viernes, febrero 28, 2014

Larraquy por Quintín

Quintín lee La comemadre, de Roque Larraquy y comenta sus impresiones en tres entregas.


Primera Entrega

El otro día leí un gran elogio (creo que de Maxi Tomas) a la segunda novela de Roque Larraquy. Como Tomas venía de elogiar al más que dudoso Alinovi, no le presté mucha atención. Pero después recordé que tenía el primer libro de Larraquy, La comemadre. Me lo había regalado Gonzalo Castro, uno de los responsables de Entropía, la editorial. Y también recordé que ni lo había abierto porque pensé que era de Marcelo Larraquy, un tipo que escribe panegíricos de los Montoneros y matonea en Twitter. Como no es un apellido común, supongo que este Larraquy debe ser pariente del otro, pero de todos modos me puse con La comemadre.

Son dos relatos, uno que trancurre en 1907 y el otro en 2009. No sé si están relacionados. Se llaman así: “1907″ Y “2009″. El primero tiene cuatro capítulos, de los cuales leí dos. Lo que leí es muy bueno. Buenísimo. “1907″ transcurre en un sanatorio privado, propiedad de un gringo llamado Mr. Allomby. El narrador se llama Quintana, es uno de los médicos y está encargado de tratar una paciente psicótica de nombre Silvia que ve moscas por todos lados, mediante una terapia ridícula, aunque no más que otras de la época (ni de épocas posteriores). Quintana, además, está enamorado de Menéndez, la jefa de enfermeras. Pero toda la clínica, empezando por Allomby, está enamorada de Menéndez. Esas historias no del todo secundarias se mezclan con la principal. Allomby presenta un informe que afirma que la cabeza de los ajusticiados en la guillotina seguía con vida nueve segundos después de la decapitación. Propone verificar la hipótesis y tratar de averiguar si en esos nueve segundos, los muertos vivos logran decir algo trascendente. La idea es utilizar como cobayos humanos a enfermos de cáncer terminal, a los que se recluta prometiéndoles una droga milagrosa para luego desilusionarlos diciendo que el tratamiento ha fracasado y convencerlos de que atenúen la decepción donando su cuerpo a la ciencia. Todo el personal médico acepta la idea sin mayores protestas.

Se podría decir que hay mucho humor negro en todo esto, pero si lo hay, viene mezclado con una abrumadora sensación de realismo a partir del relato de Quintana, de su ambición y su deseo, de su cobardía y la de sus colegas, de la obediencia y el despotismo asociados a la práctica científica. El relato tiene una atmósfera frankensteiniana (aunque Frankenstein quería crear vida y no quitarla), es una pesadilla con los sueños del positivismo, pero más bien sobre el entramado de crueldad gratuita, obediencia y cinismo de las empresas y las instituciones contemporáneas. Menos que del relato de un científico loco, se trata de la locura de una sociedad de esclavos organizada en torno a las máquinas, cuya referencia más clara es Metropolis, la película de Fritz Lang. Larraquy combina una especie de retrocostumbrismo con centro en un sanatorio de Temperley con una utopía negativa clásica. La síntesis de ambas se nota bien en ocasión de una fiesta del personal:

Noche de garufa a cargo del sanatorio. El plan de Ledesma [el director del sanatorio] incluye patinaje en el Palais de Glace, única pista de hielo de Sudamérica, cóctel galante y canapés”.

El subsuelo [del Palais] es vasto y repite la forma circular del edificio, solo que en este círculo no hay señoritas de baile precavido ni señores de do de pecho, sino las tareas manuales, la dignidad laboral, algo muy práctico como organización del espacio y demasiado explícito como reproducción del mundo. Hay cuatro calderas de barco alimentadas con carbón por hombres que actúan con la rigidez de un mayordomo. El calor genera, en principio, mucho ruido: giran carretes metálicos, ruedas dentadas, poleas (Mr. Allomby dice que la máquina es como un cuerpo humano perfectamente reconocible, pero para mí es una máquina) confluyendo en el techo donde el sonido resuena con la majestad de un eco.

Larraquy cuenta sin ironías explícitas, con precisión y sequedad y hace del libro un despliegue arrogante de inteligencia. Es original en el tema y el tono y denota además el conocimiento de unas cuantas cosas, entre ellas una idea de la literatura. No sé cómo va a terminar el cuento ni el libro, pero hasta ahora su mundo ficcional está ampliamente sostenido, es coherente en sus detalles y en sus implicaciones. La claridad conceptual de Larraquy se muestra cuando responde de un modo ingenioso a la pregunta por su lugar —y por el lugar de la literatura en general— en el universo monstruoso que habitan el narrador y el lector.

Muestro mi pluma fuente y el cuaderno donde escribiré lo que ocurra de aquí en más. Ese es más o menos el arreglo que hice con Ledesma [el director]. Mi arreglo secreto y personal, mi verdadero negocio (el odio) será extender los límites del reporte, elegir donde comenzarlo, no obviar a Silvia, ni a los patos ni a Menéndez, siendo minucioso en la crónica pero evitando el mero acopio de datos. Ya habrá tiempo de extirpar mi diario personal del diario del experimento.

Quintana dice que lo que estamos leyendo es simplemente la ampliación de un informe científico. Esta recursividad o puesta en abismo le adjudica a la literatura el papel de levantar el testimonio de su propia complicidad con el sistema. Dicho de otro modo, dar cuenta de un odio confuso y sin salida. No sé hasta donde puede llegar Larraquy, pero estos dos capítulos son de lo más sólido que descubrí en la literatura argentina reciente.

Segunda Entrega

Termino de leer el primer relato de los dos que componen La comemadre de Roque Larraquy. La historia transcurre en 1907, en un sanatorio en Temperley. El narrador, Quintana, es uno de los médicos involucrados en un siniestro experimento. Convocan pacientes terminales de cáncer que se someten voluntarios a un suero que promete curarlos. Luego les dicen que el tratamiento fracasó y aprovechan la depresión para convencerlos de que donen su cuerpo a la ciencia. Pero aunque no se lo dicen a las víctimas, la donación es en vida: los guillotinan para saber qué ven después de la muerte en esos nueve segundos en los que el cerebro y la cabeza siguen activos.

Larraquy es muy inteligente y prevé las consecuencias de lo que escribe. Un ejemplo. En la primera Intrascendencia sobre La comemadre, se me presentó este problema, cuando escribí “la cabeza de los ajusticiados en la guillotina seguía con vida nueve segundos después de la decapitación”. En ese momento, dudé si lo que seguía con vida era el ajusticiado o su cabeza”. Pero Larraquy entiende el alcance de cada frase y sus posibilidades. Hoy leí que el tema se discute entre los médicos:

—¿Una cabeza cercenada sigue siendo Juan o Luis Pérez, por decir algún nombre, o es La cabeza de Juan o Luis Pérez?

Esa anticipación de los problemas responde a un escritor que piensa lo que escribe. Hay un control de la escritura que unifica las ideas abstractas que plantea el contenido con la materialidad de la letra, como ocurre con Borges o con Aira. “1907″ es una fantasía borgeana, por lo absurdo del tema, por la ironía de la narración, por el apego a un costumbrismo arcaico. ¿Qué hay más borgeano que esta frase?

No voy a contarle como me enteré de su existencia, ni el encuentro casual, vulgar, que las trajo a mi mano.

O que este pasaje:

La mayoría de los donantes maneja un vocabulario de no más de cien palabras, preposiciones y artículos incluidos, y bajo estas condiciones es difícil no incurrir en la poesía. Al menos, dice Ledesma, no nos toparemos con ironías que dificulten la interpretación. Gigena frunce los labios y luego de un eeeh que suaviza su desacuerdo, dice que la ironía no es patrimonio exclusivo de los letrados, y que se puede encontrar en las pulperías del interior bajo la forma de apodos denigrantes. “Ahí viene la chancha, por ejemplo, para aludir a una señorita de poco peso.

Pero “1907″ no es una imitación del estilo borgeano. Más bien es una exploración de lo siniestro del imaginario borgeano, va más allá de las formas geométricas y de la glosa literaria y se asoma a su dimensión histórica, al horror de una Argentina monstruosa a principios del siglo XX. Quintana es un trepador arltiano que se va revelando como algo mucho más denso: un burócrata del fascismo. Su colaboración con las autoridades de ese sanatorio concentracionario hace pensar en alguien como Eichmann, un talento natural para organizar el crimen en masa. Pero detrás de Quintana hay un país ya organizado bajo la bandera de la reivindicación chauvinista y del odio. Las peripecias de “1917″ son muy divertidas, pero el absurdo no hace más que potenciar el contexto en el que resulta verosímil, desde el nacionalismo al genocidio. En un momento, el experimento cambia de protocolo y se les avisa a los pacientes en qué va a consistir la donación de su cuerpo. Anota Quintana (recordemos que el cuento es también el informe de Quintana):

La mayoría se deja convencer porque intuye un desafío científico argentino de dimensión mundial, y en esa efusión de patriotismo entregan el cuerpo. El clima de gesta favorece el sí fácil.

Y al mismo tiempo, el cuento habla del furibundo racismo de una pequeña burguesía naciente, dispuesta a acrecentar lo que tiene, a convertirse en una nueva burguesía instalada en el discurso uniforme del racismo desde el siglo anterior:

Ledesma dice que la idea de grupo de cabezas componiendo un discurso es lo más cercano a la felicidad que concibe. Que el trabajo de grupo es benéfico porque restringe a los egoístas, y que si como argentinos nos pusiéramos de acuerdo seríamos una nación más poderosa. Negaríamos el ingreso de las castas bestiales del sur de Europa. Haríamos habanos con la piel de nuestros indios. Impondríamos un nuevo tipo de cristiandad, afincado en los valores de la pampa y las faenas pastoriles. Arrasaríamos con la pestilencia foránea de los negros de Brasil. Reclamaríamos a Uruguay como auténtico patio trasero de la patria. Hundiríamos al Chile provinciano en el Pacífico.

Tal vez, la frustración de ese sueño explica bastante bien algunos procesos históricos. La Argentina finisecular de Larraquy con sus Caligaris y sus Mengeles agrupados detrás de la bandera de la ciencia y el positivismo se parece al mundo de Wilcock en ese primer capítulo que comentamos de La sinagoga de los iconoclastas, el mundo en el que la religión y la ciencia se alían contra la magia y hacen, de paso, imposible la literatura. Porque La comemadre es, de algún modo, literatura póstuma, la excursión a un mundo definitivamente desencantado.

El otro día, le contaba a nuestro amigo Javier Legris el planteo de “1907″. Le despertó mucho interés, pero se preguntaba cómo haría el autor para terminar el relato. A mí me pasaba lo mismo. Pero creo que Larraquy es de aquellos escritores a los que no hay que preguntarles eso, por dos razones. Una es que nos sentimos en buenas manos. La otra que la solidez de su literatura está al abrigo de la peripecia ocasional. De todos modos, el final es impecable.

El segundo cuento transcurre en 2009. Me intriga saber en qué piensa Larraquy que se transformó ese universo que describió un siglo atrás.


Tercera Entrega

Leo el segundo relato y termino La comemadre de Roque Larraquy. El segundo cuento, “2009″, es independiente de “1907″ pero solo hasta cierto punto. Por un lado, hacia el final reaparecen el sanatorio de Temperley, los apuntes de Quintana, el Palais de Glace (que ahora no es una pista de patinaje sino un centro cultural) y, desde luego, la comemadre, una especie perdida entre el reino animal y vegetal que se reproduce por esporas y se devora a sí misma junto con lo que se le ponga al alcance. Es uno de los tantos toques siniestros del libro, al que no le faltan mutilaciones, amputaciones y monstruosidades.

Pero además de esos elementos comunes, los dos cuentos (las dos nouvelles, sería mejor llamarlas) son homólogos porque son hipérboles de dos mundos que canalizan el deseo de triunfar del narrador. Si “1907″ se ocupa de las prácticas y la falta de escrúpulos de la medicina de la época, “2009″ trata sobre las artes plásticas, de su mercado actual y de la búsqueda de originalidad a cualquier precio. En ambos casos, el cuento es la historia perversa de un talento particular: el del burócrata en un caso, el del artista en el otro. Ambos son metáforas de la literatura pero la literatura es al mismo tiempo el exorcismo que neutraliza las aberraciones del arte y la ciencia al exponerlos sin hacer daño, aislando de lo fáctico el acto de imaginación. Aira expone en El mago esa idea de la literatura como expresión inocua de la voluntad de poder y Larraquy le hace un curioso homenaje a Aira en a dos páginas del final cuando usa la palabra “verosímil”, un talismán Aira nunca deja de incluir en sus libros:

Eso nos da tiempo para discutir el verosímil del relato e imaginar una vida sexual basada en oclusiones o pudores enfermizos.

Pero también, como para mezclar las pistas o hacer una broma pesada, llama César a un personaje secundario al que le adjudica estos rasgos:

César crece como un hijo bocón y consentido, propenso a la mala conducta, a las enfermedades de piel, a las prostitutas y a Mussolini, atributos que lo convierten en un abuelo pintoresco que sobrevive la saga familiar a través de anécdotas terribles.

“1097″ y “2009″ podrían ser, de Borges a Aira, dos modos de escritura capaces de abarcarlo todo en una época distinta, escrituras que Larraquy absorbe y procesa a su manera. Pero a Larraquy no le falta originalidad. Al contrario. Tanto su fantasía científica como su historia de un genio precoz de la plástica que evoluciona hacia lo aberrante dejan una fosforescente estela de humor negro a partir de un uso preciso del contexto del relato, de la medicina decimonónica en un caso y del ultracompetitivo mundo del arte y su relación con los medios en el otro. La comemadre es un libro increíblemente abigarrado, donde las historias se cruzan y multiplican y donde cada párrafo, de enorme consistencia, incluye un matiz de invención. En “2009″ hay también un texto, en este caso la tesis de una estudiante americana llamada Linda Carter (“mártir de la homonimia”) sobre el protagonista. La idea de la duplicación es recurrente en el relato: Carter se llama igual que la Mujer Maravilla, el narrador tiene en Lucio Lavat un doble idéntico y aparece también un bebé con dos cabezas, que a su vez es expuesto en la televisión como le ocurre al protagonista. Es una muestra más de lo intrincadas que son las conexiones dentro del relato. Por otra parte, si el cuaderno de Quintana, escrito como un protocolo de investigación médica, daba cuenta a su modo de la ciencia de la época, la tesis de Carter es su equivalente actual en el ámbito de las ciencias sociales, codificada según las normas pero con apuntes propios:

La copia de la tesis está encuadernada en símil cuero. Me detengo a observarla en detalle antes de continuar la lectura. El tono general del texto es austero, salvo una primera y afiebrada nota al pie donde Linda afirma que yo mismo planifiqué mi vida desde el principio, sin errar nunca, y que esa, mi obra, cumple en mí (o cierra conmigo, no queda claro) el proyecto de las vanguardias históricas. Luego descubro que todas las notas al pie de la tesis de Linda Carter son igualmente desatinadas. En el vaivén de su humor académico soy un artista de lo binario, el hijo de la cultura del capital, la salvación del arte y la negación encarnada del arte.

La de Larraquy es una inteligencia superior que no deja cabos sueltos. Como se ve, hasta la crítica está incluida en su escritura brillante y un poco paranoica. La comemadre es un libro inesperado y admirable.

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