lunes, marzo 28, 2016

"Detesto la nostalgia. No quisiera haber vivido en otro tiempo que el que me tocó"

Entrevista a Edgardo Cozarinsky por la salida de sus libros Dark (Tusquets) y Niño enterrado. Por Pablo Gianera para La Nación.

Foto: Sebastián Freire
 
Durante mucho tiempo, Edgardo Cozarinsky citaba en el bar Santé de Azcuénaga y Peña. Era más que su oficina: era también una especie de casilla de correos, cantina, conserjería, recepción y trastienda. Cuando invitaba al estreno de alguna de sus películas, por ejemplo Apuntes para una biografía imaginaria, las entradas se retiraban invariablemente allí, en el mismo lugar en el que más tarde se bebía con él una botella de champagne. Pero después pasó lo que pasa siempre. La ciudad, como sabía Baudelaire, cambia más rápido que el corazón de un mortal. Santé cambió de dueño, dejó de ser lo que era y Cozarinsky se mudó a Los Galgos, en Callao y Lavalle. Se siente un poco en familia. "Como todo solitario, me creo segundos hogares. Durante años tuve Santé, en la esquina de casa, hasta que el amigo Pablo Osan debió abandonarlo. Aquí en Los Galgos, rescatado de una larga decadencia a fin del año pasado, me encontré con que lo dirige Julián Díaz, amigo del 878 de la calle Thames, y con Nicolás Abate que era sommelier de Santé. Familias de elección".
Si Cozarinsky gesticula, por debajo de la manga izquierda de la camisa despunta en la muñeca una figura rojo intenso, casi punzó. Podría parecer una herida o la marca dejada por algún procedimiento médico. Pero es algo muy distinto: un ensö, ese círculo zen, por lo general incompleto, que también se repite frecuentemente como motivo en la caligrafía japonesa, y que Cozarinsky decidió tatuarse en el interior de la muñeca. No le gusta mostrarlo ni hablar de eso. Probablemente haya influido en él y en su actual interés por el budismo (aun cuando zen y budismo no se confundan) el viaje que hizo hace poco más de un año al templo camboyano de Angkor Wat. Como sea, de eso no habla.

De lo que sí habla es de sus nuevos libros. Son dos, Dark (Tusquets) y Niño enterrado (Entropía); el primero tiene apariencia de ficción, una ficción acaso engañosa en la que un adolescente transita varios ritos de iniciación por cortesía de un hombre mayor de vida incierta, más bien turbia y algo marginal; el segundo se presenta como una serie de ensayos de entonación autobiográfica.

Pero en la poética de Cozarinsky no existen tabiques fijos. Juega siempre con aquello entredicho, entreoído, con los sobreentendidos, los rumores de verosimilitud, con las sospechas del lector. Ambos libros tiene también algo más en común: la mirada lejana, del hombre ya mayor, sobre la vida pasada, incluso la propia vida que fue y que vuelve sólo en el recuerdo. ¿Qué deudas impagas quedan con el adolescente y el niño enterrado? "No quiero mezclar estos dos libros -se ataja Cozarinsky-. No creo arrastrar deudas impagas. La ficción en Dark es la red donde se mezcla lo actuado, lo temido y lo deseado por dos personajes sin nada en común más allá de una relación ambigua. En Niño enterrado volví al diálogo de textos breves y citas de lectura de Vudú urbano, un vaivén en que lo personal, ausente de la anécdota en la novela, aquí se refleja en los rastros de mis lecturas. La lectura, que siempre es parte de lo vivido."

-Si bien no existe cosa peor que recordar el tiempo feliz en la desgracia, hay un desapego en tus recuerdos, como si fueran de otro, como si se narraran, y así sucede, en tercera persona. ¿Por qué?

-Creo que hablás de Niño enterrado. Con la tercera persona quise poner distancia con lo recordado, crear una ilusión de objetividad para exorcizar lo que pudiera ser demasiado subjetivo. Sería la inversión del "yo es otro" de Rimbaud, que es lo que ocurre cuando un escritor usa la primera persona. Aquí "el otro es yo".

-¿Es Dark tu Bildungsroman? Te aclaro que no quiero decir con eso que sea necesariamente la novela de tu formación, sino tu incursión en el género de la novela de formación.

Ajá. Dark como Bildungsroman de un escritor... El lector siempre descubre algo que el autor no supo ver. No es mi anécdota, pero pienso que en el sentimiento muchos escritores nos reconoceremos. Aunque no lo pensé como Bildungsroman, se me ocurre que leído como tal sería una novela de formación tan irónica como emotiva: a medida que avanza la narración, con los desvíos y cambios de perspectiva que le concerté, se me ocurre que el escritor viejo recupera, elabora y tal vez mienta sobre lo que fue su formación.
La entrevista completa se puede leer en este link

lunes, marzo 21, 2016

Hernán Arias por Los cartógrafos

El podcast Los Cartógrafos dedicó su episodio Nº 18 a la novela La sed, de Hernán Arias. Con lectura de Rita Pauls y música de Lucy Patané.
Se puede escuchar acá:

https://soundcloud.com/loscartografos/episodio18

Literatura y mala vida

Por Patricio Zunini para el blog de Eterna Cadencia

 
Dos nuevos libros aparecen en el universo del escritor y director de cine Edgardo Cozarinsky: la novela Dark (Tusquets) y el libro de ensayos y crónicas Niño enterrado (Entropía). “Las falsas identidades son la base de la historia de todas mis ficciones”, dice.
“A lo mejor deseé tener un guía que me hubiera conducido por ambientes desconocidos y peligrosos”, dirá, en un momento de la entrevista, Edgardo Cozarinsky, en referencia a Dark, la nouvelle que acaba de salir por Tusquets, y que cuenta la relación oscura entre un adolescente, Víctor, con ansias de vivir experiencias que le permitan escribir, y un hombre bastante enigmático y turbio, Andrés, dispuesto a dárselas. Literatura y vida, memoria y creación: los temas de Dark se repiten con variaciones en Niños enterrado, el otro libro de Cozarinsky que salió este mes y que fue publicado por Entropía.
No es la primera vez que se da esta casualidad de publicaciones simultáneas. “Cuando retomé la escritura en el filo del milenio”, dice el escritor, “La Novia de Odessa salió por Emecé y El pase del testigo por Sudamericana”. Aquella vez, pese a la desconfianza inicial de ambas editoriales, resultó que se potenciaron bien, porque el libro de crónicas fue una suerte de complemento del libro de ficción y el libro de ficción invitaba a descubrir qué podía contar la crónica.
Niño enterrado está compuesto por memorias personales, brevísimos ensayos literarios, crónicas urbanas. Difícil de catalogar, cuando Entropía saca un libro de estas características, lo ubica en la colección Apostillas. “Dark”, sigue Cozarinsky, “es una novela breve —hay gente que no la ve tan oscura, aunque para mí es bastante dark— y los textos de Niño enterrado exigen un tipo de lectura diferente. La mayoría de la gente que ha leído Dark me ha dicho que la leyó de un golpe, mientras que Niño enterrado pide una lectura un poco más puntual

—¿Por qué Niño enterrado, que es una crónica que te tiene como protagonista, está en tercera persona?

—Algunos de los textos tenían una versión previa en primera persona, eran más cortos y los reescribí para darle unidad al libro. No me interesaba la primera persona; me gustaba invertir la idea de Rimbaud: en lugar de “Yo soy otro”, “El otro es yo”. Al mismo tiempo, mientras pasaba todo a la tercera persona reescribí, agregué, conté más. Yo me dejo llevar por las palabras. Nunca pienso una historia como una idea para desarrollar, más bien tengo una semilla. En el caso de Lejos de dónde, por ejemplo, pensé qué pasaría si una alemana, una cómplice estúpida que trabajaba en un campo de concentración, robaba los documentos de una judía gaseada para escaparse cuando se acerca el ejército rojo. Ahí empecé a dar vueltas y vino, como siempre, el tema de los hijos que repiten la historia de los padres, como también me pasó en El rufián moldavo. La segunda parte de Lejos de dónde es la historia del hijo nacido en la Argentina que ha heredado la falsa identidad de la madre y, sin querer, repite la historia de exilios. Las falsas identidades son la base de la historia de todas mis ficciones.
 
La entrevista completa, en este link

lunes, marzo 14, 2016

La banalidad del bien

Quintín leyó Los incapaces y la comenta para Perfil Cultura:



Me llega Los incapaces, de Alberto Montero (Temperley, 1954), uno de los libros más originales que haya dado la literatura argentina reciente aunque, paradójicamente, se basa en otro autor. El narrador habla de “éstas, mis maneras bernhardianas de hacerme de la palabra escrita, y a través de éstas, mis estrategias asociativo-analíticas de confesar, y de confesarme, y, entonces, de real-izar y real-izarme, novelísticamente hablando”, y a lo largo de cuatrocientas páginas utiliza el estilo rumiante y furioso de Thomas Bernhard, potenciado por la ausencia de un punto seguido en toda la novela. Los incapaces desgrana el discurso en primera persona de un psicoanalista de sesenta años, desesperado y con veleidades de escritor, anclado en el conurbano bonaerense para complacer los deseos de su padre y su hermano a quienes amó y odió como a nadie.
El protagonista se llama T. Monroe, anagrama de Montero, y se expresa en una especie de castellano neutro que remite al doblaje centroamericano, en el que se llama “barbacoa” al asado y en el que las expresiones locales como “un pueblo de mierda” vienen seguidas de la muletilla “como dirían en Clayburg”. Clayburg es el lugar donde nació Monroe y al que volvió a vivir después de un tiempo en Kellner, un eufemismo por Buenos Aires: la cartografía de la novela está compuesta exclusivamente de nombres ingleses. Monroe habla una y otra vez (de todo se habla una y otra vez en Los incapaces) de una serie de novelas autobiográficas inconclusas de la que Los inútiles sería la culminación, el ingreso a una anhelada carrera literaria o el preámbulo del suicidio. Montero escribe en la tradición de Bernhard como también lo hace Horacio Castellanos Moya en El asco, pero sus reticencias lo emparentan más bien con las de Matías Alinovi en La Reja, cuya prosa verseada revela la misma dificultad para escribir sobre el Gran Buenos Aires si no es con subterfugios que eludan el abrazo del oso del naturalismo: desde El matadero, los escritores argentinos siguen fascinados y horrorizados con la barbarie bonaerense desde una civilización que no hace pie.

La nota completa, en este link

viernes, marzo 11, 2016

Menos que una lluvia, una llovizna

Últimas noticias de la escritura, por Héctor Pavón para la revista Boca de Sapo.

 
 
Elogio de lo inestable. Algo, por caso una novela, una máquina de escribir o una libreta verde de notas cobra la apariencia de lo sólido. A primera vista pero, sometido cualquiera de estos objetos a una segunda vista o, si la curiosidad o el método del observador lo demandan, a una tercera, la solidez se desvanece en el aire, en el movimiento o en la escritura de Sergio Chejfec.
Este parece ser el método: caminar por una calle y una ciudad hermanadas por el anonimato y dejarse cautivar por un objeto cualquiera. Después operar un pasaje del objeto desde “el mundo real” hacia “el mundo de la ciencia”, se trata de pensarlo, en esta instancia, como “un objeto de estudio”. Los nombres de los primeros capítulos de Últimas noticias… remiten a una epistemología ficcional: “Origen del ‘problema’” y “Modos de copiado”. Sin embargo, más temprano que tarde, las analogías con el método científico también se desvanecen, porque se trata de una ficción y al mismo tiempo de una puesta en crisis. Caminar, dejarse cautivar y reflexionar sobre un objeto. Reflexionar una y otra vez. Adoptar un punto de vista y otro y otro. Pero esta adopción, dinámica, propicia un devaneo. No hay, Chejfec no parece necesitarlo, un rumbo determinado.
Otro pasaje (siempre el movimiento): desde la narración como vagabundeo físico hacia el ensayo como devaneo mental. Chejfec, el narrador, camina, se detiene frente a la vidriera de una tiende y dice: “Ese soy yo, miro con atención la libreta verde que está junto a un florero angosto, para apenas dos flores, de un color parecido” (pág.16). La temprana inscripción del “yo” en Últimas noticias… abre la dimensión del ensayo y favorece la puesta en crisis del método científico. Se trata de una historia de la escritura, desde la era manuscrita hasta la era digital, pero de una historia personal, narrada y pensada desde las experiencias del “yo”.
Una constante atraviesa todas las experiencias del “yo”: lo inestable. Chejfec construye un diccionario y una fraseología a su alrededor, en sólo dos párrafos por ejemplo nos habla de lo precario, lo inseguro, lo oscilante, de presencias no muy firmes y de motivos siempre poco claros para escribir. Esta inestabilidad, producto de los cambios de puntos de vista y de la reflexión permanente, se ha vuelto un estilo que lo sustrae de las afirmaciones.
Una salvedad (matizada): “¿Alguien puede sostener con seriedad que la escritura no existe? Sería como negar la lluvia. Pues bien, el cuaderno al que me refiero viene a presentar muchos de los lazos hacia lo escrito que se apoyan en la oscilante disposición hacia esa creencia” (13). Dos actos de fe: creer en la lluvia y creer en la escritura, dos actos que Chejfec necesita matizar (incluso la lluvia se muestra vacilante). Descomponer la realidad mediante la descomposición de la escritura, menos que una lluvia, se trata de una escritura que se deshilacha como una llovizna, que se dice y se desdice en los vagabundeos y en los devaneos del narrador. Ese es su placer: el de quien pasea bajo una llovizna de otoño. 

lunes, marzo 07, 2016

Más González Bertolino y menos Prozac

Matías Moscardi sobre El increíble Springer, de Damián González Bertolino, para Bazar Americano.

 
 

Reseñar una novela es siempre estar ante el dilema del spoiler: la torpeza de adelantarle al lector ocasional –por atolondramiento o falta de tacto– alguna sorpresa narrativa, algún giro argumental. Tengo miedo de incurrir en este error: decidí que mejor es no contarles nada. Por el contrario, quiero hablarles de una novela como si no la hubiera leído, como si la hubiera olvidado como se olvida un juguete de la infancia, como si imaginara lo que sucede a tientas –o no supiera exactamente lo que sucede–; reseñar, incluso, bajo el diagrama de la envidia: como si fuera yo, y no Damián González Bertolino (Punta del Este, 1980), el autor de El increíble Springer (Entropía, 2015) y todavía no la hubiera empezado a escribir, pera ya tuviera instalada en la cabeza la materia sensible del relato. No encuentro otra forma –mala mía– de transmitir algo de la experiencia de lectura que nos deja esta novela.
¿Nunca les pasó que un ser querido les resultara, por una milésima de segundo, completamente extraño? El increíble Springer habla de estas cosas: de la infancia –de sus personajes– y de las mutaciones y devenires que nos conducen a esa antesala del mundo adulto que es la declinación de la adolescencia.
Desde el comienzo, El increíble Springer funcionó, para mí, como un imán. Estaba en la casa de Ana Porrúa, cuando me alcanzó el libro con una frase: dicen que está muy bueno. Pude escuchar ese rumor nebuloso resonando en la cavidad del título –directo, simple, casi descriptivo– que activa invariablemente nuestra curiosidad, incluso como desafío: ¿qué tendrá de increíble este tal Springer? Entonces abrí el libro, leí el primer párrafo, compuesto de una sola oración:
Estoy seguro de que fue en el verano de 1957 cuando Gastón Springer se transformó en el increíble Springer.
El primer interrogante redobla, de este modo, la incógnita del título. No sólo queremos ver qué tendrá de increíble este tal Springer: con la primera línea, el narrador deja entrever que este personaje, su amigo de la infancia, no fue siempre el increíble Springer. Algo debe haber hecho para ser merecedor de ese apodo. Como sea, sabemos que, indefectiblemente, una transformación, un desplazamiento clave –de Gastón Springer al increíble Springer–, es lo que el relato nos promete. Ahora bien, hay un problema: basta con que el increíble Springer no esté a la altura de nuestras expectativas, que no sea tan increíble, para que la promesa se transforme en decepción. Pero claro, Damián González Bertolino es un narrador extraordinario, sabe esperar, no se adelanta, mantiene el lector a raya, y cuando ya no damos más, cuando queremos que se corra el telón, que se revele el secreto, de pronto descubrimos que el secreto es mucho más grande de lo que el relato calibró en nuestra cabeza como horizonte de posibilidades: una voz que narra sin mayores pretensiones su infancia, experimenta, en una vuelta de página, un salto enorme, y más aún: gigante.
Al comienzo de la novela, me pareció escuchar en la prosa de González Bertolino algo del sonido de su contemporáneo Alejandro Zambra. Con el transcurrir de las páginas, la sensación se disipó. Desde el comienzo, el DJ de fondo que orquesta su escritura es J. D. Salinger: ya en su apellido, Gastón Springer lleva en su sangre algo del autor de los Nueve cuentos. En efecto, como “El hombre que ríe”, una de las cosas que notamos de Springer es su sonrisa grabada como un gesto sutil en su rostro.
Por lo demás, aquello de increíble suena –de entrada– como un mito de adquisición de superpoderes, aunque también tiene algo circense, la atracción de un freak como los que vemos en la película homónima de Tod Browning o aquellos que aparecen en las fotos de Diane Arbus. El increíble Springer: la lectura se encuentra impulsada por esta nominación, por el enigma infantil de esa palabra.
La novela es, en definitiva, la historia de las personas que cambian, de los amigos que se vuelven irreconocibles: la historia de lo que nos toca perder o dejar atrás cuando el tiempo, sencillamente, pasa. Si todavía no sabían nada de González Bertolino y leen El increíble Springer, seguramente van a estar esperando, como yo, que Entropía publique otro libro suyo.
Por último, hay algo clásico en la escritura de González Bertolino, y creo que es esto: su trabajo como narrador es invisible. No parece, ni siquiera, que estuviéramos leyendo sino que escuchamos, en trance, el relato durante un lapsus donde el lenguaje desparece o se vuelve una delgada capa transparente, apenas un rumor, dejando a flote, como la resaca de una ola, la historia de cómo Gastón Springer se transforma.

América roja

Irina Garbatzky reseña Mi descubrimiento de América para Bazar Americano.


En Mi descubrimiento de América, el diario de viajes que Vladimir Maiakovsky escribió entre 1925 y 1926 a propósito de su periplo por Cuba, México y Estados Unidos, hay una invitación al exotismo que el autor va a rechazar cada vez que pueda. El exotismo, decía César Aira, es literatura readymade, encuentra lo que no precisa inventar, la fantasía y la aventura están dados allí, naturalmente. Como Oriente, América es portadora de sus signos de manera innata. También con esa premisa comienza a escribir Maiakovsky: “Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo aquello que respira vida casi sustituye la lectura de libros”. Sin embargo la fórmula, que apuntaría a enfatizar el encuentro con la alteridad que imprime el trópico sobre el cuerpo del poeta revolucionario, aparece en las crónicas, aplacada, reprimida. No porque el ruso sostenga de antemano una imagen estereotipada, el mecanismo colonial. Justamente todo lo contrario. Importa poco el deslumbramiento por la abundancia americana. Descubrir América, sin la lente de lo exuberante o lo rarísimo, pone en juego otro tono, menos encantado o más objetivista: “Para cenar nos dieron alimentos que no conocía: un coco verde con el corazón untuoso como manteca y una fruta llamada mango, una parodia de la banana, con un carozo grande y peludo”.

El impulso del poeta soviético, por supuesto, iba menos hacia lo específico que a lo universal. Si el exotista busca deliberadamente un mundo otro, el revolucionario, que porta el mensaje del futuro, es en algún sentido, el otro radical (“–Moscú. ¿Eso está en Polonia? –me preguntaron en el consulado estadounidense en México. –No –contesté-. Está en URSS”). Para leer el mundo, se llevan en el bolsillo los mapas de la revolución. En el barco, por ejemplo, “la primera clase vomita donde se le da la gana; la segunda sobre la tercera, y la tercera sobre sí misma”.

¿De qué tiempo viene Maiakovsky y con qué tiempo se encuentra en América? Sólo en su diálogo con los vanguardistas latinoamericanos encontrará una temporalidad común. Desde Moscú, esa ciudad que, al decir de Raúl Antelo, funcionará durante esas décadas, para visitantes como César Vallejo o Walter Benjamin como el “marco de lo moderno”, el emplazamiento discursivo muestra las velocísimas transformaciones del presente. El futuro es la urbanidad, de ahí que su visión sobre Latinoamérica, y especialmente sobre La Habana, redunde en desencanto. En La Habana, “Todo lo que tiene que ver con el exotismo antiguo es pintoresco, poético y poco rentable. (…) Todo lo relacionado con los estadounidenses está montado con eficacia y bien organizado”. Lo exótico y lo antiguo es leído como signo de retraso y de colonia. Lo es en Cuba y lo es en México: pura naturaleza devorada por la ansiedad estadounidense (“Y lo exótico, ¿para qué demonios lo necesitan? Las lianas, los loros, los tigres y las fiebres palúdicas, todo esto se queda en el sur, es para los mexicanos. (…) Lo exótico que no da ni para comprar pan queda para ellos. El país más rico del mundo ya ha sido reducido por el imperialismo estadounidense a raciones de hambre”).

Sin embargo, en México, donde el autor es recibido por Diego Rivera y Frida Kahlo, el ensamblaje entre la tradición y la ruptura de la vanguardia latinoamericana arma una lengua que a Maiakovsky le resulta más congruente, aunque todavía muy poco familiar. Rivera aparece como un glotón extravagante que reúne lo local y lo mundial: fundador del Partido Comunista de México, barrigón, poseedor de una Colt con la que puede dispararle a una moneda en el aire y que entiende el ruso perfectamente. Cómo no pasar horas viendo los antiguos calendarios aztecas o los ídolos de viento con dos máscaras, si la idea moderna del arte mexicano, según le explica Alfonso Reyes, se configura a partir del arte popular indio antiguo, “abigarrado y tosco”. Es posible que haya un sentido oculto, en ese cruce, sostiene, una idea poco asimilada que es la lucha de la esclavitud contra los colonizadores, hacia allí debe dirigirse. En México hay porvenir para la revolución, aunque tal vez la violencia inmemorial complique el panorama, marcado por el caos de los sucesivos levantamientos, como sucede en torno al vocablo revolucionario: “para los mexicanos no sólo es quien entiende o presiente los siglos venideros, lucha por ellos y lleva a la humanidad hacia el futuro; el revolucionario mexicano es cualquiera que derroque el poder con armas en la mano, no importa de qué poder se trate”.

La definitiva fascinación son los Estados Unidos. Las dos terceras partes del libro las dedica a los itinerarios por Nueva York, Chicago, Detroit, es decir, a la descripción pormenorizada del estado más avanzado del capitalismo. “Me gusta Nueva York los ajetreados días laborales del otoño”, “Odio Nueva York los domingos”. Si en el testimonio de los viajeros a la URSS ocupaba un lugar central el encuentro con ese mundo otro, la utopía concretada que suponía la vida comunista, también Maiakovsky testimonia, por oposición, la enorme impresión que le genera la meca capitalista y la modernidad como la enorme y brutal efectuación de un proyecto. Maiakovsky en Estados Unidos escribe como el testigo de vista de un mundo ajeno, y tal vez sólo allí, en esa fascinación, sea donde se cumpla la regla del exotismo como “literatura a medida”. El poeta cuenta con conocimientos muy precisos, sabe lo que quiere mostrar. Uno de los ejemplos es la visita a la fábrica Ford. En 1926, Ford es mítica; en 1923, el libro autobiográfico de Ford había sido publicado en Leningrado, había vendido miles de copias. En el relato, Maiakovsky nos otorga uno de los tantos pasajes de la textualidad vanguardista que retornan sobre el trauma que implicó la yuxtaposición del humano en máquina, en la más alienada deshumanización. La vida humana y la vida en general en Estados Unidos se encuentra absorbida por los movimientos de la fábrica, y lo que emerge, como forma poética, como imagen, es el puro ensamblaje: “Aterrizan chasis desnudos, como si el vehículo aún no tuviera puesto los pantalones. Los obreros colocan los guardabarros; el vehículo avanza a paso de hombre hacia los montadores del motor; las grúas bajan la carrocería; los neumáticos caen desde el techo formando una fila continua, como roscas de panadería; debajo de la cadena hay trabajadores que retocan algo a martillazos. Operarios subidos a unas vagonetas pequeñas se pegan a los costados del coche. Después de pasar por mil manos, el automóvil cobra su forma definitiva en una de las últimas etapas; sube un conductor, el coche desciende de la cadena y sale al patio por su cuenta”. Como si hiciera falta, nos aclara: “Es un proceso que uno ya conoce por diversos documentales, pero igual impresiona”.

(Actualización marzo – abril 2016/ BazarAmericano)

Contra la literatura ergonómica

Sobre Quiroga, de Alejandro García Schnetzer para Bazar Americano. Por Ulises Cremonte


En Quiroga -al igual que en Requena y que en Andrade, sus anteriores novelas- Alejandro García Schnetzer elige desplegar un narrador cuya retórica está poblada de anacronismos. Recuerdo que, después de leer Andrade, me pregunté: ¿García Schnetzer es o se hace? Como en ese momento no tenía la urgencia de encontrar ninguna respuesta, la cuestión quedó ahí. Pero ante la (saludable) tarea de hacer una reseña sobre Quiroga develar ese interrogante ganó nuevamente el centro de la escena. El atajo para llegar al Santo Grial, siempre es Google: debajo del nombre me aparecieron varias entradas, algunas de ellas con entrevistas al autor. La tarea se volvió todavía más sencilla porque Entropía en su blog se ha encargado de compilar todas las notas. En la mayoría aparece un denominador común y explicaciones similares que pueden sintetizarse en este fragmento:
“En Andrade perdura su interés por cierto tiempo de Buenos Aires, por el habla de una época que se percibe en palabras o frases como “espichó”, “me tenés patilludo”, “no manyaba” y “campeó la mishiadura” por mencionar algunas en ese inventario en el que recrea un lenguaje, una manera de hablar que son como “sombras errantes”. ¿De dónde viene este interés, que también estaba en Requena, esa especie de nostalgia por los tiempos idos de la lengua?
Listadas así parecen el vocabulario del hampa (risas). Pero esas palabras las siento cercanas, están en los libros que leo, en la música que conozco, en la charla con algunos amigos, personas de cierta edad y buen decir. Y no sólo esas voces, oraciones enteras, diría; expresiones que son justas y que no tienen reemplazo.”
(Entrevista realizada por Silvia Friera para Página 12, 5 de marzo del 2012)
Entonces a la pregunta: ¿es o se hace?, la respuesta parecería ser “es”. Pienso, pensaba cuando volví a Quiroga, cuando leí las entrevistas, que finalmente la pregunta que me había hecho, si bien era válida, también podía resultar un poco insustancial. Y sin embargo es lo primero que aparece después de leer cualquiera de las tres novelas de García Schnetzer. Abordar su literatura implica una suspensión: dejar de lado la contemporaneidad lectora. Cuando esto pasa, cuando un libro no es la continuidad transparente de un tiempo y espacio que juegan a coincidir (eso que se llama registro “realista”) la literatura cobra la dimensión de un artefacto. Ante la imposibilidad de ser fiel reflejo del mundo, diversos autores, con estilos muy distintos han elegido mostrar esa imposibilidad fabricando un objeto autosuficiente. Ejemplos sobran: desde la impostura conjetural de los cuentos de Jorge Luis Borges, pasando por las voces en frecuencia ready made de Manuel Puig o las falsas fábulas de César Aira. Así, Quiroga se inscribe en esa tradición que pone más el acento en el artificio de la voz narradora que en lo narrado. Un juego arriesgado porque el relato se encuentra con palabras que parecen cortar la fluidez del texto. Dice Alejandro García Schnetzer en un momento destacado del relato: “El recuerdo para Quiroga vuelve entonces como lo hace una molestia física, que imprime su carácter y condición”. Algo de eso le pasa al lector: la historia avanza hasta que una frase o una palabra aparece como una molestia física que imprime su carácter y condición. Pero, virtud de García Schnetzer, sus libros no tienen más de 90 páginas, como si supiera que exponer a alguien mucho tiempo en ese viaje en el tiempo puede traer efectos colaterales.
No quiero ser injusto con Quiroga, porque la novela no es, pese a la insistencia de García Schnetzer, sólo una voz narrativa anacrónica. Hay más. Primero grandes personajes, quiero decir, Quiroga, el personaje, tiene una docilidad oscura que lo vuelve atractivo. La historia que transcurre mayoritariamente en las cubiertas de los abuelos del Buquebus, no se priva de incluir un tono de comicidad:
Quiroga se retira a fumar el parpadeo de las luces que a lo lejos. El aire le da en la cara, lo despeja (…)
De medio lado en un banco, piensa si debería retomar o no la escritura del ensayo Contribución a las Odas de don Leopoldo Lugones, cuando un sonoro golpe lo sacude y en el seco aturdimiento percibe un grito que ordena:
-Le diste con la guanaca al señor, andá a disculparte.
De seguido ve delante suyo un zangolotino, un muchacho desgarbado, con pantalones cortos (…) Quiroga tiene la pelota bajo el brazo y examina al muchacho cual tarasca (…) Le da la pelota al chico y le previene:
-La próxima te la mando a Martín García.
El chiste, pueril, a la usanza del humor de los 40 o los 50, encuentra su potencia, justamente en la solemnidad del andamiaje de las frases. El narrador hace que Quiroga reciba el pelotazo en el preciso instante en que está pensando en volver a la escritura de un ensayo que bien podría haber pretendido escribir algún personaje de Borges. Justamente la solemnidad recibe un pelotazo, pero paradojas narrativas, la presentación de la escena se realiza bajo el mandato de un lenguaje aparatoso. Y es por eso o así, como el relato genera una especie de magnetismo hipnótico, entrar en Quiroga implica ingresar a un mundo (y por lo tanto abandonar otro). Un viaje, como en el que transcurre la novela.
A fuerza de buscar alguna metáfora que sintetice las producciones de  Alejandro García Schnetzer, podría decir que su obra se parece a una silla reciclada, pongámosle Art Decó, cuya utilidad es más decorativa que práctica. Quiroga no es de lectura ergonómica sino de colección: allí parece radicar su valor.
(Actualización marzo-abril 2016 / Bazar Americano)

sábado, marzo 05, 2016

Buen teatro más allá del escenario

Natalia Blanc comenta el libro de Piel de Lava para La Nación:

 
Cuatro de las actrices jóvenes más talentosas del teatro independiente, que escriben, dirigen y protagonizan sus obras, reunieron en un libro editado recientemente por Entropía los textos llevados a escena en los últimos 13 años.
Piel de Lava, nombre del colectivo de experimentación teatral que integran Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa, es también el título del libro, cuyo subtítulo enumera las cuatro obras editadas: Neblina, Tren, Colores verdaderos y Museo. La característica que vuelve más interesante este trabajo es el procedimiento creativo que viene explorando con excelentes resultados desde su formación en 2003. Una producción colectiva, tanto en la escritura como en la puesta, que ofrece una mirada reflexiva sobre el quehacer teatral.
Como dice Rafael Spregelburd en la contratapa, "las obras de Piel de Lava son ejemplos valiosísimos de una dramaturgia personal, justamente allí donde no hay una persona sola". Cuatro obras, cuatro autoras, en un libro delicioso para quienes disfrutan del teatro más allá del escenario.

jueves, marzo 03, 2016

Posibilidades de la creación colectiva

Por Rafael Quiroga para Perfil Cultura

 

Integrado por Laura Paredes, Pilar Gamboa, Valeria Correa y Elisa Carricajo, el grupo Piel de Lava se formó en 2003 y presentó cuatro montajes hasta la fecha. Las actrices se proponen investigar “las posibilidades de la creación colectiva mediante un método de trabajo que incluye la actuación, la dramaturgia y la dirección”. Los textos de las obras tienen su origen en los ensayos, de donde deriva su carácter abierto, en reescritura constante, que ahora la publicación de un libro cierra en una versión. 
Si se excluye Colores verdaderos, una escena en torno a dos mujeres en una oficina, la creación colectiva es también el tema de la propia dramaturgia. La tensión entre lo individual y lo grupal, las fisuras entre la experiencia aislada y el encuentro con otros, atraviesan el resto de las producciones de la compañía, sea a través de una banda de música dirigida al público adolescente, en Neblina, las conversaciones de fieles y pastores evangélicos, en Tren, y la discusión sobre la curaduría artística en Museo.
s en la última obra donde la reflexión sobre el propio trabajo se vuelve explícita. El proyecto de un espacio destinado a cuestionar la mirada de los visitantes se duplica con la profusión de caretas, citas artísticas y el fotomontaje final que compone los rostros de las actrices en una imagen. Al desconcierto que provoca la deserción de una de las integrantes sigue la convicción sobre la necesidad de continuar. Esa profesión de fe relaciona la creencia religiosa “y aquello que nos sostiene en la actuación”, uno de los ejes de Tren. La atención está puesta en las condiciones de existencia de un grupo y en sus puntos de fuga, en las contradicciones entre la identidad que proporciona el colectivo y los valores individuales.
Perfil Cultura, 14/02/2016

miércoles, marzo 02, 2016

En las entretelas de un clásico

Reseña de Las esferas invisibles, por Pablo Martínez Burkett para Solo Tempestad



A la hora de reseñar se supone que uno debe conservar cierta equidistancia, mantener una aséptica aproximación. Recaudos que deberían extremarse tanto más si uno aborda la exégesis del texto de un amigo. Pero como no tengo el placer de conocer a Diego Muzzio, no soy amigo, enemigo, deudor, acreedor, en fin, no me comprenden ninguna de las generales de ley, puedo decir que Las esferas invisibles es un gran libro. GRAN con mayúscula. Tan grande que le auguro un mañana de clásico. Tiene aspiraciones de clásico, está ejecutado como clásico y deja el sabor único de un clásico. Prometedor ¿no? Y si cumple lo que promete, tanto más.
Y eso que el libro está consagrado al terror, género que exige un pulso narrativo muy fino porque el riesgo de derrapar es grande. No en vano es un género que sigue dominado por clásicos (muy clásicos). Sin embargo, Muzzio se aventura con notable solvencia y no desentona. Es más, se luce. Y mucho.
A continuación, algunas notas distintivas para sufragar este augurio de pronta incorporación canónica.
Ya en el pórtico del libro nos topamos con la admonición de Moby Dick: “… las esferas invisibles fueron creadas por el terror”. Al leerla, no pude evitar el ejercicio de asociación libre y pensé en la música de las esferas, esa abismada armonía que rige el universo pitagórico, enseguida derivé a “La música de Erich Zann” con su espectro maldito, blasfematorio, abominable y sacrílego que acecha desde el ventanal a un violinista mudo; para terminar en “Las fuerzas extrañas”, catálogo anómalo de Lugones que a principios del siglo pasado inauguró toda una cosmogonía vernácula. Clásico tras clásico que remonta a los griegos, atraviesa por maestros de la narrativa del terror y termina en nuestras pampas australes con uno de los mejores esbozos del fantástico vernáculo. Ese es el sabor a clásico que deja Las esferas invisibles. Y repito la palabra porque aspiro a que se asocie lo uno con lo otro: clásico.
Ambientado en el Buenos Aires de segunda mitad del siglo XIX, más precisamente durante la peste amarilla, las tres nouvelles que integran el volumen usan la plaga como hilo conductor para entremezclar Teseos, Ariadnas y Minotauros hasta confundirlos entre sí en un borroneo de los límites entre lo real y lo ilusorio que resulta fascinante porque no necesita de ningún artificio ni truco al uso. Económico, preciso, delicado son adjetivos que amplifican una lectura placentera.
El manejo de los diferentes registros del habla resulta elocuente. Sin empalagar con los costumbrismos, se deslizan aquí y allá con gracia y oportunismo. Por su parte, los personajes están claramente definidos. A veces basta una deliberada pincelada fuera de cuadro para agigantar la soledad existencial en la que viven. Y en este sentido, la ominosa vastedad de estas planicies meridionales se presiente casi como otro personaje. Finalmente, una llamada especial para enfatizar la calculada dosis de ponzoña que va torciendo lo cotidiano hasta volverlo aterrador. Si me tengo que quedar con alguna de las notas tipificantes, voto por esta última.
En cuanto a los relatos, la naturaleza del cuento extraño nos obliga a ser elusivo en la glosa pero digamos que “El intercesor” es una historia dentro de otra historia. La confesión in extremis sirve para estructurar una narración retrospectiva que va enhebrando a Rosas y la Mazorca, el destierro en los fortines como una morosa sentencia de muerte y un carnaval de personajes donde nadie es lo que parece. Es, quizás, el relato donde se hacen más audibles los ecos de Dahlmann o los Gutre y el estudiante de medicina Baltasar Espinosa. En cuanto a “El ataúd de ébano”, dos desertores de la Guerra del Paraguay tratan de medrar con la muerte y sus urgencias, robando ataúdes y cuanto fuera menester. De un equívoco resulta una epifanía redentora. Y por último “La ruta de la mangosta” es, tal vez, el más retorcido de todos los relatos que, con eje en la inveterada costumbre de retratar a los muertos, flota con delicia entre los vapores del opio y una macabra peregrinación de guerra en guerra hasta que se rasga el velo que sostiene la pesadilla que como un corsi e ricorsi, lo trae de vuelta a Buenos Aires.
Ya anticipaba Borges que “…cada escritor crea sus precursores”. Censar los precursores que dialogan en Las esferas invisibles no solo que excede el marco de esta reseña sino que sería por demás aburrido. A modo de colofón recordemos lo que ya decían los romanos: “clásico es lo bueno que perdura”. Sin dudas que este opus de Diego Muzzio está llamado muy pronto a ser, si logré hacerme entender, un clásico.