Mariana Zalazar lee Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos, y escribe su reseña para El taller cultural:
Esta segunda incursión de Ríos en la novelística no sólo representa la continuidad de una tesis fundamental de corte antropo-filosófico, sino también la profundización de un exquisito puntillismo poético en la construcción de su prosa. No es sorpresa que haya dado sus primeros pasos como escritor en el universo de la métrica. Media romana (2001), La salud de W.R. (2005) y La recepción de una forma (2006) son algunos de los poemarios que le valieron numerosos premios en su país así como en las tierras de Amado Nervo. Tanto Cuaderno de Pripyat como su antecesor se valen de la fragmentación en capítulos de un modo inhabitual, lejano a la cronología y más próximo a un intento por encerrar bajo cada título una postal autónoma, con valor estético-expresivo propio. Como las hojas de un diario o de una bitácora, donde los registros se contradicen, se superponen, se alimentan desde la falta de una linealidad inequívoca. “El montaje de referencias lo entiendo un poco como un trabajo de composición. Siempre pienso en esa idea de un texto como un imán que atrae elementos diferentes. Cuanto más salvaje sea esa intrusión, en el sentido de que lo que llegue mine, genere inestabilidad, incertidumbre, incertezas, mejor”, afirma Ríos en una entrevista publicada en el diario Perfil, amante confeso de una sintaxis de costuras visibles.
Malofienko se adentra en el horizonte contaminado de Pripyat signado por una infancia en fuga y por una adultez acosada por el reproche de una amante que le asegura que no hay nada que le pertenezca en aquel lugar. La radioactividad le deja, como falso consuelo, un caballo degollado y un montículo de collages alusivos que actúan como memoria extracorpórea. La quema de muebles, la falta de medicamentos, los escombros, la desolación. Pensar que a principios del siglo XX la vedette Löie Fuller se atrevía a preguntarle a Marie Curie si el extraordinario radio que había logrado aislar no podía servir para iluminar los vestidos de gala que lucía en el Follies-Bergére. Es que para ella, claro, los brindis aún no habían quedado detrás.»