miércoles, julio 26, 2017

Un grito desesperado

Agustín Argento lee Los incapaces, de Alberto Montero, y escribe para Artezeta:


A la primera hojeada Los incapaces –editada por Entropía; gran título, por cierto- lo primero que llama la atención es que no hay diferenciación entre capítulos, párrafos ni oraciones. Se trata de un relato de 379 páginas en el que la única pausa es la coma. Ante ello, la primera impresión es la correcta: es un texto opresivo, vertiginoso, rebuscado y adictivo. Es importante esta apreciación, porque el juego estilístico que propone Montero va de la mano con el concepto autobiográfico de su alter ego T. Monroe, quien vive en una casa de Clayburg (Claypole), cuyo terreno comparte con su tiránico hermano menor, quien tomó la posta de la jefatura familiar tras la muerte de su apabullante y manipulador padre.

“Las cosas no pasaron así, pero esencialmente son así”, explica el autor en una entrevista con la revista Evaristo Cultural. “Y si es elaborativo, qué otra cosa va a elaborarse sino lo que te pasó en la vida y lo que hiciste para digerirlo, tus idas y tus vueltas. Y eso mismo forma parte del fracaso y de la desilusión”. Es el fracaso y la desilusión de haber formado parte de una “familia primaria” que se autofagocita y por la que el autor abandona su casa en la gran ciudad para regresar a un demacrado y perdido conurbano bonaerense, con una grafía del lugar propia de alguna canción de Hermética, pero con un dejo de desprecio: “Hombres y mujeres que van a concebir y engendrar a otra camada de derrotados”; “un inconfundible Stallion (semental) de los suburbios, empecinadamente vulgar, y empecinadamente gritón, un gritón insaciable, de hablar a los gritos, de reírse a los gritos, de cantar a los gritos, de vivir a los gritos”.

“Toda tu vida quisiste se aceptado y amado”, se dice T. Monroe, quien además es un renombrado psicoanalista, el cual en vez de ser el orgullo profesional de una familia intelectualmente mediocre, pasa a ser el hazmerreír por su condición de erudito, además de convertirse en la alcancía de un padre apropiador y un hermano menor lastimero tirado a chanta.

Como un nihilista, Monroe/Montero tampoco deja afuera alguna crítica a la política argentina, aunque sólo sea parte de su infatigable cosmovisión, sin ánimos de bajar línea o elaborar una teoría: “El Estado, y los gobiernos en sucesión ininterrumpida, que, en absoluto, pienso -escribo-, se preocupan, ni ocupan, ¡jamás!, en ningún momento, y bajo ninguna circunstancia, por, ni de, esos hombres y mujeres del suburbio, por, ni de, nadie en verdad, de ningún súbdito, pero siempre, con particular rimbombancia, y desprecio, por los hombres y las mujeres del suburbio, porque si llega a preocuparse y, entonces, a ocuparse de ellos, es decir -escribo-, de que esos hombres y mujeres se cultiven, se eduquen, salgan de su imbécil barbarie, de su marasmo colectivo, y, entonces, se abran lo suficiente como para que, siquiera, se les pase por la cabeza, por lo que les quede de cabeza, la posibilidad de aspirar a mejores condiciones de existencia”.

Allí, en medio de ese berenjenal de barro, música tropical, asados de fin de semana y obsoletos trenes a gasoil es donde el personaje decide aislarse y en una tarde hacer su catarsis literaria, con citas y guiños a varios autores dentro de lo que él considera como el arte más elevado de todos (desprecia a la publicidad y hasta los guiones cinematográficos). Puede haber, quizá, alguna referencia a la relación que Kafka tenía con su padre, plasmada en su Carta al padre, pero esta construcción también se arrastra desde Edipo Rey y encuentra su analogía, también, en la perversión del padre de los Karamazov, acaso modelo cabal y sintomático en Los Incapaces.

Menciones a William Faulkner, su “amado” Thomas Bernhard, Samuel Beckett y T. S. Eliot también forman parte de la desesperación por escribir, por hacer una obra literaria, por convertirse de alguna manera en escritor y mudarse al Olimpo de las letras al terminar, al fin, una novela de las tantas que tiene empezadas y jamás continuadas; como si todas ellas hubieran visto la muerte con el mismo impulso que salieron a la vida. “(…) teclear Los Incapaces, evidentemente, lo sentí de inmediato, era lo más ventajoso, y adecuado, y oportuno, que podía haberme ocurrido y, lo más recomendable por otro lado, lo mejor que podía haber hecho, y ahora, por fin, no iba a tener que disimular nada, que al contrario, que había llegado el momento, pensé -escribo-, sentí incluso -escribo- de transformar amenaza en confesión (…) de confesármelo todo de una buena vez (…)”.

Así llega frente a su computadora, con sus botellas de jerez y un hijo (“la luz de mis ojos”) que supo escapar a tiempo de Clayburg y su familia paterna, algo que el autor no lo dice, pero en lo que seguramente tuvo su influencia, ya sea para salvaguardarlo como para crearse su propio espacio de escritura. Los Incapaces es eso: un desesperado grito por escribir.

En sentido contrario

Quintín lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y La chica del milagro, de Cecilia Fanti, y escribe para Perfil Cultura:


Leí dos libros de escritores que conozco personalmente y ambos van en un sentido distinto, como dos trenes que chocan de frente en la vía de la literatura. La chica del milagro, de Cecilia Fanti (Editorial Rosa Iceberg), es la narración de un desastre con final feliz. El lunes 23 de julio de 2012, a la autora la atropelló un coche en el barrio de Belgrano. Sufrió la rotura de una vértebra que afectó la médula. Contrariamente a los pronósticos de una parálisis definitiva de las piernas en el mejor de los casos, se recuperó totalmente y solo le quedó una barra de titanio en la columna. Fanti es licenciada en letras, trabaja en una editorial y estudia una maestría en escritura creativa. La chica del milagro podría ser el resultado del desafío que una situación personal de esa intensidad le plantea a la máquina literaria.

La sobriedad y la elegancia de la prosa se ocupan de algo que no es sobrio ni elegante: la entrega de un cuerpo a la medicina y el sufrimiento que ocasiona su manipulación, sumado a la angustia por el desenlace. El libro es reticente con los infinitos detalles clínicos que describen la pérdida temporaria de casi todas las funciones vitales, desde la movilidad a la menstruación. Fanti se toma con resignación el sistema médico al que está agradecida y se limita a apuntes como este: “la cantidad de médicos que visitan al paciente es variable: triangulan la gravedad de su estado, el plan de su prepaga y la curiosidad profesional por el caso”. Aunque todo es verdad, La chica del milagro no es una crónica sino una novela, que cuenta el final de una relación de amor. Esta ocupa el segundo plano del relato pero le da consistencia, porque Fanti describe la ordalía de su cuerpo como un obstáculo para que la vida siga su curso y la separación que la protagonista intuye el día anterior al accidente se produzca a la salida del hospital.

Si Fanti le roba su caso a la medicina y lo entrega la literatura, Gonzalo Castro intenta un movimiento inverso en Peso estructural, su tercera novela (Editorial Entropía). Es decir, le entrega a la física, a la fisiología y a otras disciplinas el comando narrativo. El libro es la historia de una mujer que descubre, de un modo casi imprevisto, su atracción sexual por otras mujeres. Ingre es bailarina, da clases de danza contemporánea y practica una disciplina que tiene que ver con la conciencia del movimiento (un personaje así aparecía en Dioramas, la cuarta película de Castro). Siguiendo esa línea, el relato descompone cada acción en sus componentes elementales (“El rodete gris y la posición de la cabeza le parecen admirables ahora que alcanzó a ver la levedad con la que pivotea en el escálamo de la nuca”) y recorre el mundo de Ingre hablando de música, de plantas, de perros, de comidas, de casas, de muebles, de telas, de amigos y amantes. Si Fanti usa la literatura para atenuar el peso de la materialidad del cuerpo y sus heridas, Castro se sumerge en lo material para darle el peso estructural del que habla el título a una vida organizada en torno a la levedad. Una novela intenta volver ordinario lo excepcional, la otra desmenuza lo ordinario hasta enrarecerlo. Ambas, sin embargo, transmiten una tristeza parecida, acaso la de la vida cotidiana en Buenos Aires.

Casa de muñecas

Irina Garbatzky lee El testigo lúcido, de María Negroni, y escribe para Bazar americano:


Hacia finales del siglo XX, historiza Hal Foster, varios ensayos, acciones y muestras retrospectivas permitieron revisar y repensar el surrealismo, especialmente en las nociones vanguardistas esquematizadas, -la imagen como montaje que en buena medida cerraba y explicaba su procedimiento y su sentido, las fórmulas un tanto tranquilizadoras y en algún punto bienpensantes que resumían al surrealismo en un pensamiento sobre la libertad de la imaginación y del amor. Su propio libro, Compulsive Beauty, de 1993, venía a desmontar este relato y a presentar otras hipótesis, principalmente a través del trabajo de Sigmund Freud sobre lo siniestro y las zonas abiertas por Georges Bataille que colisionaron directamente con André Breton. La serie de fotografías de muñecas, de Hans Bellmer, publicadas a mediados de la década de 1930 en la revista Minotaure, entre otros casos, le permitían argumentar a Foster que en el surrealismo se presentaba, a través de la metáfora de la belleza compulsiva, una zona que en verdad disputaba la benignidad del “amor libre” para traer a escena una potencia siniestra, colocada en la amenaza de la dislocación radical de los cuerpos y en la presencia de la muerte en la vida, que horadaba la consistencia incólume de los cuerpos modernos y de sus identidades.

Publicado por primera vez en el año 2003 por la editorial Beatriz Viterbo y ahora reeditado en Entropía, El testigo lúcido de María Negroni también formula un movimiento de desarticulación de ciertas estabilidades en torno a la literatura de Alejandra Pizarnik para llevarnos por caminos poco tranquilizadores de su poética. El ensayo de Negroni sacude la escritura pizarnikiana como quien sacude una flor o una muñeca, hasta dejarla sin ropa. Un poco al modo de la bailarina del cuento de Alphonse Allais que cita Breton en el Segundo manifiesto del surrealismo y que Negroni aprovecha para la lectura: la bayadera que queda desnuda por una orden del sultán no habría de ser leída como una eterna rosa develada (así lo hizo el optimismo bretoniano, dice la autora), sino como un “manojo de aspecto sórdido” que quedaba, según Bataille, a la manera de un cadáver que baila la danza macabra del mundo.

Se trata así, de sacudir, de hacer bailar, una figura en gran medida inquietante. No se trata de leer a contrapelo la literatura de Pizarnik, sino, más bien, en espejo. Elegir los textos en prosa, por ejemplo, es el recorte para formular una hipótesis. La condesa sangrienta, Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, serían textos malditos que se yerguen frente a la poesía pizarnikiana como un “testigo lúcido” (dice Negroni, citando a Aldo Pellegrini), pero que no se le oponen. En verdad, los textos en prosa establecen una sugerente continuidad, espejeo o complemento de los poemas, pequeñas fortalezas, casas de muñecas. En este sentido, desde la mirada de Negroni, donde el pensamiento y el hilván entre la prosa y la poesía puede fluir hacia una zona común en un complejo sistema de yuxtaposiciones y reversos, aparece una economía y una teoría de los cuerpos, de sus humores, su goce y sus afectos. Una de las consecuencias de esto resulta en la cercanía de la poesía pizarnikiana con el neobarroco latinoamericano: “Escribir, desde esta perspectiva, equivale a inscribir algún signo sobre la superficie de un cuerpo desmembrado o bien, simplemente, a dejar que la lengua misma se descuartice, se vuelva voz de un sujeto disociado. El furor conduce entonces a la escaramuza o al atentado y, en ese mismo gesto, hace del corte y del cruce una fiesta extremista donde un cuerpo discursivo inestable concede, al fin, la ‘alegría inadjetivable’ de ‘ir nada más que hasta el fondo’”.

Esta idea, que hace su aparición en uno de los últimos momentos del libro, llega como corolario de un desarrollo en verdad lúcido sobre algunos lugares de la literatura pizarnikiana y sus líneas de lectura. Mencionaré algunos. Por un lado, un pensamiento acerca del poema como espacio, como morada. Si esto había sido postulado por la propia poesía de Pizarnik, Negroni agregará el adjetivo “negra”. Moradas negras o góticas son las incesantemente referidas a espacios interiores, que reversan la figura del poema como miniatura en el castillo de Erzébet Báthory o en el gabinete de curiosidades. Frente a la cárcel del lenguaje, dice Negroni, lo que emerge es el espacio de la insubordinación de la poesía. Estos “reinos interiores”, como podríamos agregar, parafraseando a Rubén Darío, trasuntan una atmósfera gótica y también modernista. Son espacios exquisitamente amueblados, pero en los que, al mismo tiempo, todo está perdido: “Deleuze hubiera visto en estas moradas negras una máquina de producir vacío, es decir una estructura subversivamente oscura que interpone una falla en la coherencia arbitraria de toda representación y, en ese sentido, constituye un espacio de fuga a contrapelo de la realidad, tal como normalmente se la concibe”. De ahí que de allí se siguen otras dos zonas de investigación, solidarias entre sí y también aledañas a la tradición antes citada. Una tiene que ver con un lenguaje que se apega melancólicamente a la conciencia de su pérdida: “La poesía es una lucha feroz contra las palabras y una queja interminable por el eterno destierro del cuerpo que ocurre a manos del lenguaje”, explica Negroni, entre muchos otras cifras iluminadoras para pensar el melancólico gesto pizarnikiano: “la escritura se ejerce como reminiscencia y se ejercita como retorno” o bien “la eterna condena del poema: ir en busca del corazón de un putridero, donde la vida no ha sido congelada aún -o no del todo- por el lenguaje”.

La segunda, se vincula con la traducción y los juegos o ejercicios de otredad. Una lista de textos “aspirados” y robados que introduce una pluralidad de voces en la escritura, para “calmar el miedo (o el deseo) de ser otra”. “La lista de textos y autores ´aspirados´”, dice Negroni, “sería interminable. Los hermanos Brentano y el círculo de Heidelberg, la biblioteca completa de los poetas malditos, el romanticismo de la fisura. Achim von Arnim, Caroline de Gunderrode”. La lista interesa porque establece una genealogía arcaica, en la que luego la ensayista incluirá al Marqués de Sade, Samuel Beckett o a Edgar Allan Poe, entre algunos más. Son lazos de una familia aberrante y monstruosa, que se deslizan hacia la otredad. Ellos se encierran en una arquitectura, una trinchera no humana, casas “poéticamente amuebladas” abocadas a las profundidades de la sombra. “El castillo pizarnikiano, en este sentido, remite a las casas de muñecas: esas casas adentro de la casa, perfectamente completas y herméticas donde se materializa un secreto, una interioridad infinita y profunda”.

El testigo lúcido nos lleva y nos guía por entre los vericuetos de esas moradas, esos castillos y espacios delimitados, como un viaje que fuera, además de una lectura, una pregunta sobre la posibilidad de escribir poesía.

El capitalismo como droga dura

Leonardo Sabbatella lee Caja de fractales, de Luis Othoniel Rosa, y escribe para Revista Ñ:

Los contratos realistas y naturalistas, si bien no han sido los únicos, sí fueron dominantes en las escrituras que buscaban la crítica social o, al menos, someter a discusión cierto orden establecido. En Caja de fractales, Luis Othoniel Rosa propone una salida a través del futuro. Y no se trata solo de un relato con enormes saltos temporales hacia adelante (uno de los capítulos transcurre en 2701) sino también de la búsqueda de otros órdenes de vida, como puede ser el que permiten las drogas o la pregunta por otras reglas para el tiempo y el espacio. El futuro no parece ser un lugar mejor pero sí una forma de crítica al presente y sus probables perspectivas.

Si el capitalismo ha logrado, como dice el epígrafe de Thomas Munk que abre el libro, imponer la creencia de su eternidad, de ser el único (y último) modo de organización social posible, cualquier intento por desmontar esa idea no deja de ser un experimento sociológico. Por momentos, Caja de fractales parece probar al mismo tiempo tanto los efectos brutales del capitalismo como la posibilidad de pensar sus alternativas y puntos ciegos. Aunque no debe confundirse el libro como la ficcionalización de una teoría sino, en el mejor de los casos, la teorización que nace de un aparato ficcional.

Othoniel Rosa tiene predilección por la velocidad y el delirio aunque a veces se convierte en ansiedad y en una lucidez entorpecida, como si fuera el efecto colateral de las drogas que consumen los personajes. Los comportamientos del trío de protagonistas por momentos parecieran llevar al límite el verosímil y la organicidad del texto. A veces con guiños hipsters, otras con citas eruditas, el libro se asemeja a una bitácora de ideas y bifurcaciones que juega todo el tiempo con la idea de fractura de la narración.

Caja de fractales es un libro que propone una tensión: sus casi cien páginas hacen pensar que es posible leerlo rápido, de un tirón, pero la escritura encuentra la virtud del contratiempo. Quizás lo más interesante de Othoniel Rosa es que consiguió escribir un libro lento y rápido a la vez, como si se lo reprodujera a dos ritmos distintos en simultáneo o pudiera leerse a dos velocidades.

La escritura de Othoniel Rosa, como la de cualquier autor, se alimenta de la escritura de otros. El ha decidido apropiarse de frases de otros libros para reescribirlas y conjugarlas con su estilo pero tomando la salvedad de anotar al final del libro una página con cada una de las apropiaciones bajo el subtítulo “nota de los editores”. El gesto no deja de ser elocuente. De no estar la lista de apropiaciones y citas, ¿el lector las reconocería de todos modos? ¿Sería mejor no contar con ese epílogo pedagógico? ¿El autor o los editores buscaron una forma de blindarse de una eventual acusación de plagio? ¿Es una estrategia narrativa o una intervención para hacer explícito un procedimiento?

Caja de fractales es como un octaedro en el que todas sus caras son igual de válidas.

La acumulación silenciosa

Maximilano Costagliola lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe para el diario El Día:


Acá todavía convulsiona ya desde la primera página, donde Andrea es anoticiada de que su padre ha sido ingresado en el hospital Alemán en un estado delicado. La gravedad de la situación se confirma cuando los sucesivos partes médicos determinan que se trata de un cáncer terminal. Los tres hijos ya adultos de Mario asisten a su agonía. Aunque la que lo acompaña full time es Andrea, narradora y protagonista de la novela. Estacada en la entumecedora rutina hospitalaria, Andrea se inventa auténticos pasadizos que le permiten des-habitar de a momentos ese presente estallado de dolor. Algunas de esas coartadas son físicas (salir a caminar, ver televisión en la sala de espera, intentar un affaire con una enfermera y concretar otro con su ex novio) y otras, las más frecuentes, psíquicas (evocaciones, digresiones y fugas). Así, pivoteando sobre la muerte, transcurre y se va la primera parte, titulada “Todavía”, en el sentido no ya celebratorio de un arco de posibilidades que se dilucida sino en aquel más desalentador de una situación de estancamiento que persiste. En la segunda parte, “Acá”, la novela se despeja y se expande hacia una aventura doble: la de la maternidad, Andrea ha quedado embarazada, y la de la búsqueda del padre de su hijo en un pueblito mítico de Uruguay.

La trama induce engañosamente a pensar que se trata de la típica novela de pasaje, aquellas que versan sobre el abandono del paraíso perdido de la juventud para ingresar al sobrio terreno de la madurez. Engañosamente porque Romina Paula se sirve de esa trama y de una estructura que combina el diario íntimo con la crónica sentimental, a fin de alumbrar una novela que va mudando de piel para interpelar, sin concesiones, la sexualidad normada, la maternidad, la institución familiar, el sentido común, la construcción de la identidad y un largo etcétera. Y no lo hace desde el gesto punk o antisistema que impugna de antemano amparándose en la impunidad de la utopía, más bien inquiere como quien busca re-inventarse dentro del corsé con que el imaginario social unge cada una de esas instituciones.

Frente a tanta taxonomía performativa y a contracorriente de la mala prensa que tiene la generación que ha sido adolescente en la década de los ´90, como aquella de la eterna vacilación, Romina Paula se afirma y contraataca: ¿la indeterminación no es acaso una elección posible e incluso más acorde con la disociación característica del sujeto posmoderno?; ¿la inclinación por una identidad flotante, no ya como mero estado transitorio sino como una constante, es necesariamente una postura inmadura que elude la responsabilidad o, por el contrario, se trata de una decisión que acrecienta el compromiso moral al otorgar más libertad de acción? En la respuesta –fragmentaria por definición– a estas preguntas Andrea encuentra un modo de vida y Romina Paula la materia prima literaria de una narración que se desdobla incesantemente, como si siempre existiera un pliegue más.

Porque esta escritora de largo aliento glosa por acumulación, tanteando y encimando adjetivos, comparaciones y metáforas para aproximarse a los objetos e impresiones que quiere definir. “Yo no puedo evitar identificarme con los que no pueden saber. La perfección nos es posible más que en el instante”, confiesa la narradora renunciando al pedestal de la lucidez y a la ventaja informativa que le otorga su condición para avanzar prácticamente a ciegas, espalda con espalda junto al lector, descubriendo y construyendo sentido a la par. Asistimos así al despliegue de una suerte de mayéutica sin jerarquías donde interlocutor e interpelado parten del mismo grado cero para arribar a dúo a la enunciación de las precarias certezas con las que van tropezando. De ahí que, como en sus obras anteriores, el alto voltaje de la novela radique mucho más en el relieve de la prosa y la cadencia lisérgica que le imprime su autora antes que en el desarrollo de la acción.

“Como siempre, la gente confiando más en lo verosímil que en lo real”, dispara en un momento dado Andrea, y más allá de lo elusivo y difuminado que es «lo real», lo cierto es que es precisamente en esa grieta entre ambas categorías donde se filtra la posibilidad misma de la ficción artística en general y de la literaria en particular; de la cual Acá todavía es un extraordinario exponente.

El juego de las apariencias

Juan L. Delaygue lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe para Bazar americano:


La pérdida del padre y la aparición de lo inesperado como proyecto, con el amor como resultado posible del azar, son los dos polos entre los que se mueve –no sin incertidumbre– Andrea, Trapo, la protagonista de Acá todavía. Como en una mascarada, en esta novela nada es lo que parece, o al menos no es sólo eso. Entre la animalidad y la indagación sobre las formas y las inversiones de las relaciones –fundamentalmente las familiares–, los hijos de Mario juegan el juego de los apodos como una forma de transmutarse en la que la identidad no es una constante, porque “la perfección no es posible más que en el instante”, y así los hermanos serán amantes, Andrea padre y el padre un recién nacido al que hay que cuidar.


Todavía acá

La novela se divide en dos partes, “Todavía” y “Acá”: un adverbio temporal que da cuenta de la persistencia, y uno locativo que también sugiere un presente. Curiosamente, la primera parte comienza con un lugar y una imagen (“Acá, ahora que los pasillos están en penumbras, los adornos refulgen”), mientras que la segunda inicia con un recuerdo que abre una distancia –la irrupción de otro tiempo– (“Sobre la arena húmeda de la noche sigo pensando que el peor momento fue el de los sillones de cuero en el hospital”). Aquí hay dos partes porque hay una escisión: acá todavía no es una intersección en los dos ejes que pueda dar cuenta de unas coordenadas, sino un deslinde entre dos dimensiones que, sin embargo, se interrumpen mutuamente: el tiempo y el espacio. En la circunscripción de esas dos dimensiones se habla de lo que, respectivamente, las excede y llega incluso a ser su reverso exacto, inaugurando así el juego de las apariencias.

Todavía –la remanencia, el aún, lo que perdura– es en realidad lo que ya no. De este modo, si el adverbio indica la persistencia de una situación, la narración se enfoca en la pérdida del padre y en la irrupción en medio del presente de recuerdos –aparentemente– clausurados, vinculados al tiempo de la infancia o al otro tiempo del amor, que, si aún operan sobre el ahora, es en sus restos o secuelas. Hay un corte que divide el presente del pasado: el pasado es la “otra vida”, y siempre se está en el “ahora, desde este ahora”. La dimensión temporal no es un continuo en el que la infancia se integra, hilvanada por el hilo de la memoria, sino que cada vivencia aparece como una esfera separada, cerrada sobre sí misma: “se me presentan como restos de una vida vivida hace mucho ya, o una no vivida casi, así de hiriente, con el contorno de la melancolía”; algo externo, “todo lo ex que se pueda pensar, en términos de afuera, en términos de pasado, de quedado en el tiempo también”. Y si afloran en la meseta del presente, es en la forma de una irrupción. Las líneas de fuga que se trazan desde la temporalidad de la agonía del padre no se remontan, entonces, en el tiempo, sino que más bien se embarcan en el rescate de una experiencia en otra dimensión ya clausurada, porque “acá se vive en el presente, y no en el presente del carpe diem o el de Ulises Butrón, no, sino en el presente, como los perros de César Millán, el encantador, que según él sólo pueden vivir en el presente”. Así, en Navidad, Andrea se ve asaltada por una imagen de lo que era: “Recuerdo entonces que en mi otra vida, en la primera quizás, esta hora, la víspera de la Nochebuena, era uno de los momentos más esperanzados del año”. La mirada del presente que escruta o, mejor, a la que se le presentan esos recuerdos-totalidades puede desarmarlos sin pasión hasta levantarles la delgada película de clase que recubre, en este caso, la Navidad o las vacaciones en Punta del Este en los ‘90.

La segunda parte, “acá”, es en realidad un allá que se refiere al otro lado: el viaje por Uruguay, como el opuesto complementario de Buenos Aires, la gran ciudad. Como una forma de respuesta a la impugnación de Coco, el hermano mayor, Andrea comienza una ida que siempre avanza un poco más allá: primero la playa donde arrojan al mar los restos del padre (depositándolo en un espacio que está ligado a la infancia), luego Montevideo, la casa de Amalia, la abuela de Iván, más tarde Los Reartes y al final Fortaleza Santa Teresa, lugar que encuentran cerrado, lo cual es exactamente lo opuesto a un cierre para el recorrido. En ese lugar otro, también hay otra Andrea: “No sé qué es lo que me hace comportarme con tanta impunidad ahora, ¿será la certeza, será esto de estar en otro país, la inmunidad, la invulnerabilidad que eso me otorga?”. Todo lo que en la cotidianeidad se le presenta como traba, y que Andrea parece querer borrar en la primera parte de la novela al refugiarse en el hospital para cuidar del padre y recibir, a su vez, su cuidado, parece ahora ceder ante la extrañeza del lugar y ante lo que se gesta: puntualmente, el embarazo.

Este lugar manifiesta su diferencia como otra temporalidad, un presente prolongado. Es el tiempo de Amalia, “una vieja que muy despacito y con muchísima parsimonia, la del tiempo detenido, se desliza por la pared del chalet, rozando el ladrillo con su mano izquierda, pega la vuelta a la derecha tomando el camino que –parecita mediante– la conduce hacia mí. Aunque decir ‘pega la vuelta’ es un poco desmedido dada la velocidad de la faena; más que pegar la vuelta habita esa vuelta como nadie”. Se habita un presente prolongado, como una meseta, y al contrario de la primera parte aquí la irrupción toma la forma de un lugar. Se trata del cilindro, ese espacio fantasmal en ruinas, cuyo carácter sobrenatural queda supeditado a saber si se trata de un malentendido entre Andrea y Amalia al referirse al encuentro. Es, como la escena de los gusanos que cierra la primera parte, un resto lleno de vida, o una sobrevida: así como los gusanos surgen de lo muerto, este lugar “derruido” está lleno de verde y entre relámpagos (lo intermitente, diría Barthes) devuelve a la vida (en su forma más potente) a Mario, el padre, y su madre, para establecer una forma de reconciliación con la que sigue de este lado: “Es un espacio cilíndrico gigante, un estadio habrá sido; queda un remanente de butacas, un remanente de techo, hundido, caído hacia adentro, hay rastros de incendio, de ceniza, hollín, de postvida de lumpenaje también, de asolación”.


Las apariencias, el cebú y el Caballo

Desde la primera escena, la del hospital en Navidad, todo se asemeja a su opuesto. Si por la fecha hay un pesebre en el corredor, esto proyecta “del otro lado del pasillo, en la habitación 203, el otro pesebre, uno viviente, velando por el gran Mario, el viejo Jesús, en su túnica impoluta, sobre la cama”. De este modo, el que agoniza es también un recién nacido, y esta imagen establece que la dirección en que se dan las relaciones paterno-filiales quedará invertida. Pero esto es algo móvil, que va y viene a lo largo de la novela (en las múltiples temporalidades que se despliegan) de acuerdo a si Andrea habla de papá o de Mario. Esta mutabilidad de las relaciones o de los roles también se ve con los hermanos: si Juan es el amante imposible (“A veces pienso que si Juan pudiera, se casaría conmigo. ¿Lo pienso o lo deseo? ¿Deseo que quiera casarse conmigo o desearía poder casarme yo? Casarnos como forma de decir, como si fuera de estar juntos para siempre”), Coco es el que tiene que –o imposta el deber de– aprender a ocupar el rol del padre, pero en la mirada cómplice de los hermanos menores, que lo desarman, parece corresponder más bien al linaje de Amanda, la madre, la que toma distancia: “Con toda malicia había un chiste interno entre los mellis: que Coco era un Delaney puro, ciento por ciento hijo de Amanda, mientras que nosotros éramos verdaderos Covarrubias”.

Si el padre aparece como un recién nacido y un hermano como amante, lo que parece ser es lo que direcciona los vínculos entre los roles a ocupar, como en la ópera: “Me gusta eso de la ópera: nada es lo que parece pero tampoco intenta serlo”. Mario es padre, por ejemplo, cuando aparece “radiante, muy sonriente, viril en tu rol de conductor”. El resto del tiempo variará entre ser quien dispensa atención (a la hija) y el objeto de los cuidados, como el recién nacido del pesebre. En esa misma inversión, Andrea será, más que padre, el cebú del pesebre: “se me ocurre que en este pesebre vengo a ser algo así como el cebú que aparece echado de lado, pachorro y reposando en la proximidad del camastro del niño dios. (…) El cebú, desde su ínfimo cerebro y su gran santidad, piensa: ‘Cuidaré de ti, niño gigante, de batita y cablerío, tú no caminas, yo no pasto, yo no tengo intención de moverme, llevo alimento en mi giba para semanas, te alimentaré de mi leche, porque soy un cebú hermafrodito, doy leche y procreo, soy también y al mismo tiempo tu María y José’”. A la par de no terminar de definirse como lesbiana, porque las etiquetas la estrangulan, Andrea (cuyo nombre, según reconoce Iván, también es de hombre) es un cebú hermafrodito, hombre y mujer. Con respecto, una vez más, al padre como niño, cuando sus hijos arrojan sus restos al mar, en un colmo de la escatología “lo que cae de la urna es una suerte de pañal que hace ruido seco contra el agua, para ser envuelto entero por una ola, y desaparecer”.

El cebú no es la única mutación de Andrea. En el juego de las apariencias, los hermanos se metamorfosean mediante apodos y Andrea es, de forma indiscutida, Trapo (otro sustantivo masculino). Apodar se parece a ejercer un poder sobre el otro, el poder adánico de nombrar. Así, Caballo, el apodo de Iván, habla de su animalidad: Iván es pura corporalidad, puro presente (otra vez los perros de César Millán), “es lo más alejado del sentido común que puedas imaginarte”. Como el caballo, Iván parece una fuerza que sólo avanza con el impulso del deseo. Si los recuerdos de Andrea irrumpían desde una temporalidad clausurada, Iván puede hilvanar una conexión con el pasado porque es puro presente. Por eso, la primera vez que están juntos, “como en una cita al revés”, Andrea recuerda, “pero no es un recordar mental, todo lo contrario, es mi cuerpo el que recuerda, es la boca (…), recuerdo de este modo físico que eso me gustaba”.

El caballo también irrumpe, como una presencia ominosa, en la escena de la playa, cuando los hermanos van a arrojar los restos del padre al mar, y rompe con la solemnidad de esa ceremonia. En general, los animales aparecen para hacer notar algo sobre las relaciones humanas, fundamentalmente las familiares. Así, el cebú hermafrodito cuida del padre agonizante y lo transmuta en un recién nacido (más bien en EL recién nacido, el del pesebre); en el parque de la clínica “el gato hijo (…) se encuentra con su madre o su padre (…) y entran a correr en circunferencias donde ya no queda claro quién caza, quién huye, quién corre a quién”. Iván, además de ser el Caballo, parece estar siempre rodeado de animales: Quicho, su perro en el monoambiente, y el otro perro con el que aparece en Los Reartes. Sobre el final de la primera parte, la presencia de los gusanos viene a decirle a Andrea, ni más ni menos, que algo se está pudriendo.

Así como la cercanía de Quicho mientras Andrea e Iván tienen sexo parece querer comunicar algo, los animales desde su corporalidad parecen saberle algo al presente que se le escapa al discurrir mental de Andrea, exhibido en una prosa que avanza como dudando, tanteando y reformulando, con la cadencia del pensamiento. En ese juego de apariencias donde ella es –nuevamente– cebú y Trapo, y un montón más de apodos que no prosperaron, se manifiesta algo de la virtualidad: lo que subyace a lo visible. Así, entre lo visible y lo invisible que este juego plantea, la virtualidad de la leucemia del padre (“Hago un seguimiento, un rastreo de mi papá, de la enfermedad en él y sigo sin entender. (…) Ahora mismo, mirándolo, ¿dónde está?”) y el embarazo de la hija (“¿Qué será que se me gesta acá? ¿Qué esta abstracción de adentro? En estos tiempos que corren en los que casi todo se puede ver, corroborar, ¿qué es este nivel de abstracción respecto de algo tan vital?) quedan agrupados en un mismo conjunto.