lunes, febrero 29, 2016

sobre Los incapaces

Damián Ríos, editor de Blatt & Ríos, leyó Los incapaces, de Alberto Montero, y dijo esto:



No es que lea todos los libros que compre ni tampoco todos los libros que reciba, aunque casi siempre leo todos los libros que me envía la editorial Entropía, en parte porque respeto el trabajo que hace y en parte justamente porque admiro el trabajo que hace, sobre todo en lo que respecta a primeros libros y en general con toda la política de autor que tiene. Se me ocurre que son un modelo o son uno de los modelos que tenemos las editoriales. Luego de esta larga introducción voy al punto:

Desde hace dos días estoy leyendo LOS INCAPACES de Alberto Montero, editado por Entropía. Montero nacíó en 1954 y esta es su primera novela. En la contratapa hay referencias a Thomas Bernhard y la referencia se hace ineludible cuando unos se pone a leer la novela, que, digamos, atrapa desde la primera página. El narrador se propone escribir al fin una novela, LOS INCAPACES, y su potencia expresiva y su talento para la subordinada y la digresión hace que esta primera novela sea una sola oración. Una oración que se extiende por 379 páginas, más de 100000 palabras. Casi una proeza estilística, pienso, y tal vez lo sea pero LOS INCAPACES es mucho más que eso. la novela crece en tensión narrativa a medida que avanza. En un momento la novela se hace insoportable por esta tensión entre el narrador, su familia, su ex pareja, su casa. Su casa a la que dedicó mucha energía para construirla y que termina odiando y que de alguna manera se transforma en una cárcel para él. De hecho la novela trata sobre el narrador y su casa y el lugar donde la emplazó: Clayburg, que podría ser Claypole o algún otro rincón del GBA. Si llevo leídas más de 150 de las 379 páginas de las novela quiere decir que me parece más que recomendable, una novela que tiene una sola oración, una sola frase, un solo párrafo, un solo punto y que trata sobre un personaje que está solo. Es más, tengo una batalla personal en cada página porque todo el tiempo entiendo que está a punto de poner un punto, un punto y seguido, pero no, el narrador solo sólo se las arregla para eludir ese punto y me lleva hasta el punto final, aparentemente, el último, el único, el definitivo, el final.

Cuando la suerte que es grela

Horacio Mohando comenta Quiroga, de Alejandro García Schnetzer, para Revista Invisibles

 
 
Novela anclada en la lengua y los modos de su época, Quiroga viene a completar una trilogía involuntaria que hace del estilo –anacrónico, elegante, fatalmente rioplatense- el caballito de batalla del autor, marca registrada de toda su obra que comenzara en el lejano 2008 con su primer libro y su primer caso de toponimia, Requena.
Quiroga escribe. Compone, dirá, “obras de pensamiento”. Esa es su condena. Se queda sin trabajo por eso. Y por usar el tiempo en escribirle cartas a la mujer que lo dejó. Su superior, como argumento, explicándole el lugar que ocupa en el mundo, dicta la sentencia y lo define, sin vueltas y en su propia cara, como un sinvergüenza. Tal vez por eso, asumiendo su condición de desclasado, sin demasiada reflexión previa, apurado por una necesidad real y apremiante, acepta convertirse en contrabandista. Ilegalidad de poca monta, de bagatelas, entre Buenos Aires y Uruguay, yendo y viniendo sobre ese río que un autor definió alguna vez como inmóvil. Esa falta de sobresaltos, esa tranquilidad que apenas se bambolea, es lo que lo lleva a pensar a Quiroga que el espíritu de desgracia que lo rodea, a él y a sus compañeros de travesía, no es una metáfora sino un hecho concreto y desesperante. Por eso Quiroga defenderá sus vicios (la literatura, el amor, sus posibles combinaciones) aunque no sean tan efectivos como método de escape.
Quiroga, el libro, construye su universo a través del lenguaje. Esto que pareciera ser una obviedad es en realidad una decisión estética, una postura, tal vez una declaración de principios pero sin intenciones pedagógicas ni necesidad de establecerse como regla universal. Por el contrario, sumando al análisis la trilogía involuntaria que forma Quiroga junto a Requena y Andrade, ambas publicadas por Editorial Entropía en el 2008 y 2012, lo que parece haber aquí es solo un deseo sencillo, una obsesión profunda y calma a la vez pero siempre pulsante por un determinado período histórico, por una manera de expresarse, por la belleza de las palabras cuando se liberan de la obligación del entendimiento por la simple cotidianeidad. La historia transcurre a fines de los años treinta y el relato parece haber sido escrito en esa época. Error sería suponer que se trata de nostalgia, de rebeldía descontextualizada como la coloquialidad de aquellos tiempos, de poner el pasado como valor solo por ser pasado. Todo lo contrario. El lenguaje, la forma que adquiere, se planta como asumiendo que es la única opción que había para contar esta historia que tiene mucho de tango y de infierno y absolutamente nada de artificio.
La falta de uso y costumbre de algunos términos y expresiones exigirá que el lector además de recurrir al diccionario, recurra también a desprenderse de la desesperación de saberlo todo y volver a confiar en su intuición comprensiva tal como lo hace día a día frente a nuevas expresiones. Mientras se lee Quiroga, además, a veces se sospecha un error, de gramática, semántico. De lo que no cabe duda es que fue deliberado. Una enseñanza más sobre el lenguaje, aplicable, por qué no, al resto del Universo: asumidas las equivocaciones es no solo factible entenderse a través de ellas sino que además es justamente ahí donde se asientan las bases de la gramática del futuro. Porque como dice el mismo Alejandro García Schnetzer, es imposible ser antiguo.  
Resulta difícil de dilucidar si el título y nombre a su vez del personaje principal tiene alusión directa al escritor, usando un término de dudosa justicia geográfica, rioplatense. Otras referencias ligadas directamente a otros escritores argentinos se escapan por estar presentadas con extrema sutileza. Como dato anecdótico, que nada aporta al libro en sí, Alejandro García Schnetzer dice que la historia de Quiroga es un invento sobre la posible vida del empleado que fue echado para que Jorge Luis Borges ocupara su lugar en la Biblioteca Miguel Cané. Esto solo sirve para dar con el año exacto en que transcurre Quiroga: 1937. 
Alejandro García Schnetzer es argentino pero vive, desde hace mucho, en Barcelona. Y acá, es esa distancia que también cruza sobre el agua, lo que hace que su escritura sea tan de acá, tan porteña, tan marcada por ese río de plata turbia que nos une y nos separa de nuestros vecinos confusamente definidos como orientales. Tal como Quiroga, el contrabandista con su exquisito paladar literario (Safo, Luciano de Samosata, entre otros notables) García Schnetzer nos muestra que también somos eso de lo que estamos lejos, también somos lo que apenas reconocemos como historia y que nada nos constituye tanto como todo aquello que escapa, a pesar de nuestros manotazos de ahogado, al entendimiento.
 

miércoles, febrero 24, 2016

No leer la contratapa

Disquisiciones sobre El Sr. Ug..., de Humberto Bas, por Marcelo Ventrice para el blog Mes Causeries



Lo que me pasa con El Sr. Ug... es como el problema de la "h". Nunca recuerdo si [um'berto] se escribe "Humberto" o "Umberto". Luego, descubro que ambas son aceptables (Humberto Tortonese, Humberto Primo, Humberto Grondona; Umberto Eco, Umberto Illia, Umberto Boccioni). Google, gracias por tanto. Queda claro. "Umberto", aunque pierde algo de su origen germano (Hun-preht), le gana por goleada a "Humberto". Caprichos del idioma. Quién sabe.
Pero Bas (vas a menos, vas a más, no vas más, vas adelante, vas atrás, vas bien, vas mal, vas más allá, no vas...), apellido valenciano, catalán, aragonés o francés... Bas es otra cosa, como la _novela. El Sr. Ug... desafía el género y allí radica su virtud: la valentía. Atención, atención. A guardar, a guardar, cada cosa en su lugar. Desafiar cuatro siglos (al menos) de novela moderna puede resultar un gesto demasiado ambicioso. Bas domina el lenguaje con una maestría única, es cierto. Peeeeeeero...
YO: Es como un cadáver exquisito, pura forma, pero ¿y el contenido?
E.: No, porque no es rizomático. 
DELEUZE: El mundo ha devenido caos, pero el libro continúa siendo una imagen del mundo. Extraña mistificación la del libro, tanto más total cuanto más fragmentado. De todas formas, qué idea más convencional la del libro como imagen del mundo. Verdaderamente no basta con decir ¡Viva lo múltiple!... Lo múltiple hay que hacerlo, pero no añadiendo constantemente una dimensión superior, sino, al contrario, de la forma más simple, a fuerza de sobriedad...
YO: Sí, está bien Gilles, decíselo a E. que utiliza el término "rizomático". Igual, volvamos al contenido, ¿se puede escribir eso que llamamos novela a una narración sin contenido?
E.: [Cricrí, cricrí]
(en el campo se escuchan grillos)
QUINTÍN: El Sr. Ug... [es un] perfecto ejemplo de literatura en el margen de las ventas y en el centro de una renovación de la escritura. [Es una novela] que se anima a jugar con el castellano con una alegría y una potencia que yo no encontraba desde Cabrera Infante...
YO: Bueno bueno bueno... ¡Desde Cervantes si te parece también!
GUATTARI: ¿Puedo opinar?
E., DELEUZE, QUINTÍN y YO: ¡Noooo!
BAS: Pero el Sr. Urdanpilleta es un hombre de oídos y no tiene idea de lo que todo el mundo visual sabe: que los grafos son significantes y las anéctodas, los significados; que en la fusión de ambos se confabulan las armonías y desavenencias de los acontecimientos narrados. Si supiera esto acomodaría sus pensamientos para pensar lo mismo; que las pobres letras, o los pobres significantes, están a la espera de que unos ojos se les posen encima. ¿No se cansan los significantes?, se preguntará. ¿No se cansan de esperar y esperar para significar?
En fin. Esto no es una reseña. Esto no es una crítica. Esto no es un análisis. Esto no es una reflexión. Esto no es. En fin. Quise ser original, como Bas, que escribe novelas que no son novelas. (El tachado vino después, claro).

lunes, febrero 15, 2016

Envolvente historia Anacrónica

Daniel Gigena comenta Quiroga, de Alejandro García Schnetzer, para IDEAS La Nación



La tercera novela de Alejandro Schnetzer lleva por título, a la manera de los libros anteriores, el apellido de siete letras de su protagonista. Juan Quiroga es un joven bibliotecario y archivista con ansias de convertirse en escritor. Su estilo, de un modernismo no sólo tardío sino también francamente rancio, le impone un modus vivendi de spleen, insatisfacción y vejez prematura. Heredia, su jefe en la biblioteca de Boedo, en apariencia para encaminarlo en la senda de las bellas letras, se deshace de él y lo envía al local donde un jefe de contrabandistas le brindará instrucciones claras y concisas, como si fuera Artigas, piensa el protagonista que en un instante cambia el escritorio por los barcos de cabotaje. Ahora hará viajes de ida y vuelta a Montevideo a bordo del ensordecedor Ciudad de Buenos Aires para traer mercancías de la costa vecina: chocolates, medias de mujer, tabaco. Luego de ser contratado y notificado de que cualquier trapisonda por parte de él será sancionada a los golpes, el joven vate emprende su primer viaje rumbo a Uruguay.
Allí, en ese microcosmos flotante, Quiroga conoce a otros pasajeros, bagayeros como él, y juntos realizan un viaje que parece condensar varios: "Así como se juntan, se disgregan. Van y vienen: de la carencia al vacío y del vacío al olvido. En el fondo, ¿qué distingue un viaje de otro? Las sutiles variaciones de pasaje o de estación no aportan singularidad. En el recuerdo esas horas devienen un amasijo". En el tiempo mítico del viaje por agua, donde se articulan protofrases hechas, refranes populares y secas sentencias - como "las mujeres lo ablandan a uno", "la vida es un fardo que crece con la edad" o "qué son las palabras sin nuestro asombro"-, Maure, Suárez, Fonseca y Dora, la pícara montevideana, lo adoctrinan, lo educan, lo censuran y le ofrecen un espejo del futuro que, si continúa así, como sugiere la chica, lo aguarda.
Schnetzer ambienta otra de sus tramas arcaicas en un escenario al mismo tiempo determinado y difuso, situado en los años treinta del siglo XX en Buenos Aires. Ambas características, en verdad, están marcadas por el lenguaje que los personajes hablan y que el narrador comparte: "Su mirada repasaba el puerto: la aduana, el dique, los silos, oficinas, almacenes. Hora en que los últimos operarios y demás trabajadores terminaban la jornada, marchaban del mostrador, del yugo, del cadenero". Eso no impide que la voz narrativa evite extrapolaciones que revelan una conciencia mayor, provista de un arco temporal más amplio que el de sus criaturas y con una reserva verbal que incluye líneas de Juan Gelman, José Agustín Goytisolo y Alberto Szpunberg en una envolvente historia anacrónica que interroga el presente de la sensibilidad artística.

miércoles, febrero 10, 2016

La extraña mirada de un poeta soviético

Sobre Mi descubrimiento de América, de Maiakovski.
Por Verónica Chiaravalli para Ideas La Nación.


Abrazó la revolución bolchevique y cuando le llegó el turno cayó en desgracia. Vladimir Maiakovski nació en Baghdati en 1893, fue poeta y dramaturgo, figura central del futurismo ruso, y se suicidó en Moscú en 1930. Sobre los pormenores de su tempestuosa vida, abundan en la Red estudios literarios y biográficos; aquí, apenas algunas consideraciones acerca de Mi descubrimiento de América, obra ahora reeditada (Entropía) que recoge sus impresiones de viaje por Cuba, México y Estados Unidos, entre 1925 y 1926. El poderoso Tío Sam es el gran objetivo del periplo. "El propósito de mi ensayo es impulsar el estudio de las debilidades y las fortalezas de los Estados Unidos en vistas de una lucha lejana", reconoce, preclaro, en las últimas páginas. Y no sorprende el trazo oscilante entre la admiración y el desprecio con que pinta al enemigo. Más inquietantes, en cambio, resultan ciertos apuntes de su paso por México, un verdadero choque de culturas que prenuncia algunas formas de la política caras a la América Latina de las décadas posteriores.
No bien Maiakovski toma contacto con México sobreviene la primera decepción. El poeta esperaba encontrarse en el puerto con los indios bravíos de las novelas de James Fenimore Cooper y lo que vio fue el triste hormigueo de unos sufridos changarines disputándose el yugo y la moneda. Fue, escribe, "como si delante de mis narices transformaran pavos reales en gallinas". A partir de allí, todo será extrañamiento ante la idiosincrasia nativa. El mexicano es "impasible" y la mexicana "se pone harapos toda la semana para vestirse de seda los domingos". Al caer la noche, en las calles centrales, se admira del derroche de luz eléctrica, "que aquí gastan más que en cualquier otra parte, en cualquier caso más de lo que los recursos del pueblo mexicano lo permiten. Es una forma de propaganda de la solidez y del bienestar de la vida bajo el actual presidente".
Lo desaniman las cifras modestas de afiliados al PC mexicano. Y, para sus lectores soviéticos, explica qué se entiende por "revolucionario" en estas tierras, con la crudeza de un mazazo perturbadoramente actual. "Para los mexicanos [revolucionario] no sólo es quien entiende o presiente los siglos venideros, lucha por ellos y lleva a la humanidad hacia el futuro; el revolucionario mexicano es cualquiera que derroque el poder con armas en la mano, no importa de qué poder se trate. Y como en México cualquiera ha derrocado, está derrocando o quiere derrocar a algún poder, todos son revolucionarios. Por eso esta palabra en México carece de sentido, y si aparece en el periódico en relación con la vida sudamericana hay que investigar e indagar más." Una mirada vigente, entre la incomprensión y la lucidez.

Sobre Manigua

Fragmento de un extenso e interesante artículo sobre Manigua (de Carlos Ríos) y Plop (de Rafael Pinedo) escrito por Cecilia Sánchez Idiart y publicado en 452ºF, revista de teoría dela literatura y literatura comparada con sede en Barcelona


Manigua se abre con el comienzo de un viaje: Muthahi ―que, tras convertirse en líder de su clan, adopta el nombre de «Apolon»― debe desplazarse, por un mandato paterno, hacia la provincia costera para conseguir una vaca destinada a ser sacrificada cuando naciera su hermano. Esta práctica ritual ―que finalmente no se consumará―, al poner en relación la muerte del animal con el nacimiento humano, anticipa ya los umbrales eminentemente biopolíticos que la novela se encarga de interrogar, desarreglar y poner en contigüidad: la vida y la muerte, lo humano y lo animal. Manigua focaliza en la precariedad de materiales de desecho para narrar los itinerarios devidas a la intemperie vacilantes en el límite de la supervivencia, bajo la amenaza siempre presente de que una guerra pueda estallar en cualquier parte, por cualquier motivo. Las ciudades, los templos y las viviendas están hechas de plástico y cartón; las herramientas empleadas en la vida cotidiana de los clanes reutilizan restos, basura o materiales poco durables (un cono de papel para tomar agua, un cuello de botella como elemento cortante), y el paisaje urbano en plena descomposición se caracteriza por la opacidad del agua contaminada saturada de «fontanelas de mugre que jamás reflejarían el cielo». En tales condiciones, no parece ya posible refugiarse en ningún interior cerrado, impenetrable: el sitio más seguro de la ciudadela, donde duerme el padre de Muthahi, es «con las gallinas, entre escudos de plástico y mangueras».

Todos son valientes cuando pueden dormir

El Sr. Ug, de Humberto Bas, por Cristian Maier para Solo Tempestad

 
 
Despertar en la madrugada, desorientado, con la amargura de una pesadilla todavía en las cobijas y abandonar toda esperanza de volver a dormir. Escuchar la propia voz en una cantinela incesante que une historias al tiempo que las deforma y, en cierto modo, las inventa; que elucubra, sin decirlo, la posibilidad de que todo sea una invención.
La manifestación de lo real es implacable: son las 03:49, siempre. Entonces aparece el crac de la dislocación entre el tiempo real y el subjetivo, el infierno menor del desvelo. Fragmentos de un minuto como una eternidad y cada instante de esos trozos como infinitos de diferente magnitud, unos más grandes que otros: irregulares. Esta idea que parece una locura no es mía, es de Georg Cantor, héroe de las ciencias formales.
Entre la voz y la falta de sueño, el vecino Urdanpilleta. Una carambola en las circunvoluciones del cerebro. Amado y odiado Urdanpilleta. Cosificado, defragmentado, reificado, idealizado y ultrajado Urdanpilleta. Repudiado en su exacerbada y pulcra bonhomía. Maldito Urdanpilleta.
De todo esto trata a grandes rasgos “El sr. Ug…”, la novela de Humberto Bas (Entropía, 2015). Y deja una definición para enmarcar: “La fortaleza del insomnio está en que lo provoquen. Sujétame, aplácame… Pandorita desatada por la travesura de un intríngulis. ¡O Varios! Y uno va hacia él con los artilugios de una guerra estúpida; té de valeriana, ábacos con ovejitas, leche tibia, ducha fría, ducha caliente, relajación, meditación o paja, paja y paja en los ojos ajenos, sin saber que justamente eso lo engorda. (…) No hay regreso. El día empezó como continuidad del anterior y sin esperanzas de que algo sea diferente. No más chorizos temporales, querido Heráclito”. Una joya.
La prosa de Bas es divertida. “Festiva”, dice la contratapa. “Diestra”. Es, en definitiva, lo que mueve una historia difícil de llevar: la habilidad para hacer que los párrafos se conviertan en algo sorprendente. Las preguntas son obvias: ¿puede lo sorprendente mantenerse a lo largo de las páginas? ¿Si lo sorprendente se transforma en regularidad, puede definirse como tal? ¿Cómo juega, en ese caso, el acostumbramiento del lector al estilo? Con respecto a lo primero, el intento está y se agradece. Para lo segundo y lo tercero, no hay una respuesta unívoca.
Una novela que transcurre en un único minuto es una propuesta arriesgada. Un ejercicio temerario. Es, en principio, una patada a los dientes del concepto clásico de la novela, eso del principio-nudo-desenlace, desde el “había una vez” hasta el “colorín colorado”.
Esta experimentación con la estructura narrativa, que de ningún modo es radical, da como resultado una trama laxa en donde funcionan los fuegos artificiales de la escritura: los relatos desopilantes bien logrados y el efecto de continuidad, que da la sensación de correr siempre hacia adelante, un adelante que tropieza con las 03:49, a toda velocidad.
Los personajes difusos acentúan el cantar frenético de la voz insomne. Y especulamos que si la protagonista es esta última, aquellos personajes con poca profundidad sirven, más que nada, para demarcarla como centro, para demostrar la plasticidad enfática e imaginativa de su lenguaje. Quizás esto suena un tanto retorcido, pero no estamos ante una novela convencional.
¿Es una novela de vanguardia? No. ¿Es una novela convencional? No. ¿Qué es? La etiqueta es riesgosa y algo injusta. Pero diremos, porque hay que asumir el riesgo, que está en el medio: ni tan rupturista ni tan complaciente. La mezcla es armoniosa y muy divertida.

Cómo suscitar el pasado.

Andrade de Alejandro García Schnetzer leído como una ficción reconstituyente de la lengua.

Por Martín Kohan para Mardulce Magazine
 
 
 
Del legado de Borges se ha dicho mucho, y acaso todo; inclusive, llegado el caso, cuál era la mejor manera de sacárselo un poquito de encima. Hubo quienes, además, se declararon herederos de un legado de Bioy Casares: de su veta de narrador cordial, de su condición de contador de aventuras. Menos invocado y menos rastreado, según creo, es otro legado, que no es de Borges o de Bioy pero sí de Borges y de Bioy: el legado de Bustos Domecq. Una veta decisiva, en su irrisión, para contrarrestar la espesa solemnidad de honduras y trascendencias que se les asestó a sus autores, en especial cuando llegaron a viejos (pero Borges fue viejo muy pronto y Bioy no lo fue hasta muy tarde).
El lenguaje de Bustos Domecq, y el propio Bustos Domecq por lo tanto, se forman en una articulación singular de ambición y de afectividad, de proximidad y a la vez de demasía. Tanto Borges como Bioy delimitaron, por medio de la parodia, los registros de un lenguaje en exceso (Borges con la figura de Carlos Argentino Daneri en “El Aleph”, Bioy con su Diccionario del argentino exquisito). También en un borde, pero esta vez de este lado del borde, situaron a Bustos Domecq. No hay menos potencia ahí que en los héroes barriales de Bioy Casares o en las atribuciones erróneas y los traspasamientos cronológicos de Borges. Alejandro García Schnetzer, acaso mejor que nadie, parece haberlo detectado.
¿Qué podría querer decir que los textos de Bustos Domecq son menores? Si se lo dice en términos de postergación, nada; si se lo dice para reivindicar lo menor, mucho. Porque el legado que García Schnetzer retoma (y que transforma en legado posible precisamente al retomarlo) es el de las notables posibilidades de los géneros menores, de los tonos menores, de la notación de lo menor. Su primer libro, Requena, fue editado en 2008 por Entropía en la colección “Apostillas”; el segundo, Andrade, Entropía lo publica en su colección “Novela”. Lo preciso en todo caso es el deslizamiento que se produce entre una cosa y la otra, es decir una novela que conserva lo que fue previamente apostilla, o en todo caso lo que una novela puede deberles a las apostillas o tener de apostilla ella misma.
Más de una vez Ricardo Piglia se valió de Macedonio Fernández para tratar de contrarrestar el efecto Borges. García Schnetzer, es evidente, los ha leído muy bien a los tres; pero Borges no tiene por qué suponer para él una presencia opresiva ni intimidatoria. De manera que Requena parecía resolverse ya en una suerte de combinatoria de elementos borgeanos y macedonianos: por una parte, el paseante de Palermo que atesora una gran biblioteca y practica una caligrafía “enjuta, como de insecto”; por la otra, el maestro en la oralidad que prefiere no publicar lo que escribe. La figura de Requena se nutre de esas dos mitologías de escritor, proclive a los trastrocamientos culturales más heterodoxos (el Martín Fierro leído en sánscrito, Macbeth transpuesto al habla local, Ascasubi pensado como letrista de Wagner, los cantos del truco compuestos en verso libre) no menos que a las especulaciones más o menos filosóficas sobre inexistencias (“Puede haber días que no existimos y otros que sí, ¿se acuerdan?”) o sobre mismidades a lo largo del tiempo (“Haga memoria. Acuérdese de los tiempos de Vespasiano. Todo igual (…). Acuérdese ahora de los tiempos de Trajano. De nuevo, todo lo mismo”).
La figura de Requena, retratado desde la perspectiva discipular de sus seguidores en las tertulias de café, señala desde la literatura un tipo especial de lealtad al pasado. Su menosprecio por Marinetti y la vanguardia futurista parece deberse menos a su condición vanguardista que a su disposición al futuro; Requena, por su parte, sarcástico pero melancólico, conserva una gran colección de diarios viejos, que lee como si fueran actuales. “Cualquiera diría que jugaba con el tiempo –dice García Schnetzer–. Y acaso eso hacía, pero no de un modo artificial, ¿cómo explicarlo?”.

Este juego con el tiempo, con un tipo de pasión por lo ya sido, queda acaso sin explicación, pero permite en cualquier caso definir al Requena de Requena no menos que al Andrade de Andrade. Porque también Andrade transcurre como quien dice en otro tiempo, pero no en un tiempo real y verificable que pueda fijarse en la historia empírica, sino un tiempo de la evocación al que la propia evocación otorga existencia. Es decir, un ejercicio de nostalgia pura y neta; la que crea su propio objeto, y lo crea ya perdido. En Andrade aparece un anticuario, una librería de viejo, una ida a una botica a comprar un reconstituyente. El temor al olvido acecha a Andrade (“fijó la mirada en la foto de Esther, retrato que conservaba por temor de olvidar su rostro un día”) y lo vuelve particularmente sensible al presente y a sus cambios (“Café Central. El Gaulois no existe más, actualice”, le recomienda a Galíndez; y más adelante de nuevo: “El Gaulois cerró, insisto, ahora se llama Central. Usted es un reaccionario”).
La fórmula de Andrade no es la de lo reaccionario, es la de lo reconstituyente. Y lo reconstituyente (que no es vuelta ni rescate, sino un volver a hacer lo que fue) opera en el lenguaje como dispositivo privilegiado. El lenguaje es su reconstituyente, porque es más que evocador o retrospectivo. No interesa a la escritura de García Schnetzer si alguna vez se habló o no se habló así, porque lo que buscan sus personajes y sus textos no es restablecer un pasado, sino suscitarlo. Su verdad no está en lo añorado, sino en el tono añorante; lo que sus palabras añoran no importa, importa la verdad de su añoranza. Por eso es definitivamente cierto lo que firma Juan Gelman en la contratapa del libro, que “el verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”; y no porque García Schnetzer cultive hermetismos de la pura forma, sino porque el lenguaje de la evocación se impone sobre los objetos que pudiesen ser evocados. De hecho Andrade dice en un determinado momento: “Nadie es lo que era… además, qué éramos”. Y así revela su comprensión del mundo que habita: de lo que fue y ya no es más, no se sabe lo que fue; se sabe que ya no es más. 
Andrade revela su faceta de comicidad apenas se la piensa como una novela triste, pero en cuanto se la quiere pensar apenas como una novela de risa, desprende una tristeza tremenda. Su personaje, en el comienzo del relato, aparece silbando un tango. Y lo último que habrá de escuchar, en el final, mientras el barquero lo cruza en un bote sin regreso, es a alguien que silba un tango: empieza con “Flor de fango” y termina en “Soledad”.