viernes, noviembre 30, 2012

Notas sobre el silencio pos-atómico

Mariana Zalazar lee Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos, y escribe su reseña para El taller cultural:

«“Nadie brinda por lo que tiene, eso quedó atrás”, escribe Carlos Ríos en Cuaderno de Pripyat, su última novela publicada recientemente por Editorial Entropía. Un lugar a espaldas de quien narra, un topos ya inaccesible, un tiempo rehén de la irreversibilidad. Los apuntes de una ciudad amortajada por la radioactividad, cuyo fantasma vaga frente a los ojos del provisorio Malofienko, el protagonista embarcado en la búsqueda de un imposible: la resurrección de una identidad mutilada por el dióxido de uranio y el sobrecalentamiento de un reactor nuclear.

Mucho se ha dicho – también escrito y filmado- sobre los corolarios de Chernobyl desde aquel funesto veintiséis de abril de 1986. Pero, así como los numerosos saqueos transformaron las habitaciones del relato de Ríos en espacios simbólicos excluidos, las incesantes producciones literarias y cinematográficas sobre la mutación y el horror acabaron por dotar a la narrativa del desastre de una peligrosa cuota de vacuidad. Del extremo de la resistencia, nombres tales como el escritor español Javier Sebastián Luengo –quien publicó el año pasado El ciclista de Chernóbil-, el ensayista ucraniano Yuri Andrujovitsch y autores del otro lado del océano como Juan José Saer (estos últimos dos citados por Ríos en Cuaderno), ofician de buenas compañías para una prosa que no pretende hablar de transformaciones genómicas, sino de la ambigüedad de los olvidos y ausencias que pueblan el silencio pos-atómico.

A pesar de ser oriundo de Santa Teresita, Ríos describe los paisajes devastados de la zona de alienación con una inquietante cercanía. El mismo ejercicio que ya había practicado en su primera novela, Manigua (2009), en cuyas líneas –escritas durante sus años de residencia en Puebla, México- transita la africanidad de una muerte anunciada en clave swahili. El núcleo primitivo del hombre, la animalidad, la degradación del presente, la paranoia de la memoria, la tensión de los lazos familiares y la reevaluación del peso de la existencia son elementos que sustentan la estructura emotiva de ambos trabajos, donde los personajes -según el propio autor- “todo el tiempo tienen que ir negociando su vida en un mundo de restos”, de identidades agonizantes. Algo así como el intento infructuoso al cual hace referencia la citada Clarice Lispector, esa tentativa por franquear el umbral del óbito y dar el primer paso en la desaparición de, ni más ni menos, la propia persona.

Esta segunda incursión de Ríos en la novelística no sólo representa la continuidad de una tesis fundamental de corte antropo-filosófico, sino también la profundización de un exquisito puntillismo poético en la construcción de su prosa. No es sorpresa que haya dado sus primeros pasos como escritor en el universo de la métrica. Media romana (2001), La salud de W.R. (2005) y La recepción de una forma (2006) son algunos de los poemarios que le valieron numerosos premios en su país así como en las tierras de Amado Nervo. Tanto Cuaderno de Pripyat como su antecesor se valen de la fragmentación en capítulos de un modo inhabitual, lejano a la cronología y más próximo a un intento por encerrar bajo cada título una postal autónoma, con valor estético-expresivo propio. Como las hojas de un diario o de una bitácora, donde los registros se contradicen, se superponen, se alimentan desde la falta de una linealidad inequívoca. “El montaje de referencias lo entiendo un poco como un trabajo de composición. Siempre pienso en esa idea de un texto como un imán que atrae elementos diferentes. Cuanto más salvaje sea esa intrusión, en el sentido de que lo que llegue mine, genere inestabilidad, incertidumbre, incertezas, mejor”, afirma Ríos en una entrevista publicada en el diario Perfil, amante confeso de una sintaxis de costuras visibles.

Malofienko se adentra en el horizonte contaminado de Pripyat signado por una infancia en fuga y por una adultez acosada por el reproche de una amante que le asegura que no hay nada que le pertenezca en aquel lugar. La radioactividad le deja, como falso consuelo, un caballo degollado y un montículo de collages alusivos que actúan como memoria extracorpórea. La quema de muebles, la falta de medicamentos, los escombros, la desolación. Pensar que a principios del siglo XX la vedette Löie Fuller se atrevía a preguntarle a Marie Curie si el extraordinario radio que había logrado aislar no podía servir para iluminar los vestidos de gala que lucía en el Follies-Bergére. Es que para ella, claro, los brindis aún no habían quedado detrás.»

1 comentario:

Anónimo dijo...

Is there is a balance between the salary and the demanding job.
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