en un marco– opera, como en una miniatura, el productivo encuentro de lo máximo en lo mínimo. Hay algo de esfinge, de cosa estatuaria, inmóvil y la vez viviente, en ese juego de enterrar niños en la playa; la simple abundancia de la arena húmeda rodeando un cuerpo que simula inercia pareciera replicarse en la engañosa brevedad de este texto de Cozarinsky, que encierra una profundidad que es el mismo tejido de ese relato: la corporización escritural de fragmentos que buscan enterrar la niñez cubriéndola de escritura.

Por eso es que importa tanto esa concentrada concisión como un indicio para el intento de desarmar, sacar a la niñez de su inapelabilidad como relato. El propio inicio, que lleva por título «Elegía», acarrea la potencia del subjuntivo como modo verbal en análogo vínculo con ese deseo de escribir algo de todo eso otro que no fue pero es, o quiere ser, en la escritura:

Él odia al niño que fue.

Decide vivir los años de vida que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer. De ese niño espera que le devuelva una mirada que descubra el mundo, aunque solo fuera el mundo estrecho y mezquino en que creció.

Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vida, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y solo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite.

Si pudiera.

En esa muerte elegida, en ese entierro de la niñez, como dije antes, por la escritura, son los fragmentos –como forma que corta la linealidad que se supone comienza con la infancia y gradualmente lleva en la teleología de la vida a la madurez– los que sostienen ese otro modo de explorar los destellos de la tachadura de lo pasado como originador de un presente ineludible por su propia impronta anterior.

Un desvío que se me hace propicio aquí es el mismo comienzo de un texto homenaje a Roland Barthes escrito por Cozarinksy en 1980. Esa memoria comienza con un epígrafe de Sade, Fourier, Loyola, donde Barthes proponía «el robo: fragmentar el antiguo texto de la cultura, de la ciencia, de la literatura, y diseminar sus rasgos según fórmulas irreconciliables, del mismo modo en que se maquilla una mercadería robada» como «única reacción posible» a la ideología burguesa y que Cozarinsky llama en ese texto una «epifanía personal». Como en Borges, como en Benjamin, Cozarinksy lee en Barthes al «escritor ‘en’ ladrón que maquilla una mercadería robada» (109), así como él mismo lo hace en Niño enterrado. Una cita, por ejemplo, de la novelista italiana Anna Maria Ortese sigue inmediatamente la «elegía» inicial: «¿Quién, de los niños que yacen en la tumba de una carne adulta, de una voz madura, pudo alguna vez volver atrás? ¿Quién pudo? ¿Quién?» (11). «Tumba de una carne adulta, de una voz madura» decía Ortese, la escritura es el mecanismo por el que la madurez ha decidido desarmar esa condición

lunes, mayo 30, 2016

Entrevista a Edgardo Cozarinsky



Guillermo Piro y Rafael Toriz entrevistaron a Edgardo Cozarinsky por la salida de sus dos últimos libros: Dark (Tusquets) y Niño Enterrado.


La entrevista para LQM (Libros que muerden, Radio Cultura) se puede escuchar completa en este link

lunes, mayo 09, 2016

La gran Cozarinsky

Por Daniel Link para Perfil.com



Llamamos “la gran Cozarinsky” a una pirueta mundana que nos enseñó el gran maestre Edgardo Cozarinsky: desaparecer de pronto y sin avisar a nadie de una fiesta o una reunión. La última vez que la ejecutó fue en su propio cumpleaños. De pronto los invitados quedamos mirándonos a los ojos sin saber qué otra cosa nos unía más que el homenajeado ausente (por cierto, la condición de posibilidad de esta pirueta extrema es no festejar ni libros ni años en la propia casa).
Si me detengo en el comentario admirativo de este comportamiento es porque sospecho que es la condición de posibilidad de la extraordinaria productividad de Cozarinsky: al mismo tiempo que la novela Dark (Tusquets), nos regaló Niño enterrado, una colección de escrituras perdidas que no podría ser más “cozarinskiana” (Entropía).
Dark comienza con un ataque de pánico y la “solapada censura a la que ha cedido su vida cotidiana”. Cumpliendo con una promesa que a nadie más que a él puede importarle tanto, la escritura de ese incipit es de una fastuosidad desconocida, de una soltura sintáctica envidiable y un atrevimiento juvenil que nos llena de algarabía: si Edgardo puede entregarse a una prosa tan deslumbrante, ¿por qué no nosotros, por qué no? (no me refiero a la inconmensurable diferencia de talentos que favorece a Cozarinsky, porque eso ya es sabido, sino al carácter aventurero de dejarse llevar por el ritmo enloquecido de un corazón en pánico).
Lo que viene después es una historia anclada en la nostalgia de algo que tal vez nunca existió: un fumadero de opio en la Isla Maciel. La persecución de esa pista lleva al protagonista de Dark (que, justo es decirlo, no es tan “dark” como el autor ha anunciado), un adolescente en la década del 50, a relacionarse con un oscuro personaje que lo dobla en edad, lo triplica en experiencias bajomundanas y lo pasea por una Buenos Aires combustionada ya por una amor que aprende a balbucear su nombre en el contexto de una ideología todavía homófoba y misógina, un amor que tiñe toda la historia y arrastra a los personajes hacia un límite que no quieren o no pueden franquear y que sólo alcanza a expresarse en un grito único y liminar (“¡Te quiero, pendejo!”) pronunciado después de la catástrofe que el narrador recuerda entre “añicos y residuos del pasado”, “en una de sus últimas noches de vida” (pero esta última declaración tal vez sea sólo el efecto del ataque de pánico de las primeras páginas). Dark hace de la inminencia su lógica temporal, y se la lee de acuerdo con ese régimen entre apocalíptico y mesiánico: lo que vendrá (y que nunca llega).
Niño enterrado es una colección de fragmentos narrados en tercera persona: la mayoría de ellos son estampas de memoria sin incurrir en el tono sombrío del memorialismo, otros son pequeños ensayos sobre películas o libros. Cada tanto, los fragmentos están interrumpidos por citas sembradas como pistas de un método singular e inalcanzable. “Yo soy un novelista que vive de escarbar la basura” de Germán Marín o “la literatura nacional tiene la forma de un complot” de Ricardo Piglia no alcanzan a entregar una imagen clara del método cozarinskiano, que debe tal vez más a la figura de los niños perdidos (“El odia al niño que fue” es la frase inaugural del libro) o a la de la máquina que inventa recuerdos que no tiene (Blade Runner).
A horcajadas entre el testimonio, el ensayo y la ficción, Niño enterrado nos devuelve el mejor Cozarinsky, el que está en todas partes y en ninguna.
¿Cómo lo hace? Tal vez su enseñanza en el registro mundano pueda trasladarse también al registro de los signos: ni rechazar un círculo ni habitarlo para siempre, sino con la intermitencia propia de las estrellas fugaces. Estar yéndose parece ser el truco de Cozarinsky: a otra ciudad, a otro soporte (el cine), a otra fiesta, a otra biblioteca y a otros recovecos de la memoria.
Es la mejor manera de estar siempre en un umbral, y en ese umbral de transformación y de fuga encuentra Cozarinsky su potencia y su capacidad para transformar su tiempo perdido (escribo estas palabras con toda su energía proustiana) en la mejor literatura.

viernes, mayo 06, 2016

El pasado permite novelar con mayor libertad

Entrevista a Edgardo Cozarinsky en Ciudad Equis, La Voz del Interior.
Por Gustavo Pablós

 
El narrador y cineasta Edgardo Cozarinsky continúa ampliando y enriqueciendo su horizonte literario. Ahora acaba de publicar dos libros: la novela Dark, sobre un escritor que vuelve sobre su adolescencia en la década de 1950, y el volumen de ensayos y relatos breves Niño enterrado.
Edgardo Cozarinsky continúa sorprendiendo a su lectores y seguidores, en parte por su capacidad para girar en una nueva dirección pero sin abandonar sus motivos y núcleos recurrentes. Ahora lo hace con dos nuevos libros que quizás no tengan demasiado en común, más allá de la fecha de publicación: la novela Dark (Tusquets) y los ensayos y relatos breves agrupados en Niño enterrado (Entropía), donde es posible encontrar algunos ecos de su ya lejano primer volumen de ficción: Vudú urbano.
En Dark, un escritor vuelve sobre su adolescencia en la década de 1950, se detiene en una experiencia extraña y que en su momento le inyectó algo de suspenso a su vida convencional, la de un hijo de familia de clase media del barrio de Colegiales y estudiante del Nacional Buenos Aires. Una noche, en un café concert, conoce a Andrés, un hombre mayor, y así comienza una amistad marcada por la vocación de su nuevo amigo de guiarlo por un mundo aún desconocido.
Para Víctor se trata de una oportunidad para poner el cuerpo y vivir esas experiencias que hasta el momento solo ha encontrado en los libros: sumergirse en la noche es entrar en la dimensión de la aventura –el pasaje de un mundo diurno, transparente y previsible a otro nocturno, sombrío y peligroso–, y quizás volver con materiales que le permitirán escribir ficción. Andrés no es demasiado preciso acerca de su pasado y de su vida, y recién con el paso del tiempo, y por el encuentro con otros personajes, Víctor podrá armar con algunos retazos un cuadro aproximado de la identidad y la historia de su amigo.
“¿Hasta dónde conozco a mis personajes? En la medida en que los entiendo diré: Víctor quiere ser escritor y al mismo tiempo aventurarse en la llamada ‘mala vida’ –reflexiona Cozarinsky sobre los motivos que mueven a ambos personajes–. ¿Hasta que punto uno justifica lo otro, o es una mera excusa? Andrés vive una sexualidad reprimida y esa represión se expresa por la violencia ante quienes se atreven a asumirla. Supongo que ante Víctor se quiere padre o mentor para distanciar su propio deseo”.
–¿Hay en Víctor o en Andrés algo de vos mismo?
–Me fastidia la pulsión por encontrar elementos autobiográficos en la ficción, en reconocer personajes “reales” bajo los ficticios. Me parece que abarata la lectura, la convierte en chisme. Como la imaginación del escritor se alimenta de lo vivido, que incluye lo leído, lo deseado, lo temido, es inevitable que incorpore algo de su experiencia, pero nunca lo hace literalmente, como un reflejo. Flaubert dijo, memorablemente, en el juicio por inmoralidad contra su novela: “Madame Bovary soy yo”. Yo, modestamente, si me fuerzan, lo imitaría con los personajes de la mía.
–Gran parte de tus ficciones están situadas o vuelven al pasado. ¿Es una distancia que necesitás para poder narrar o tratar algo como materia de ficción?
–El pasado permite novelar con una libertad que el presente, por lo menos a mí, no me la permite. El hoy y aquí se me agota en el periodismo. Además, me gusta el pasado como material porque nunca se podrá saber con exactitud los motivos de quienes en él actuaron.
Reelaborar la experiencia
En los textos de Niño enterrado la escritura surge de lo leído y de la experiencia, y se sitúa a mitad de camino de la crónica y el ensayo, de la ficción y la autoficción. A partir de lo recordado o de citas que funcionan como marco y también como disparador, el narrador vuelve sobre algunas experiencias vividas, pero con el matiz y el toque singular que permiten la distancia y la escritura.
“Este libro, como en su época Vudú urbano, se fue formando solo, conversación entre lo leído y lo pensado, entre recuerdo propio y observación de la sociedad en que me toca vivir –comenta Cozarinsky–. Propósito previo no hubo, solo en el trabajo sobre los textos fue surgiendo una coherencia, flexible, provisoria”.
Y también advierte que “nada está en crudo”, sino que todo “ha sido reelaborado”. “Lo que puedo decir es que si recuerdo algo y me tienta recrearlo es porque alguna importancia habrá tenido para mí”, confiesa.
Desfilan así relatos sobre su padre, un hijo de gauchos judíos que desde su Entre Ríos natal decidió sumarse a la Marina de guerra (“quién sabe si con alivio o entusiasmado con la promesa de ver mundo, algo de ese mundo que le habían prometido las pocas novelas que encontró entre sus libros”); sobre la ceremonia de esparcir las cenizas de su madre en dos lugares distintos; el contraste entre la Buenos Aires de la década de 1950 y la actual; además de reflexiones en torno a episodios vividos en Montevideo y en ciudades europeas: Londres, Dresde, Copenhague, Cannes, París, Berlín, San Petersburgo.
Un aspecto que llama la atención en estos relatos es el uso de la tercera persona, al que el autor califica como un “gesto de distanciación”. “Permite leer con cierta objetividad lo que podía parecer demasiado personal”, concluye.

jueves, mayo 05, 2016

Niño enterrado, de Edgardo Cozarinsky

Por Matías Raia para Otra Parte Semanal



Como imágenes del color del tiempo, rastros del pasado entre los caminos del presente, la lectura de Niño enterrado trae nostalgia de acontecimientos, vidas y experiencias ajenas. Cozarinsky elige la distancia de un narrador omnisciente para recuperar instantes propios y sus breves textos reconstruyen una vida atravesada por la Historia, un sujeto minúsculo arrastrado por decisiones, pasiones y lecturas.
Más allá del tono autobiográfico, Niño enterrado puede leerse como un réquiem, un ruego por el alma de los muertos, de sus muertos (el padre en “Rastros”, la madre en “Cenizas”). Entre sus páginas, recorremos el cementerio de la memoria, observamos los edificios como haunted houses, nos cruzamos los fantasmas del pasado entre las ruinas del presente. Así, en “Miserereplatz”, los jirones del extinto Teatro Marconi se dejan entrever en el paseo del cronista por el Banco Galicia ubicado frente a la Plaza Once. En la escritura de Cozarinsky se percibe un tono de nostalgia y contemplación ante las almas perdidas de las personas, pero también de los lugares y los objetos.
Tal como en Vudú urbano (1985), El pase del testigo (2000) y Blues (2010), los detalles mínimos —una lectura recuperada, una imagen olvidada, una cita adecuada— le permiten al narrador trazar lecturas o poner en evidencia lo que hay detrás de un acontecimiento, de una persona, de un lugar. En este sentido, también vuelven las ya reconocidas herramientas de Cozarinsky: la cita, la erudición, la anécdota, la nostalgia. A lo largo de Niño enterrado, el tono pasa de lo autobiográfico a lo ensayístico; en este punto se nota una costura entre textos escritos en la nebulosa de la memoria y sus caminos (más sentimentales, más nostálgicos), y otros escritos de ocasión, preparados para diarios o publicaciones periódicas (más racionales, más urgentes).
A diferencia de otra línea dentro de la obra de Cozarinsky compuesta por sus novelas y cuentos —La novia de Odessa (2001), El rufián moldavo (2004), Lejos de dónde (2009), hasta su último libro, Dark (2016), entre otros—, Niño enterrado recoge textos que cuestionan las diferencias genéricas, las tornan imposibles o innecesarias. ¿Son artículos, crónicas, ensayos o relatos de viaje? Nunca sabremos cuánto hay de ficción y cuánto de realidad; cuánto de invención y cuánto de memoria. Se trata de un libro inclasificable, con textos trabajados con mano artesanal, imágenes de un tiempo y un país agotados, recuerdos intransferibles y epígrafes magistrales, escrito con un tono que oscila entre lo kitsch y lo erudito, lo nacional y lo cosmopolita. Textos que se mueven con ligereza entre la digresión, la asociación y el hallazgo indicial, y atraviesan la apariencia de lo real para hacer estallar el sentido, para gozar con la experiencia de las imágenes, los gestos y las series. Niño enterrado es un rezo por las almas de un mundo que todo el tiempo, y en cada lugar, está extinguiéndose: “Porque los muertos siempre vuelven, y las víctimas son los muertos más tenaces”.

lunes, abril 25, 2016

Las galerías de la memoria

Edgardo Scott escribe sobre Niño Enterrado y Dark, de Edgardo Cozarinsky para Ideas La Nación


La leyenda dirá que Edgardo Cozarinsky también cenaba con Borges, con Silvina Ocampo y con Bioy hasta que se fue a vivir y a filmar a París en los años setenta, que después dio a conocer un libro único como Vudú urbano, allá por 1985, pero recién en el año 2000, tras sentir en el cuerpo el roce amenazador de los años, comenzó a publicar sus ficciones y ensayos; esos libros que, de algún modo, se habían estado labrando durante toda su vida. Dark y Niño enterrado, salidos casi en simultáneo, rinden cuenta una vez más de una sensibilidad heterodoxa que se mueve con elegancia, ironía y piedad tanto en una oscura y dinámica novela de iniciación (Dark) como en una memoria breve y extraña, a la vez autobiográfica y viajera (Niño enterrado).
En Dark, Cozarinsky retoma y varía con expresiva concisión una de sus insistencias: la educación sentimental, la iniciación urbana de esa juventud de posguerra y posperonismo que crecería a la par de todas las nuevas condiciones que han regido la segunda mitad del siglo XX y, acaso, las ruinas y fantasmas de esta primera mitad del XXI. A esos jóvenes de ayer Cozarinsky siempre parece deberles una crónica más, una elegía más. Y como lo hiciera en "El viaje sentimental" o en La tercera mañana, en Dark hay un muchachito curioso y ávido de experiencias que busca huir de ese familiar mundo burgués venido a menos, aquellos hogares, como se dice en la novela, de "obstinada clase media, tan impermeable a la vocación del hijo como a toda excentricidad de conducta".
Cozarinsky ha confesado en Blues y en otras ocasiones su admiración por Carlos Correas. En Dark parece declarar esa influencia de la manera más concreta e implícita: reescribiéndola. Los dos personajes, la inesperada amistad entre Andrés y Víctor, con su correspondiente asimetría de edad y de clase, reeditan y modulan la misma atracción de "La narración de la Historia", el relato de Correas, y también de la primera parte de Los reportajes de Félix Chaneton. Pero en Dark la atracción tiene una variación clave, un erotismo y un peligro diferente; "Un peligro cuya intensidad estaba alimentada por la ausencia de todo contacto físico con el amigo". Esa ausencia de contacto físico también conjura el misterio de la trama; porque los cuerpos que no se tocan están determinados por la política de la época, es decir, una política represiva y perversa.
Como Edad de hombre, de Michel Leiris, o como las memorias de Elias Canetti o Sándor Márai, pero también con ese registro que el propio Cozarinsky ya exhibió en Palacios plebeyos, Niño enterrado es un conjunto -collage- de relatos autobiográficos narrados, sin embargo, en tercera persona. La distancia justa para que la cámara, a la vez que percibe de cerca, se repliegue y reflexione. Con un lirismo reposado y apenas melancólico, Cozarinsky es un flâneur que recorre Plaza Miserere, el pueblo de sus mayores en Entre Ríos, el Berlín Este de la Guerra Fría, Cannes, París o Londres con ese radar exquisito para captar en la vida las epifanías que después "buscan imponer alguna forma a ese desorden de pérdidas y desastres que llaman experiencia".
Niño enterrado es el contrapunto, el mellizo sentimental y más justo, treinta años más tarde, de Vudú urbano. Como aquél, también está escrito a partir de citas y postales dispersas que la memoria entrega o inventa. Así como en Vudú urbano "el exilio del que se habla y que habla es el del hijo", en Niño enterrado están las cartas y apuntes del regreso, de la vuelta a casa. El viajero abre su valija y recupera los regalos, souvenirs y recuerdos. Cozarinsky sabe retratar en apenas un detalle, un plano o un gesto ese tipo de invariables, amargas o felices, que desnudan o resumen el espíritu de un hombre o incluso el espíritu de su tiempo.
Experto en la miscelánea y el entrevero, cine y literatura, ficción y no ficción, Niño enterrado y Dark son dos nuevos paseos de Cozarinsky por las galerías de su memoria, hecha de historia y literatura, de un autor que supo escribir que los cuentos no se inventan, se heredan.

lunes, abril 11, 2016

Blanco Nocturno

Por Claudio Zeiger para Radar Libros.
 

Dos libros de Edgardo Cozarinsky marcan su regreso a la ficción y el perfeccionamiento de su capacidad para la miscelánea, la pincelada reflexiva y al paso, la descripción de paisajes urbanos sumergidos y ásperos. La elegía por una temprana juventud donde anidaban tesoros, deserciones y promesas de futuro anuda ambos volúmenes: Dark, una inmersión en las aventuras nocturnas de los años 50, y Niño enterrado, fragmentos de un peregrinaje que no cesa.

Los que aman, odian. Así sentenciaron hace años, con ese pegoteo filoso apenas separado por la coma, Bioy y Silvina Ocampo, sin aclararnos si al revés las cosas funcionaban parecido o diferente. ¿Los que odian, aman? No es que la respuesta sea ni perentoria ni decisiva pero viene muy a cuento cuando uno se topa con la primera frase del primer texto de Niño enterrado. “Él odia al niño que fue”. Es evidente que no hay, no habría lugar aquí, para el amor. No es creíble que, en el fondo, “él” amara al niño que fue, ni al adolescente/ joven que fue y que empezará a tallar su novela de iniciación en el libro contiguo, Dark. Y sin embargo, en algún momento crucial de esta novela resonará un grito desgarrado, de furia y rabia (“¡Te quiero, pendejo!”) y quien al final del recorrido declara ese afecto, ese amor a los gritos, bien podría ser el doble, o uno de los dobles que rondan por estos libros como fantasmas inquietos del pasado. Quizás no estemos tan lejos de una reconciliación entre el niño que fue y los adultos que le siguieron aunque de lo único que estemos seguros es que los que aman, odian.

APOSTILLAS AL NOMBRE DE LA INFANCIA
Dark y Niño enterrado son dos libros que acaban de aparecer casi en simultáneo, muy diferentes pero anudados por ese texto primero, “Elegía”, que después de confesar su odio, continúa diciendo: “Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vista, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y sólo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite. Si pudiera”.
La palabra “apostilla” define, si se quiere, el género de Niño enterrado. El armado del libro recuerda al de Vudú urbano, aquella rara avis irrepetible sin dudas pero que ha dejado ecos, en la obra de otros autores y en la del propio Cozarinsky. “Los textos no tienen el tono de los de Vudú urbano, es algo irrepetible treinta años después. Pero desde el principio quise jugar con el diálogo de lo leído y lo que escribo. Niño enterrado es un armado, una ‘conversación’ diría, entre algunos textos inéditos y otros publicados pero reescritos para esta ocasión, textos entre los cuales me pareció reconocer una unidad, como la imagen refractada en sus distintas facetas. Se armó lentamente, con muchas correcciones, textos desechados, otros incluidos tardíamente y mucha, mucha reescritura”, señala Cozarinsky.
El punto de partida es una trama de recuerdos e historias familiares en el juego de la ficción con la autoficción autobiográfica. Aclaramos el sentido de esta aseveración: juego no como pasatiempo sino como forma y elección narrativa en la que el lector debería descartar la intención o compulsión de separar los tantos. Así, “Rastros”, “Cenizas” o “Ciudades” no necesitan de la legitimación de uno u otro borde de ficción o de la “verdad” sino que precisamente deben ser entendidos y disfrutados en el exacto momento del cruce. Si no, los textos sufrirían una pérdida o un efecto de aplanamiento. Sí se puede señalar que precisamente son apostillas: de la ficción a la no ficción, del recuerdo a la memoria, del presente al pasado.
Ahora bien, al margen de estas consideraciones y de la relativa autonomía de los textos, hay en “Elegía” el esbozo de un programa que tiñe de algo irremediable a todo el libro. Ahí anida diluido, enmascarado y enigmático, el “programa” de la novela, de Dark: “Decide vivir los años que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer”.
La conjetura es que Dark viene a poner en situación algunos enunciados de esa elegía, aunque aceptando las consideraciones que hace Cozarinsky al respecto. “No hubo paralelismo en la redacción de los dos libros. Dark lo escribí muy rápido, casi febrilmente y después lo dejé un año guardado antes de reescribir, no mucho, algunas partes. Así como me hartan etiquetas como autoficción o autobiografía aplicadas a la ficción de mis novelas, creo inevitable que se trabaje con la experiencia, proyectando no solo los hechos sino también los deseos y los miedos. En Dark, Víctor tiene rasgos del que yo fui, así como Andrés los tiene del que soy. Ninguno de los dos me refleja como un espejo”.
La nota completa sigue acá

viernes, abril 01, 2016

El pasado es un país extranjero

Pedro Rey comenta en La Nación los último dos libros de Edgardo Cozarinsky: Dark (Tusquets) y Niño enterrado.



El pasado es un país extranjero", se lee en la primera línea de una de las mejores novelas de las que se tenga noticia: The Go-Between, de L. P. Hartley (que algunos también recordarán por su versión fílmica, El mensajero, que dirigió Joseph Losey). Pocas cosas resultan más agotadoras, más improductivas que la nostalgia y la frase de Hartley es la mejor defensa para combatir acusaciones de melancolía: conviene ver el pasado como una geografía, un territorio en el que, de vez en cuando, recordamos haber residido.
Resulta inevitable la frase después de leer los dos libros que Edgardo Cozarisnky acaba de publicar en perfecta simultaneidad: Dark, una breve novela que transcurre en la Buenos Aires de los años cincuenta, y Niño enterrado, serie de viñetas o breves relatos con ecos personales. Tal vez porque vivió durante varias décadas en el exterior, en Francia, antes de rondar una vez más por su ciudad natal, el pasado alcanza en las páginas de Cozarinsky una categoría singular: más que la memoria parece predominar el asombro, como si la brecha de tantos años afuera convirtiera el pretérito en un lugar.
Dark -a veces los libros tocan esas fibras- me conduce a otras épocas por simple coincidencia. El protagonista adolescente es alumno del mismo colegio al que me tocaría ir muchos años después, y aunque eso no cumple ninguna función importante en la trama, sí lo son las zonas, las inmediaciones por las que se mueve. Es posible que existan tantas ciudades en una ciudad como personas que la habitan. Cada cual tiene, imagino, sus comarcas personales, pero todavía me desconciertan los pocos amigos de mi generación que pasaron por lo que, a falta de una denominación mejor, podríamos llamar la experiencia céntrica. El centro sigue todavía ahí. Hay más peatonales, las galerías de Florida tal vez ya no sean lo que fueron, de los cines sólo quedan las placas que los recuerdan, las disquerías casi se extinguieron, la gente transita atada al celular, pero, por lo demás, no cambió hasta el punto de volverse irreconocible. Es un territorio del pasado por la simple razón de que apenas lo frecuento. La extrañeza es que a tantos les resulte desconocido.
El pasado se vuelve literalmente territorio, en cambio, cuando se pasea por sitios que sí sufrieron transformaciones radicales, como es el caso de Puerto Madero. En la década de los ochenta, por las dársenas todavía pululaban barcos de banderas diversas que permanecían meses en su sitio mientras los marineros miraban, cansados, desde la cubierta. Era una zona de andanzas obligada: ahí quedaba el campo de deportes donde se realizaban las clases de gimnasia. A primera hora de la mañana de un día laboral era usual encontrarse con filas de estibadores a la espera de trabajo. Por lo demás, no había casi gente. Los edificios de ladrillo, hoy convertidos en lofts o en oficinas, eran depósitos abandonados (no había siquiera uno de los altos edificios omnipresentes en la actualidad) y cruzar los puentes podía resultar una odisea: eran móviles. El paso de una simple barcaza se traducía, inevitablemente, en media falta por el retraso. Es, de mis países extranjeros del pasado, uno de los más curiosos.

Aventuras de un cachorro de escritor invitado a vivir en los márgenes

Entrevista a Edgardo Cozarinsky por la salida de sus libros Dark (Tusquets) y Niño enterrado.
Por Jorgelina Núñez para Clarín Cultura.


Pregunta primero, Cozarinsky. Antes de encenderse el grabador, el autor de Dark  –la novela que acaba de publicar Tusquets y que presentará en estos días–, toma el lugar del entrevistador y, directo, se anticipa: “¿Por dónde le entraste al libro?” Esta actitud curiosa es apenas una muestra del inquieto espíritu Cozarinsky. A los 77 años, el cineasta, dramaturgo y escritor no para. A fines del año pasado publicó en la Universidad Diego Portales de Chile, Disparos en la oscuridad, un conjunto de crónicas de sesgo ensayístico que se suman a Dark y a Niño enterrado (Entropía), “un brevísimo opus íntimo, ajeno a todo género literario o posible catalogación, que va y viene de lo autobiográfico al ensayo”, según dice sobre el volumen distribuido esta semana.
En los dos años que siguieron al estreno de su película Carta a un padre (2013), Cozarinsky se ha dedicado como un amante devoto a la escritura, alternando Buenos Aires con viajes a París, donde vivió por muchos años. De su ciudad natal, registra con ojo agudo los cambios (veáse en Niño enterrado su texto “Miserereplatz”, sobre la Plaza Once), pero también recupera para la memoria personajes y escenarios de una Buenos Aires perdida, la de los piringundines del Bajo, los fumaderos de opio y una serie de antros de mala fama que recrea en Dark.
La entrevista se puede leer acá

lunes, marzo 28, 2016

"Detesto la nostalgia. No quisiera haber vivido en otro tiempo que el que me tocó"

Entrevista a Edgardo Cozarinsky por la salida de sus libros Dark (Tusquets) y Niño enterrado. Por Pablo Gianera para La Nación.

Foto: Sebastián Freire
 
Durante mucho tiempo, Edgardo Cozarinsky citaba en el bar Santé de Azcuénaga y Peña. Era más que su oficina: era también una especie de casilla de correos, cantina, conserjería, recepción y trastienda. Cuando invitaba al estreno de alguna de sus películas, por ejemplo Apuntes para una biografía imaginaria, las entradas se retiraban invariablemente allí, en el mismo lugar en el que más tarde se bebía con él una botella de champagne. Pero después pasó lo que pasa siempre. La ciudad, como sabía Baudelaire, cambia más rápido que el corazón de un mortal. Santé cambió de dueño, dejó de ser lo que era y Cozarinsky se mudó a Los Galgos, en Callao y Lavalle. Se siente un poco en familia. "Como todo solitario, me creo segundos hogares. Durante años tuve Santé, en la esquina de casa, hasta que el amigo Pablo Osan debió abandonarlo. Aquí en Los Galgos, rescatado de una larga decadencia a fin del año pasado, me encontré con que lo dirige Julián Díaz, amigo del 878 de la calle Thames, y con Nicolás Abate que era sommelier de Santé. Familias de elección".
Si Cozarinsky gesticula, por debajo de la manga izquierda de la camisa despunta en la muñeca una figura rojo intenso, casi punzó. Podría parecer una herida o la marca dejada por algún procedimiento médico. Pero es algo muy distinto: un ensö, ese círculo zen, por lo general incompleto, que también se repite frecuentemente como motivo en la caligrafía japonesa, y que Cozarinsky decidió tatuarse en el interior de la muñeca. No le gusta mostrarlo ni hablar de eso. Probablemente haya influido en él y en su actual interés por el budismo (aun cuando zen y budismo no se confundan) el viaje que hizo hace poco más de un año al templo camboyano de Angkor Wat. Como sea, de eso no habla.

De lo que sí habla es de sus nuevos libros. Son dos, Dark (Tusquets) y Niño enterrado (Entropía); el primero tiene apariencia de ficción, una ficción acaso engañosa en la que un adolescente transita varios ritos de iniciación por cortesía de un hombre mayor de vida incierta, más bien turbia y algo marginal; el segundo se presenta como una serie de ensayos de entonación autobiográfica.

Pero en la poética de Cozarinsky no existen tabiques fijos. Juega siempre con aquello entredicho, entreoído, con los sobreentendidos, los rumores de verosimilitud, con las sospechas del lector. Ambos libros tiene también algo más en común: la mirada lejana, del hombre ya mayor, sobre la vida pasada, incluso la propia vida que fue y que vuelve sólo en el recuerdo. ¿Qué deudas impagas quedan con el adolescente y el niño enterrado? "No quiero mezclar estos dos libros -se ataja Cozarinsky-. No creo arrastrar deudas impagas. La ficción en Dark es la red donde se mezcla lo actuado, lo temido y lo deseado por dos personajes sin nada en común más allá de una relación ambigua. En Niño enterrado volví al diálogo de textos breves y citas de lectura de Vudú urbano, un vaivén en que lo personal, ausente de la anécdota en la novela, aquí se refleja en los rastros de mis lecturas. La lectura, que siempre es parte de lo vivido."

-Si bien no existe cosa peor que recordar el tiempo feliz en la desgracia, hay un desapego en tus recuerdos, como si fueran de otro, como si se narraran, y así sucede, en tercera persona. ¿Por qué?

-Creo que hablás de Niño enterrado. Con la tercera persona quise poner distancia con lo recordado, crear una ilusión de objetividad para exorcizar lo que pudiera ser demasiado subjetivo. Sería la inversión del "yo es otro" de Rimbaud, que es lo que ocurre cuando un escritor usa la primera persona. Aquí "el otro es yo".

-¿Es Dark tu Bildungsroman? Te aclaro que no quiero decir con eso que sea necesariamente la novela de tu formación, sino tu incursión en el género de la novela de formación.

Ajá. Dark como Bildungsroman de un escritor... El lector siempre descubre algo que el autor no supo ver. No es mi anécdota, pero pienso que en el sentimiento muchos escritores nos reconoceremos. Aunque no lo pensé como Bildungsroman, se me ocurre que leído como tal sería una novela de formación tan irónica como emotiva: a medida que avanza la narración, con los desvíos y cambios de perspectiva que le concerté, se me ocurre que el escritor viejo recupera, elabora y tal vez mienta sobre lo que fue su formación.
La entrevista completa se puede leer en este link

lunes, marzo 21, 2016

Literatura y mala vida

Por Patricio Zunini para el blog de Eterna Cadencia

 
Dos nuevos libros aparecen en el universo del escritor y director de cine Edgardo Cozarinsky: la novela Dark (Tusquets) y el libro de ensayos y crónicas Niño enterrado (Entropía). “Las falsas identidades son la base de la historia de todas mis ficciones”, dice.
“A lo mejor deseé tener un guía que me hubiera conducido por ambientes desconocidos y peligrosos”, dirá, en un momento de la entrevista, Edgardo Cozarinsky, en referencia a Dark, la nouvelle que acaba de salir por Tusquets, y que cuenta la relación oscura entre un adolescente, Víctor, con ansias de vivir experiencias que le permitan escribir, y un hombre bastante enigmático y turbio, Andrés, dispuesto a dárselas. Literatura y vida, memoria y creación: los temas de Dark se repiten con variaciones en Niños enterrado, el otro libro de Cozarinsky que salió este mes y que fue publicado por Entropía.
No es la primera vez que se da esta casualidad de publicaciones simultáneas. “Cuando retomé la escritura en el filo del milenio”, dice el escritor, “La Novia de Odessa salió por Emecé y El pase del testigo por Sudamericana”. Aquella vez, pese a la desconfianza inicial de ambas editoriales, resultó que se potenciaron bien, porque el libro de crónicas fue una suerte de complemento del libro de ficción y el libro de ficción invitaba a descubrir qué podía contar la crónica.
Niño enterrado está compuesto por memorias personales, brevísimos ensayos literarios, crónicas urbanas. Difícil de catalogar, cuando Entropía saca un libro de estas características, lo ubica en la colección Apostillas. “Dark”, sigue Cozarinsky, “es una novela breve —hay gente que no la ve tan oscura, aunque para mí es bastante dark— y los textos de Niño enterrado exigen un tipo de lectura diferente. La mayoría de la gente que ha leído Dark me ha dicho que la leyó de un golpe, mientras que Niño enterrado pide una lectura un poco más puntual

—¿Por qué Niño enterrado, que es una crónica que te tiene como protagonista, está en tercera persona?

—Algunos de los textos tenían una versión previa en primera persona, eran más cortos y los reescribí para darle unidad al libro. No me interesaba la primera persona; me gustaba invertir la idea de Rimbaud: en lugar de “Yo soy otro”, “El otro es yo”. Al mismo tiempo, mientras pasaba todo a la tercera persona reescribí, agregué, conté más. Yo me dejo llevar por las palabras. Nunca pienso una historia como una idea para desarrollar, más bien tengo una semilla. En el caso de Lejos de dónde, por ejemplo, pensé qué pasaría si una alemana, una cómplice estúpida que trabajaba en un campo de concentración, robaba los documentos de una judía gaseada para escaparse cuando se acerca el ejército rojo. Ahí empecé a dar vueltas y vino, como siempre, el tema de los hijos que repiten la historia de los padres, como también me pasó en El rufián moldavo. La segunda parte de Lejos de dónde es la historia del hijo nacido en la Argentina que ha heredado la falsa identidad de la madre y, sin querer, repite la historia de exilios. Las falsas identidades son la base de la historia de todas mis ficciones.
 
La entrevista completa, en este link