Melanie Pérez Ortiz lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe su reseña para 80grados:
El libro, titulado como mi reseña y escrito por Luis Othoniel Rosa, me fascinó literalmente, en el sentido de quedarme pegá con él como descifrando un enigma, en primera instancia (porque hay otras), por lo que evoca en términos de la poesía con la que está escrito. Ya dice Marta Aponte Alsina en la reseña que publicó en su blog llamado Angélica furiosa que se trata de un poema largo o una novela corta. Como la pintura titulada “Las Meninas” del español Diego Velázquez —producto de otro momento de crisis— el libro me mira, se sale de sus límites hasta que me traga y de momento me veo en la sala medio oscura con esa gente y ese perro, que ya no son nobles sino solamente raros; tanto como tú o yo. El pintor y las princesas y las damas de la corte y el perro y yo somos lo mismo: masas de células, sacos de agua que respiran parados sobre una partícula de polvo en el universo hecho de fractales de materia y tiempo.
Me tardé más de lo que esperaba en reseñarlo porque es un libro que se expande y no se deja asir. ¿Por dónde agarrarlo para explicarlo, para explicar mi fascinación con él? ¿Cómo decir que mi primera impresión fue la de que se trataba de la historia que yo estaba viviendo durante los primeros días de la huelga estudiantil que acaba de terminar? Explico. Estaba vigilando portones mientras el movimiento estudiantil participaba de la Asamblea Nacional y el helicóptero de la FURA nos sobrevolaba constantemente. Era desesperante. Nos contaban los estudiantes rezagados —siempre se quedaban atrás quienes se hubieran levantado tarde o tuvieran otros trámites que hacer ese día— que llevaba días así, especialmente por las noches. Antes nos habían contado otros estudiantes de otro comité de base que en la oscuridad y lejos de la prensa, los guardias de la compañía privada que contrata el Recinto —¿la misma que removió a las 2 de la mañana con más de 80 agentes y mediante el uso de la violencia el furgón que había comprado el proyecto de alimentación solidaria?—, que se albergaban en Plaza Universitaria donde tenían su equipo de guerra a la vista de todos, pasaban las macanas por las rejas lentamente, los insultaban y que, incluso, llegaron a desenfundar armas de fuego y apuntarles las armas cargadas, haciendo el gesto de disparar, mostrando sonrisas crueles y gozosas. Son técnicas de tortura. Por esos días se especulaba continuamente cuándo habrían entrado por la fuerza a sacar a los estudiantes del Recinto de Río Piedras con gas pimienta y gases lacrimógenos; si habría habido disparos como en los años anteriores a las políticas de no confrontación y sana convivencia. Allí en el portón de Comunicación estaba yo leyendo el libro y lo mostraba a mis colegas, gente con la que de repente tenía una vida en común. “Miren. Parece que habla de nosotros”, decía. Y le hacían fotos a la portada para mandarlo a pedir, porque el libro publicado por este joven escritor puertorriqueño, residente en Nebraska, lo publicó en Argentina la Editorial Entropía. Cuando me refiero al libro como un espejo, hablo del clima general creado, que mezcla la cotidianidad con lo terrible de que algo grave está sucediendo o ha sucedido en un lugar que no es más que un afuera de los afectos necesarios para sobrevivir. Ahora procede citar el segmento que estaba leyendo en el momento en que mostré el libro, pero tengo que aclarar, explícitamente, (me crean o no, puesto que las verdades en momentos polarizados son ideológicas y la gente está dispuesta a creer la fantasía que se construyó de antemano con cualquier argumento) que dentro del recinto nunca vi pasto ni alcohol, sino más bien las reglas de convivencia que establecieron los estudiantes que prohibían cualquier tipo de intoxicación (porque calienta el movimiento—no son tontos). Iba leyendo por aquí la primera vez que el libro se salió de sí mismo y comenzó a tragarme:
Alfred escucha voces. Alice cocina. Trilcinea fuma pasto. Todas estas son maneras de mantener el horror en el perímetro, formas de sobrevivencia, algunas más valientes que otras. O mejor, estas son maneras de marcar el perímetro. Eso es precisamente lo que Alice le dice a Alfred.
Ve a marcar el perímetro.
Y el muy imbécil se lo toma en serio. Y sale del bar y le da la vuelta a la manzana para asegurarse de que todo esté bien. Solo al volver se da cuenta de que no sabe qué significa eso de marcar el perímetro, pero le suena a algo militar. ¿Cómo se marca el perímetro? ¿Meo en cada esquina? Al volver, Trilci y Alice, muertas de la risa, le piden un informe sobre el perímetro. Alfred le dice que repartió el dinero y los cigarrillos que le quedaban a todos los vagabundos del barrio, y que una le pidió su encendedor, así que no tiene encendedor. Alice recuerda que nunca se podía confiar en el Jefe y el Profesor O con la gente que vivía en la calle porque les regalaban todo. Una vez, O volvió a un bar sin zapatos luego de salir a fumar un cigarrillo porque un vagabundo que lo conocía lo convenció de que no los necesitaba mientras el Jefe asentía, confirmando como un pendejo la historia de sus amigos. (17-18)
Repito. Es el clima afectivo el que queda como una réplica exacta a la estructura de sentimiento de estos días. El una sentirse perdida; no entender exactamente qué es lo que hay que hacer, pero tener claro que lo que hay que hacer es resistir y además proponer una fantasía habitable para que se vuelva realidad. En lo inmediato, hacer cosas que suenan a algo. “Vamos a marcar el perímetro” y saber que tal vez en una guerra del siglo XX en la que luchó una abuela nuestra, en cualquiera de los bandos, alguien fue a marcar el perímetro y se trataba de un asunto serio para el que habría adiestrado. Y no es que no sea serio que ahora nos toque resistir y proponer nuevamente, sino que somos más irónicos porque el propio Marx —a quien no debería citar porque habrá quien deje de leer sin saber que también escribió poesía vanguardista, amorosa y tuvo sentido del humor— dijo que la segunda vez que se repiten las cosas se tratará de una farsa, y vamos como por la repetición número quinientos. Pero, ¿cómo no resistir y proponer fantasías nuevas, si esto se convertirá en un moridero cuando ya no tengamos ni servicios de salud, ni educación, ni pensiones y se haya encarecido todo y hasta las playas nos hayan vendido?
Más adelante vuelvo sobre la idea del moridero, pero por el momento me centro en explicar los fractales; la caja de fractales. El tiempo que narra esta historia es post-apocalíptico. Algo ha sucedido que la sociedad puertorriqueña está reconstituyéndose como puede; pongamos por ejemplo, una quiebra. El punto de vista es el de un grupo de rebeldes que sobrevive desde las afueras. Buscan la Catedral, desde donde se organiza más gente, y a donde quieren llegar, pero no se sabe si existe, si se trata de un oasis, como se comenta, o es un mito. Afuera de este espacio lo que hay es violencia de Estado y desolación.
Esta reseña lleva un tiempo cocinándose, dije al principio. Me tardo en escribirla porque me confundía el uso del tiempo, entre otras cosas, porque los capítulos están organizados por fechas: Capítulo 1/ El año 2028, Capítulo 2/ El año 2017, Capítulo 3/ Los años 2037-2040, Capítulo 4/ el año 2701 / Capítulo 5 / El año 2033, Capítulo 6 / De vuelta al año 2018. Marta Aponte describe el año 2701 como “improbable” o “inimaginable”, no recuerdo con exactitud y no tengo ganas de volver a su escrito a corroborar el término. Recuerdo que sonreí cuando lo leí y eso es lo importante. Se trata de otro arreglo de los números que conforman el 2017 que es hoy y la fecha más temprana de esa cronología desordenada. No hay gran diferencia entre lo que se cuenta en una parte y la siguiente. Entonces me vi en la necesidad de quedarme con el libro en la cartera y seguir leyéndolo y leyéndolo para entender la trama (la diégesis, decimos los académicos). ¿Qué sucede y qué implican esos saltos en el tiempo? Hasta que me vino a la mente que la clave está en el título del libro, que también es el título de esta reseña: “Caja de fractales”. El libro es una caja de fractales. Quien haya tenido de niño un Spirograph o un caleidoscopio sabe lo que es un fractal. Son patrones que se repiten. Existen en la naturaleza. La estructura de los corales o el ramaje de los árboles tienen estructura fractal. Marta Aponte copia del internet para ilustrar su reseña una imagen magnificada de un brécol para mostrar un fractal natural. Me pregunto, si hubiera un ojo capaz de despegarse lo suficiente para mirar el universo, si este tendría estructura fractal en lugar de caótica; esto es, en patrones que se repiten, aunque de distinto tamaño.
Luego de entender esto puedo inferir que las fechas no importan en el libro, porque el tiempo es todo uno y el mismo. Entonces, como en Cien años de soledad los personajes se llaman igual sin importar las fechas. En el tiempo más lejano los que entienden todo son los niños, que se organizan para descifrar mensajes que llegan del espacio. Como en las historias de Jorge Luis Borges, son importantes las repeticiones y la noción del infinito. Pero también como en Filisberto Hernández y Roberto Bolaño, se cuenta una historia de cotidianidades absurdas, y esa mezcla en este libro entre lo mítico y lo cotidiano termina siendo decididamente política, a pesar de la pospolítica que quiso escribir Jorge Volpi en la mayoría de sus escritos, en el sentido de que pretende pensar lo común más allá de las opresiones del Estado, de los estados y, de mayor importancia aún, más allá de las retóricas derechista e izquierdista tradicionales, porque la juventud está repensando el vocabulario y los modos para la política y esta novela se convierte en un homenaje a esta realidad. Me cuenta Luis Othoniel en una breve conversación que tuvimos, que no da para llamarse “entrevista”, pero que me sirvió de mucho y le agradezco: “Esa novela es el producto de muchos años de conversaciones con amigos en Occupy, amigos en asambleas de Black Lives, borracheras con Adjunct Professors nómadas que se cagan en todo, documentales de física para no deprimirme, y sí, pues, una que otra droga.”
Me atrevo a decir que el activismo político que encuentra vocabulario para pensar el futuro en la solidaridad tiene antecedentes importantes en la lucha para que el estado se ocupara de las personas afectadas por la epidemia del SIDA de los años noventa del siglo XX y en las luchas a favor de la preservación del medioambiente. De este primer contexto es hija la novela corta titulada Salón de belleza, del mexicano Mario Bellatín. Es un antecedente importante de Caja de fractales, creo, por lo que cuenta, puesto que lo que se vive también es un mundo apocalíptico en el cual el único modo para sobrevivir es encontrar el modo para mejor morir. La novela del mexicano cuenta cómo, en medio de esa crisis ignorada, en el neoliberalismo de los noventa en el que todo se convirtió en culto a la belleza de compra-venta, un peluquero convierte su salón de belleza—que tenía adornado con hermosas peceras que fungen como metáforas de lo que sucede dentro de los vidrios de su negocio, como un fractal–, poco a poco y sin quererlo, en un moridero. Esto es, un lugar en el que ayuda a bien morir a la comunidad de la que nadie más se ocupa. En Caja de fractales se comienza a hablar temprano del hoyo negro. Dice al respecto:
La idea proviene de la física. Siguiendo las teorías de Leonard Siskind, uno de los proponentes de la teoría de cuerdas, si uno entra en un hoyo negro, y voltea la vista hacia afuera, apenas un instante antes de ser despedazado y destruido por la potencia gravitacional, uno tendría la vista más única e increíble de todo el universo. Adentro del hoyo negro las leyes físicas se rompen. Ni la luz ni el tiempo pueden escapar. La fábrica misma del espacio –tiempo se convierte en otra cosa para la cual no tenemos la arquitectura mental, pero la intuimos en el universo quántum de nuestros átomos. Al voltear la vista, en un instante antes de la muerte, pero un instante también podría ser eterno, veríamos la galaxia sin tiempo y sin espacio, la totalidad del universo, su pasado, su futuro, todo comprimido en un mismo cuadro como un Aleph. (25)
Decía que la muerte es un tema recurrente en el libro. Los personajes se empeñan en buscar La Catedral. Parece que es un foco importante de la rebelión. Dicen que se ha creado una comuna allí, que es una especie de oasis. Cuando finalmente llegan, se trata de un moridero; allí se ayuda a la gente a morir bien, puesto que hay una epidemia que está matando a todos. Y me pregunto yo si es un libro que invita a que nos rindamos a la muerte. Y me respondo que sí, pero no es una incitación al suicidio. Es que para que otro mundo nazca tiene que morir este, y en ese proceso estamos. Ya mi artículo anterior para este medio se tituló “Solo se muere dos veces” y se me acusó de apocalíptica. Yo solo nombro el contexto de fin de los tiempos que vivimos, esta vez en muy buena compañía. La crisis económica representa la muerte de un modo de vida y lo que propongo, lo que propone la novela, como lo ha hecho la literatura siempre en atención a los ciclos del tiempo y la naturaleza es la metáfora del fénix.
El problema es que nuestras mentes no pueden dar cuenta de toda la belleza que se repite en forma fractal, porque solo sabemos de nuestra experiencia. ¿Cuando nace una niña, nacen todas las niñas? ¿Cuando alguien tiene un orgasmo hoy, se vuelve un orgasmo colectivo en tiempo y espacio? Quiero decir, ¿vuelve a tener un orgasmo una persona cualquiera que habitara en un pequeño pueblo en cualquier lugar del planeta en 1927? ¿todas las que una vez existieron? ¿es la muerte de una boxeadora valiente la muerte de toda la raza humana y el nacimiento de cualquier niño el renacimiento del universo entero? Escribo esto porque la novela describe un libro. Se trata de un libro colectivo, que llega de forma anónima a ciertos individuos a quienes se les pide que añadan su historia y luego se lo pasen a otra persona. El libro se titula La dignidad.
…llegamos a la conclusión de que las diferentes versiones de La dignidad comparten todas una estructura: la primera parte es una larga lista de obituarios de muertos recientes, de gente que muere o es asesinada por causa de una violencia estructural, la segunda parte es una lista de manifiestos brevísimos que postulan modos de organización social en donde esas muertes no sucederían, y, por último, hay una lista de reseñas sobre modos concretos de insurrección que están sucediendo alrededor del globo y como continuarlas o apoyarlas. Estas tres partes son precedidas por una suerte de prólogo titulado, al igual que el libro La dignidad; un prólogo que, sin decirlo, refiere a doctrinas clásicas anticapitalistas y en contra de la alienación en el mundo moderno. (43-44)
Tenemos que contar las historias anónimas e insistir en imaginar, porque la realidad primero se construye en el imaginario y la literatura puertorriqueña lleva rato ocupándose de ello. De hecho, lo que está por suceder ya está descrito en los libros: “De la noche a la mañana cerraron los puertos, no entraba ni salía nada, y tampoco había manera de salir de la isla. Y pues claro, hubo pánico. Los militares se metieron en las escuelas y en todos los sitios que podían y confiscaban los alimentos, nos convertimos todos en mendigos” (65)
Mi primera conversación con Luis Othoniel surgió así. Leí aquella parte que citaba al principio, sin todavía haber llegado a esta que acabo de copiar y le escribí para preguntarle así, a rajatabla: “¿Esa novela tú la soñaste?”. Me respondió lo que arriba copio sobre la semilla del libro, con una sonrisa que imagino, porque nos escribíamos por medios digitales. La caja de fractales que pretende ser la novela muestra que somos siempre los mismos habitantes de la tierra, haciendo las mismas acciones, naciendo y muriendo y amando o tal vez odiando. Pero también reconoce que, a pesar del cansancio y el sarcasmo—que no ya ironía ni cinismo— comenzar de nuevo es siempre una oportunidad fresca. Por eso tal vez son los niños los únicos que entienden y los mayores solo hablan enloquecidos o desesperados. Por ello también al final, se parte con suministros clandestinos camino a Bolivia donde hay una Catedral que los espera.
lunes, junio 26, 2017
El libro como espejo
miércoles, junio 21, 2017
¿Escritor en peligro?
Quintín lee Caja de fractales y Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Perfil Cultura:
Es muy frustrante descubrir a un gran escritor secreto y perderlo al poco tiempo. Hace unos días, Gonzalo Castro me hizo llegar Caja de fractales, flamante novela del puertorriqueño Luis Othoniel Rosa (Bayamón, 1985). No logré averiguar si Othoniel es segundo nombre o primer apellido, de modo que lo llamaré LOR. Recibido el libro, Castro me preguntó si había leído su primera novela, publicada también por Entropía en 2012. La busqué entre caóticas pilas y estantes, la encontré y la leí. Se llama Otra vez me alejo, y así descubrí a un gran escritor.
Otra vez me alejo es una novela de campus, que transcurre entre estudiantes de doctorado en Princeton, “el Pueblo de la Princesa”, como lo llama LOR, que estudió ahí para después enseñar en Duke, Colorado y Nebraska. Su currículum es típico del latinoamericano cooptado por el sistema universitario gringo, variante radical de izquierda: entre sus intereses académicos, LOR incluye temas como “Anarchist studies”, “Feminist studies”, “Queer studies”, “Race and ethnic studies”, “Contemporary radical political thought and praxis”, “Marxism”, “Deconstruction and psychoanalysis”... no falta nada. Y, sin embargo, Otra vez me alejo es ligera, encantadora y crítica de su ambiente: “La búsqueda de conocimiento era sólo una honrosa mascarada, una movida retórica para producir prestigio, un gancho mediático para rentabilizarse. Los estudiantes doctorales del Pueblo de la Princesa, y me incluyo, éramos la reencarnación vengativa de los sofistas griegos”. Escrita en un español prístino, propio de quien viene de un país donde la lengua está amenazada, el libro mezcla historias personales, interpretaciones de la Historia (algunas decididamente geniales) y la escritura valsea como si se dejara llevar amablemente por la marihuana que consumen sus personajes, un grupo de amigos bastante cortazariano. Es un libro hermoso.
No es que Caja de fractales no lo sea. Al contrario, es excelente. Pero basta comparar las fotos de la solapa para advertir que algo no anda bien con LOR. En la primera es un muchacho flaco con aire distendido; en la segunda, un señor más bien gordo, maduro, de aspecto ansioso. La novela se agrega a este género de moda entre latinos que es el futurismo apocalíptico. El tipo que decía quedarse en la marihuana porque la cocaína y el café lo excitaban ahora es parte de un ambiente de drogas durísimas en un contexto tremebundo: el planeta se ha quedado sin energía y Puerto Rico es un infierno del que está prohibido salir. La novela salta en el tiempo y narra la muerte de cada uno de los amigos de Otra vez me alejo. El profesor O sigue denostando al sistema: “Su performance de intelectual subversivo tiene muy contentas a las altas esferas corporativas de la universidad americana”. Pero muere antes que el resto y la novela transmite una desesperación palpable, como si estuviera escrita frente a la certeza de que tanto Puerto Rico como la Academia son invivibles e inviables. El remedio sería un movimiento mesiánico que parte de la conexión entre el anarquismo y las catedrales medievales para desembocar, mezclando a Teresa de Calcuta y el Che Guevara, en una muerte feliz para los viejos mientras nace una civilización juvenil poscapitalista. Caja de fractales está viva, pero la salud del joven LOR me preocupa.
viernes, junio 02, 2017
Idiosincracia
Luis Adrián Vives lee París y el odio, de Matías Alinovi, y entrevista al autor para Evaristo Cultural:
–Me gustaría iniciar esta entrevista pidiéndote algunas reflexiones acerca de la libertad en su relación con las diferentes partes de la identidad: la del origen, la que se relaciona con la lengua, con el idioma, la identidad cultural; la de la política; la de la religión; la del género, la sexual…Las identidades parciales, como puentes hacia la aceptación o el rechazo.
–Es una pregunta difícil. Puedo decir esto: ninguna de esas contingencias –origen, idioma, cultura, género– restringen verdaderamente la libertad. Tendemos a pensar la libertad como pluralidad de posibilidades y creemos, en consecuencia, que si las cartas están jugadas de algún modo –soy hombre, luego, las posibilidades que tendría siendo mujer no me pertenecen; soy argentino, luego, las posibilidades que tendría siendo austríaco me están vedadas– somos menos libres que si no lo están. Queremos conservar el mazo entero entre las manos. Lo cierto es que el único modo de ser libre es elegir qué hacer con algo que no he elegido. Sartre llama facticidad a todo aquello que no elijo. La facticidad es, en definitiva, la que me permite elegir: es la condición de posibilidad de mi libertad. De todas formas, creo que tu pregunta apunta a otro lado. Me estás diciendo, según entiendo, que la facticidad puede ser aceptada o rechazada por mí. Sí, claro que sí. Creo, sin embargo, que en el rechazo de la facticidad, en el fingir que no soy argentino, por ejemplo, hay una cierta mala fe. Y los proyectos de mala fe no habilitan la libertad. No hago más que repetir ideas de Sartre, pero debo estar eligiéndolo.
Tal vez haya otra dimensión en tu pregunta, que yo estoy desconociendo. Podría ser que esos puentes hacia la aceptación o el rechazo a los que te referís supongan la aceptación o el rechazo de mi persona por parte de otro. Bueno, si yo elijo libremente algo –vivir una cierta facticidad de algún modo, digamos: sentirme orgullosamente cordobés, o esconder celosamente que nací en Córdoba, por ejemplo– lo elijo frente a los otros, que me hacen sentir las consecuencias de mi elección. Así, debo asumir lo que los otros opinen de mí –la aceptación o el rechazo en tu pregunta– como una nueva facticidad, que no limita verdaderamente mi libertad, sino que es consecuencia de ella.
–¿Qué podemos adelantarle a tus lectores sobre la personalidad de Eladio Marino y sobre sus verdaderas ganas, las de escribir y, otras, las de incendiar la París que no le cierra.
–Que las ganas verdaderas, e impracticables, se tramitan simbólicamente. O que el incendio es metáfora de otra cosa. Que no debo tener mucha imaginación, porque ya escribí otra novela con incendio. En principio, yo quería escribir una novela rigurosa sobre un estudiante argentino que llevaba su voluntad de incendiar París a la práctica. Explicarlo todo, salvo las razones del incendio. No explicar nunca por qué quería incendiar París, sino cómo lo hacía. Mostrar los medios con que contaba, las distintas posibilidades, si las había. Cómo ponía en marcha esos medios. Cómo convencía a otros, porque no creía que la tarea pudiera llevarse a la práctica de manera solitaria. Todo. No supe escribir esa novela. Y escribí la que pude. La historia de un estudiante argentino que proyecta escribir una novela en la que alguien quiere incendiar París. O que traduce la novela de otro y la tergiversa, y hace aparecer el incendio de París que el otro nunca contó.
–¿Cuándo y cómo Cortázar termina convirtiéndose en una especie de mochila que debería abandonarse para caminar mejor por la ciudad de las luces?
–Cuando se vuelve póster. Referecia cultural insoslayable. Pero no estoy seguro. Fui muy feliz leyendo los cuentos de Cortázar. Los buenos servicios es un cuento perfecto.
–Hablemos de los mitos que giran alrededor de París; y estoy tentado de pedirte una opinión sobre cuál habría sido la intención de hacer circular algo que, si bien en principio no calzaría en la categoría “mitos”, adquirió suficiente popularidad; me refiero a esa suerte de fábula sobre las cigüeñas que traen a los bebés desde aquel centro de la civilización.
–No lo sé. Me parece que, al revés, el mito de la cigüeña, si lo es, responde a la necesidad de dar una respuesta al modo en que los niños llegan al mundo. Y que al tener que inventar de dónde vienen, aparece la referencia a la centralidad por antonomasia: París.
–¿Cuándo, en qué casos el resentimiento pasa a estar justificado?, ¿siempre, nunca, excepcionalmente?
–Me cuesta pensar la relación entre sentimiento y justificación. Odio a alguien: ¿cómo se justifica ese odio? ¿Qué quiere decir que ese odio está justificado? Más bien tiendo a ser víctima del odio. El odio es un proyecto fallido, aunque a veces sea difícil de evitar.
–¿A qué respondería esa francofilia que se evidencia en las élites locales que decidieron la orientación de nuestra cultura nacional?; hablemos un poco de las élites letradas.
–Entiendo que es antigua, originaria, y que responde a la distancia extraordinaria que existía entre el Río de la Plata y París, centro mundial de influencia política y cultural, en el siglo XIX. Y también al viaje que Echeverría hace en 1830. Y a otras razones que no podría precisar. En un pasaje de su autobiografía, Vicente López enumera los autores románticos que el viaje de Echeverría les permite leer, los libros que trae con él –Cousin, Chateaubriand, Dumas, Saint-Simon, Hugo– y explica: “aprendíamos a pensar a la moderna”. Es decir que el primer grupo de pensadores argentinos establece, y deja escrito, que España es el atraso y Francia es la modernidad. Esa idea hizo un larguísimo camino entre nosotros.
–¿Cómo compatibilizar la perspectiva de la alteridad con la intolerancia que nace del lenguaje, en virtud de una tendencia a lo hegemónico?
–Siento que la pregunta me supera, porque incurre en peticiones de principios y exige aceptar presupuestos sobre los que no puedo decir nada. ¿Por qué suponer que la intolerancia nace del lenguaje? Y si así fuera, ¿por qué esa intolerancia surgiría de una tendencia a lo hegemónico? ¿Y de dónde vendría esa tendencia hacia lo hegemónico? ¿De una impronta personal del lenguaje? ¿De la sociedad, de la ideología, del Estado? Además, existiría algo que en la pregunta se nombra como perspectiva de la alteridad, que debería ser compatibilizado. Creo que hay toda una filosofía implícita en la pregunta de la que yo debería saber algo para poder responder.
–Héctor Bianco, ¿un ejemplo de pensar y de sentir en otro idioma?; la tarea de ir moldeando una nueva identidad y el esfuerzo por llegar a cumplir sus deseos. Ficción y realidad. ¿Qué podés decirnos de este personaje, esencial, cuya historia se cruza con la de Marino?
–No digamos nada del meollo de la cuestión.
Puedo decir que el personaje de Bianco decide que ser, en París, es ser parisino. Y entonces olvida voluntariamente que no lo es. Olvida su origen, su lengua, y un pasado ambiguo. Y se convierte en uno de los inmortales de la academia.
–Tu mirada sobre la librería Shakespeare, y la inteligencia de incluirla en la novela. Hablemos de ello, si te parece.
–El primer departamento en el que viví en París, muy poco tiempo, estaba pegado a la librería Shakespeare. Todos los días miraba la vidriera, entraba, veía a la gente extasiada. El lugar se me fue configurando como un simulacro bien montado. Y se me convirtió en metáfora de París.
–La homosexualidad aparece con cierta fuerza acompañando relatos que conforman esta novela y, fundamentalmente, en lo que hace a personajes vinculados al arte y a la literatura; ¿esto tiene que ver con París o se trata de una mirada más amplia?
–En alguna entrevista, Borges dice que tiene algunos amigos homosexuales –cuando alguien usa el giro “tengo un amigo x”, todos temblamos, ¿no es cierto?– y que a esos amigos les ha advertido lo siguiente: no vamos a hablar de tu homosexualidad, porque igual hay otros temas, por ejemplo el universo.
–Un pasaje brillante, como tantos otros, tiene que ver con “las vidrieras europeas”; me pregunto si cuando te referís al “viejo” de la librería, no estarías haciendo por vía de implicación, alguna alusión indirecta a otro personaje principal -pensé en H.B.-
–No lo había pensado. Pero no puedo rechazar la interpretación. En principio, me refiero a George Whitman, que fue el propietario de la librería, y al que yo veía todos los días, sentado detrás de la vidriera. Whitman era un personaje de París, de esos entre genuinos y falsos que hay en todos lados, como dice Bioy Casares. Pero de repente me doy cuenta de que tu interpretación es increíblemente certera: la impostura de Whitman sería a su librería, lo que la de Bianco a París. Sí.
–Para ir cerrando esta entrevista, te pregunto por el proceso de escritura, y por el dominio del lenguaje que hace de la lectura, de París y el odio, un placer adicional al enriquecer la trama y el argumento.
–Del proceso de escritura no sé bien qué decir, salvo que siempre escribo menos de lo que quiero. Menos tiempo, con menos empeño.
—Y, por último, te pido nombres de aquellos escritores, hombres y/o mujeres que consideres que, de un modo u otro, pudieron haber ejercido alguna influencia en tu formación, más allá de este estilo propio.
–Contesto como un revolucionario heroico: no voy a dar ningún nombre. Me parece que todo lo que uno lee sirve para algo. Para saber qué quiere hacer, o qué no, de un modo general. Para recordar el placer extraordinario de ciertas lecturas y sostener la ilusión de que uno también podrá alcanzarlo.