miércoles, abril 27, 2016

Poesía polifónica

Por Antonio Jiménez Morato para el blog de Eterna Cadencia



Una lectura en tándem de Requena, Andrade y Quiroga. Las novelas de García Schnetzer, todas publicadas por Entropía, todas con el apellido de sus protagonistas como título, todos de siete letras, muestran el vínculo sólido del autor con la poesía.
Podrían leerse como una trilogía las novelas que Alejandro García Schnetzer. Muchos lo han hecho. Quizás porque, voluntariamente o no, muestran una unidad que posiblemente el autor ni siquiera sospechaba cuando las fue tramando. Pero también, por qué no, puedan leerse como los tres primeros ladrillos de una construcción de más largo aliento, que termine abarcando toda la obra de García Schnetzer, formada por un ejército de novelas tituladas con apellidos formados con siete letras. Porque si hay algo que ha ido consolidando a través de estos tres primeros libros es una voz. Una que es única e intransferible, fraguada con las lecturas de literatura clásica del Plata, de canciones y, sobre todo, de distancia. Sería muy complicado forjar un estilo tan definido bajo las presiones constantes de una lengua coloquial en la que uno se ve envuelto. García Schnetzer vive en Barcelona, y en medio del español catalanizado en que se mueve resulta menos complicado crear su estilo literario. Una de las apreciaciones que siempre se hacen sobre sus libros es que ha sabido fijar la lengua de esa primera mitad del siglo que materializa en sus personajes. Lo ha leído uno en varias ocasiones: la capacidad de estas novelas de transportarte al pasado, a una lengua desaparecida, a un mundo que se extinguió con la llega de las televisiones. Y creo que esa recepción de sus libros habla muy a las claras de la capacidad de García Schnetzer como escritor, porque ha sabido vender una ficción perfectamente trabada a todos esos lectores. Sus novelas son máquinas ficcionales, constructos, y su habilidad pasa por conseguir que los lectores las lean como documentos de un pasado que nunca existió. Existieron, sí, los referentes, existió buena parte del léxico que despliega, pero no era así ni la sintaxis, ni la cadencia verbal. Basta con releer a Arlt, a Mallea, al primer Borges, a Bioy, a tantos otros, para ver que no era así el modo en que se hablaba o se escribía en las orillas del Río de la Plata en aquellos años. Y esto, lejos de ser un demérito de García Schnetzer debe ser reivindicado como su mayor logro, lo que nos permite atisbar la estatura de este autor de cara a esa producción futura que ansiosamente esperamos.
Como bien recuerda María Negroni en las palabras que aparecen en la contratapa de Quiroga, los personajes de estas novelas son «prismas de lenguaje». No son en sí unos personajes visualizables sino audibles. En medio de una avalancha de literatura superficial que concibe la modernidad como un asunto icónico, y siembra sus narraciones de pixeles y referencias cinematográficas o fotográficas, García Schnetzer no ha olvidado que la literatura es lenguaje y, como tal, entra más en el negociado del oído que en el del ojo. Y tiene el acierto de, pese a ello, no integrar ese campo asociativo en sus historias del modo más simplón: con canciones o referentes radiofónicos. No, al contrario, lo que hace es vehiculizar los hechos que novela mediante mecanismos puramente lingüísticos. Por eso sus novelas están basadas, ante todo, en conversaciones, conversaciones en las que las acotaciones son las imprescindibles y es mediante la diferenciación de las voces como el lector puede dilucidar quién dice cada cosa. Ahí radica la fascinante capacidad de García Schnetzer de doblegar al lenguaje. Marcelo Cohen, en otro título de la misma editorial, Música prosaica, recordaba lo que muchos parecen haber olvidado, que las variedades del castellano no son tanto léxicas como sintácticas, y en estas tres novelas (Requena, Andrade y Quiroga) eso se lleva al extremo: cada uno de los personajes tiene su sintaxis, su particular cadencia verbal. Si se relacionan entre sí, si hay algo que los une, es la misma cercanía de esos tonos, como se dice en un pasaje de Quiroga: «No es que fueran semejantes las maneras del hablar, caminos clausurados se diría, pero se parecían las voces, más que nada en la intención.» Y, como es obvio, es ese cuidado microscópico por la dicción, por el modo en que esa polifonía se funde en un mismo tono narrativo, lo que ha provocado el interés que los poetas parecen sentir por las novelas de García Schnetzer. No creo que sea casual que, salvo en el caso del primero de los libros, los otros dos hayan sido presentados desde sus contratapas por poetas y no por narradores. Acaso lo lógico habida cuenta su condición novelística fuera haber buscado el refrendo de autores afamados en su condición de narradores, pero no, tanto Juan Gelman como María Negroni son poetas, excelentes poetas, y si han sentido interés por estas novelas es precisamente por el profundo calado poético que destilan, por su condición de artefactos lingüísticos y no tanto narrativos. Salvando las distancias, podría decirse que García Schnetzer pone en práctica narrativa la idea del drama em gente de Pessoa. Donde el poeta portugués presentaba un espacio de intercambio estético, las novelas de García Schnetzer se atreven a hacer de ese intercambio estético una herramienta de un desarrollo narrativo.
Porque leídas de modo sucesivo, como hice yo con la intención de escribir estas líneas, en una relectura tan intensa como placentera, se hacen más patentes no ya las estructuras narrativas de cada una de las novelas sino los hilos que las enlazan. Si bien la primera, Requena, se centraba más en Palermo y en la figura de un maestro oral, mentor de un grupo de rendidos discípulos que dialogaba de modo directo con uno de los últimos libros de Antonio Machado, Juan de Mairena, la segunda, Andrade, se ubicaba un par de décadas más tarde en la zona de Plaza de Mayo y las librerías de viejo, para trazar una metáfora de la muerte que se cerraba con la partida de un barco en medio de la noche, y es justamente en un barco nocturno donde se trasladan de Buenos Aires a Montevideo los contrabandistas de Quiroga. Por otro lado, las narraciones se vehiculizan, como se ha dicho, a través de conversaciones, pero siempre se trata de conversaciones entre hombres, llenas de los sobreentendidos y alusiones propias de ese tipo de conversaciones, y, pese a ello, también desarrolladas en medio de los formulismos y protocolos que la sociedad impone en el trato social. Es en esa tensión entre lo íntimo y lo público donde tienen lugar las tensiones argumentales de las novelas de García Schnetzer y es ahí y sólo ahí donde debe buscarse lo que tienen de profundización histórica al describir unos modelos de relación ya desaparecidos, pero no en el lenguaje, ya que el lenguaje es plenamente actual o eterno, elijan el punto de vista que más les convenga, porque es, sencillamente, poesía.

lunes, abril 25, 2016

El libro de otro

Martín Kohan sobre Los incapaces para Perfil Cultura

 
Los incapaces está escrito como si fuera el libro de otro. ¿A qué me refiero? A lo que el propio Alberto Montero, su autor, denomina sus “maneras bernhardianas”.
En efecto, la novela entera está compuesta bajo la forma de un soliloquio envenenado, de una murmuración rabiosa y pesimista, esas repeticiones y marcaciones rítmicas de un maniático machacar que todo lector de Thomas Bernhard reconocerá de inmediato.
No por eso, sin embargo, resultaría justo reducir Los incapaces a un eventual remedo imitativo, a la estilización epigonal de lo que ya, en el original, es puro estilo. Por el contrario, lo de Montero resulta una proeza literaria. Primero porque, sin dudas, las “maneras bernhardianas” son muy difíciles de lograr (y muy fáciles de malograr con imitaciones de superficie); y segundo, porque el agobiante malestar del narrador de Los incapaces se plasma tanto mejor por medio de esas maneras ajenas.
Y es que, en medio del fiasco absoluto de esa existencia deplorada, lo poco que puede rescatarse y atesorarse es un puñado de lecturas grandiosas: Faulkner, Joyce, Beckett. Y Thomas Bernhard. Bernhard es casi lo único bueno que la vida le deparó al narrador de Los incapaces. Sus tonos y sus cadencias funcionan así gracias a la escritura impecable de Montero, como una especie de redención literaria para un mundo personal sin esperanza de una redención de otra clase. ¿La literatura salva? Claro que no. Pero promete una salvación a quien no tiene otra cosa de que aferrarse.

Una precisa alucinación

Por Augusto Munaro para Radar Libros

 
 
En Los incapaces, su primera novela, Alberto Montero construye la voz de un narrador que se propone describir una caudalosa novela de vida, pautada por las crisis de lo moderno, el matrimonio y la familia. Un ajuste de cuentas que es, a la vez, un notable esfuerzo narrativo.
Alberto Montero, tiene algo más de sesenta años de edad y publicó ésta, su primera novela. Los incapaces progresa por acumulación; consta de más de 400 páginas y en su encadenado y reiterado devenir, narra la historia de un analista llamado T. Monroe quien describe en tiempo presente, por “enésima vez y de un solo tirón”, una novela. El relato de su vida en el suburbio de Clayburg. Su viudez, la construcción de su casa “inhabitable”, el recuerdo de un amor que no pudo del todo concretar, y, desde luego, su calvario familiar. Escribe, por lo tanto, lo que dictan sus asociaciones para “reconocer y aceptar”. Una voz que busca la liberación de elementos perturbadores para poder así asimilar “todo lo que nunca fue”. Con la cabeza apestada de obsesiones se pone a escribir sin repasar, ni corregir. Es decir, lo hace sin detenerse, desde la primera a la última página, en una lucha contra la destrucción del tiempo y del olvido.
Hay, pues aquí, una función catártica. Avanza como un mantra, como una figura retórica utilizada para significar la repetición neurótica del sujeto a fin de fijar y reforzar un pensamiento circular, ligeramente espiralado. Pues es precisamente en esa sutil deformación, donde van infiltrándose las variaciones. Así, T. Monroe, siguiendo su dictado existencial, alcanza a capturar en la pantalla de su computadora, el impulso legítimo de su “desesperación”. Un narrador que habla de su pasado y su ruina presente, desgranando recuerdos de toda su vida con un fluir imparable en el que el lector debe sumergirse para apreciar su singularidad expresiva. Siguiendo ese dictado existencial, dijimos, el lector pronto se percata de que no hay en Los incapaces un orden singular, sino una pluralidad de órdenes. Por eso mismo, se trata de una novela simbólica, ya que todo símbolo no es imagen sino pluralidad de sentidos. Ahora bien, a pesar del carácter dislocado de la narración, en su aparente “desorden” y “caoticidad” –que, convengamos, intenta presentar la conciencia del narrador – ,Los incapaces, paradójicamente manifiesta una estructura cerrada, coherente y armónica que se logra gracias a la coordinación y a la reiteración, como aspectos que rigen y sustentan la contextura y euritmia del texto.
A través de una lógica alucinada pero muy precisa, la voz de este personaje es tan potente que no sólo es una primera persona, además, alcanza a ser un monólogo interior o corriente de la conciencia. Un flujo narrativo torrencial, que exigirá una especial concentración del lector. Un discurso algo trastornado: la vida llena de errores y torpezas, de pequeños goces e incomprensiones. Los extravíos de la memoria, también, sí; las relaciones entre los miembros de la familia; la emulación social; la soledad del ser humano…
En el plano del lenguaje, no hay demasiada plasticidad (no estamos ante un texto que responde a una línea lezamalimesca), las adjetivaciones son las necesarias, controladas. Las referencias formalmente explícitas a su mentado Thomas Bernhard son reiterativas (por ejemplo: no hay un solo punto aparte en toda la novela), igual que las de William Faulkner, James Joyce; no obstante–estilísticamente- Montero está más próximo a la técnica del presente puro ensayadas, ya con anterioridad por el chileno Carlos Droguett (Eloy, 1960) y los novelistas españoles Juan Benet (Una meditación, 1969), Juan Goytisolo (Juan sin tierra, 1975) y Miguel Delibes (Cinco horas con Mario, 1966). Obras que –hace ya más de medio siglo– coronaron largos y penosos procesos de escritura en torno al replanteo radical de las estructuras narrativas. A diferencia de Faulkner, su estilo no está forjado a través de frases largas, o una sintaxis laberíntica, y un vocabulario esotérico, sino más bien llano, depurado de metáforas. Incluye saltos temporales, magníficas digresiones. Su sistema de escritura, austera de teatralidades, parece reducirse al estilo crudo e incisivo de su propia obsesión. Montero, así, intenta otra realidad psicológica a través del uso crítico del lenguaje.
Un largo y pesimista aunque auténtico soliloquio, en donde T. Monroe, representante de la pequeña burguesía, no deja de reprocharse por la muerte de su mujer; su fracaso matrimonial; la huída de casa de su hijo Farley; su hermano Marshall quien lo estafó económicamente; su frustración personal ante la ciudad plagada de gente “que ni siquiera es gente, sino a lo más, mulas, ciegas mulas atadas”… Una voz que, a su vez, es un retrato crítico de los valores morales heredados de la sociedad moderna, el sexo, el dinero, el matrimonio, la religion, y sobre todo: la familia. Un ajuste de cuentas. Pero si hay un motivo por el cual deberíamos examinar la novela con más detenimiento, es por su intento de combinar la sucesión y la simultaneidad de los hechos evocados y descritos, con el fin de ilustrar la incapacidad humana para sustraerse de sus propias obcecaciones y limitaciones.

Siluetas de expresión olvidadas: entrevista a Alejandro García Schnetzer

Por Luis Adrián Vives para Evaristo Cultural

 

Tango, barco y contrabando. La percepción, entre razones y emociones, va tejiendo peripecias que intensifican el sentido de cada elemento elegido, por necesario, en la narración.
Una realidad conocida y también pensada; un ámbito de especulación que, con fuerza de tango, rompe la cuarta pared en cada página, en cada escena. Así corta cualquier distancia con el lector. Como en El Sur -de Borges-, un  tiempo, un Juan de los años ´30 en una Biblioteca, un destino que puede ser despiadado,  un sueño y un puñal ajeno con el que se escribiría, en principio, el final de la historia.
Un lenguaje que, en pasajes, ensambla con el vigente entonces, con el de la guardia vieja.  Diálogos y reflexiones.  El argot local -rioplatense- que abarca palabras, frases y expresiones.
Un vocabulario activo en esta novela corta. Una contextualización de tiempo y espacio. El lenguaje de la época como instrumento. Como la edad variable durante un tiempo; como la vejez, mediante la vida. El tiempo, la vida y el lenguaje como nexo. Literatura y poesía.
“Fuera de este idilio trunco, padecido como una trepanación, los años en la Biblioteca fueron un tiempo agradable. El salario, frugal, le había abierto las puertas de un cuarto de pensión, donde pudo experimentar la autocompasión del pobre y la bohemia libresca. Contrajo fiebre lectora, una verdadera fruición por conocer las obras cumbre del pensamiento. Al azar de sus lecturas apenas llegó a entender muy pocos libros, pero cuántas conclusiones, cuántas verdades pasaban ante sus ojos; poco le importaba que fueran aparentes o inútiles, la cuestión de fondo era superar el desorden y la ignorancia en el plano sensitivo; que no es poco.”
El protagonista, Juan Quiroga. El punto de partida, aquella Biblioteca; ¿cómo se define esta elección?
Desasosiego. Suelo preguntarme por los muertos, gente que intuyo o derivo. El recuerdo que dejaron en las cosas. En Quiroga me pareció adivinar al tipo que echaron de la biblioteca de Boedo, para hacerle sitio a Borges, en el año ’37. Ya después, con un nombre y dos tres taras, la neurosis hizo el resto.
Pensaste en un entorno apropiado; así  aparecieron Maure, Suárez y Fonseca. La pregunta es ¿desde dónde llegan a tu cabeza estas siluetas, estas esencias de época?
No lo sé, no tengo idea… se van juntando por la tonada. Será gente que traté, leí en libros o en canciones, que suponía olvidada y volvió.
¿Cuánto pesa el amor en tu novela?
Sus accesorias pesan, y de todas ellas, la pena extraordinaria de la pérdida o la ausencia. No hay salida; en el fondo de nosotros está el pecio. El pensamiento interroga siempre en vano la vivencia, por eso no tiene centro.
¿Cuánto pesa el tiempo y las edades?
De muy joven sentí haber agotado mi provisión de fluido nervioso. Dada la naturaleza de mis intereses y aversiones, me reconocí bien pronto en la tercera edad.
¿Qué idea tenés sobre “el destino”?
Un conjunto de pesares que se organiza.
El lenguaje literario “culto”, por una parte, y en “la vereda de enfrente” palabras y expresiones que funcionan como factor de integración de un sector social determinado. ¿Es lícito hablar de una vereda de enfrente?. De ser así, ¿cuál de estos dos imperios del lenguaje estaría contando, hoy, con mayores posibilidades de cruzar de vereda sin perder su fuerza o su potencial? Te pido una reflexión?
Más que veredas y lenguajes literarios, podría pensar en ríos subterráneos, en arroyos entubados, canales aliviadores. De lo «culto» me interesa la bruticia; por la vereda no voy, «me gusta lo desparejo». Las preocupaciones de la crítica literaria sobre cuántos alfileres caben en el cabeza de un ángel, me superan.

¿Qué podés decirnos sobre la producción cultural, la crítica y el mercado en Barcelona?
Una de las producciones culturales más destacadas que ha dado esta ciudad es la edición original de Pago Chico, de Roberto Payró en 1908. Por otra parte, la colección de románico del MNAC es sobresaliente. Sobre la crítica… no creo en más crítica que la del propio artista en el momento del hacer. Y en cuanto al mercado… en fin, diré que el señor Alibeck, puestero del Mercat de l’Abaceria, ofrece la mejor cocina libanesa del país.

Hablemos, puntualmente, del argot en las costas del Río de la Plata; hablemos de ese tiempo y del por qué de este rescate.
Hablemo’. No creo rescatar nada en el sentido arqueológico, más bien creo habitar una isla doble, una ínsula duplicada. Vivo en Barcelona, es decir fuera de ambiente; y habito un territorio de lenguaje clausurado, ya ilegible, terminal. Esa segunda isla surgió por acumulación de sedimentos verbales, de naufragios y deshechos. Una imagen aproximada sería la de Robinson departiendo con la osamenta de Viernes en una lengua muerta.

¿Qué decir de los amantes de la lectura, en este tiempo?
La idea de lectura y amor me rebota en la frente. La lectura que reconozco es la que opera como una horadación, que se proyecta en el tiempo de manera soterrada, ya sin libro, en la memoria; pero sobre todo me interesa la desfiguración, el desorden posterior de la lectura, porque la ruina cuenta más que el monumento.
El Sur, de Borges, reúne elementos tales como el tiempo, la Biblioteca, el destino, el sueño, la fiebre, las pesadillas; el protagonista también es un tal Juan y, en ese cuento, un puñal corta la historia dando lugar a interpretaciones. En ambos casos, todo ocurre en los últimos años de la década del treinta. Y en ambos casos el protagonista es cautivo de las lecturas. En el cuento de Borges: “…La fiebre lo gastó y las ilustraciones de las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pesadillas”. ¿Podemos ver en Quiroga un homenaje implícito o, tal vez, en El Sur una suerte de inspiración?
El homenaje, la misa, la rosa en la sepultura… no cojeo de ese lado. Yo he escuchado a los muertos con lo ojos, y converso con ellos a mi modo. Me he visto en la situación de reproducir expresiones suyas porque han dicho bien o mal, es igual. Importa su resonancia. Toda originalidad es un gran malentendido, en el pasado está todo. En mi caso, creo que la obstinación del recuerdo, la dependencia, el fárrago de la memoria, entredicen lo que me preocupa.

¿Qué podés decirnos de tus preferencias y/o influencias? ¿Cuáles han sido y son tus lecturas predilectas?
Suelen afectarme las obras de músicos y letristas uruguayos, por sus modos de nombrar o de decir, que no tienen parecido. Incluso quienes no cantan. Por caso, Gustavo Ripa, artista de talento fino, cuya música compendia la obra múltiple que prefiero. Las tres calmarías de Ripa son instrumentales, y logran decirlo todo. Ojalá se pudiera escribir como su guitarra dice y calla. De las otras preferencias, diré dos: Josep Pla y Joan Coromines. Y también los escritores a los que el tiempo arrasó; incluyo a los traductores, a los más duros de oído…  Tuve un amigo francófono, muerto ya, obcecado en traducir a Strindberg al castellano. Una vez me dio a leer un párrafo, redondo, que acababa de pulir. Le pregunté si Strindberg había dicho algo tan bueno.  «Lo ignoro –me dijo–, para eso habría que saber sueco».

¿Cómo describirías tu proceso de escritura? Y ¿qué podrías decirnos sobre el lenguaje, la trama y el argumento en relación a cada una de tus novelas?
Para mí, escribir es algo lioso, denso, confuso, nunca intervengo sino tarde y malamente, con el verbo ya encarnado. Voy anotando fragmentos y hecha regia provisión, los recorto finalmente, al piso los tiro luego y les doy agrupamiento. Cuanto sé de mi escritura es que trabajo con el bronce de Quevedo, y sólo puedo hacer eso, más bronce. También sé que las expresiones que registro cuando escribo, se apreciarían como una mancha roja en toda composición no paródica. Pero si uno escribe enteramente en rojo, no hay contraste, no hay parodia, sólo desesperación.
¿Tu punto de vista sobre el encuentro de la prosa con la poesía?

Durante la escritura no pienso en categorías. Y en la lectura tampoco. Descifro dentro y pienso por fuera del texto. Todo texto es una tapia y hay que arrojar por encima los yuyos de la razón, arrancados de raíz. Opino que esos útiles platónicos (la prosa, la poesía, etc.) juegan su humilde papel en la circulación, la academia, con sus tristes sucedáneos que amortajan y resecan. No sirven para pensar.

Las galerías de la memoria

Edgardo Scott escribe sobre Niño Enterrado y Dark, de Edgardo Cozarinsky para Ideas La Nación


La leyenda dirá que Edgardo Cozarinsky también cenaba con Borges, con Silvina Ocampo y con Bioy hasta que se fue a vivir y a filmar a París en los años setenta, que después dio a conocer un libro único como Vudú urbano, allá por 1985, pero recién en el año 2000, tras sentir en el cuerpo el roce amenazador de los años, comenzó a publicar sus ficciones y ensayos; esos libros que, de algún modo, se habían estado labrando durante toda su vida. Dark y Niño enterrado, salidos casi en simultáneo, rinden cuenta una vez más de una sensibilidad heterodoxa que se mueve con elegancia, ironía y piedad tanto en una oscura y dinámica novela de iniciación (Dark) como en una memoria breve y extraña, a la vez autobiográfica y viajera (Niño enterrado).
En Dark, Cozarinsky retoma y varía con expresiva concisión una de sus insistencias: la educación sentimental, la iniciación urbana de esa juventud de posguerra y posperonismo que crecería a la par de todas las nuevas condiciones que han regido la segunda mitad del siglo XX y, acaso, las ruinas y fantasmas de esta primera mitad del XXI. A esos jóvenes de ayer Cozarinsky siempre parece deberles una crónica más, una elegía más. Y como lo hiciera en "El viaje sentimental" o en La tercera mañana, en Dark hay un muchachito curioso y ávido de experiencias que busca huir de ese familiar mundo burgués venido a menos, aquellos hogares, como se dice en la novela, de "obstinada clase media, tan impermeable a la vocación del hijo como a toda excentricidad de conducta".
Cozarinsky ha confesado en Blues y en otras ocasiones su admiración por Carlos Correas. En Dark parece declarar esa influencia de la manera más concreta e implícita: reescribiéndola. Los dos personajes, la inesperada amistad entre Andrés y Víctor, con su correspondiente asimetría de edad y de clase, reeditan y modulan la misma atracción de "La narración de la Historia", el relato de Correas, y también de la primera parte de Los reportajes de Félix Chaneton. Pero en Dark la atracción tiene una variación clave, un erotismo y un peligro diferente; "Un peligro cuya intensidad estaba alimentada por la ausencia de todo contacto físico con el amigo". Esa ausencia de contacto físico también conjura el misterio de la trama; porque los cuerpos que no se tocan están determinados por la política de la época, es decir, una política represiva y perversa.
Como Edad de hombre, de Michel Leiris, o como las memorias de Elias Canetti o Sándor Márai, pero también con ese registro que el propio Cozarinsky ya exhibió en Palacios plebeyos, Niño enterrado es un conjunto -collage- de relatos autobiográficos narrados, sin embargo, en tercera persona. La distancia justa para que la cámara, a la vez que percibe de cerca, se repliegue y reflexione. Con un lirismo reposado y apenas melancólico, Cozarinsky es un flâneur que recorre Plaza Miserere, el pueblo de sus mayores en Entre Ríos, el Berlín Este de la Guerra Fría, Cannes, París o Londres con ese radar exquisito para captar en la vida las epifanías que después "buscan imponer alguna forma a ese desorden de pérdidas y desastres que llaman experiencia".
Niño enterrado es el contrapunto, el mellizo sentimental y más justo, treinta años más tarde, de Vudú urbano. Como aquél, también está escrito a partir de citas y postales dispersas que la memoria entrega o inventa. Así como en Vudú urbano "el exilio del que se habla y que habla es el del hijo", en Niño enterrado están las cartas y apuntes del regreso, de la vuelta a casa. El viajero abre su valija y recupera los regalos, souvenirs y recuerdos. Cozarinsky sabe retratar en apenas un detalle, un plano o un gesto ese tipo de invariables, amargas o felices, que desnudan o resumen el espíritu de un hombre o incluso el espíritu de su tiempo.
Experto en la miscelánea y el entrevero, cine y literatura, ficción y no ficción, Niño enterrado y Dark son dos nuevos paseos de Cozarinsky por las galerías de su memoria, hecha de historia y literatura, de un autor que supo escribir que los cuentos no se inventan, se heredan.

miércoles, abril 20, 2016

Navegando a la deriva

Por Rodrigo Fernández para El Popular de Olavarría

 
Quiroga se encuentra un poco a la deriva. No sabe qué debe hacer de su vida y mientras tanto se embarca en un trabajo que le permite pensar y distraerse de su destino. "Quiroga", de Alejandro García Schnetzer, en Editorial Entropía.
Un escritor siempre debe organizarse en favor de su propio universo. Sentar las bases de lo que será su obra sobre algunas cuestiones básicas que no sólo definirán sus personajes, sino también sus tramas. Un lugar al que volver. Con "Quiroga", Alejandro García Schnetzer completa una trilogía de nouvelles que tienen en común una época, un escenario que se ubica entre Buenos Aires y Uruguay, la nostalgia de sus personajes y una sensible manera de narrar. Con 25 años, Juan Quiroga se debate entre la escritura, una bella mujer que lo ha subyugado y un trabajo que lo distrae de sus verdaderos emprendimientos. Un día su jefe lo llama y lo convence de que debe cambiar de trabajo. No hay lugar allí para un espíritu libre como el suyo. A Quiroga todo le suena raro y en un primer momento siente que lo ha perdido todo. Pero su jefe le ha dado una dirección y un contacto y hasta ahí se encamina para obtener la promesa de un empleo. La ruta de los "bagayeros" comienza en Buenos Aires y sigue hasta la orilla oriental. El contrabando parece ser moneda para sobrevivir en el barco que Quiroga comparte con otros de su mismo pelaje y con familias enteras con lazos en el Uruguay. "Mientras no aprenda usted a pensar, la confusión tomará el estandarte y lo guiará por caminos que conducen; uno a la pereza, el otro a la enajenación", le dice el viejo Maure en algunas de las divagaciones en las que se pierden mientras el barco se mueve y a la deriva van sus pensamientos. Pensar y divagar es el deporte preferido de los hombres que mitigan la espera. Quiroga y los otros están sumidos en un vaivén, en un movimiento perpetuo que los sostiene y los justifica. Sobre la proa o la popa, sentados en el salón comedor o descansando el cuerpo en algún camarote, se imaginan un mundo que los tiene como protagonistas. Dueños de sus destinos y herederos de una suerte que no los esquiva. Ellos saben que navegan a la deriva sin embargo el azar es su dios cotidiano.
Hay un estilo particular en la escritura de Alejandro García Schnetzer que no se puede dejar de destacar. Es lo primero que como lector tuve en cuenta y lo que me sigue llamando mucho la atención. Una trama sencilla pero con descripciones precisas de los escenarios, pero haciendo un fuerte hincapié en la psiquis de los personajes, que con la publicación de "Quiroga" el autor termina de pulir.

Los incapaces

Por Juan Comperatore para Revista Otra Parte Semanal


Numerosos escritores han intentado conjurar el dilema de la originalidad; o, para decirlo de otro modo, narrar con cierta soltura sin tener que recurrir a las esclusas de la subjetividad. Una de las maneras más productivas de encararlo, o la que mejores rendimientos ha dado, es la de adoptar una exigencia, en grados variables de coacción, con la promesa de alcanzar la nueva perspectiva que otorgue el distanciamiento. Otra es asumir el fracaso desde el comienzo y hacerlo obra. Son exiguas las ocasiones en que estas maneras se ofrecen juntas. La primera novela de Alberto Montero da cuenta de una de esas prerrogativas. Los incapaces es la mordaz diatriba que el analista T. Monroe (anagrama del autor) arroja al mundo como quien esputa un encono largamente fermentado. Recluido en una desapacible vivienda, extravagancia arquitectónica producto de su “desvío mental”, construida con sus propias manos y afincada en el imaginario suburbio de Clayburg, Monroe se dispone a escribir lo que será su primera novela: Los incapaces. La plétora de tentativas inconclusas da una idea no tanto del esfuerzo que conlleva escribir como de la procrastinación que lo acucia. “Todo nuevo intento no es más, me digo —escribo—, para mí, que una nueva manera de fracasar”, dice el protagonista en una paráfrasis del lema beckettiano. Sólo que esta vez algo parece haber cambiado. O casi. Ante la inminente “barbacoa” de su odiado hermano Marshall, envalentonado por unos tragos de jerez, asume la imposibilidad de concluir cualquier intento, trasmutando esa rémora en la materia del relato. Se dispone, entonces, a escribir sin ningún miramiento para con su persona, ni para con los otros, con el anhelo de encontrar algún paliativo a su situación. Para esto cuenta con sus maneras bernhardianas de hacerse a la palabra escrita. Suerte de vampirismo textual, este afán emulador es una forma de desprenderse, al menos por un rato, del lastre del yo: “Como si, efectivamente, no fuera yo el que estuviera escribiendo, sino como si lo estuviera escribiendo, propiamente, mi admirado Thomas Bernhard, o, al menos, como si se estuviera escribiendo a sí mismo, lo que escribo, por mí través”.
La referencia a Bernhard es, por un lado, temática: encierro del personaje, rencillas filiales, imposibilidad de escribir; y formal, por el otro: el uso de la repetición como principio constructivo. Si Flaubert inventó la literatura del siglo XX al erigir la frase al estatuto de objeto, Montero lleva al límite esta posibilidad: Los incapaces consta de una única frase que se despliega (y pliega) como fuelle de bandoneón, buscando su propio reverso. Una voluta con rumbo insondable y afán purgante: puro derroche. Y en el centro de esta deriva se encuentra Manny, su padre y la historia de una lucha por el reconocimiento. Los nombres del texto, de raigambre inglesa, permiten leer Manny como homónimo de money, y destacar así la deuda, núcleo insistente y nunca elaborado de la relación padre-hijo. La proeza técnica de Alberto Montero parece sugerirnos que abrazar los atavíos del maestro puede ser un modo eficaz de tratar los escollos de la originalidad. O, al menos, de intentarlo.

La arquitectura del mal

Horacio Mohando escribe sobre Los incapaces de Alberto Montero para Revista Invisibles

 
 
Homenaje explícito a sus héroes literarios -Bernhard, Faulkner, Beckett-, angustia de las influencias que se convierte en encierro autoimpuesto, Los Incapaces es una primera novela que somete al lector a una apuesta extrema desde lo formal, a partir de un fraseo encadenado y total del que obtiene su mirada dolorosa y autorreferencial del mundo que lo rodea, como de quien escribe sus memorias o espera una condena.
T. Monroe se mueve por las habitaciones de la casa que él mismo soñó y construyó. Pero el resultado fue, según sus propias palabras, una imprudencia arquitectónica inhabitable, incómoda, perturbadora. Borracho, en la planta baja, suele sentarse en su sillón favorito, que él también diseñó, soldó y pintó, para leer a sus escritores preferidos. Faulkner, Beckett, el Ulysses de Joyce, T.S. Eliot, algún latinoamericano. Destaca a Thomas Bernhard, el autor austríaco. Reconoce estar obsesionado con él. Lo relee una y otra vez, de manera compulsiva hasta que decide lograr él mismo una producción novelística de calidad emulando a su héroe literario. Un copycat extremo sin cargo de conciencia. La novela que escribe T. Monroe se llama Los Incapaces. Los Incapaces es, entonces, la primera novela de Alberto Montero que es la novela que escribe T. Monroe (anagrama del apellido del autor) que es la novela que se está leyendo.
Círculo o espiral, literatura hiperautorreferenciada que no utiliza la estrategia de relatar la (falsa) imposibilidad de la escritura sino que por el contrario expone el desborde. Montero/T. Monroe no puede dejar de escribir y eso da como resultado que la novela sea una sola frase con la extensión suficiente como para cubrir casi 400 páginas. Debería ser esta la primera descripción de la obra. Pero lo cierto es que, tal como lo define su protagonista, estas maneras bernhardianas de subordinar de forma extrema las oraciones, de avanzar y retroceder, de repetir para encadenar, regulando solo con las comas, se vuelve, de manera progresiva, irrelevante. El cerebro mismo exige una señal concreta visual que le permita navegar el mar que suelen ser los libros. Sin entrar en el terreno árido y desconocido de tratar de explicar cómo hace su trabajo cognitivo el cerebro, lo cierto es que la compresión del mundo, y por ende de las historias, se rige por patrones de naturaleza variada. El lector, entonces, no precisará del auxilio de la señal gramatical brillante en su ausencia -el punto- porque su propia necesidad de compresión será el cuchillo que marcará los bordes de las partes que hacen comprender el todo. Desde lo fáctico se hace difícil suponer que existirá un valiente, héroe o prócer dispuesto a enfrentar semejante cantidad de hojas en una sola batalla. Por otro lado, añadiendo la solapa literaria, es difícil pensar en una historia escrita que nos obligue, por su potencia, por su naturaleza, como requerimiento ineludible, a prescindir de las reglas básicas de la puntuación, incluso en un nivel simbólico.
Se hace necesario hablar de Thomas Bernhard. Lo destacable, lo maravilloso de su estilo es dónde está puesto el límite y no su ausencia. Las frases en las obras de este escritor notable son como fractales, se quiebran, se fracturan, se duplican y triplican. Las palabras se repiten o se detienen, minuciosas, en los detalles. Pero los puntos están, seguidos o finales, están. En apariencia, odiados, abominables, renegados. Pero es su ubicación lo que produce la apertura de la prosa hasta llevarla cerca de las fronteras del infinito narrativo y la expansión semántica. Thomas Bernhard, como buen arquitecto del mal, sabe que para que una habitación genere sensación de encierro solo hay que agrandarla, que lo terrible de los laberintos no es su imposibilidad de escape sino la visión de su complejidad, mostrar la salida a la que nunca se llega. El lector bajo este látigo se encuentra en cada punto con la obligación de volver a recorrer las frases. Y es en estos espacios multiplicados donde se fabrican los ahogos, donde hay más posibilidad de sombras, donde los personajes se golpean tantas veces con las paredes narrativas que terminan desvariando, exponiendo la piel y la carne que para Bernhard siempre tienen algo de corrupto y absurdo.
En contraposición, este fluir sin piedras en el camino de Los Incapaces hace que todo aquello que T. Monroe declama (la obsesión, la pulsión enferma, la claustrofobia, la catarsis) se choque de frente con un estilo correcto, depurado y prolijo. El efecto no es anulador pero llega a ser atenuante. La liberación gramatical provoca, de manera extraña, en su exceso, ausencia. Una prosa que exige (mucho) al lector pero que a su vez le provoca nostalgia, hambre de suciedad y desborde. Falta el descontrol, los errores de la catarsis. La prosa de diseño erosiona, producto de esta corriente que no se detiene, el filo, los bordes más brillantes del relato: la casa demencial que es todo menos aquello que T. Monroe soñó, las relaciones peligrosas por familiares, la nomenclatura de las cosas y las ciudades, la decepción continua, el amor desesperado y sexual de un hijo hacia su padre.
Notable es sin embargo lo que logra Alberto Montero. Su T. Monroe, él mismo, es el Pierre Menard de cualquiera de las novelas de su maestro. Un plagio sin delito, explícito y anunciado, provocado por la admiración. Una reproducción exacta del objeto que lo obsesiona. Un libro que aspira a cancelar la deuda que siente todo aquel que descubrió un autor de inteligencia brillante, capaz de explicar el universo, sus reglas, la causa de su movimiento y a la vez con el coraje suficiente para denunciar su ineficacia, el sinsentido, la brutalidad de los seres que lo habitan. Por eso para Alberto Montero cuatrocientas hojas hasta pueden no haber sido suficientes. Para el resto, como siempre pasa cuando toca el papel de mero espectador de las pasiones ajenas, será un exceso, se pedirá un poco del pudor que invade cuando se ve a dos extraños besarse en el medio de la calle. Los Incapaces, entre todo lo que es, también termina siendo un contundente recordatorio de que los escritores adquieren forma, se moldean por las marcas de los golpes de sus amos. Un escritor es un esclavo que se define de manera fundamental y definitiva por lo que lee.

lunes, abril 11, 2016

Blanco Nocturno

Por Claudio Zeiger para Radar Libros.
 

Dos libros de Edgardo Cozarinsky marcan su regreso a la ficción y el perfeccionamiento de su capacidad para la miscelánea, la pincelada reflexiva y al paso, la descripción de paisajes urbanos sumergidos y ásperos. La elegía por una temprana juventud donde anidaban tesoros, deserciones y promesas de futuro anuda ambos volúmenes: Dark, una inmersión en las aventuras nocturnas de los años 50, y Niño enterrado, fragmentos de un peregrinaje que no cesa.

Los que aman, odian. Así sentenciaron hace años, con ese pegoteo filoso apenas separado por la coma, Bioy y Silvina Ocampo, sin aclararnos si al revés las cosas funcionaban parecido o diferente. ¿Los que odian, aman? No es que la respuesta sea ni perentoria ni decisiva pero viene muy a cuento cuando uno se topa con la primera frase del primer texto de Niño enterrado. “Él odia al niño que fue”. Es evidente que no hay, no habría lugar aquí, para el amor. No es creíble que, en el fondo, “él” amara al niño que fue, ni al adolescente/ joven que fue y que empezará a tallar su novela de iniciación en el libro contiguo, Dark. Y sin embargo, en algún momento crucial de esta novela resonará un grito desgarrado, de furia y rabia (“¡Te quiero, pendejo!”) y quien al final del recorrido declara ese afecto, ese amor a los gritos, bien podría ser el doble, o uno de los dobles que rondan por estos libros como fantasmas inquietos del pasado. Quizás no estemos tan lejos de una reconciliación entre el niño que fue y los adultos que le siguieron aunque de lo único que estemos seguros es que los que aman, odian.

APOSTILLAS AL NOMBRE DE LA INFANCIA
Dark y Niño enterrado son dos libros que acaban de aparecer casi en simultáneo, muy diferentes pero anudados por ese texto primero, “Elegía”, que después de confesar su odio, continúa diciendo: “Si yo pudiese enseñarle a sortear los obstáculos que le empañaron la vista, a preservarle la mirada ya sin miedo de bautizar lo que veía, de inventarle nombres que no fueran los que imponían los adultos, si pudiera decirle que la timidez corroe el alma y son la temeridad y la insolencia y el arrojo quienes pueden guiarlo en el camino que lo espera y sólo él podrá recorrer, y no es el que le han pautado, si pudiera pedirle que viva más allá de los años una infancia no domada, sin sumisión ni escondite. Si pudiera”.
La palabra “apostilla” define, si se quiere, el género de Niño enterrado. El armado del libro recuerda al de Vudú urbano, aquella rara avis irrepetible sin dudas pero que ha dejado ecos, en la obra de otros autores y en la del propio Cozarinsky. “Los textos no tienen el tono de los de Vudú urbano, es algo irrepetible treinta años después. Pero desde el principio quise jugar con el diálogo de lo leído y lo que escribo. Niño enterrado es un armado, una ‘conversación’ diría, entre algunos textos inéditos y otros publicados pero reescritos para esta ocasión, textos entre los cuales me pareció reconocer una unidad, como la imagen refractada en sus distintas facetas. Se armó lentamente, con muchas correcciones, textos desechados, otros incluidos tardíamente y mucha, mucha reescritura”, señala Cozarinsky.
El punto de partida es una trama de recuerdos e historias familiares en el juego de la ficción con la autoficción autobiográfica. Aclaramos el sentido de esta aseveración: juego no como pasatiempo sino como forma y elección narrativa en la que el lector debería descartar la intención o compulsión de separar los tantos. Así, “Rastros”, “Cenizas” o “Ciudades” no necesitan de la legitimación de uno u otro borde de ficción o de la “verdad” sino que precisamente deben ser entendidos y disfrutados en el exacto momento del cruce. Si no, los textos sufrirían una pérdida o un efecto de aplanamiento. Sí se puede señalar que precisamente son apostillas: de la ficción a la no ficción, del recuerdo a la memoria, del presente al pasado.
Ahora bien, al margen de estas consideraciones y de la relativa autonomía de los textos, hay en “Elegía” el esbozo de un programa que tiñe de algo irremediable a todo el libro. Ahí anida diluido, enmascarado y enigmático, el “programa” de la novela, de Dark: “Decide vivir los años que le quedan como el niño que nunca fue, que hubiese querido ser y no se atrevió a ser, o acaso haya sido intermitentemente, perdido entre los roces y el desgaste de crecer”.
La conjetura es que Dark viene a poner en situación algunos enunciados de esa elegía, aunque aceptando las consideraciones que hace Cozarinsky al respecto. “No hubo paralelismo en la redacción de los dos libros. Dark lo escribí muy rápido, casi febrilmente y después lo dejé un año guardado antes de reescribir, no mucho, algunas partes. Así como me hartan etiquetas como autoficción o autobiografía aplicadas a la ficción de mis novelas, creo inevitable que se trabaje con la experiencia, proyectando no solo los hechos sino también los deseos y los miedos. En Dark, Víctor tiene rasgos del que yo fui, así como Andrés los tiene del que soy. Ninguno de los dos me refleja como un espejo”.
La nota completa sigue acá

jueves, abril 07, 2016

Humberto Bas: “Vivo meditando sobre la estructura de las novelas”

Augusto Munaro entrevistó a Humberto Bas, autor de El Sr. Ug…, para el sitio Indie Hoy


En 1983, en una carta a la escritora Liliana Heer, en torno a su primera novela, Bloyd, César Aira le confesó refiriéndose al estilo con que ella había escrito aquella mítica nouvelle gótica: “A veces pienso que toda la literatura actual es una serie de variaciones sobre (y disgregaciones de) los temas que inventó la literatura del siglo pasado”. Como casi todo lo que normalmente dice el autor de Ema, la cautiva, la historia parece haberle dado la razón. Los temas ya no abundan, sino las formas de narrar una historia. Por eso El Sr. Ug… (Entropía), de Humberto Bas, es antes que nada un reto estilístico. Su técnica narrativa es brillante. Se ajusta al fluir de la conciencia del protagonista-narrador, cuyos recuerdos e imaginaciones, se van relatando en círculos o espirales concéntricos; zarandeándonos entre piratas, a la busca de un mapa napoleónico, con el Che Guevara ante la Asamblea de las Naciones Unidas, pasando por el asesinato de Francisco Fernando de Austria y el fantasma ominoso del caníbal y asesino en serie estadounidense Albert Fish; todo ello, como producto de una noche en vela.
Bas indaga la esencia oculta de las historias -su realidad contradictoria- aludiendo a una vocación filosófica que trasciende toda convención literaria. Como resultado, El Sr. Ug…, da lugar a una prosa con tintes líricos, como si se tratara de una novela escrita en versos blancos. Plagada de comas (que, dicho sea de paso, no señalan el descanso calculado del discurso sino –insisto- las vacilaciones propias de la conciencia), por momentos pareciera estar más allá de la soledad y de los trastornos psicológicos. Una suerte de novela tornado, que recoge a su paso lo que encuentra: niñas desnudas, en cuatro patas; mamushkas paralelepípedas con orificios de ventilación; garzas en un mar de mármol; el gritito de una rata; una réplica en miniatura de la Capilla Sixtina; Clorinda, la devoradora de hombres, y su extraño hijo Alipío; un osito de trapo con orejas alargadas, y desde luego, el mismísimo y, mil veces evasivo, Sr. Ug.

A.M: Humberto, El Sr. Ug… es una novela que, desde su inicio, rechaza cualquier intento de estilo consabido. Se erige en busca de un lenguaje propio. ¿Cuáles fueron sus preocupaciones formales a la hora de escribir una novela como esta?
H.B: Me cuesta pensar en que tengo preocupaciones mientras escribo. Creo que solo puedo suponer lo que sucede conmigo y en mis alrededores mientras lo hago. Es decir, supongo que mientras escribía El Sr Ug… no tenía otra preocupación que la de escribir El Sr Ug… Eso no quita que haya plasmado en la novela preocupaciones formales. Pero si están es porque esas preocupaciones son parte de mi vida como lector, como ser que vive de determinada manera los acontecimientos del mundo, fundamentalmente los estéticos. No solo preocupaciones formales sino políticas, morales, filosóficas, etc. Sin embargo, creo que las “preocupaciones” que ingresan en la novela son las que lograron metabolizarse en una visión del mundo; es decir, convertidas en material estético. Para mí existe una dicotomía esencial entre el estar escribiendo y el ser consciente del acto de escribir. O se está en un lado o en el otro, pero estar en la frontera es como no estar en ningún lado. Eso en líneas generales. Más específicamente, en El Sr. Ug… están presentes las preocupaciones formales, porque como lector vivo meditando sobre la estructura de las novelas. Fundamentalmente, las estructuras que permiten los diferentes discursos narrativos en una misma novela. Por decir de alguna manera, mi preocupación estuvo y está en el Tono y en el Tema. Y hablo de Tono y Tema sin ningún rigor académico, solo porque me sirven para orientarme en este asunto. Tono y Tema forman para mí un todo simbiótico que se cualifica en un estado, un estado en el que se vuelven a reconciliar estos dos aspectos, para mí esenciales de lo que llamo, el acto de prosar. Francamente no creo que El Sr Ug… tenga formalmente algo nuevo u original; tal vez recupera formas en desuso o de alguna tradición postergada dentro de la narrativa estandarizada de nuestros días. Solo en este contexto puede resultar “que rechaza cualquier intento de estilo consabido”. A lo mejor sí, tiene originalidad y rechaza estilos, pero por estar tan metido en el meollo de la producción, no puedo tener esa perspectivita necesaria que corresponde más a lo histórico, y resulta, por ende, prematuro juzgar. Creo que es un error pensar que el autor tiene todo controlado. El arte en general, y la escritura en particular, tiene ese lugar de fuga que escapa a todos los controles, y que posibilita las múltiples sino infinitas lecturas. Hay un excedente incontrolable a las intenciones y la voluntad autoral, y eso es lo que posibilita decir más de lo que se quiere e imposibilita saber a priori su ubicación, alcance y su valor social.
-¿En qué intentó focalizarse?
-Creo que puse toda la tensión en aprehender esa fugitiva imagen del Sr Urdanpilleta y en captar y componer la voz esquizoide del narrador insomne, en seguir el curso desenfrenado y liberador de su hablar que a la vez permitía transitar por situaciones diferentes e inverosímiles, solo creíble en la voz de un desquiciado. A eso me refería anteriormente por una estructura que posibilitara diferentes discursos. Resultado de eso sean quizá, los aspectos formales que rescatas de la novela.
-¿Tuvo un programa de escritura para la realización de este texto?
-No hubo ningún programa, plan, proyecto… Si parece que sí es porque en la escritura hay años, décadas de exploración y juego, de intentos en los que se producen más fallidos que otras cosas. Hubo reflexión sobre la marcha, planteos y replanteos, correcciones, idas, vueltas; un crecimiento inductivo, de lo particular hacia lo general, es decir, una especie de explosión interna que fue configurando la estructura de la novela, como si la novela fuera demandando la dimensión estructural que necesitaba habitar. Con esto no pretendo abonar por una escritura automática, menos aún espontaneista. Es más, admiro la capacidad de escritores/as metódicos y meticulosos que planifican y de alguna manera llevan a cabo la puesta en acto de una idea, noción o imagen. Sucede simplemente que a mí esas actitudes siempre me traicionan, y termino escribiendo al servicio de esas ideas y/o nociones y poniendo como subsidiarios a los demás elementos de lo escrito, lo que me francamente me repugna.
-¿Lo existencial vertebra la novela?

-Al menos en su acepción Sartriana, puede ser, no lo he pensado en esos términos, pero creo que en El Sr Ug… se juega una especie de puro presente, sin metafísica, sin una presuposición de existencia anterior de alguna esencia que sustente el relato. En ese sentido me resultó muy interesante la lectura de Carina Rita Medina, para quien El Sr Ug… es pura frontera, exterioridad, donde los personajes o carecen de interioridad o no se definen por sí mismo. Si tomamos eso en el sentido de no tener esencia o sustancia, podríamos decir que es existencial-ista.
-Podríamos hablar de cierta trama, y subtramas, que se van construyendo a medida que progresa la historia, esquirlas textuales que conforman un mismo soliloquio. ¿Qué valía tiene para Ud. hoy, en un sistema literario, la trama?
-No sé hasta qué punto en El Sr Ug… se puede hablar de una trama o de sub tramas. Se supone que las subtramas tienen alguna subordinación, causal o lógica, respecto a la trama principal. Tengo la impresión de que acá todas conviven en igualdad de condiciones, como si no hubiera una jerarquía que las ordenen sino una coexistencia horizontal. Eso no quita que alguien rescate alguna trama en particular por sobre otra. Pero esa prelación ya pertenece al orden subjetivo de quien lee. Es posible que esto sea posible (valga la vulgata) porque lo que vertebra a las tramas no es un hecho o una tensión conflictiva, sino una voz o un Tono. Una voz esquizoide, desenfrenada que une o hila los acontecimientos en su febril verborrea. Pero esta explicación misma adolece de un problema que es el de separar la trama de la voz que la convoca. Para mí no existe separación. No hay una trama neta, por un lado, y una voz vacía, por el otro, y que a la manera de los shopping de voces, uno/a va con su trama a ver qué o cuál de todas ellas la viste mejor. Esto nos lleva al asunto del valor de la trama en el sistema literario. Mi impresión es que está sobrevalorada por la misma razón expresada. Se la piensa separada, se la aísla como si en ella se buscara una lectura moral o política. La primacía de un mensaje que por otro lado ya no es mensaje, pues, por lo general es el reencuentro con lo que ya se sabe. Me da la impresión que en ese sentido hay una necesidad contemporánea de refocilarse con la mismidad, y como contrapartida, la renuncia a una alteridad desconocida o aventurada. Con la trama diseccionada la literatura para mí se vuelve sucedánea del periodismo, de la religión, de la educación; una alternativa para informar, predicar, enseñar, etc. Y la literatura puede ser todo eso, pero no eso. Si es posible pensar en una trama aislada de una voz, como existiendo por su cuenta fuera de todo lenguaje, es porque ella, la trama está expresada en el lenguaje de la época, aquel lenguaje que por formar parte de la voz estandarizada, pasa como inexistente. Esa voz es el estilo, el tono o la voz epocal; una voz que se nos aparece como transparente, como si su existencia solo fuera facilitar sin perturbar el acceso a la trama. De ahí es que por lo general resultan perturbadores y molestos los planteos estéticos que ponen en acto el hecho de que la trama está concebida en un lenguaje, que es lenguaje.
 
La entrevista completa se puede leer acá

viernes, abril 01, 2016

El pasado es un país extranjero

Pedro Rey comenta en La Nación los último dos libros de Edgardo Cozarinsky: Dark (Tusquets) y Niño enterrado.



El pasado es un país extranjero", se lee en la primera línea de una de las mejores novelas de las que se tenga noticia: The Go-Between, de L. P. Hartley (que algunos también recordarán por su versión fílmica, El mensajero, que dirigió Joseph Losey). Pocas cosas resultan más agotadoras, más improductivas que la nostalgia y la frase de Hartley es la mejor defensa para combatir acusaciones de melancolía: conviene ver el pasado como una geografía, un territorio en el que, de vez en cuando, recordamos haber residido.
Resulta inevitable la frase después de leer los dos libros que Edgardo Cozarisnky acaba de publicar en perfecta simultaneidad: Dark, una breve novela que transcurre en la Buenos Aires de los años cincuenta, y Niño enterrado, serie de viñetas o breves relatos con ecos personales. Tal vez porque vivió durante varias décadas en el exterior, en Francia, antes de rondar una vez más por su ciudad natal, el pasado alcanza en las páginas de Cozarinsky una categoría singular: más que la memoria parece predominar el asombro, como si la brecha de tantos años afuera convirtiera el pretérito en un lugar.
Dark -a veces los libros tocan esas fibras- me conduce a otras épocas por simple coincidencia. El protagonista adolescente es alumno del mismo colegio al que me tocaría ir muchos años después, y aunque eso no cumple ninguna función importante en la trama, sí lo son las zonas, las inmediaciones por las que se mueve. Es posible que existan tantas ciudades en una ciudad como personas que la habitan. Cada cual tiene, imagino, sus comarcas personales, pero todavía me desconciertan los pocos amigos de mi generación que pasaron por lo que, a falta de una denominación mejor, podríamos llamar la experiencia céntrica. El centro sigue todavía ahí. Hay más peatonales, las galerías de Florida tal vez ya no sean lo que fueron, de los cines sólo quedan las placas que los recuerdan, las disquerías casi se extinguieron, la gente transita atada al celular, pero, por lo demás, no cambió hasta el punto de volverse irreconocible. Es un territorio del pasado por la simple razón de que apenas lo frecuento. La extrañeza es que a tantos les resulte desconocido.
El pasado se vuelve literalmente territorio, en cambio, cuando se pasea por sitios que sí sufrieron transformaciones radicales, como es el caso de Puerto Madero. En la década de los ochenta, por las dársenas todavía pululaban barcos de banderas diversas que permanecían meses en su sitio mientras los marineros miraban, cansados, desde la cubierta. Era una zona de andanzas obligada: ahí quedaba el campo de deportes donde se realizaban las clases de gimnasia. A primera hora de la mañana de un día laboral era usual encontrarse con filas de estibadores a la espera de trabajo. Por lo demás, no había casi gente. Los edificios de ladrillo, hoy convertidos en lofts o en oficinas, eran depósitos abandonados (no había siquiera uno de los altos edificios omnipresentes en la actualidad) y cruzar los puentes podía resultar una odisea: eran móviles. El paso de una simple barcaza se traducía, inevitablemente, en media falta por el retraso. Es, de mis países extranjeros del pasado, uno de los más curiosos.

Aventuras de un cachorro de escritor invitado a vivir en los márgenes

Entrevista a Edgardo Cozarinsky por la salida de sus libros Dark (Tusquets) y Niño enterrado.
Por Jorgelina Núñez para Clarín Cultura.


Pregunta primero, Cozarinsky. Antes de encenderse el grabador, el autor de Dark  –la novela que acaba de publicar Tusquets y que presentará en estos días–, toma el lugar del entrevistador y, directo, se anticipa: “¿Por dónde le entraste al libro?” Esta actitud curiosa es apenas una muestra del inquieto espíritu Cozarinsky. A los 77 años, el cineasta, dramaturgo y escritor no para. A fines del año pasado publicó en la Universidad Diego Portales de Chile, Disparos en la oscuridad, un conjunto de crónicas de sesgo ensayístico que se suman a Dark y a Niño enterrado (Entropía), “un brevísimo opus íntimo, ajeno a todo género literario o posible catalogación, que va y viene de lo autobiográfico al ensayo”, según dice sobre el volumen distribuido esta semana.
En los dos años que siguieron al estreno de su película Carta a un padre (2013), Cozarinsky se ha dedicado como un amante devoto a la escritura, alternando Buenos Aires con viajes a París, donde vivió por muchos años. De su ciudad natal, registra con ojo agudo los cambios (veáse en Niño enterrado su texto “Miserereplatz”, sobre la Plaza Once), pero también recupera para la memoria personajes y escenarios de una Buenos Aires perdida, la de los piringundines del Bajo, los fumaderos de opio y una serie de antros de mala fama que recrea en Dark.
La entrevista se puede leer acá