Verónica Boix lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe su reseña para La Nación.
El origen de todo relato, dice Ricardo Piglia, es una investigación o un viaje. Peso estructural, de Gonzalo Castro, nace en un puente entre los dos: Ingre es una joven profesora de danza contemporánea que vive en Villa Devoto sin hacer nada importante. No dice qué busca, pero observa con una precisión minuciosa cada signo de su cuerpo. Su hermano Juan, en cambio, viaja al norte de Brasil con la pretensión de ser más que un turista. Pero, en verdad, permanece inmóvil a bordo de una embarcación varada en un río de la selva.
La tercera novela de Gonzalo Castro avanza así a partir de dos movimientos aparentemente opuestos: el deambular en la ciudad y la quietud en medio de lo que se pretendía una aventura.
En la frontera del bildungsroman, la serie de acciones cotidianas que impulsan la vida de Ingre responde a un enigma, sólo que ella no lo sabe. Se lava el pelo, conduce un auto, va a una fiesta y va surgiendo algo íntimo que ella desconoce: una sexualidad inesperada. A pesar de que Ingre vive centrada en la tensión y elasticidad de sus músculos para afrontar el presente, se revela una sensibilidad nueva.
Del otro lado, Juan permanece en la cubierta de un barco de madera. Las aguas bajaron y su vida se detuvo en el norte brasileño. De ese modo, tiene que concentrarse en las actividades diarias como pescar, encender un fuego, mirar los nudos de la madera y pensarse. Lo sorprendente es que la actitud de contemplación del personaje se vuelve la experiencia del lector. No va a importar la secuencia de los sucesos, como ocurre habitualmente; lo que cautiva es la extrañeza que provocan por sí mismos. Es decir, la narración va dando forma en el lenguaje a la transformación a pesar de que, en verdad, no suceda nada extraordinario. Juan también va aprendiendo a mirar. No es casual el título, Peso estructural: hay un juego de equilibrios constantes que parece repartir el peso en la estructura de la novela. Las palabras forman un mundo natural para cada hermano, que, lentamente, pasa a ser parte del mundo del que lee.
En ese balance, quedan a la vista algunas escenas que irrumpen desde la niñez como destellos. En ellas se esconden las claves del vínculo de amor filial que une a Ingre y Juan a pesar de la incomunicación del presente. En los rastros de la infancia ya se llega a adivinar el impulso que los lleva a abandonar la dependencia mutua.
De un modo simple, Castro (Buenos Aires, 1972) continúa la línea de sus novelas anteriores –Hidrografía doméstica y Hélice– y parece retomar, con un lenguaje íntimo, la utopía que recorre buena parte de la obra de Juan José Saer: cómo captar el instante en la literatura.
lunes, noviembre 13, 2017
A la captura del instante
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario