Irina Garbatzky lee El testigo lúcido, de María Negroni, y escribe para Bazar americano:
Hacia finales del siglo XX, historiza Hal Foster, varios ensayos, acciones y muestras retrospectivas permitieron revisar y repensar el surrealismo, especialmente en las nociones vanguardistas esquematizadas, -la imagen como montaje que en buena medida cerraba y explicaba su procedimiento y su sentido, las fórmulas un tanto tranquilizadoras y en algún punto bienpensantes que resumían al surrealismo en un pensamiento sobre la libertad de la imaginación y del amor. Su propio libro, Compulsive Beauty, de 1993, venía a desmontar este relato y a presentar otras hipótesis, principalmente a través del trabajo de Sigmund Freud sobre lo siniestro y las zonas abiertas por Georges Bataille que colisionaron directamente con André Breton. La serie de fotografías de muñecas, de Hans Bellmer, publicadas a mediados de la década de 1930 en la revista Minotaure, entre otros casos, le permitían argumentar a Foster que en el surrealismo se presentaba, a través de la metáfora de la belleza compulsiva, una zona que en verdad disputaba la benignidad del “amor libre” para traer a escena una potencia siniestra, colocada en la amenaza de la dislocación radical de los cuerpos y en la presencia de la muerte en la vida, que horadaba la consistencia incólume de los cuerpos modernos y de sus identidades.
Publicado por primera vez en el año 2003 por la editorial Beatriz Viterbo y ahora reeditado en Entropía, El testigo lúcido de María Negroni también formula un movimiento de desarticulación de ciertas estabilidades en torno a la literatura de Alejandra Pizarnik para llevarnos por caminos poco tranquilizadores de su poética. El ensayo de Negroni sacude la escritura pizarnikiana como quien sacude una flor o una muñeca, hasta dejarla sin ropa. Un poco al modo de la bailarina del cuento de Alphonse Allais que cita Breton en el Segundo manifiesto del surrealismo y que Negroni aprovecha para la lectura: la bayadera que queda desnuda por una orden del sultán no habría de ser leída como una eterna rosa develada (así lo hizo el optimismo bretoniano, dice la autora), sino como un “manojo de aspecto sórdido” que quedaba, según Bataille, a la manera de un cadáver que baila la danza macabra del mundo.
Se trata así, de sacudir, de hacer bailar, una figura en gran medida inquietante. No se trata de leer a contrapelo la literatura de Pizarnik, sino, más bien, en espejo. Elegir los textos en prosa, por ejemplo, es el recorte para formular una hipótesis. La condesa sangrienta, Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, serían textos malditos que se yerguen frente a la poesía pizarnikiana como un “testigo lúcido” (dice Negroni, citando a Aldo Pellegrini), pero que no se le oponen. En verdad, los textos en prosa establecen una sugerente continuidad, espejeo o complemento de los poemas, pequeñas fortalezas, casas de muñecas. En este sentido, desde la mirada de Negroni, donde el pensamiento y el hilván entre la prosa y la poesía puede fluir hacia una zona común en un complejo sistema de yuxtaposiciones y reversos, aparece una economía y una teoría de los cuerpos, de sus humores, su goce y sus afectos. Una de las consecuencias de esto resulta en la cercanía de la poesía pizarnikiana con el neobarroco latinoamericano: “Escribir, desde esta perspectiva, equivale a inscribir algún signo sobre la superficie de un cuerpo desmembrado o bien, simplemente, a dejar que la lengua misma se descuartice, se vuelva voz de un sujeto disociado. El furor conduce entonces a la escaramuza o al atentado y, en ese mismo gesto, hace del corte y del cruce una fiesta extremista donde un cuerpo discursivo inestable concede, al fin, la ‘alegría inadjetivable’ de ‘ir nada más que hasta el fondo’”.
Esta idea, que hace su aparición en uno de los últimos momentos del libro, llega como corolario de un desarrollo en verdad lúcido sobre algunos lugares de la literatura pizarnikiana y sus líneas de lectura. Mencionaré algunos. Por un lado, un pensamiento acerca del poema como espacio, como morada. Si esto había sido postulado por la propia poesía de Pizarnik, Negroni agregará el adjetivo “negra”. Moradas negras o góticas son las incesantemente referidas a espacios interiores, que reversan la figura del poema como miniatura en el castillo de Erzébet Báthory o en el gabinete de curiosidades. Frente a la cárcel del lenguaje, dice Negroni, lo que emerge es el espacio de la insubordinación de la poesía. Estos “reinos interiores”, como podríamos agregar, parafraseando a Rubén Darío, trasuntan una atmósfera gótica y también modernista. Son espacios exquisitamente amueblados, pero en los que, al mismo tiempo, todo está perdido: “Deleuze hubiera visto en estas moradas negras una máquina de producir vacío, es decir una estructura subversivamente oscura que interpone una falla en la coherencia arbitraria de toda representación y, en ese sentido, constituye un espacio de fuga a contrapelo de la realidad, tal como normalmente se la concibe”. De ahí que de allí se siguen otras dos zonas de investigación, solidarias entre sí y también aledañas a la tradición antes citada. Una tiene que ver con un lenguaje que se apega melancólicamente a la conciencia de su pérdida: “La poesía es una lucha feroz contra las palabras y una queja interminable por el eterno destierro del cuerpo que ocurre a manos del lenguaje”, explica Negroni, entre muchos otras cifras iluminadoras para pensar el melancólico gesto pizarnikiano: “la escritura se ejerce como reminiscencia y se ejercita como retorno” o bien “la eterna condena del poema: ir en busca del corazón de un putridero, donde la vida no ha sido congelada aún -o no del todo- por el lenguaje”.
La segunda, se vincula con la traducción y los juegos o ejercicios de otredad. Una lista de textos “aspirados” y robados que introduce una pluralidad de voces en la escritura, para “calmar el miedo (o el deseo) de ser otra”. “La lista de textos y autores ´aspirados´”, dice Negroni, “sería interminable. Los hermanos Brentano y el círculo de Heidelberg, la biblioteca completa de los poetas malditos, el romanticismo de la fisura. Achim von Arnim, Caroline de Gunderrode”. La lista interesa porque establece una genealogía arcaica, en la que luego la ensayista incluirá al Marqués de Sade, Samuel Beckett o a Edgar Allan Poe, entre algunos más. Son lazos de una familia aberrante y monstruosa, que se deslizan hacia la otredad. Ellos se encierran en una arquitectura, una trinchera no humana, casas “poéticamente amuebladas” abocadas a las profundidades de la sombra. “El castillo pizarnikiano, en este sentido, remite a las casas de muñecas: esas casas adentro de la casa, perfectamente completas y herméticas donde se materializa un secreto, una interioridad infinita y profunda”.
El testigo lúcido nos lleva y nos guía por entre los vericuetos de esas moradas, esos castillos y espacios delimitados, como un viaje que fuera, además de una lectura, una pregunta sobre la posibilidad de escribir poesía.
miércoles, julio 26, 2017
Casa de muñecas
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario