Justo antes de las natividades, Verónica S. Luna lee La sed, de Hernán Arias, y escribe su reseña para la Revista Estructura Mental a las Estrellas:
«¿Qué buscamos encontrar luego de que un libro nos cautivó? El truco, la treta, el momento donde descubrimos que las páginas han discurrido haciendo algo con nosotros. Este juego detectivesco, que siempre termina burlándose del lector, es quizás una forma posible de empezar a contar. La sed, de Hernán Arias, se abre con un inquietante epígrafe: “Cansado del futuro, he atravesado los días, y, sin embargo, estoy atormentado por la intemperancia de no sé qué sed”, de E.M. Cioran. Pero la novela también comienza con un chico, un posible pre-adolescente de unos once o doce años. Él será el narrador, la mirada, el tiempo de la historia.
La literatura argentina está poblada de voces y ojos, lenguas y sensibilidades de niños, o niños – jóvenes: el que ve interrumpirse su inocencia, como en “Conejo” de Abelardo Castillo; los perversos, crueles, delatores que habitan las historias de Silvina Ocampo; el que con su inocencia puede volverse amenazante, como en “Los venenos”, de Cortázar; el famoso protagonista de “Como un león”, que se va volviendo pícaro y audaz para sobrevivir; incluso niñas que juegan a ser adultas, y para eso no necesitan disfrazarse o besar chicos, como en Hidrografía doméstica, de Gonzalo Castro. Pero la mirada infante de La Sed, cuyo nombre ignoramos, revela un personaje serio; sabe no preguntar de más, moverse en los lugares que le tocan y corresponder a su edad. Nunca provoca o subvierte los sentidos en el mundo de los adultos. La vida en el campo de Córdoba, en los límites entre el pueblo, la familia y la inmensa sed del campo, abierto y solo, esa es la vida de un niño que bien puede definirse como obediente.
Lo que Oliverio Coelho apunta, en la contratapa del libro, como “dominar la infancia desde una nostalgia cerrada, sin arruinar su enigma”, bien puede pensarse del otro lado de la moneda. En La sed no se nos quiere devolver infancia, no hay traslado al otro tiempo: Arias nos somete a la perversión de dejarnos adultos, comprendiendo la trama a través y con la intuición de un chico. La caza, la aventura del monte, las carreras de caballo, el alcohol, la familia, aparecen abriendo grietas; imponen más nuestros supuestos, aquellas certezas a partir de las cuales evaluamos el mundo, que una experiencia de peligro relatada de por el joven protagonista. La inocencia, siempre amenazada, nunca se rompe; pues no hay nostalgia que descubra tal fisura.
Ahí está la treta. Hay una relación que “hace juego”, una articulación que no cesa de mostrar el espacio que sobra. La mirada del niño y el código del mundo adulto. Somos obligados a observar la historia como niños, pero sin suprimir nuestra adultez. Porque no hay fluir, no hay dejarse llevar. Hay tensión.
Y esa tensión quizás sea la sed, la sed del mar, la sed del campo. Uno de los momentos más intensos de la novela se produce cuando el chico, a pedido de la madre, acude a la amiga nueva de su tío, con alcohol y algodón, luego de que ella se ha raspado la rodilla. “¿Te arde? Un poco, me dijo. Es una sensación fea la del ardor, me dijo y se quedó pensativa. Es como la sed, me dijo después, y yo le dije que sí. ¿Alguna vez tuviste mucha sed?, me preguntó. Es una sensación muy fea, me dijo. Yo nací al lado del mar, me dijo. (…) Siempre que me volvía a mi casa iba pensando en lo mismo: por qué no se podía tomar el agua del mar. Por qué era salada. No se puede vivir frente al mar, murmuró. (…) Esto es igual al mar, me dijo, pero sin peces”.»
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