[microrrelato de Augusto Bianco publicado en Perfil]
El niño yace tumbado en sollozos cuando el animal se aproxima. La tibieza de la lengua en la mejillas le abre los brazos, frenéticos. Logra aferrarse, embocar un pezón, mamar a la desesperada. Por sobre su cabeza, rastrillando el cielo, el viento acarrea nubes de una cumbre a otra.
Diez meses antes, cuando nació, era la guerra. El padre había partido para el frente y la madre, huérfana de sí misma en medio de la barbarie, a poco de parirlo eligió la paz por sobredosis de barbitúricos. El recién nacido quedó en manos de la doméstica que lo crió en silencio y devoción. Cuando una bomba entró por la chimenea y sin explotar quedó latiendo en el living, la mujer recogió al pequeño, se lo cruzó sobre el pecho para darse ánimos y caracoleando entre cráteres y escombros se dirigió hacia su casa natal en las montañas. Anduvo en la noche y se ocultó durante el día, cuesta arriba hacia el sol, hasta reconocer finalmente el sendero, la higuera, la cerca de piedra. Con sus últimas fuerzas y con el niño pataleándole sobre el vientre, volvió a recorrer la doble hilera de álamos hacia el único lugar donde alguna vez había sido feliz. La vivienda estaba en ruinas pero ella no pareció advertirlo. Deshizo el hatillo, depositó a la criatura allí donde su madre se sentaba a hilar todas las tardes, lo cubrió con su chal, levantó la vista... Y comprendió. Comprendió que había pasado demasiado tiempo desde que ella a los nueve años había bajado a la ciudad de la mano de su primera patrona como para que sus padres vivieran y la casa conservara su integridad. Ella misma apenas podía sostenerse sobre sus fémures cansados. ¿Cuánto hacía que no se buscaba la mirada en el espejo? Sintió como de pronto y sin ruido entre las vértebras y las costillas los años se le desmoronaban todos juntos uno sobre otro. No estaba triste. Se sentía liviana, transparente. Comprendió que su misión estaba cumplida, que se había agotado su tiempo y estaba lista. Puso junto al niño dormido los últimos mendrugos y se alejó con la intención de dejarse morir allí donde la tierra quisiera recibirla. La encontró la loba, la misma que más tarde se encargaría del niño y la devoró mansamente junto a sus cachorros, limpiando los huesos.
Pasó un tiempo. El niño era casi un muchacho, un muchacho-lobo cuando apareció por allí un hombre, el primero en años, arrastrando consigo la historia de su especie. El niño lobo lo observó a escondidas durante días. Una noche lo vio caer vencido por el sueño junto al fuego y llevado por un impulso irrefrenable se acercó. Mientras lo devoraba con los ojos el hombre que duerme sueña que no está solo y despierta. Trae la mirada desorbitada de quien viene del otro lado del mundo. El lobo humano extiende las patas, su dentellada convertida en lengüetazo. Vencido por el espanto el hombre extrae un cuchillo y se lo estrella en el pecho. La sangre salta y retoma su curso natural. La devoción de la criada, la leche de la loba, la furiosa algarabía de la manada vuelven a la tierra. La última llama se extingue. El hombre con el arma en la mano queda solo temblando bajo la cúpula del universo. Sobre su cabeza giran imperturbables los astros.
viernes, noviembre 16, 2007
El hombre del lobo
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3 comentarios:
¿Este blog ha muerto?
¿Qué fue de aquella esgrima retórica, que tanto provecho auguraba, entre Elsa la librera y Melanie de Rata Blanca?
la librera conchuda se llamaba marcela, juraría, y no elsa.
y es cierto: un blog muerto, sin lectores ni comentarios.
no sean así, este blog está por dar el gran golpe.
o casi.
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