[Cuento breve de Ignacio Molina, publicado en la revista Ñ el domingo]
Yo estoy último en la fila, soy el único que no lleva guardapolvo y espero mi turno para saludar a uno de los soldados que, inclinados en medio del patio, reciben las cartas y los chocolates que les entregan mis compañeros de jardín.
La escena, que parece sacada de un sueño o de una película argentina, es una de las que recuerdo de los meses de abril y mayo de 1982. En otra de esas escenas, que hoy se me aparecen como irreales, mi mamá y yo caminamos de la mano por la ciudad vacía y completamente a oscuras. Ella está vestida sólo con una bata y un camisón. Yo tengo un pijama grueso y un pulóver, y siento cómo el ruido de nuestras zapatillas retumba en la vereda.
Como los ingleses amenazaron con tirar una bomba sobre Bahía Blanca, la municipalidad ordenó encender la menor cantidad posible de luces interiores, dejar siempre apagadas las exteriores y, salvo algún caso de emergencia, no salir a la calle después del anochecer. Hay que cubrir todas las ventanas con cartones o papel madera, y tapar los focos de los autos con una tela oscura que reparten en los negocios. Hay que evitar que desde los aviones se den cuenta de que acá abajo hay una ciudad; cualquier mínimo reflejo de luz puede provocar que se cumpla la amenaza.
Desafiando al estado de sitio militar y sin cambiarnos, sin temor a cruzarnos con algún vecino, mi mamá y yo salimos a la calle. Alumbrados sólo por la luna caminamos media cuadra, y nos quedamos un rato en la esquina con las miradas en el cielo. Desde mis ojos de cinco años veo seguramente muchas más cosas que ella: veo, también ahora mientras escribo, aviones y helicópteros ingleses que vuelan muy bajo. Aunque cuesta distinguir las siluetas de los autos a cincuenta metros de distancia, veo y siento el eco de una tropa argentina que avanza hacia nosotros desde el fondo de la calle. Imagino el patio del jardín de infantes a esa hora de la noche, y los cuartos silenciosos de mis amigos que, si pudieron vencer el miedo a la oscuridad, ya deben estar durmiendo.
lunes, febrero 26, 2007
Miedo a la oscuridad
lunes, febrero 19, 2007
viernes, febrero 09, 2007
viernes, febrero 02, 2007
Opendoor
[fragmento de la novela de Iosi Havilio recién editada]
Regreso en tren. Jaime me deja en la terminal de ómnibus de Luján. Al rato me entero de que acaba de declararse un paro sorpresivo de transporte. Que el último bus salió a las seis treinta y que el servicio está suspendido hasta nuevo aviso. Un cartel improvisado, escrito a mano, se repite en varias boleterías: “Sin servicio”. Me dice un hombre que si fuera por él haría el viaje pero el tema es que en la autopista lo pueden reventar a cascotazos. O a tiros, agrega uno que está de espaldas, jugando al solitario en la computadora. El próximo tren sale dentro de veinte minutos, escucho por ahí. Llueve. Me acerco a la parada de taxis y tomo el primero de una larga fila que me lleva a la estación en menos de cinco minutos. El andén se va poblando de gente, mayoría de estudiantes, que calman la ansiedad con cigarrillos y charlas cada vez más bulliciosas. También hay trabajadores, jubilados, mujeres con bebés y un par de borrachos acodados en un puesto de hamburguesas. El tren llega finalmente, con diez minutos de demora. Está vacío, me siento contra una ventanilla que no cierra. Cambio de lugar, pero al rato, cuando el tren se pone en movimiento, la traba de la ventanilla cede y tengo que estar atenta y sujetarla con la mano durante todo el trayecto para no mojarme. En el compartimento de al lado, pasillo de por medio, se sientan cuatro seminaristas. Uno más joven que el otro. Sólo uno de ellos va vestido de cura. Pero no cabe duda, se nota a la legua, son una cofradía. Charlan, leen, se hacen bromas entre sí. El de la sotana guarda entre las piernas una guitarra enfundada. El vagón se llena, el ambiente se enrarece. Con el traqueteo, empiezo a quedarme dormida, hasta que un hecho inesperado atrae mi atención. No se sabe mucho cómo, ni cuándo empieza la pelea. Primero se produce un forcejeo que la oscuridad no me deja entender con claridad. Son tres o cuatro, chicos y chicas, que se tiran de los pelos sobre el andén de una estación muy vieja mientras las puertas del tren todavía están abiertas, hay una bicicleta en el medio, alguien resbala, otro se aferra a una rueda dando patadas en el aire. No pasa mucho, no es grave, y sin embargo suficiente para alterar el curso del viaje. El chico que estaba en el piso consigue entrar al tren arrastrándose con el manubrio de la bicicleta en la mano. Los seminaristas enmudecen, observan la situación, se interrogan con la mirada, un poco tensos, pero no intervienen. Se cierran las puertas de golpe y el chico que subió al tren se recompone de a poco. Los que quedaron sobre el andén patean el chasis del vagón y uno, o una, lanza un escupitajo que se estampa contra la ventanilla de los seminaristas.
En un principio no se sabe bien si el que subió es la víctima o el victimario. Tiene la cara enrojecida, tiembla un poco, y, a pesar de ser un chico robusto, da la impresión de estar dispuesto a soltar unas lágrimas en cualquier momento. No cabe duda, es la víctima. La mirada pegada al vidrio, avergonzado, se esconde como puede de las miradas que le apuntan alrededor, se frota las manos manchadas de barro, y se descubre una pequeña herida superficial en la palma derecha que se relame el resto del viaje. Por momentos también se muerde un poco el pulgar derecho, para contener el dolor, o porque siente bronca, no se sabe. Quiere que el tiempo pase rápido.
Con los minutos, las miradas que al comienzo lo midieron con aprensión, luego curiosas y finalmente compasivas, van sumiéndose en la indiferencia y el olvido. Tres o cuatro estaciones más adelante, para terminar de sepultar el incidente por completo, uno de los seminaristas se anima, desenfunda la guitarra y con unos arpegios muy rudimentarios se acompaña para cantar una canción en un español raro, medio antiguo, que de a poco entusiasma al resto de los curitas que se ponen a hacer los coros.