Luis Othoniel Rosa lee a Sebastián Martínez Daniell y escribe para El Roommate:
«Cuando uno se deja llevar por todas las fantasías que provee este universo, uno empieza a interesarse más por la muerte, uno empieza a ver que la muerte no es la nada, no es el fin, tiene sus dinámicas y sus afinidades, y que lo muerto abunda muchísimo más que lo vivo. Uno puede jugar, por ejemplo, con las escalas; posicionarse en la escala de las hormigas para testificar sobre cómo los desastres sucesivos en ese mundo diminuto son veloces y terribles. Uno puede jugar con el residuo de los tiempos; uno puede ver cómo Ulises sigue volviendo a Itaca, cómo Napoleón Bonaparte persiste como un destello en la locura de tantos. Uno puede jugar con el espacio y la materia; uno puede leer las narrativas que nos proveen los astros y la meteorología, vislumbrar un posible vínculo, siempre mínimo, siempre absoluto, entre nuestras narrativas de hormigas, y la razón para los diluvios. La segunda novela de Sebastián Martínez Daniell, Precipitaciones aisladas, es una novela sobre las consecuencias domésticas de un adicto a las elucubraciones, de ciertos efectos digamos aislantes, digamos desagradables, del pensamiento solitario. Martínez Daniell es un escritor sofisticado, pero casi a pesar suyo, su sofisticación a veces se convierte en el tema implícito de su narración. Su sofisticación le permite vuelos sorpresivos y ganchos inesperados, pero la narración presenta estos efectos como defectos, como molestosas aunque seductoras interrupciones para una vida. Desde su primera novela, Semana, trabaja personajes y situaciones en la que cierta vocación porosa por la seducción del pensamiento digresivo limita nuestras capacidades para lo doméstico. No es Quijotismo lo de Martínez Daniell, porque estas elucubraciones interruptoras (busco, busco el concepto preciso y no lo encuentro) en el narrador de Precipitaciones aisladas, no son enajenantes. El narrador, contrario a Don Quijote, está muy conciente de lo que la realidad de la vida diaria demanda de él, pero no puede evitar que su pensamiento lo distraiga. Acá un ejemplo:
Ella lee profesionalmente el periódico, desde la última página hasta la primera, y se forma una idea acabada de la actualidad. Vive en un tiempo moderno, de acontecimientos cotidianos que persiguen su línea argumental y pelean por las primeras planas. No padece mi síndrome monástico de tiempos circulares, de fijaciones clavadas en el extramuros, donde más o menos da igual que tal cosa haya sucedido o no. Vera pasa las páginas del diario y la mañana se demora en clamores vitales. Me empuja hacia fuera, hacia el sol, como un Dédalo que clava su paladar en el anzuelo ascendente. Sin embargo, mi voluntad es quietista y cierro los ojos para flotar más allá de Plutón, hasta sustraerme del magnetismo solar e ingresar en la heliopausa. Abandono a Vera allá en la Tierra y me hundo afuera, en la sustancia viscosa del duermevela, donde los oniromantes no son más poderosos que los botánicos.
-¿Te vas a pasar el día durmiendo? –Vera pone en funcionamiento la maquinaria del día.
Adicción a una modalidad del pensamiento que genera sujetos estéticos con una ilustre incapacidad de sostener un mínimo de domesticidad conyugal (pienso en Emma Bovary, pienso en los personajes de Virginia Woolf en The Waves). Me parece que es algo que tiene ver con las fantasías infantiles, el niño que mientras camina a la escuela se imagina un arquero que defiende con su flechas a una princesa del ataque de un dragón. Ese niño a lo largo de los años, en su praxis constante de producir mundos imaginarios que lo distraen de la ociosa realidad, se convierte en un experto, en un especialista de la introspección, pero no un loco. Precipitaciones aisladas no es un libro sobre la locura que nace de la barroca fantasía, aunque la locura a veces se asoma:
El Emperador apareció esa noche junto a los mingitotios del restaurante. En esa época, Bonaparte todavía conservaba las formas y se engalanaba en ultratumba para visitarme en mi celdilla de presente continuo. Nuestra relación no era tan fluida y él aún consideraba que yo debía prestarle una atención extraordinaria. Vestía sus polainas blancas y su saco azul Francia, manchado más de pólvora que de sangre. Yo le dije que más tarde, que estaba cenando con unos amigos, que después pasara por casa. Pero él, hipersensible, insistió en que tomaría solo un Segundo, que era una pregunta y nada más. No es un hombre acostumbrado a esperar, el Emperador. Le dije que nada podía ser tan urgente, que no me molestara, que no me hiciera una escena en un baño público. Él me dio la espalda y se alejó hacia los inodoros, pero antes de que pudiera escapar, me dijo angustiado.
-Tú también te has dado cuenta, Napoleón, de que las sombras tendrán siempre el mismo color sin importar la pigmentación del cuerpo que las proyecte.
Cubrí mis ojos con las palmas de las manos, en lugar de taparme los oídos. El Emperador continuó.
-¿Te has dado cuenta de que no importa si la capa es negra o roja, porque su sombra seguirá siendo gris? ¿o es que no te importa?
-No, no es que no me importe a mí, Emperador. Es que no tiene ninguna importancia y usted tampoco debería estar fijándose en eso.
-Pero algo debe significar, ¿no?
-Las sombras, Emperador, solo contemplan la opacidad del objeto y la intensidad de la luz. El resto les da igual, el color, la forma, la antigüedad…
-Sí, sí. Pero algo debe querer decir, ¿no?
No le contesté. Vera aún no había llegado.
Tal vez, algo que une las innumerables fugas digresivas en esta novela es la teorización de algo muerto, algo del pasado, que al destellar en el presente, adquiere autonomía de su fuente original. Ese sería el caso de las apariciones del Emperador Bonaparte a lo largo de la novela, pero también de esas sombras por las que se pregunta el emperador, sombras que tienen independencia del color del objeto que las genera. La cita que sigue me parece crucial para entender esto. Hay teorías físicas contemporáneas que dicen que una manera de explicar algunos misterios cósmicos hoy es considerar que nuestro universo es una proyección en tres dimensiones de otro universo que tiene muchísimas más dimensiones que el nuestro, y que los generadores de esas proyecciones son los hoyos negros. En esta cita el narrador vuelve al pasado, el pasado que siempre vuelve en la novela y que, por supuesto, consiste en una fracasada relación amorosa que en sí misma es una de esas proyecciones del pasado en el presente. Pero en este caso, la relación amorosa, que parece estar en contraste continuo con las digresiones, ahora se convierte en una de ellas, y toma la forma de un caracol marino, es decir, de un fósil elíptico de un pasado remoto, de un tiempo que no pertenece a la escala humana, un reajuste ondulado de la temporalidades:
El día del casamiento, Vera me regaló un caracol marino. Uno de los grandes, no de esos rastreros caracoles herbícolas que se parten de solo nombrarlos. Éste es un caracol blanco como un cartílago por fuera, y con su interior rosado y procaz. Acercarlo al oído… ya sabemos qué pasa cuando se acerca un caracol marino al oído. La empatía de las cornucopias. El mar cíclico que desgasta el tímpano. Él y su desesperación de ser caracol y escuchar todo el tiempo el oleaje, todas las horas, hasta morir en la playa y, aun después de muerto y desecado, tener el mar adentro. Por eso es humanitario sacarlo al oído, para que por un instante descanse de sus mareas y escuche el chisporrotear eléctrico del cerebro evolucionado. El resto del tiempo, desafina sus tonadas oceánicas. Es mi anti-reloj. Lo tengo en mi escritorio, acá a mi derecha.
Me gusta pensar que las novelas tienen vocación de caracol pedagógico; soy partidario de un modo premoderno de concebir la literatura como relato con una función antropológica didáctica. En este sentido, yo creo que la literatura sigue teniendo la función del cuentero que Walter Benjamin dice que se pierde en la modernidad. Y en Precipitaciones aisladas yo encuentro una moraleja. Recontemos la trama. La novela cuenta la historia de un hombre, Napoleón Toole, que tras romper con su esposa, parte unos días a un pueblo costanero a pensar en el fin de su matrimonio, y los lectores tenemos acceso a sus pensamientos. En ese pueblo decide quedarse con una familia local en vez de quedarse en un hotel. Allí tiene la oportunidad de contrastar su incapacidad doméstica con el funcionamiento productivo de una familia convencional. Napoleón, por ejemplo, conoce al padre de la familia, un pescador llamado Ulises, y lo envidia, como el gran emperador Bonaparte envidiaría al mismo Ulises homérico, que tras décadas de conquistar tierras tiene la oportunidad de volver y construir su vida doméstica con Penélope. “Los pescadores vuelven a mirarme como si fuera un vago, uno de los peores” (69). La novela termina con la aparición de la ex-amante y esposa del narrador (Vera) en el pueblo costanero para comunicarle al narrador que ha habido un producto o una continuación física de sus días conyugales. Entonces, ¿cuál es la moraleja?
Yo dije que hay moraleja, no que sea fácil explicarla. Lo intento. La domesticidad se nos impone como una temporalidad, es un institución moderna mediante la cual el trabajo productivo es calculado según las horas. “El tiempo de Vera es industrialista, las horas son horas de producción. El mío es postcapitalista, rédito inmediato y vacuidad” (131). Ahora bien, es una temporalidad frágil, ya que los caracoles con sonidos pre-humanos que se multiplican, y le quitan la autoridad al reloj. Las mismas condiciones que generan el amor (y el amor es un residuo del tiempo, algo que dura a pesar del tiempo), son las que producen destellos que nos liberan de esa laboriosa temporalidad de lo doméstico. La moraleja, entonces, tiene que encontrarse ahí, el problema es cuestión de sincronizar las cosas, de entender el tiempo como el clima, como algo gigante, inevitable y democrático que tenemos que interpretar para poder vivir en él. Todos somos meteorólogos.
Entonces, en las últimas páginas de la novela sucede algo curioso. El autor ha acomodado todas las piezas narrativas para un momento epifánico en el narrador; la vida codiana de la familia adoptiva se presenta como presagio para una posible vuelta del narrador a un mundo doméstico y familiar propio, las piezas están ahí para que haya un cambio en la concepción del tiempo del narrador. Sin embargo, la epifanía se da a medias, o se mantiene en un delicioso espacio liminal de lo epifánico, casi apunto de cambiar al narrador, pero sólo para que una vez más, se confirme lo mismo. Eso es lo que me parece que sucede en esta última cita que incluyo abajo, en la que el narrador observa a la niñita Rhea, la hija de la familia con la que se está quedando, y hay algo terriblemente tierno que primero aparece como una súbita vocación por la paternidad en el narrador. No es que en la segunda mitad de la cita se cancele esa ternura de la paternidad, pero hay algo terrible, hay un regreso a algo que le pone una sordina a lo epifánico. Y así, como es mi costumbre, los dejo con una cita larga de esta novela, no sin antes redondear la reseña con un último pensamiento. Sebastián Martínez Daniell, además ser el autor de dos novelas que me han dado mucha alegría, es también el editor de mi primera novela, Otra vez me alejo, una novela sobre la construcción de una amistad a través de digresiones narrativas, utilizando el pretexto del efecto distractor de la marihuana. Leo Precipitaciones aisladas y redescubro, confirmo o reinvento el placer en las afinidades. Lo afín, o lo que no tiene fin, el rizoma que se abre cuando la literatura nos muestra líneas narrativas que pertenecen a otras escalas que traspasan las individualidades, que nos confirman la arbitrariedad que conforma a la isla como concepto.
Rhea también se va, su espalda se va. Y yo miro alrededor para que nada le pase. Que los automóviles no la atropellen, que las serpientes no la muerdan, que llegue caminando su tranco cortito hasta la puerta de su casa para que Ginebra abra la puerta y le sirva pulpo caliente, el arroz a punto. Que no se intoxique, que no inhale nubes sin necesidad. Hay tanta truculencia acá afuera. Las cosas pasan rápido. Es un milagro no haber cometido un delito. Es tan fácil criminalizarse; es casi inevitable. Ésa es la razón por la cual muere tanta gente. ¿Cuál es el truco en los cementerios? Los féretros se apiñan subdividiendo parcelas y los nichos forman rascacielos. Los cuerpos se animan en promiscua necrofilia y los gusanos ya parecen anacondas. Hasta entierran de pie a algunos pobres desgraciados para que haya espacio. Pero no me engañen. Las tasas demográficas crecen a velocidades maltusianas y llega un punto en que los ataúdes desbordan la necrópolis. Algo tenebroso y democrático debe ocurrir entonces. Todos al osario. A pudrirse por fin.»