Silvina Friera lee La comemadre, de Roque Larraquy, y entrevista al autor para Página 12:
«La cofradía de chiflados que ama a los escritores “raros” podría celebrar el debut literario de un joven autor argentino. Roque Larraquy no es un marginal, ni un desdichado o un extravagante, excepto que se incluya en el inventario de extrañezas que este guionista y profesor universitario cierra los ojos, de tanto en tanto, para gambetear cierta timidez o para husmear en una idea escurridiza que está a punto de extraviarse en la nebulosa de su memoria. La comemadre (Entropía) podría ser una ironía feroz hacia ese culto por la rareza que –casi siempre– va de la mano de un interés ajeno a la propia literatura, cuando el nombre propio trasciende por varios cuerpos de ventaja a los personajes de ficción. Como si la vida o las miserias del escritor “raro” en cuestión, más que los libros, fueran la gran obra. A falta de una nomenclatura satisfactoria, no queda más remedio que asumir la adjetivación que se quiere evitar. La primera novela de Larraquy genera la sensación de estar ante un texto rarísimo, un monstruo bicéfalo que disemina un asombro de digestión lenta. Desde las primeras páginas, el lector olfateará el positivismo e higienismo de principios del siglo pasado, de la mano de un narrador que pareciera emular anticipadamente el tono de un seminario de Foucault “vulgarizado”. Y mucho más sarcástico. (...)
–Si hay parodia sobre la retórica del discurso científico al comienzo, en la segunda parte La comemadre apunta hacia la retórica del arte y los cuerpos. ¿Cómo concibió o imaginó este cruce?
–Me interesaba plantear un puente de palabras con puntos de unión deliberadamente débiles para ver cómo esa circulación de signos repetidos podían producir una unión artificial de dos textos aparentemente muy separados entre sí. A través de ese puente, puse en juego la retórica de la ciencia y el arte, buscando equipararlos. El tema del cuerpo hace mucho tiempo que está instalado en el arte; creo que incluso comienza a evaporarse como síntoma de época, no sé si ahora está en su momento de paroxismo. En definitiva, quería evidenciar cuánto de la ciencia o del arte es algo que tiene que ver con el objeto a producir o cuánto es una capa que menciona al objeto, desde lugares más marginales, para producir un segundo objeto. Ese segundo objeto es lo que me interesa; los lugares marginales desde los cuales se puede hablar con un sistema de conceptos fósiles, que terminan superponiéndose, comiendo o resignificando por completo la obra.
–¿Intenta refutar la idea de trascendencia artística a través de la novela?
–No sé si la novela lo logra; la idea de trascendencia me genera muchas suspicacias. Es curioso, por supuesto, esa idea de que hay un después, una continuidad en ausencia que se convierte en un nombre y que ese nombre, al mismo tiempo, no deja de gravitar sobre el objeto producido como otra cosa que a la larga se termina desvinculando de la obra. La idea de trascendencia, en los casos en los cuales ocurre, tiene fuertes limitaciones. Hay nombres que se han instalado en la cultura canónicamente: Shakespeare, Joyce, Proust. Pero hay una enorme distancia entre la circulación del nombre y la obra.
–Lo que le produce ruido, entonces, sería que trasciende el nombre por encima de la obra, incluso hasta eclipsarla.
–Sí, porque la trascendencia se va llenando de sentidos contradictorios y eventuales y produce una entidad en sí, completamente distinta de lo que es el objeto. Ese tipo de trascendencia es ligeramente espuria. El disparador de la idea de trascendencia, que sería la obra, queda en un segundo nivel. Me acuerdo del final de “El inmortal”, de Borges, que dice algo así como “palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos”.»
La entrevista completa, acá.
miércoles, junio 22, 2011
Conceptos fósiles
jueves, junio 16, 2011
Deseo renovado
Alejandro Duchini lee Placebo, de José María Brindisi, y lo entrevista para el portal de A24:
«La última novela de José María Brindisi (Entropía) se llama Placebo, está escrita sin puntos aparte y le sobra densidad: la historia siempre es gris, triste, con un final cantado: nada puede salir bien. Pero en el relato, lo que importa es el camino. El protagonista, Becerra, tiene todo lo que la gente de clase media quiere: un buen auto, una esposa, una casa, posibilidades de vacacionar. Y una amante. Nada de esto le cierra. Pues no sólo lo destruye su propia vida –o la forma de entenderla-, sino también la muerta lenta y dolorosa que acecha a su mejor amigo. En el Tigre, donde se toma un descanso, un vecino lo obsesiona. Imagina sus días y sus sentimientos y en cierta medida lo envidia. Corre el alcohol, corren los sueños y acechan las frustraciones.
-Hay una escena en que el protagonista, Lucio, observa la ropa interior de la amante mientras unas colegiales pasan y se ríen de él. Parece el peor de sus momentos durante el relato. ¿Coincidís?
-Yo creo que el peor momento, durante estos escasos días en que lo acompañamos, son todos: es decir, todo es terrible, todo es en algún sentido triste, solitario y final. Pero ese momento tiene un valor simbólico, como también lo tiene la escena del comienzo, cuando observa a esas dos mujeres como si estuviese viviendo una alucinación. El sexo y la muerte van con frecuencia de la mano; es muy común que el sexo nos recuerde que la muerte existe, y que está ahí, acechando. Sin embargo, me quedo con la última visita a Horacio; por razones obvias -porque acaba de despedirse-, ése es el momento en que toca fondo.
-¿Planteaste la novela desde la intención de dar un mensaje, o simplemente la historia te fue llevando?
-No: para bien o para mal, ni mis personajes ni mis historias me llevan a ningún lado sin mapa. Van adonde yo quiero, o muero en el intento. Pero lejos de querer dar un mensaje; la novela plantea cosas, se pelea con otras, pero jamás se me ocurriría planteármelo de ese modo.
-¿De dónde viene y hacia dónde va Placebo?
-Viene de una novela muy diferente (Frenesí), y fue el punto de partida para despegarme en la siguiente (Nosotros y ellos), que está terminada, o eso creo. Ese es uno de mis faros: aunque sé que es imposible, trato de empezar de nuevo en cada libro. La pelea es, en buena medida, con el orgullo: aprender a reconocer cuando algo no funciona, cuando ha dejado de interesarnos, cuando sospechamos que podemos hacerlo más o menos bien pero ya no tiene sentido.
-¿Cuánto hay de vos en Lucio, el protagonista?
-Espero que no demasiado. Y sin embargo, hay algunas cosas de él que envidio: yo no sé si soy capaz de vivir una amistad de ese modo, si un amigo en peligro o desahuciado puede aniquilarme. Quiero creer que sí, pero no lo sé. Y también me conmueve su realismo, el modo en que se juzga a sí mismo a cada rato. Eso no le ha ocurrido siempre, pero ahora se abre paso, y él escucha.
-¿Qué te deja Placebo?
-La necesidad de ser humilde. Las ganas de sentarme a trabajar, a seguir trabajando. El renovado deseo de que la literatura sirva para algo.»