Jorge Consiglio lee Placebo, de José María Brindisi, y escribe su reseña para ADN Cultura:
«El protagonista de Placebo , de José María Brindisi (Buenos Aires, 1969), es un héroe melancólico. Arrastra un estado anímico insondable que impregna de oscuridad todos los actos de su vida. La piedra basal de la deriva del personaje, que es el urgido placebo al que alude el título, consiste en el desconocimiento más absoluto de la esencia y raíz de esa angustia.
La novela narra, por medio de una tercera persona muy próxima a los hechos, algunos días de verano en la vida de Lucio Becerra, que trabaja junto con un socio en un próspero estudio. Becerra está casado con Cecilia, una mujer que lo llena de hastío. Tiene una amante, Estela, cuyo nombre es igual al de la madre del protagonista, y un amigo de toda la vida, Horacio, que se encuentra internado víctima de un cáncer. El relato se inicia con una imagen poderosa que Becerra registra mientras se dirige con su esposa a la casa que ella heredó en Tigre: dos mujeres muy atractivas toman sol sobre el capot de un auto deportivo. Esta imagen dispara dos líneas argumentales que irán creciendo, hilvanadas, con el correr de las páginas. Una tiene que ver con el padecimiento existencial por el que Becerra está pasando, que no está ligado con un episodio concreto, sino que surge, más bien, como un malestar que se origina por la conciencia de la finitud individual y por una creciente sensación de vacío. En la otra línea, el narrador evoca por medio de flashbacks episodios del pasado del protagonista.
Placebo está escrita como un bloque narrativo sin fisuras: no hay un solo punto y aparte en toda la novela; sin embargo, la prosa es dinámica y aireada. Brindisi maneja con habilidad la temperatura del texto mediante el uso de un registro coloquial siempre adecuado a las escenas y la inserción oportuna del estilo directo y, también, del indirecto libre. Además, el empleo de la omnisciencia posibilita que los puntos de vista del narrador y de los personajes transcurran por un mismo torrente narrativo ininterrumpido.»
La construcción de los personajes es muy precisa. El extravío de Lucio Becerra, que termina por hundirlo en una crisis, se relaciona con su complejidad: es tanto el hombre diligente que maneja su Audi y pergeña estrategias para levantar el pago a un cliente como el ser introspectivo que lee a Guy de Maupassant y que escribe cuentos que no comparte con nadie. La tensión entre estos dos polos es un factor decisivo para mantener la intriga del relato y para su posterior desenlace. El texto cifra su consistencia en la pericia con la que Becerra trabaja sobre su angustia mediante un balanceo constante entre aquellos dos perfiles. Este contrapunto hace posible que el personaje funcione. Justamente, cuando el mecanismo se interrumpe, Becerra se desconoce a sí mismo y necesita de los otros como un espejo de discusión. En este punto, recurre a dos personajes: su amigo Horacio, al borde de la muerte, imagen de lo incondicional, y Sutton, un vecino del delta que condensa una existencia vital y alternativa con la que Becerra se mide.
Otro recurso contribuye al clima de agobio, que estrechará los límites del universo ficcional hasta cercar al protagonista. Se trata de la disección minuciosa de las escenas: el narrador se introduce en los engranajes secretos de las relaciones, busca decodificar lo oculto en cada gesto para trazar un mapa en el que la verdad no admite pliegues. Brindisi, en Placebo , organiza con destreza y oficio un universo de leyes implacables.»
lunes, mayo 23, 2011
Un universo de leyes implacables
miércoles, mayo 18, 2011
La dimensión desconocida
Matías Moscardi lee Los modos de ganarse la vida, de Ignacio Molina, y escribe su reseña para Bazar Americano:
«Los modos de ganarse la vida (Entropía, 2010) es la primera novela de Ignacio Molina y empieza así: “Aunque la habitación estaba en penumbras, por la intensidad de la luz que entraba por las rendijas de la persiana supe que era un día soleado”. El enunciado de apertura tiene un poder expansivo, ya que en el mundo de la novela todas las transparencias aparecen opacadas, los objetos que puede atravesar o refractar la mirada (ventanas, vidrieras, pantallas, espejos, parabrisas) están siempre sustraídos de su función visual: “A medida que el ambiente se iba llenando de vapor vi cómo mi imagen desnuda se iba haciendo borrosa en el espejo”; o en la otra punta: “Achiqué los ojos para ver mejor, pero la gente que pasaba por la vereda y las letras pintadas en el vidrio me molestaban”. De este modo, la niebla, el vapor, el exceso de enfoque, los obstáculos, las interferencias atentan contra la posibilidad de completar apenas un indicio visual del mundo, ya que las imágenes que circulan en la novela de Molina están tramadas sobre su propia disfunción, una zona borrosa que va dando lugar al extrañamiento. Esta “dimensión desconocida” en la que se desarrolla la novela –adelantemos– es nada más y nada menos que la vida cotidiana en pareja: Luciano (el narrador) y Cecilia son dos personajes pendulares que fluctúan entre la soledad y la vida conyugal.
Las imágenes han perdido, entonces, su legibilidad, su contingencia. Luciano parece un narrador con los ojos entrecerrados que ha optado, como una persona que está a punto de quedarse ciega, por agudizar el oído: “Cerré los ojos para dejarme guiar por los sonidos”. Pero al comienzo todo es ruido: “Escuchando los gritos y los motores que pasaban detrás de sus palabras, me retiré en la cama para subir el volumen del televisor”. Por eso, a lo largo de la novela, asistimos a un entrenamiento del oído narrativo, que intenta decantar, del trasfondo de distorsiones de la vida cotidiana en pareja, un resto de sonido que sea la constatación de aquel mundo de imágenes mutiladas: “Sólo me convencí de que ninguna moneda era falsa cuando escuché cómo se imprimía el boleto”. El sonido, luego, viene a suplantar la legibilidad perdida del plano visual y, en ese movimiento, traza las únicas huellas de la cartografía cotidiana por donde circula el protagonista, en donde los sonidos son el último ticket de regreso: “un bocinazo lo volvió a la realidad”.
La primera y la última parte de la novela están ordenadas, de manera progresiva, de la A a la Zeta, como si el orden de las letras fuera el índice de una cesación, de un límite, pero también como si en esa serie pudiera leerse una dirección temporal irreversible: la temporalidad del lenguaje, eso que Saussure llamaba la linealidad del significante, pero con una carga metafísica que, si se quiere, daría como saldo el peso irrevocable de las cosas dichas, el carácter sentencioso y definitivo de todo acto verbal. En este orden solapado del relato, confluyen la centralidad del sonido, los ruidos de fondo y las palabras de intercambio en una pareja que –intuimos desde un comienzo– está a punto de separarse.»
La reseña completa, acá.
lunes, mayo 16, 2011
Sin detenerse a respirar
Paula Tomassoni lee Placebo, de José María Brindisi, y escribe su reseña para Bazar Americano:
«Un recorrido posible en Placebo es el que puede hacerse a partir de las mujeres. Cecilia, su segunda esposa, quien funda el lugar común de la cárcel del matrimonio: deteriorada físicamente por el paso del tiempo (aunque Becerra reconoce que a otros puede resultarle atractiva), se pasea semidesnuda por el interior de la casa del Tigre (su territorio) pretendiendo sensualidad y causando en su esposo algo parecido a la repulsión. Su descripción contrasta con la de las mujeres del principio sobre el Lamborghini, la de la enfermera sensual del geriátrico, o la imagen que Becerra se hace a partir de las voces y gemidos que llegan de lo del vecino. La casa de El Tigre encierra además otra historia de mujeres que llegan desde unas fotos como los personajes de Morel a la isla: es la de la tía Leonor, anterior dueña de la propiedad, y su amante, a quien se conocía en la familia como “la señora”. El pasado del protagonista entra bajo la imagen de otra mujer: Ana, su primera pareja, que murió de cáncer. Esa muerte conecta a Becerra con la de Horacio, y le permite hacer comparaciones: a diferencia de Ana, físicamente a Horacio no se le nota que se está muriendo. Estela, su amante, se llama igual que su madre. La ve cuando viaja a la ciudad por trabajo. Becerra se siente atraído y a la vez sorprendido por su actitud: es la primera relación extramatrimonial en la que la mujer no lo acosa. La pasan bien juntos pero es ella la que no responde los mensajes, o los responde de manera escueta. A la otra Estela la ve en el geriátrico (siempre y cuando no esté durmiendo). Es una mujer inteligente, aunque está vieja, y de algún modo Becerra siente hacia ella una distancia también infranqueable: Estela compartía con Ana su pasión por la literatura rusa, y habían fundado desde allí una relación en la que él mismo no había podido entrar. Incluso la muerte de su amigo entra en escena de la mano de una mujer: Moni, su esposa. Ella es quien llama por teléfono para avisar que Horacio está en coma, juntos van a verlo y juntos también intentarán pensar en otra cosa.
Este mapa femenino organiza la novela; cada mujer abre un aspecto en la configuración del personaje –el eje, en realidad, de todos los conflictos-, explica un modo de ver, justifica un pensamiento, sustenta una actitud. La relevancia de estas mujeres no está en su existencia sino en su funcionalidad: Becerra se construye desde estas relaciones que, pensadas sistemáticamente, lo comprenden. Por ese camino la voz narrativa se complejiza: el narrador en tercera toma la mirada del personaje para observar a estas mujeres; las mujeres a su vez se adueñan de esa mirada y se la devuelven, como desde un espejo, definiéndolo.
Formalmente, toda la nouvelle se completa en un solo párrafo, sin puntos y aparte. “Si para el protagonista no hay respiro, que tampoco lo haya para el lector.”, explica su autor. Brindisi intenta pensar qué contar y cómo hacerlo como parte del mismo proceso, en un único y sólido producto. El resultado es esta obra que conduce al lector a repetir la respiración de lo narrado. La novela comienza a leerse, como dice Roland Barthes, cuando se levanta la vista de la página. En este caso, de la página final.»
La reseña completa, acá.
viernes, mayo 06, 2011
Más allá del género
Rosario Arán lee ¿Vos me querés a mí?, de Romina Paula, y lo reseña para Libros y literatura:
«El primer párrafo y ya es imposible no seguir leyendo. Vamos a admitirlo, ¿A quién no le despierta curiosidad una conversación ajena? Si, es vergonzante pero si se trata de una pareja discutiendo su vida amorosa, resulta más tentador. En un libro, plasmar un diálogo tan fácil de ser “escuchado” no es tarea sencilla y al iniciar una novela con un guión que indica al lector que se trata de una conversación puede parecer arriesgado si no se lo hace atrapante. ¿Vos me querés a mí? de Romina Paula se inicia con palabras de una joven y una vez que leíste la primera línea, es muy difícil no dejarse llevar por la agilidad de la lectura.
Ya presenté a Romina Paula en este blog, quizás cometiendo esa falencia de leer primero lo último editado para seguir con su primera novela, la que le da espacio para confiar en una segunda escritura. No voy a negar que tenía miedo de llevarme una mala impresión pese a ser su primera novela, pero Agosto me había gustado y mucho.
¿Vos me querés a mí? es igual de atractiva gracias al estilo que lleva. El diálogo rápido, casi en tiempo real, de los protagonistas de la historia. Mejor dicho, la protagonista es una: Inesia. Ella se plantea las mil y una dudas sobre el amor, la vida y la muerte. Lo hace sola, con sus amigos o sacudida por algún hecho del día a día.
Inesia está con alguien. No dice de novia, o en una relación. Está…y ese suspenso la descoloca. Así comienza la novela, en una conversación con este hombre y su situación sentimental. Después se traslada a lo que le pasa a sus amigas, a su familia, a esa chica que se quiere ir a otro lado y apunta contra su lugar de origen con argumentos que a Inesia no le resultan claros.
Todos van y vienen, en ese ritmo propio de la vida, lleno de conversaciones. Podríamos decir que las temáticas son similares a esos libros de chick-lit pero, por más que muchas veces me entretengan, este libro está más allá de ese género. La autora está más allá de otros autores que haya leído. Tiene tan marcado su estilo que me atrae y me lleva por inercia hasta la página 60 sin notarlo hasta las 12 de la noche que apago la luz y me doy cuenta que “me comí” el libro en un día (claro que no es largo).
Se genera una continua reflexión sobre la vida de alguien joven, buscando la forma de entender el síntoma de no querer comprometerse con nada y no saber para donde disparar corriendo. Ella y sus amigas, con anécdotas graciosas y ese diálogo tan cercano que parece que mis amigas y yo estamos hablando.
La escritura es impecable. Podrán decirme que de poético no tiene nada pero de real, todo. Esa parte es la que admiro de esta joven autora. En general, rechazo los diálogos que no resultan creíbles que abundan en palabras que los mortales comunes no decimos. Ese personaje tan común pierde la credibilidad con palabras pomposas. Acá no sucede, es un reflejo de cómo hablamos, con esa gracia natural que tiene la lengua cuando se habla.
Romina Paula tiene dos libros editados. Así como el primer párrafo de esta novela me atrapó, su forma de contarme una historia desde la reflexión dura hasta lo gracioso me lleva a pensar que me convertí en su fiel lectora.»
miércoles, mayo 04, 2011
Realidades difusas
Nancy Giampaolo lee Placebo, de José María Brindisi, y entrevista al autor para el diario Los Andes:
«Un hombre que ronda los 50 años. Un hombre con una buena posición económica, una esposa que parece quererlo y hasta una amante más joven que él. Un hombre con un auto muy caro y un berretín de escritor que oculta a los ojos de los demás.
Un hombre cuyo mejor amigo está muriendo. Becerra, el protagonista de Placebo (Editorial Entropía), la nueva novela de José María Brindisi, pasea al lector por un universo hecho de realidades que a veces se tornan difusas y pensamientos que influyen en la realidad, un universo que se tiñe por el dolor y la perplejidad de la muerte de un par.
Escrita sin ni un punto y aparte, la historia del autor de Berlín y Frenesí, tiene la virtud de detenerse en detalles y omitir datos en igual medida, atrapando al lector en una suerte de viaje por el interior de un individuo de apariencia común y corriente. En diálogo con Cultura Los Andes, Brindisi reflexionó sobre su trabajo literario y su rol de tallerista, y recordó a algunos de sus autores favoritos.
-Placebo tiene un ritmo que se palpita desde el comienzo hasta el fin... ¿Está todo calculado o hubo lugar para la improvisación?
-Hay muy poco de improvisación. Las elipsis temporales, las idas y vueltas, yo no las puedo separar de un aspecto formal que tiene el texto, algo que puede parecer medio pretencioso -entendiendo lo pretencioso como algo ambicioso que salió mal- y que se da fundamentalmente en que en todo el libro no haya punto y aparte.
Esto responde a un barullo progresivo que se va armando en la cabeza del protagonista, esa confusión, esa manera que tiene de hundirse en su tristeza. Y creo que forma y fondo, en este caso, están muy relacionados porque traté de usar un tipo de escritura que me permitiera potenciar lo que al tipo le estaba pasando, sin tener que contarlo tanto.
-La escena que inicia el libro, con dos mujeres hermosas que hacen al protagonista pensar en la muerte es muy inquietante...
-Las mujeres le hacen ver lo triste que es su vida, y lo triste que es la vida en general fuera de esas escenas explosivas. Ahí trato de jugar un poco con la realidad de estas mujeres. En alguna medida para mí son parte de una alucinación que Becerra, el protagonista, estaba predispuesto a tener. No son una alucinación, pero él las convierte en algo fantasioso.
-Becerra quiere escribir como Poe, Stevenson y Maupassant. ¿Por qué?
-Porque a mí me encantan los tres, porque es la literatura de una época de mi vida en la que los leí por primera vez, pero también es una literatura a la que vuelvo porque hay algunas cosas que no evolucionan, cambian pero no evolucionan.
-¿Qué otros autores, entre los argentinos, le resultan inspiradores?
-Me doy cuenta de que a Rodolfo Walsh lo tengo metido hasta en la métrica de la dedicatoria que le puedo hacer a un amigo. Me parece un escritor con una economía insuperable y además un tipo muy dúctil en un montón de subformas, dentro de lo poco que se dedicó a la ficción. Indudablemente lo tomo a Saer, que en alguna época me influyó.
Aunque decir "me influyó" es medio pelotudo porque la influencia se tiene que notar (risas). Un consejo que le doy a la gente que viene a los talleres es no leer nunca cinco libros seguidos de un autor porque eso te arruina un año de escritura. Vos leés Borges, que es genial, y después el mundo comienza a ser como lo plantea él, cualquier cosa que sale de la mente borgeana se te pega, uno empieza con esos latiguillos retóricos propios de él hasta con los amigos y terminás sintiéndote un nabo (risas).
Tiene poca obra, pero Miguel Briante fue genial, hay un cuento de él que se llama "Fin de Iglesias" que está para mí en el top ten de la literatura argentina. Más acá pensaría en Marcelo Cohen, que tiene una obra muy sólida y ambiciosa, que se va metiendo en distintos recovecos de su pensamiento.
Luisa Valenzuela me gustaba mucho. Fogwil; hace poco releí "Muchacha Punk" después de mucho, y cada vez me parece mejor. Pero creo que mis escritores favoritos siempre van cambiando: Faulkner siempre está, pero también es un recuerdo. Exceptúo a Borges de todo esto porque Borges es Borges (risas).»