Fermín A. Rodríguez reseña Modo Linterna, de Sergio Chejfec, para la revista Otra Parte
El desajuste entre lo que se ve y lo que se dice, la desconexión con la geografía, son la condición de estos nueve relatos de Sergio Chejfec. Se trata, en cada caso, de articulaciones afectivas, discursivas y de imaginación inestables, mundos transitorios abiertos por un mecanismo deambulatorio que, al paso lento de una escritura a la deriva, nos abisma en lo que las palabras, sustraídas de sus referentes naturales, no terminan de nombrar o describir. Cada cuento es un pasaje a través de “un teatro de la intrascendencia” de una precariedad temporal extrema, donde el escritor viajero, testigo de la materialidad transitoria del mundo, es atravesado por “contratiempos prácticos verdaderamente minúsculos” cuyo significado ignora, “absolutamente arteros en términos materiales”, aunque al borde de la visibilidad y del reconocimiento (“Vecino invisible”).
Hundido en mezclas materiales concretas que recorren como grietas la superficie de la cultura, el escritor persigue “señales elementales”, signos no verbales que ponen en marcha un metódico trance de pensamiento-escritura, abierto a la riqueza sensible de situaciones virtualmente inagotables que se despliegan y verifican en la textura de una escritura con vocación “documental”. El contacto con la nieve de Nueva Jersey, blanca y silenciosa como el vacío de la página, produce en un escritor sudamericano una reorganización de lo sensible y de las relaciones con su entorno que fuerza una escritura híbrida, donde se mezclan la observación empírica y el pensamiento abstracto (“El seguidor de la nieve”).
Además de una estética, el materialismo perceptivo de Chejfec es también una política de la percepción. La conexión inmanente con las cosas y sus aristas básicas, la escucha fina y atenta –documental– del plano sensible donde se traman los procesos, dependen de una sensibilidad micropolítica que nos sitúe más allá de las formas de significación existentes. Este modo de la sensibilidad, excluido por la maquinaria de codificación mediática y los discursos de la comunicación, tiene alguna relación con el “modo linterna” del título –esa aplicación que permite irradiar un haz de luz desde la pantalla de un teléfono celular–. Como si fuera el reverso mismo de la comunicación –el intercambio transparente y rutinario de representaciones codificadas–, el modo linterna baña de luz la materia oscura de las paredes de la cripta donde un teólogo, un narrador y un ensayista buscan nada más y nada menos que la tumba de Saer (“Una visita al cementerio”). Mientras los poderes tecnomediáticos saturan de clichés audiovisuales nuestro tejido pensante y perceptivo, el modo linterna de estos cuentos de Chejfec, sus irradiaciones discontinuas de silencio, indeterminación y misterio, nos llevan, en su precariedad artesanal, hasta la línea de sombra donde se constituye y destituye, de manera incesante, el sentido de las cosas.
viernes, junio 28, 2013
Modo Linterna
Fauna / El tiempo todo entero / Algo de ruido hace
lunes, junio 24, 2013
lunes, junio 17, 2013
Ciudades de la llanura
Javier Mattio lee "Cuadernos de Pripyat", de Carlos Ríos y lo reseña para la revista Ciudad X, del diario La voz del interior.
Como las ciudadelas de bordes vagos y fantasmales que se divisan en ellas, las novelas de Carlos Ríos (Santa Teresita, 1967) se construyen sobre un espacio sin bordes reconocibles, forjando anomalías sin tradición o ubicación sencilla en un mapa “literario”. Su prosa precisa compone frankensteins de imaginarios disímiles en los que los géneros también se acoplan como restos de maquinarias desmanteladas. Cuaderno de Pripyat, su última novela, continúa y complejiza el procedimiento trazado ya en Manigua, y remite a la fábula, el relato bíblico, la sátira, el diario de viaje.
Esta vez, la hondonada geográfica donde Ríos monta su ludismo poético es Pripyat (en Manigua había sido la zona-lenguaje-cultura swahili en África), tanto la ciudad ucraniana abandonada tras el desastre de Chernobil como su periferia en forma de anillo, allí donde arriba el artista-antropólogo Malofienko tras dividir destinos en Kloten con su novia Fridaka, quien parte para Oslo. La misión de Malofienko es recolectar testimonios para un documental sobre la vida en Pripyat, y por eso parte de la novela está integrada por “entrevistas” con gente de la zona, a las que se suma un relato más convencional sobre la historia de Malofienko y fragmentos más abiertos sobre la ciudad, que se dividen en capítulos con nombres de colores en ruso y español.
Y es que Ríos opera contaminando lenguas y acudiendo a la materialidad enrarecida de esos lenguajes, aprovechando la posibilidad formal y ficcional que despiertan nombres como Oksana Zabuzhko o la
Preobrazhénskaya, o ese ¿ni? Tak, tak (¿no? Sí, sí) retórico que Malofienko adopta como un tic en su monólogo. Y también la contaminación “temática”, donde palabras-entidades propias de la narración mítica (y mitológica) como “rebaño”, “exploradores”, “mercado central” y “saqueadores” se alternan
con referencias contemporáneas a YouTube, Skype y los videojuegos. Y, como Mario Bellatin, Ríos inventa palabras-seres como los cibercomerciantes, el liquidador o el destazador, en un juego de desplazamientos nominales afín a la ciencia-ficción.
Cuaderno de Pripyat es también un libro asediado por la radiación, en este caso la de la usina poética y sus posibilidades.
Aunque también Pripyat, está claro, oficia como parábola de un mundo que parece retornar a su estado más bárbaro, sangriento y primitivo, no importa si es África, Ucrania o el conurbano bonaerense, y que, como Pripyat, yace en un limbo en el que faltan 960 años para la “recuperación”.
El artista sanitario, editado en Córdoba por Postales Japonesas, parece el producto de una escritura previa a Cuaderno de Pripyat: curiosamente su ciudad protagonista es Oslo (“Oslo la refractaria”), allí donde viaja la amante de Malofienko. También urbe de matanzas y sacrificios tribales, es allí donde pinta el “artista sanitario” sus obras, en su habitación circular y con su dedo-pincel, mientras se comunica con su colega pintor de la “Florencia del Elba”, antes de emprender una visita al maestro y viajar en busca de su destino hacia el DF en México, donde se encuentra con el muralista José Clemente Orozco y sus frescos sobre Quetzalcóatl.
Relatos raros, cautivantes y de una predestinación bienvenida, las obras de Ríos sólo pueden equipararse a las de Bellatin en su aislamiento extraterrestre, su pulcritud experimental y su oscuro sentido del humor. Pero como le pasa a Malofienko cuando lo comparan con su némesis Sergei Sviatchenko y, enojado, se defiende diciendo “no soy un artista”, así tampoco vale la pena establecer lazos entre dos autores que, más que “escritores”, son fundadores de flamantes alquimias narrativas, las que dejan atrás tendencias previsibles y recurrentes para erigir ciudadelas exóticas y a la vez cercanas.
miércoles, junio 12, 2013
Al filo
Ada Fornaro lee Cómo usar un cuchillo y entrevista a Fernanda García Lao para Radar Libros
Dramaturga, gran lectora de teatro, preocupada por el rol de los diálogos, Fernanda García Lao es sin dudas una singularidad de la narrativa argentina. Cómo usar un cuchillo la confirma en esa originalidad y la muestra como una escritora capaz de explorar la fantasía, el humor y el lado escatológico de la vida.
El año pasado, cuando estaba en París, Fernanda García Lao visitó por primera vez la tumba de Baudelaire. No había una lápida, sólo unas flores azules que la desconcertaron. Para esta escritora mendocina, exiliada de chica a España y repatriada de grande, el poeta francés seguía vivo. En alguna parte, en algún lugar. Pero lo que encontró fue un pedazo de tierra convertido en mausoleo. La muerte del héroe del mal se hizo patente y lloró a moco tendido. Espantó turistas. Ese fue su homenaje.
Dramaturga, poeta y novelista, García Lao fue considerada en 2011 como “uno de los secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana” en la Feria de Guadalajara. Después de varias obras de teatro y cuatro novelas (Muerta de hambre, La perfecta otra cosa, La piel dura y Vagabundas) publica ahora Cómo usar un cuchillo, un libro de relatos inclasificables que integran listas, manuales, radiografías de espacios y cuentos que son poemas o poemas que eligen narrar. Mata a todos, o a casi todos. Le da rienda suelta a su instinto asesino y pocos personajes sobreviven. García Lao se ríe mucho. En sus textos y en la vida. Porque el brote fantástico –tan presente en su literatura– suele nutrirse del humor.
¿Cómo fue el pasaje de la dramaturgia a la narrativa? ¿Qué te llevó a mudarte de género?
–En realidad fueron actividades paralelas siempre. Era más visible lo teatral y lo otro crecía a la sombra. Yo empecé a escribir relatos desde chica y después me puse a escribir dramaturgia. Pero sobre todo era una gran lectora de teatro. Yo imaginaba todo, leía pensando en puestas en escena. Todo eso empezó de adolescente. El teatro del absurdo fue una gran escuela para los diálogos que para mí son vitales. Creo que muchas veces en la narrativa se olvidan. A mí me gusta escuchar a los personajes en la vía directa. Prefiero recurrir a la voz concreta.
En Cómo usar un cuchillo hay una escritura performativa, de palabras convirtiéndose en acciones. ¿Buscaste deliberadamente ese movimiento?
–Sí. Para mí las protagonistas del libro son las palabras y el modo en que se alían para crear sentido. Siempre recurrí a diferentes disparadores y que tienen que ver con concentrar, nuclear. Las palabras como un ejército alucinado que no puedo manejar. Hay mucho de escritura automática, abrirse al inconsciente, olvidarse del presente. Aparece todo lo que uno calla para vivir socialmente. Como cuando me despierto de un sueño y me pongo a escribir todo eso que pasó en el otro mundo. No creo en la causalidad. El naturalismo es mentira.
En este libro hay mucha oscuridad, pasa de lo gótico a lo gore. Lo escatológico, el asco y la náusea están presentes en casi todos los relatos. ¿Qué estabas buscando?
–El asco me parece que es una emoción muy activa. No es paralizante. El asco provoca físicamente alteraciones. Está la náusea, el vómito. Algo muy sartreano, obviamente. El asco está muy emparentado con este momento que vivimos, en que hay tanta saturación, exceso y eso lo provoca. Creo que son manifestaciones físicas a la vida absurda que pretendemos llevar. Y yo veo mucha gente que quiere manipular sus vidas con actividades y el cuerpo las vive traicionando. El cuerpo necesita otras cosas. No sé muy bien cuáles. Tampoco sé de dónde me vienen esas imágenes. Lo que sí sé es que cuando estoy escribiendo sobre fluidos, sangre y cuchillos, dejo de ir por un tiempo a la carnicería. Lo que pasa fuera de los textos empieza a impresionarme.
La mayor parte de los personajes de tus cuentos derrapan, pierden el control.
–Yo sentí eso mucho tiempo en mi vida. Porque me llevaron a España de chica en el exilio y no fue mi decisión. Después mi viejo se murió de un día para el otro, nos volvimos a Mendoza, y los planes empezaron a parecerme una estupidez. Pasé una etapa muy anárquica. Me transformé en una terrorista de los planes. Y creo que eso también se refleja en la escritura. Yo no trazo un mapa antes de ponerme a escribir. No construyo castillos en el aire...Si ni siquiera tengo un ladrillo.
lunes, junio 10, 2013
Uma biblioteca viva: a poesia argentina contemporânea
Luciana María di Leone lee Caligrafía Tonal, de Ana Porrúa y escribe su reseña para el Boletim de Pesquisa NELIC, Nº 18, de la Universidad Federal de Santa Catarina, en Florianopolis, Brasil.
Quase todo livro, mais cedo ou mais tarde, tem a sua hora de entrar em uma biblioteca: na biblioteca do cânone, na biblioteca dos esquecidos, ou na infinita biblioteca dos que não têm biblioteca. Quase toda biblioteca precisa de um leitor que a defina como tal, que evidencie a sua existência para que, finalmente, outros leitores entrem nela e consigam colocar em questão a sua solidez. Ou seja, quase toda biblioteca, afinal de contas, tem o direito de que o leitor a transite por caminhos tortos, impensados, não canônicos. Quase toda biblioteca precisa que as suas estantes sejam um magma vivo, e não clorofórmicas classificações. Caligrafía tonal, de Ana Porrúa, testemunha, de uma forma tão plástica quanto exaustiva, os três movimentos: pega os livros, monta a biblioteca da poesia contemporânea argentina e nos convida a um percurso vivificante por entre os nomes mais significativos.
Ana Porrúa é argentina, professora da Universidad Nacional de Mar del Plata, pesquisadora do CONICET, editora da revista virtual Bazaramericano e poeta, e, desde os anos 1990, dedica sua reflexão à poesia contemporânea, principalmente argentina.
Compilou duas antologias de poesia latinoamericana, publicou o ensaio Variaciones Vanguardistas. La poética de Leónidas Lamborghini (Beatriz Viterbo, 2001), prefaciou e antologizou a poesia de Arturo Carrera (Animaciones suspendidas, El otro el mismo, 2006), e publicou dezenas de artigos e resenhas sobre a poesia contemporânea argentina em importantes revistas culturais e publicações acadêmicas da Argentina e, inclusive, do Brasil.
Falar de poesia contemporânea solicita, no mínimo, alguns esclarecimentos, já que estamos frente a um termo – o de “contemporâneo” –, o qual, tal como acontece com as noções de “atual”, “jovem” ou “novo” quando aplicadas a uma determinada produção literária, costuma ser associado a questões meramente cronológicas e, mesmo assim, vagas. Falamos de poesia contemporânea, por um lado, pela sua especificidade temporal:
Porrúa costuma abordar a poesia que apareceu nas últimas décadas, sempre estabelecendo relações com as produções de outros tempos. Ou seja, a produção poética trabalhada em Caligrafia tonal seria contemporânea, num sentido corriqueiro, porque é feita nos últimos vinte anos. Mas também é contemporânea porque se trata de produções poéticas do mesmo tempo da crítica, do próprio tempo, (do meu tempo, diria Porrúa), estabelecendo uma situação complexa de simultaneidade, pertencimento e distância, que deixa entrever uma temporalidade heterogênea e nos aproxima das reflexões de Giorgio
Agamben em O que é o contemporâneo (Argos, 2009). Se o poeta enquanto contemporâneo encara a fratura do seu próprio presente como algo obscuro, é porque procura um modo de pensar seu próprio tempo como impróprio, modo esse do qual a crítica pode e deve ser partícipe: “Aqueles que procuraram pensar a contemporaneidade puderam fazê-lo apenas com a condição de cindi-la em mais tempos”. Desse modo, Caligrafia tonal pode ser definida como uma leitura contemporânea de uma poesia contemporânea, uma leitura e uma poesia que mantêm uma relação complexa consigo mesmas.
No entanto, não se trata apenas do interesse que suscita a sofisticação e complexidade do ponto de vista crítico. Caligrafía tonal constitui uma importante apresentação da poesia argentina das últimas décadas, praticamente desconhecida fora do âmbito argentino, e dos temas que definiram os debates em torno dela, ao longo das últimas décadas; apresentação que toma como fio condutor uma indagação sobre as
“formas” dessa poesia.
Assim, o livro se inicia com um primeiro capítulo onde se colocam na mesa os alicerces teóricos que guiaram as leituras, a noção de “forma” de que ela se utiliza. A“forma” que Porrúa persegue, mesmo retornando às teorias dos formalistas russos (“para mostrar de ellas lo que abren (y no lo que se repite como reconstrucción de un sistema”,p.15), nunca se trata de uma forma monumental, é muito mais um detalhe, uma fulguração dos materiais dispostos no livro ou no poema. Diz a autora em uma entrevista: “A mí me interesa leer la forma, el modo en que está escrito un poema, pero no como muestrario de recursos retóricos sino como movimiento del lenguaje y la cultura.”. Essa “forma” instável como um traço é o que ela chama caligrafia e que lhe permite, atravessando diversas temporalidades, observar a biblioteca da poesia contemporânea nos seus encontros – harmônicos ou faiscantes – com poesias de outros tempos e outros lugares, principalmente, com o modernismo latino-americano de Leopoldo Lugones, Ruben Darío, a vanguarda martinfierrista e a inovação de Trilce de César Vallejo, mas também o barroco reformulado de Lezama Lima, ou de Nestor Perlongher.
O segundo e o terceiro capítulos são dedicados a um dos movimentos mais significativos e controvertidos das décadas de 80 e 90 da poesia argentina, aquele conhecido como “objetivista”. O grupo que se nucleava no conhecido Diário de Poesia –Osvaldo Aguirre, Daniel García Helder, Martín Prieto, Jorge Aulicino – entra em destaque tanto pela própria produção poética quanto pelas suas leituras e publicações de Ezra Pound. Nestes capítulos, evidenciam-se também as diferentes nuances do conflito da percepção, a aporia da sua imediaticidade, suas falhas, problemas que estão na base da própria nomeação desta corrente como “objetivista” e do seu esgotamento. A partir daí, além do núcleo forte do objetivismo, Porrúa vai abordar a produção de Martín Gambarotta, Laura Wittner e Fabián Casas, cujas poéticas são consideradas variações da primeira ou neo-objetivistas.
O quarto capítulo encena um gesto arriscado e necessário: ler a poesia contemporânea através da sua “colocação em voz”, la puesta en voz, ou seja, através de leituras em voz alta, performances vocais e corporais. O capítulo instala o embate entre a leitura silenciosa, e a poesia para ser lida, e a presença de uma leitura/voz virtual que triangula a compreensão de um texto e abre novos significados pelo desdobramento detons. Aqui se destaca a bela análise de Porrúa do Poesía espectacular film, filme de uma performance de leitura de diversas poesias onde Daniel Garcia Helder, Martín Prieto e Oscar Taborda, a partir da encenação e da declamação, colocam em tensão a poesia que leem, suas influências, e a própria poesia. A poesia e a sua forma, desse modo, são flagradas na zona onde fogem do especificamente textual.
O quinto capítulo apresenta diversos livros de poesia dos últimos anos, que não formam parte de uma corrente definida. Talvez seja este o capítulo de mais interesse para quem inicia um mergulho na poesia argentina atual e com menos bibliografia crítica disponível, já que – com a perícia de uma resenhista experiente e atenta para além dos desejos do mercado de poesia – Porrúa aborda, entre outros, o trabalho de José Villa, Roberta Iannamico, Juan Desiderio, Martín Gambarotta, nomes incontornáveis. Ou seja, o gesto ousado não está na escolha desses nomes, mas na evidenciação de que eles já se tornaram necessários para uma crítica da poesia contemporânea argentina.
Mas poderíamos arriscar que o espírito do livro, e da pesquisa de Porrúa como um todo, se encontra no sexto capítulo “Antologias”. O capítulo se inicia com o primeiro trecho do conhecido ensaio de Walter Benjamin onde se lê: “estou desempacotando a minha biblioteca. Sim, estou. Os livros, portanto, ainda não estão nas estantes; o suave tédio da ordem ainda não os envolve” (in Rua de mão única. São Paulo, Brasiliense, 1987,p.227). De fato, o que vem a seguir se afasta da ordem de uma biblioteca tradicional.
Porrúa apresenta algumas antologias da década de 90 e 00, justamente a partir das forças que as atravessam no momento mesmo da sua construção, no gesto do corte, nos critérios do corte, porque ali se produz a escrita do antologista: o corte é um gesto de intervenção claro em um campo em formação. Diz Porrúa: “Historia de la literatura, museo y canon son términos que suponen procesos temporales de larga o mediana duración y aquí se trata de antologías del presente (de caligrafías de época), de textos que aún no han ingresado en esos circuitos de legitimación” (p.259-260). E que, pelo fato de não serem textos canônicos, desde a sua aparição se tornam objetos da tradicional disputa crítica que paira sobre toda nova produção. A história da arte moderna, ou melhor, da sua recepção, mostra que geralmente as críticas feitas no calor da hora –sendo as resenhas o pontapé do debate – se caracterizam, muitas vezes, tal como aponta Marcos Siscar em Poesia e crise (São Paulo, UNICAMP, 2010), pela insistência na declaração de óbito da poesia, da literatura ou da arte. A corriqueira afirmação de que a poesia está morta se alicerça na comparação dos descabimentos das produções impensadas com outras de um passado mais ou menos próximo, mas já canônica e para qual a crítica já dedicou páginas e páginas de exegese. Em compensação, outros críticos e os próprios autores assumem a defesa da vitalidade da poesia, da valorização da proposta, mesmo tendo que abrir mão de uma ideia moderna de qualidade; defesa que por vezes – talvez por ser reativa à reação conservadora – se torna superficial, mercadológica ou impressionista. Entre esses dois grandes fogos, estão algumas leituras que tentam se dar como escutas sensíveis sem perder o rigor.
Ao longo do capítulo sobre antologias observamos como foram se tecendo algumas das discussões sobre o campo da poesia argentina contemporânea em formação. Pelo fato de se tratar de antologias, umas em papel e outras virtuais, umas explicitamente temáticas, outras pretensamente objetivas, Porrúa nos mostra a complexidade do processo de consagração de uma poesia, de uma literatura, e as relações de poder e de afeto que dão forma ao campo. Campo cujos integrantes são os escritores, os editores e
também a crítica, a crítica em geral e a crítica Ana Porrúa, a crítica afetiva. As disputas entre o que se chamou ora de poesia ruim, ora de cualquer coisa, como no instigante ensaio “Poesía actual e cualquierización”, de Damián Selci e Ana Mazzoni. Mas o fato é que, na segunda metade da primeira década deste terceiro milênio, já é possível identificar certo consenso em relação à altíssima qualidade de grande parte dos poetas ativos e jovens. Tal como o atesta o sucesso entre os críticos e as reedições de, por exemplo, os autores nucleados em torno da editora VOX, de Bahía Blanca.
Nesse sentido, o capítulo re-encena os dois gestos implicados no ensaio de Benjamin: para ter uma biblioteca desordenada e livre das suas amarras, a única condição obrigatória é que ela já tenha sido ordenada e amarrada. Por isso, é neste capítulo que, lendo a contrapelo, se pode observar a desconstrução de uma biblioteca e o seu negativo construtivo. Se as antologias e os textos sobre elas atestam o calor do debate, a importância do corte eletivo e o movimento magmático da formação, o livro de Porrúa como um todo atesta o consenso e a estabilização desse campo: temos, finalmente e para
começar, uma biblioteca, com todas as suas tramas de consagração.
Tal como nos informa ao final do livro, os textos ali presentes têm a sua origem em seminários, palestras, resenhas ou textos para revistas especializadas em poesia. Textos soltos e menores, textos que se dedicavam a pensar a poesia contemporânea argentina no calor da hora da sua produção. Caligrafía tonal não foge da vontade que guia, tal como o declara a própria autora, a sua produção de textos para revistas e constitui seu horizonte de pesquisa: entender em um só movimento “o que se escreve e como se lê”. Mas a edição do livro imprime a esse afã pelo atual e contemporâneo um tom particular. Nesse sentido, entre os artigos que lhe deram origem e a publicação de Caligrafía tonal há algumas diferenças substanciais, não tanto pela reescrita desses textos, mas pela distância cronológica – breve, mas significativa – e pela diferença da magnitude e solidez do seu suporte. Uma diferença substancial só percebida se levarmos em conta, tal como aponta Derrida em “Assinatura acontecimento contexto”, não tanto a letra, mas a sua relação com aquilo que está ao seu redor. Se, na primeira escrita dos textos, a existência da poesia contemporânea argentina era o que estava em questão, nesta segunda aparição, essa existência é um pano de fundo indiscutível.
Caligrafía Tonal vem para evidenciar que a disputa da poesia da última década do século XX e a primeira do século XXI precisa mudar de tom: já não se trata de dizer se é ou não é poesia, se é boa ou má literatura, se é uma biblioteca ou uma coisa qualquer. Caligrafía tonal nos põe diante de uma biblioteca incontornável, inquestionável; e, para que o leitor a penetre e desconstrua os mitos do presente, deve entrar munido de outras bibliotecas, de outras leituras, inclusive teóricas. Boa parte da crítica de poesia brasileira contemporânea ainda deve fazer esse exercício e, em lugar de continuar declarando que a poesia está cada vez pior ou catatônica ou morta, possa ler as potências e as impotências que a poesia contemporânea brasileira deixa ver, com tudo de bom e de ruim que existe no fato de estar vivo.
miércoles, junio 05, 2013
“El arte dogmático es un imposible para mí”
Martín Líbster entrevista a Fernanda García Lao acerca de Cómo usar un cuchillo en el blog de Eterna Cadencia.
Cómo usar un cuchillo es la primera colección de relatos que Fernanda García Lao publica luego de cuatro novelas que recibieron premios y menciones en diversos concursos. Ahora, a contracorriente de la mayoría de sus colegas que suelen editar libros de cuentos como escalón previo a la novela, se lanza al terreno del relato breve: su último libro contiene 27 piezas cargadas de violencia, vísceras, humor sutil, personajes al borde del colapso mental y material y hasta un manual de instrucciones que explica, a la víctima y al victimario, cómo llevar a cabo un asesinato como Dios manda. Sus palabras se retuercen, se rebelan contra sí mismas y contra la estructura que las contiene y las oprime. Cuando logran zafarse, vuelan como cuchillos enloquecidos dirigidos al rostro del lector.
García Lao, por suerte, es mucho menos amenazante que sus textos: piensa mucho antes de hablar y lo que dice, al igual que lo que escribe, suele tener sentidos que se abren y se multiplican en la mente de quien la escucha. Se ríe con frecuencia, aun cuando habla de cosas serias y hasta un poco siniestras; también en este sentido ella y su literatura se parecen. Hablar con ella es un placer por su generosidad y por la lucidez con que analiza el proceso literario, su papel como escritora y algunas tendencias del arte y el mundo contemporáneo.
–Lo primero que te quería preguntar tiene que ver con el proceso de construcción del libro. Cuando uno lo lee, observa un estilo coherente y una temática recurrente, casi como si fuera una novela en relatos.
–Los cuentos son de distinta data, pero no la corrección del libro, que fue minutos antes de entregarlo. Ahí ya lo trabajé como una unidad. Incluso escribí varios en los últimos días; cuando ya había dado por terminado el libro, no pude menos que sentarme y escribir un par de cuentos más, que envié más tarde a la editorial. Pero había cuentos que tenían un par de años, que siempre formaron parte del libro. No me interesa el cuento como objeto a olvidar en una cartera, sino como parte integral de algo. Me interesa que los textos disputen un poco entre sí y que, a nivel del ritmo, esté logrado cierto sentido de la respiración. Estuve muy pendiente de la sucesión de los textos, y no me daba igual que fuera primero uno u otro. Como en un álbum de música, quedaron muchos temas afuera, y de la última selección eliminé algunos cuentos. Con Valeria Castro de Entropía vimos que todos los textos estuvieran a un nivel no digo parejo, porque eso es imposible… Y además uno trabaja mucho con el desnivel. Pero había cuentos que eran experimentos un poco más fallidos que los que quedaron, entonces decidí sacar un par de cuentos y en esos huecos escribí estos relatos nuevos, como nuevas miradas sobre eso que había quedado ahí.
–¿Te interesa lo fallido como material a publicar o sos perfeccionista?
–Depende de qué fallido estemos hablando. Yo llamo fallido en este caso a que las piezas no terminen de encajar; no me interesan los cuentos cerrados ni los cuentos perfectos. No creo en eso, no creo en el arte perfecto, pero soy bastante obsesiva en cuanto a la selección de las palabras, de la sintaxis, de las imágenes, de las tensiones. Eso lo trabajo como si no hubiera posibilidad de fallo. Pero no me interesan los textos donde observo preciosismo; me gusta que haya tensión, pero también me interesa que queden algunas hilachas que le dan verosimilitud a las cosas más insólitas. En la ficción, como en la construcción de una mentira, a veces uno habla de más para ser creído. Y ahí me parece que hay que recortar lo que queda fuera del universo del relato. Pero estos otros pliegues que uno no entiende muy bien de donde vienen, esos sectores de oscuridad, está bueno dejarlos así. Eso sería el fallido para mí, no intentar iluminarlo todo.
–En el libro hay algunas frases que tienen mucha ambigüedad sintáctica, y también hay ambigüedad en los narradores. La ambigüedad parece ser un tema que te interesa.
–Sí. A mí me interesaba también explorar con total libertad cada uno de esos mundos breves que imagino para dotarlos de cuestiones que tenía ganas de explorar, entre ellas el punto de vista y la puntuación, para probar e intentar hacer estallar algunas cosas que se imponen como convención de trabajo. Como cuando uno se pone a escribir un cuento y te dicen “Para escribir un cuento se necesita a, b, c, d…”.
–El decálogo del cuentista.
–Claro, que es algo que detesto y que tiene engañada a un montón de gente que piensa que hay una fórmula matemática que si uno maneja va a dar a luz algo interesante. Como yo no creo en esa premisa, tenía ganas de demostrarlo y de demostrármelo a mí misma y patear esas cuestiones que parecen casi dogmas. El arte dogmático es un imposible para mí.
– El libro todo el tiempo trata de desacomodar al lector, incluso desde la adjetivación o la sintaxis. Me imagino que esto es buscado.
–Yo te podría contestar que sí o que no y en ambos casos sería absolutamente veraz. Por un lado hay una cuestión de origen en mi modo de escribir que tiene que ver con eso. Mi primer libro de cuentos, que está inédito, se manejaba con los mismos parámetros. Y yo antes de eso no había escrito más que poemas espantosos, con el diccionario en la mano, jugando a saltar, jugando al corte. Porque por algún deseo oculto yo sabía que para que mi vida tuviera sentido tenía que escribir. No como profesión, sino como práctica vital. Y de pronto un día entendí lo que quería escribir y me senté y lo terminé en un mes, más o menos, de escritura diaria y alocada, como dictada. Después ese libro siguió creciendo. Y además no tenía nada que ver con mi vida cotidiana ni con ese presente, sino que era algo absolutamente… no sé si llamarlo “artificial”. Yo en ese momento estaba embarazada, y en lugar de asustarme por mi precocidad, me agarró como un “arrebato metafísico. Algo muy potente, en el que también estaba implicado mi cuerpo y todo ese misterio que se estaba produciendo ahí. Necesitaba equilibrar de un modo intelectual eso tan fuerte que estaba más allá de mí, pero que se producía en mí, para no quedar postergada por el evento que no paraba de crecer y multiplicarse. Entonces empecé a pensar un montón de cosas que eran como didascalias de una obra de teatro que no escribí, donde había vínculos extraños entre objetos y personas. Y ahí empezaron a aparecer un montón de objetos que hacen a la historia de una persona más allá de su cuerpo y sus rutinas, que son cosas que me resultan muy poco interesantes, objetos que tienen que ver con las elecciones de mundos que uno hace. Pero también tiene mucho que ver con la puesta en escena. Yo de algún modo pongo en escena, lo que pasa es que no está pensado para ser visto, sino para ser leído. Es como si postergara la presencia del espectador.
–En ese sentido, me pareció que la tapa de La piel dura, esa fotografía de Marcos López, estaba muy bien elegida, porque en el libro hay mucho de puesta en escena, no sólo en el argumento sino a nivel sintáctico. En este sentido, Cómo usar un cuchillo parece una radicalización de ese procedimiento. Tal vez por la forma breve; todo está mucho más concentrado.
–Yo disfruto mucho de la concentración, de “inquietar” situaciones. En realidad, cuando escribo novelas lo que más me cuesta son los enlaces, porque me gusta escribir núcleos. Por eso también salto tanto; en una página de una novela mía pareciera que pasan muchas cosas. Y eso es porque el detalle me aburre; tampoco me interesan las descripciones.
–Pero más allá de ese “recargamiento”, la prosa es muy vivaz.
–No es pesada; tiene algo de liviandad. Si la frase es un hilo, no le podés colgar tres kilos de ropa. Espero que la cosa fluctúe, que pase aire, que sucedan cosas en ese colgajo.
–¿Sos lectora de poesía?
–Sí. Leo y escribo poesía. Y esa ligereza de la que yo hablo viene emparentada con estas ráfagas de humor que en la poesía no aparecen. Mis novelas tienen más humor que mis cuentos y mis cuentos, a su vez, tienen más humor que mis poemas. En esa destilación hacia la síntesis se va perdiendo el absurdo y va quedando una pasta un poco más densa. Y a mí me parece que la poesía y las palabras que van apareciendo y van atrapando cosas también me atrapan a mí de algún modo. Siento que la poesía es una actividad de riesgo. Soy más lúdica en las novelas, siento que es un terreno para jugar.
–El humor en los relatos es más sutil que en La piel dura, por ejemplo. Ahí usás el humor más abiertamente.
–Sí, lo que pasa es que en los relatos queda reducido a un mínimo moñito. En la novela tengo más espacio; tal vez en los relatos el humor queda reducido a dos frases, porque está todo más concentrado.
–El humor en los relatos aparece muchas veces asociado a la crueldad y lo siniestro. En realidad, es algo que atraviesa toda tu literatura. En ese sentido también me pareció que la foto de Marcos López era muy apropiada.
–La elegí yo. De hecho, elegí todas las tapas de mis libros.
–¿La que empuña el cuchillo en la tapa de este último libro sos vos?
–Sí, es una autofoto. En realidad son dos fotos, una mía y una de Paula Mariasch. Pero la del cuchillo soy yo. Estuve buscando fotos y ninguna me convencía, así que decidí producirla.
–Hablando del cuchillo, el cuento que da nombre al libro ¿es una parodia de Cortázar?
–Un poco, sí. Y también de esa manera de construir. A mí hay un libro que me tranquilizó mucho que es Del asesinato como una de las bellas artes, de Thomas De Quincey. Cuando lo leí, me dije: “no es para preocuparse, todo esto que a mí me pasa ya le pasó a otro”. Lo leí hace como mil años, entonces yo siento que tengo el permiso de algunos maestros para utilizar las herramientas de otros modos. Evidentemente uno también es resultado de sus lecturas, pero a sus lecturas las elige uno.
–Sin embargo, es difícil encontrar influencias en tu literatura más allá del surrealismo.
–Lo que pasa es que yo escribo muy hacia adentro. No es tan simple encontrar ahí influencias porque yo tampoco adscribo a ninguna escuela; soy fanática de mi libertad.
–¿Pero qué autores te interesaron, en tus años de formación o ahora?
–Yo empecé leyendo teatro del absurdo. En general, me interesan los escritores que son dramaturgos: Beckett, Gombrowicz, Copi, Jean Genet. Casi todos son dramaturgos, y no sé si es casualidad. En general suele suceder que cuando un escritor que primero es narrador escribe para teatro escribe enormes parrafadas y escribe para nadie, no escribe para un actor. Escribe para sí mismo, para una platea, y se pone pretencioso, pesado, interesante… En cambio cuando es un dramaturgo el que escribe narrativa dota a los momentos de otra intensidad, es como si inyectara vitalidad y cuerpo a una idea.
También hay cierta influencia quevediana en lo que yo hago, aunque no tenga nada que ver. Lo leí en la escuela y quedé fascinada. También la lectura del Quijote, que me divirtió muchísimo, La Celestina, textos muy alocados, donde hay un erotismo extraño que también me interesa. Pero supongo que todas esas lecturas quedan palpitando en algún lugar del inconsciente y después se resuelven de un modo del que uno tampoco es tan responsable. Yo no sé si uno es responsable de su estilo.
–En uno de los cuentos, la narradora dice “la falta de variedad es la muerte”. Y yo pensé “acá debe estar hablando…”
–En contra de la pureza. Y de la escritura monótona. Pero lo pienso en todos los órdenes de la vida, no sólo en la literatura.
–El libro se lee un poco como una novela porque hay muchas situaciones repetidas, mucha gente al borde del suicidio…
–Las mujeres. Son las mujeres las que se suicidan y los hombres los que matan.
–En esto yo leía una referencia política muy sesgada.
–Los objetos que uno crea son, de algún modo, máquinas ideológicas. Desde la elección del punto de vista en adelante, todo implica una intervención sobre la realidad. Y uno puede presumir quién es ese que está del otro lado por las elecciones y los recortes que hace. Cuando vos empezás a escribir cualquier cosa, tenés el mundo; todo está por escribirse. Empezás a elegir por determinado sendero y se empieza a cortar el terreno; ese recorte que uno hace es profundamente ideológico. Yo creo que esa elección es mi modo de ser contemporánea con este caos sin nombrarlo. No me interesa ser fiel a lo coyuntural, a lo que parece que sucede. Siempre me sentí un poco fuera de lugar, posiblemente por el exilio, los múltiples cambios de domicilio y de lengua y esas cosas, y un poco fuera del tiempo, no en el sentido esotérico, sino que siento que hay como un continuo. Adelante y atrás me dan igual; no siento que hayan cambiado mucho los grandes temas, pero sí se presentan de modos nuevos. La violencia disfrazada de ley, por ejemplo, es más del siglo XX; la obscenidad actual, el exhibicionismo, el mostrar absolutamente todo para existir, me parece que es algo de lo que participa cierta ideología a la que uno adscribe sin preguntarse y pensando que las ideas han muerto. Se ha conseguido una cosa muy tremenda: que los actos no tengan nombre. Y la gente, yo incluida, se entrega a esto, a hacer un montón de cosas obsesivas o neuróticas.
–Más allá de tu mirada crítica ¿te atrae ese exhibicionismo? ¿Consumís, por ejemplo, trash televisivo?
–Televisivo no. Tengo Facebook, por ejemplo. Pero yo soy consciente de que estoy utilizando una herramienta. Creo que ya todo el mundo se dio cuenta. Pero también me parece muy interesante a nivel vincular. Da una sensación de saber quién sos, o quién es aquél al que estás visitando momentáneamente, y en realidad uno se edita, y para mí eso es un acto tan complejo como la publicación de un texto. Me interesa el componente poético que hay en eso, la síntesis a la que te obliga, y la construcción de una personalidad que no sé si es propia.
–En los relatos aparece mucho el tema del voyeurismo. Hay mucha gente que mira por las ventanas a sus vecinos. ¿A vos Facebook te sirve un poco para observar vidas ajenas?
–Sí, obvio. Y me sorprende que mucha gente comparta imágenes tan privadas.
–En tus libros hay varios personajes que sufren de esa neurosis exhibicionista.
–Sí. Es que yo creo que todos la padecemos en mayor o menor medida. Lo que pasa es que se ha viralizado. También se ha viralizado el deseo de tener un nombre y una cara asociada a ese nombre. Antes uno quería firmar las notas; ahora no es sólo la firma sino también la cara.
–¿Te interesa el arte contemporáneo? Te lo pregunto porque en tus textos se nota una apertura hacia otras formas como el cine, la música y sobre todo las artes plásticas.
–Sí, mucho. Me parece que, epistemológicamente hablando, avanzaron mucho más que la literatura, y tienen códigos mucho más complejos. En literatura, todavía estás luchando para lograr la simultaneidad de escenas, algo que ya está ampliamente superado. En el arte contemporáneo conviven varios lenguajes; la imagen es aceptada con más naturalidad que la palabra y a la vez impacta de otro modo. Estaba pensando en el escándalo que se armó con las obras de León Ferrari; todo eso generó muchísima molestia porque es algo absolutamente visible, algo a lo que cualquiera que pase por ahí tiene acceso. En la literatura, en cambio, te tenés que meter en el libro y ver qué sucede. Y no creo que haya muchos fanáticos religiosos que lean.
Me interesa que la literatura sea un riesgo para el que lee. A mí no me basta con que me cuenten un cuentito. Y me parece que en la literatura deberían convivir las otras artes. De hecho yo pienso mucho en términos de imágenes, en cuestiones que se manejan cuando uno construye visualmente un objeto: la contradicción, el claroscuro, el punto de vista, la perspectiva, las líneas en tensión, en que no todo esté plano. No somos egipcios. Hay mucho texto muy plano, que no tiene ni sombra.
–¿Te interesa la teoría?
–Sí. Pero me parece que es el texto el que lo tiene que decir y no yo. Hay grandes teóricos que, cuando se sientan a escribir ficción, son tediosos o ingenuos o se les nota demasiado el trazo grueso. Y si yo hay algo que no soy es teórica. Yo intento corporizar todo eso que otras cabezas más lúcidas que yo plantean de modo teórico. Para mí, fondo y forma narran juntas; el modo en que aparecen las cosas también es el conflicto.
–¿Cómo te llevás con la idea de lo posmoderno y la falta de referencias?
–Supuestamente lo posmoderno ya está perimido. Estamos sin palabra ahora. Me parece que esa falta de referencias dio el permiso para ser conservadores a muchos personajes de la cultura. Esta cuestión del fin de las ideologías dejó el terreno allanado para una suerte de mediocridad y mucho cinismo. Pero me parece que es un momento interesante para plantar la bandera de la anarquía en el mejor sentido del término; cada uno, como creador, debería construir su lógica y no repetir fórmulas. Me da la sensación de que, a nivel teórico, no hay mucho recambio de cabezas. Los grandes pensadores del siglo XX desaparecieron y ese hueco se nota mucho.
–Esto te lo preguntaba no sólo por vos sino también por tus personajes. Dan la sensación de estar perdidos por la falta de referencias sociales, como desenganchados, y muy pauperizados no sólo a nivel material sino también mental. Aunque lo contradictorio es que lo piensan con una sintaxis y una adjetivación que no serían propios de esos personajes.
Lo que pasa es que ahí está la elaboración. Si voy a hablar de gente simple, necesito un lenguaje más elaborado. Como cualquiera, yo estoy expuesta a un montón de situaciones absurdas y, cuando se las cuento a alguien cercano, me dicen “tenés que escribir eso”. Y yo digo “no, eso ya me pasó”. Uno no escribe sobre lo que ya le pasó, y estoy en contra de la escritura como fotografía de un momento pasado. Uno no es personaje de su ficción. Si no, es como el diario íntimo: el primer estadío de la escritura. En definitiva, mi anécdota personal es igual de aleatoria que cualquiera que yo pueda inventar; no me parece que lo vivido tenga más peso que lo imaginado. Me parece que, si un escritor se limita a hablar de su vecina, su literatura tiene mucho que ver con a dónde se haya mudado. Hay que construirse el silencio para sentarse a escribir. Y hay mucho ruido. Si voy a escribir personajes con ruido, tengo que pensar cuál es mi estrategia narrativa para hacerlo. Y nunca es la literalidad.