Guillermo Belcore lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe su reseña para el suplemento cultural del diario La Prensa y para su blog, La biblioteca de Asterión:
«Establece Juan Gelman en la contratapa que el verdadero protagonista de Andrade no es Lucio Andrade, el viudo de luto conchabado por el librero Villegas para el oficio trashumante de comprador de viejo, sino el lenguaje. Tiene razón el poeta. Este librito es una brillante exhibición de estilo. ¿Y qué es el estilo? Para Thomas De Quincey es la “encarnación del espíritu”. Más pedestre, Norman Mailer decía que es “el conjunto de decisiones sobre qué palabra es valiosa y cuál no en cada frase que escribes”. Y entonces las decisiones que ha tomado aquí Alejandro García Schnetzer (Buenos Aires, 1974) han sido siempre acertadas. Las virtudes de su prosa son clásicas: elegancia, humor, delicadeza, ingenio. El buen gusto campea a sus anchas.
La editorial nos asegura en la tapa que se trata de una novela, ¿pero qué novela es aquella que se puede leer en un santiamén? ¿Un cuento alargado, una nouvelle, el penúltimo producto de la holgazanería argentina, defecto injustificable en un escritor? El autor eligió narrar un día, con un final tremendo, en la vida de un hombre sumido en la desesperanza por la ausencia de una mujer. Seguimos su peregrinar bibliófilo por las barriadas; diálogos magníficos (por sustracción) nos salen al paso. Hay guiños literarios, relámpagos de comicidad genial y un manejo habilísimo del tiempo que hace convivir, el 29 de febrero de 1940, a un lechero que pasa con su vaca por la calle Defensa con una madre de pañuelo blanco en Plaza Mayo.
La inteligencia, ésta es la clave, rige el conjunto. Acaso todo ocurre en el Mas Allá: Andrade ha muerto de esplín.
Sin embargo, (en este blog siempre hay un pero) el lector voraz se queda con hambre, el libro concluye demasiado pronto. Alguien que escribe tan pero tan bien como el señor García Schnetzer pudo haber forjado, en la línea de Andrade, una suerte de ambicioso Ulises aporteñado y aquí nos quedaríamos aplaudiendo hasta que nos despellejáramos las palmas. Otra vez será.»
miércoles, abril 25, 2012
Virtudes clásicas
lunes, abril 23, 2012
Cambio de piel
Sebastián Basualdo lee El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona, y escribe su reseña para Radar Libros:
«La intolerable sensación de desarraigo y el modo en que el desconsuelo nos ubica frente a la vida luego de la desaparición física de nuestros padres es un tema recurrente en la literatura. Simone de Beauvoir lo narró de manera magistral en Una muerte muy dulce al abordar esa experiencia que sólo le sucede a los otros desde la perspectiva de una hija en relación a su madre. Algo de esto parece reverberar muy al comienzo de El animal sobre la piedra, novela de la escritora mexicana Daniela Tarazona.
“Desde que mi madre murió cada noche es de pensamientos. Llego cansada a la cama, duermo poco y despierto con temblores. Yo no estoy enferma. Quiero escapar. Ansío la fuerza que me llevará a hacerlo. Pienso en probar suerte en la tierra de mi madre, luego dudo, porque no me sentiría bien allí, así que escojo viajar al extranjero”, dice la joven Irma; y quizá por eso resulta plausible y no sorprende en lo más mínimo que decida viajar, huir, a sabiendas de que cada paso que dará en el extranjero inevitablemente la acercará más a lo que inevitablemente debe ocurrir: encontrarse consigo misma.
Pero es justamente en este punto donde El animal sobre la piedra da un giro interesante, desconcierta al lector por un momento y rápidamente lo lleva a un universo narrativo que no esperaba y cuyas leyes sólo pueden comprenderse si se piensa que se trata de una novela signada por lo más variado de la literatura universal, donde confluyen el tono lacónico y pausado de una Marguerite Yourcenar y el alegórico mundo inaugurado por Franz Kafka en su célebre relato La metamorfosis. Ocurre que poco después de la muerte de su madre, Irma decide tomar un avión hacia un país con clima apacible y playas, sobre todo eso: el único lugar posible para alguien que no sólo pretende dejar atrás su pasado, sino que también intuye que se prepara para algo mucho más grandioso y determinante: abandonar su cuerpo y mutar en un animal que hace pensar en una iguana o un lagarto. Allí conocerá a un enigmático hombre que tiene por mascota un oso hormiguero y con quien podrá compartir algo de esta experiencia fascinante, íntima como el amor o la locura. Aunque sólo una parte; porque hay una zona de lo que llamamos real, cierto nivel de conocimiento en relación con la naturaleza al cual solamente accede la mujer porque le está vedado por completo al hombre. “Estoy confundida. Si procuro entender esta transformación con las herramientas de mi conocimiento, me desespero. Nada de lo que sé tiene utilidad para enfrentar este fenómeno. Mi compañero, sin embargo, es más comprensivo que yo conmigo misma: él aceptó ser testigo de mi metamorfosis.”
Ahora sólo resta leer esta excelente novela en clave, dejarse llevar por su simbolismo o acaso atender lo verosímil del relato fantástico para acompañar a Irma en su transmutación mientas la realidad se ordena a su alrededor hasta alcanzar la dimensión de un viaje introspectivo que sólo agotará su sentido al final; y de ese modo despojar al lector de toda incertidumbre respecto de lo que verdaderamente sucedió con ese cambio de estado. Reflexiva y poética, El animal sobre la piedra tiene mucho de esas características que se le endilgan a la novela posmoderna: fragmentarismo, dislocación del orden temporal y dibujos acompañando el texto para resignificar los planos de la historia.»
miércoles, abril 18, 2012
Diáfana pertenencia a las tantas menudencias diarias
Éste es el texto leído por Martín Kohan durante la presentación de Partida de nacimiento, de Virginia Cosin, en Eterna Cadencia:
«No es cierto lo que dicen los boleros: que cuando el amor se acaba uno se muere, que cuando el amor se acaba uno enloquece. No es cierto lo que dicen los boleros aunque sean, como son, la quintaesencia del imaginario amoroso en la cultura de masas contemporánea. Se puede decir, se puede cantar, “sin tu amor no viviré” o “voy a perder la cabeza por tu amor”, o bien otras vehemencias de esa misma índole. Pero no es cierto, aunque parezca, que la muerte del amor sea la muerte. El amor se acaba y hay cordura, cordura y no locura, hay una voz que reordena los días, se hace preguntas, toma nota de esto o de aquello. El amor se acaba y a continuación sigue la vida de siempre, la de todas las cosas restantes, blindadas por la habitualidad, garantizadas y protegidas por su diáfana pertenencia a las tantas menudencias diarias.
De eso trata Partida de nacimiento. Virginia Cosin hace un retrato cuidadosamente reposado de la tristeza, de un dolor sin aspavientos. Y eso hace de su novela una novela antes que nada auténtica. Pero de una autenticidad que no hay por qué calibrar en clave autobiográfica; no es esa clase de verdad que depende de la fidelidad a lo vivido. En Partida de nacimiento hay otra cosa. Yo no sé si “D.” es “D.”, si “Miguel V.” es “Miguel V.”, si esa casa era o es así, si esa hija existe de veras. No lo sé o, si lo sé, lo olvido cuando leo, lo olvido para leer; porque la autenticidad de Partida de nacimiento se debe más bien a la verdad de esa tristeza, a la verdad de ese dolor. Porque así es la tristeza cuando reposa, y así es el dolor cuando ya no precisa hacer aspavientos. Virginia Cosin registra esa modulación tan exacta, intensa en su simplicidad, de sosiego y desasosiego, tan propia de los dolientes cuando saben que el dolor es acaso necesario, y en cualquier caso inevitable.
Partida de nacimiento funciona como un diario, pero un diario que prescinde de las fechas y los días. En lugar de esa notación, se ordena en números, se corta en números, se construye desde la necesidad de que el tiempo pase, sin que importe qué tiempo pasa, cuál es el tiempo que pasa. Prevalece en todo caso una cronología de la soledad: soledad diurna (el tiempo de leer) y soledad nocturna (el tiempo de no poder dormir). Si hay un Kama sutra en este libro es “una especie de Kama sutra del insomnio” y no más que eso. Una “selección de películas” será la compañía para una Nochebuena que se acerca: “todo se resume en esta soledad”. A veces el dolor da placer y es posible regodearse en eso; pero más frecuentemente transcurre de otra manera: es lo que desencaja (“Algo desencaja”), lo que supera (“Todo me supera”), lo que renueva los miedos (“Hoy le teme al encierro”), lo que pierde (“Me pierdo, me desconozco”); lo que obliga a que, entre creer o reventar, haya que elegir reventar.
La separación deja sus huellas, materiales en principio: por ejemplo, una biblioteca que ahora tiene huecos, que “parece una boca abierta y desdentada” y que “se burla de mí”. Pero Partida de nacimiento es también la novela de una madre, de una madre que (lejos de edulcoramientos falsos) es capaz de odiar por algunos segundos a la hija a la que adora por toda la eternidad, que es capaz de extrañarla pero también de no extrañarla, que admite que alguna noche la niña prefiera hablar con su oso antes que con ella. Esa hija tiene el poder de suspender esa soledad tan larga, pero en cierta forma, sin quererlo, sin saberlo, también es huella: la que hace que el padre vuelva, pero vuelva para irse, y además para llevársela (“El auto ya arrancó. No existís más en la geografía de sus cerebros. Desapareciste”). La madre a veces duda: “¿Soy fea? ¿Soy linda? ¿Importa acaso?”; “Estás demacrada. Ojerosa. Pero de algún modo te parece que sos, estás atractiva”. La nena en cambio ya sabe: a la compañerita de la colonia que le dice que ella es “la más hermosa de toda la ciudad”, le responde sin vacilar: “Odio a los que me dicen eso”.
La hija podría ser un futuro, pero la narradora de Partida de nacimiento “no se pregunta por el futuro”. Al revés, si algo querría, si por algo “daría cualquier cosa” es “por volver el tiempo atrás”. Por supuesto que, en esta novela, el tiempo no se vuelve atrás (su narradora, casi al principio, desiste de leer a Proust, prefiere engancharse con Lost: renuncia a buscar el tiempo perdido, se queda en lo perdido). En vez de eso, en algunos pasajes, el tiempo se viene para adelante, hay retazos del pasado que acuden a hacerse presente. Y no vienen sino a agregar abandono a esta novela de un abandono, vienen a agregar desolación a esta novela de desolación. Otro abandono, uno fundante, que se registra en un pasado escolar: el de ese profesor, Miguel V., que la elige entre todos sus alumnos, que da clase nada más que para ella, pero que luego, también, defraudado por ella, decepcionado con ella, renuncia a ella y no la mira nunca más. De ese mismo pasado, o de otro más o menos cercano, proviene asimismo otra escena, tanto más terrible, tanto más imborrable: “Después del lavaje de estómago, despertar de madrugada en la cama de la clínica, firmarle un papel al oficial que esperaba a mi lado, enfrentar la cara de fracaso y desolación de Madre y los ojos culpables de Padre –por qué- por qué- por qué”.
En el presente también hay noches de desvelo dedicadas igualmente a “estrujar cada–uno–de–los–motivos–por–los–que”. En el presente también días de disposición a la muerte, aunque tomando “una cantidad escasa de pastillas”, que “no sirven para nada”. La narradora, sin embargo, no se encuentra ni se reconoce; más bien se desencuentra, se pierde, se desconoce. “Quiere ser otra”, dice de sí, como si ya lo hubiese conseguido, como si ya fuese otra. “Salirse de uno”, eso es lo que ambiciona. “Mi rostro es un agujero”, dice. “No me reconozco en las fotos”, dice”.
¿Qué es esta división, este escindirse, este salirse? ¿Qué es esta otra separación, pero ahora separación de sí? Hacia el final de la novela, nos enteramos de que algo de este desdoblarse estaba ya en el origen, estaba ya en el comienzo, quedaba alojado en esa acta de fundación de identidad que es una partida de nacimiento: “En mi partida de nacimiento figura una fecha distinta de la de mi llegada real al mundo. Hay un desfase”. Una partida es un documento, la inscripción legal de un nacimiento. Pero en Partida de nacimiento hay otra partida, la de alguien que se va, la de alguien que se fue, partida de partir. Y a la vez, en consecuencia, partida de partirse, de quedar partida, partida de partirse en dos. Partida desde el nacimiento, que es como decir desde siempre.
Este libro tiene fotos, en la tapa y en la solapa. En una se ven cajas apiladas, la escena de una posible partida. En otra se ve un fragmento de una escena de hogar, con mesa, sillas y ventana, pero vacía, pero sin nadie. Más grande, una imagen familiar del pasado (los autos ya no vienen así) a la que sí se le puede preguntar lo que al texto de ficción no le pregunto: ¿cuál es Virginia? Hay tres chicos, una madre. El padre es el que no está. ¿Qué importa si no está porque es el que saca la foto? No está, y su lugar vacío, el lugar del que maneja el auto, no se ve, queda oculto, lo cubren las otras fotos, la foto de las cajas, la foto de las sillas y la ventana. Si Virginia es, como supongo, como decido creer (y si no es, lo habrá logrado: ser otra), la que mira desde la ventanilla de atrás, su cara no se ve completa: la mitad queda tapada, está partida. El antebrazo que apoya entero sobre el vidrio a medio bajar, podría reaparecer, años después, de codo a mano, en la foto de la solapa. Imagen diurna: Virginia lee. Una mano, abierta, se apoya en el libro; en la otra mano, cerrada, se apoya ella. Más atrás hay una biblioteca: una foto, adornitos, otros libros. No hay huecos en esta biblioteca. No parece más una boca abierta y desdentada, ya no se burla más. La biblioteca en falta, la biblioteca de la falta, ha sido subsanada, ya se ha colmado. No hay nada que no se arregle en los libros, no hay nada que no se arregle con libros.»
lunes, abril 16, 2012
El margen
Carolina Kelly lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe su reseña para Radar Libros:
«Como dice Juan Gelman: “El verdadero protagonista de Andrade no es Andrade, es el lenguaje”. Efectivamente, la segunda novela de Alejandro García Schnetzer ofrece al lector, a ese lector “ubicuo y amable” que desea, el goce del trabajo estético del escritor escultor que sabe que, por encima o por debajo de todo argumento, la lengua literaria no es solamente “el medio para” sino que es historia social. Andrade es una gran parodia que se sirve de la densidad histórica del lenguaje para erosionar cualquier sentido de trascendencia que esconda, en la “cultura”, el absurdo de la existencia humana. Se trata de un texto que, por su argumento y estructura, reflexiona sobre qué es “el margen” en la literatura y en la vida.
Lejos de todo miserabilismo, los personajes Andrade y Galíndez, compradores de libros para la librería de viejo en la que trabajan, son buscavidas que, conscientes de su alienación y como “reventados”, buscan sobrevivir por medio del bicicleteo y la avidez. Aleccionados por Villegas, el dueño y patrón, que, al mejor estilo de la estética feísta inaugurada por Nicolás Olivari, es “algo torcido, enfermo de gota” y que, como el andaluz de Arlt, es un viejo avaro, saben, desde una mirada pesimista desde luego, que la cultura libresca es “el templo de Adam Smith” y que los libros son mercancías que se compran muy barato y se venden muy caro. Si bien desean ese “libro que buscamos sin conocer”, la salvación no está en la posibilidad del batacazo, como si no hubiera lugar para esa esperanza, porque, en rigor, no hay en Andrade ningún espacio para la utopía, y sí, en cambio, como en la narrativa de Onetti y también de Arlt, para las ensoñaciones compensatorias con los lugares comunes del folletín.
Villegas escribe apuntes de los “errores y verdades” de los libros, documentos de nuestra barbarie, con “la esperanza vaga de alcanzar cierta clarividencia del mundo; en su opinión, éste reproducía cuatro malentendidos: la mentira como verdad, lo vago como cierto, lo viejo como nuevo y el estro poético”. En esos fragmentos de buscada deformación, la irreverencia es la actitud paródica dominante que se celebra como un vital esplín socarrón. Así, se desublima y se resignifica la “alta” cultura moderna, desmitificando, en ese mismo movimiento, la ideología del progreso: El espíritu de las leyes es confundido con Higiene del matrimonio; Las bases es lo más parecido a una revista de la mutual Compañía de Socorros Mutuos, y, a partir de un procedimiento clásico que consiste en atribuir a un autor conocido una obra de otro o un título apócrifo y “bajo”, nos enteramos de que hay un Frankenstein escrito por Descartes. La simbología es obvia: la razón ilustrada que crea al buen salvaje que revela, paradójicamente y en su supuesto horror, la verdadera barbarie de la primera. Más acá, en esta orilla, se desautoriza cualquier declaración de un programa estético explícito sobre la novela porque, de todos modos, “te entrará por un oído y te saldrá por el otro”; se socava el nacionalismo apoyado en el heroísmo y coraje del gaucho y, sumum de la corrosión, ante la pregunta por la identidad nacional, la respuesta (que, a su vez, es una pregunta) es ¿El manuscrito Voynich?: un misterioso libro ilustrado de contenidos desconocidos, escrito hace unos 500 años, por un autor anónimo en un alfabeto no identificado y un idioma incomprensible. Un aleph, pero sin el aura trascendental. En suma, textos misceláneos que también desacralizan lo sublime religioso y que ponen en el centro el margen, rescatando autores clásicos no canónicos, pero sin la pretensión de hacer un nuevo sistema o, al menos y aparentemente, sin perseguir la revalorización.
Y, sin embargo, más allá de la parodia y del consejo que Smith & Wesson nos da como solución frente a la final conciencia del fracaso humano (“Hágalo usted mismo”), no todo es cinismo y desparpajo. Por detrás, más allá o en el fondo, el dolor frente a la muerte, la inevitable soledad, el desconcierto, la humillación, la miseria y la locura son también verdad y esos perdidos sobrevivientes, depositarios de los “los mil y un quebrantos que nuestra carne heredó”, se solidarizan, amorosamente, en su común condena y, como muertos, se alejan mar adentro.»
martes, abril 10, 2012
Presentación
viernes, abril 06, 2012
Dioramas en el Bafici
Sábado 14 15.00 hs Hoyts 04 (Función de prensa).
Entradas anticipadas:
miércoles, abril 04, 2012
Dos urdimbres y una trama
Norma Rossi lee El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona, y entrevista a la autora para Tiempo Argentino:
«Tuvo su primera experiencia literaria a los nueve años: un cuento protagonizado por un monstruo que irrumpe en un centro comercial; con ilustraciones de mano propia. Después posó su pluma en muchos diarios íntimos. Y en la adolescencia -imbuida del género elegido por su abuela venezolana Olga Kochen- sucumbió a la poesía, hasta construir dos poemarios inéditos. Luego cursó un doctorado en vanguardia de Literatura Hispanoamericana, en la Unversidad de Salamanca, donde la brasileña Clarice Lispector se convirtió en su madre literaria. Dictó clases, editó catálogos de arte y de museos, un suplemento de libros; y colaboró en diversas publicaciones.
Paralelamente, en 2006 ganó la beca gubernamenal Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes Mexicano, con el proyecto de su primera novela: Terciopelo; que a poco convirtió en El animal sobre la piedra (México 2008), considerada por la crítica mexicana como uno de los diez mejores libros del año. El mismo que acaba presentar en Buenos Aires. "En el primer manuscrito sucedían más cosas relacionadas con el pasado de la protagonista", dice Tarazona. "Como en el terciopelo, que tiene dos urdimbres y una trama, me interesaba cómo se entretejían esos tres personajes", completa.
-¿Cómo fue ese proceso?
-Cambié la narración a primera persona, y empecé a reescribirla con el duelo como punto de partida. Hasta que una noche me di cuenta de que necesitaba que al personaje le sucediera algo representativo de ese cambio que sufrimos los que quedamos en el mundo tras perder a un ser querido. Y se me ocurrió que la mejor manera de simbolizar las emociones y este tránsito hacia otro estado vital era que se transformara en una especie de reptil.
-¿Por qué un reptil?
-Primero porque lo consideré el animal que había conseguido ser más exitoso en términos de supervivencia, reproducción y adaptación al mundo. En ese sentido era el símbolo ideal para el personaje, porque se desprende de una vida y comienza otra. Pero no es una transformación que la protagonista padezca, sino una propuesta evolutiva que asume con naturalidad. Incluso está segura de que todas esas nuevas condiciones sensoriales y vitales la van a transportar a un mejor estado en el mundo. Es una lectura sobre la resistencia. E incluyo una relación temática con la maternidad, para perpetuar la nueva especie; y un planteamiento sobre la sexualidad contemporánea que, creo -merced al SIDA entre otras razones- ha atravesado asuntos que la vuelven amenazante y a la vez plástica. Como si el contacto sexual ahora tuviera que ser aséptico, pulcro. En ese extremo hay algo que tiene que ver con lo monacal.»
La entrevista completa, acá.