Por Gloria Nozal [La Nueva Provincia]
Ignacio Molina construye en este libro de sugerente título un escenario propio, que tal vez sea el de muchos; el de una vida en Buenos Aires, la de amigos y compañeros. Privilegiando los simples hechos cotidianos, lo que daría sólo sustento para otros y en él es leit motiv, único tema central: levantarse, desayunar, hacer una compra, tomar un colectivo y que cada cosa común se torne por el arte de su reiteración, su moroso deambular por y ello y nada más, en argumento, nudo, y diálogos, así como también descripciones, las que convergen en ese mismo universo sin crescendos ni desenlaces insólitos y que constituyen trama, fondo.
Ese insistente andar de cada día, sin suspenso, sin reflexiones, donde los seres parecen entregados al sino monocorde demarcado por quién sabe qué, como una suerte de marionetas, va creando un estilo particularmente distinto. Deliberadamente ostentosa, la valorización de lo común, de una simpleza sin planes expresados, sin pensamientos o monólogo interior, con sólo diálogos que también constituyen meros hechos diarios, va creando una personalidad despojada, monótona.
Los personajes son jóvenes en sus estudios, trabajos, comidas, y los diálogos están dados por lo inmediato de sus movimientos: "El jueves a la noche, desde el umbral de su cocina, Gonzalo le mostró a Nahuel una botella de vino y le preguntó si en su departamento no tenía un sacacorchos. –No sé. Pero sino podés mandarlo para abajo con alguna... –Che, vago –lo retó Camila palmeándole la espalda–. Andá, yo vi que tenés en los cajones. "De la página 163: "Un atardecer, al salir de la biblioteca, me puse a leer el folleto publicitario de unas jornadas literarias sobre narrativa argentina que, des¬pués de obtener mi permiso, un estudiante universitario había pegado en la cartelera de la entrada." Deducimos de estas meras acotaciones, formación, estudios, lo que constituye apenas un detalle orientador, casi dado por descuido del protagonista. Sin embargo, y a diferencia de la mayoría de los escritores, voluntariamente apartado de todo asunto intelectual, Molina retoma el universo de su derrotero de hechos simples, de una chatura que no puede menos que caer dolorosa y que en él es oficio consolidado, que enarbola como sello distintivo.
Sin duda, Los estantes vacíos es una depurada muestra del estilo notable y vigoroso de este escritor que, pintando su universo juvenil, logra su objetivo, el que para nosotros sería aciago si fuera algo más que una realidad retratada por la literatura. Si fuera la vida real de los jóvenes de ahora. Sin signos que apunten a algo intelectual y espiritual, y a la vez tan natural que no se puede dudar de su realismo. Sólo la música, mencionado en ocasiones, emerge como algo más trascendente o conmovedor.
Por lo distinto, por el destacado manejo de la simpleza de las cosas, que lo hace asemejarse a algunos clásicos rusos, Ignacio Molina ha creado una obra de relieve, que aparece en el movimiento actual con un sello particular de búsqueda, de intención de mostrar la realidad sin eufemismos, valorizando así de paso cada acto humano, sin que sencillez o banalidad aparente lo distraigan de su camino, el de la vida y sus actitudes insertas en la rutina de una gran ciudad.
Surge de esto una especie de estilo, por así llamarlo, que siendo literario se aparta de lo común, haciendo destacable lo mínimo, llamando la atención sobre las formas de las cosas más que sobre las cosas. Más lo visible y palpable que los sentimientos, decisiones, pensamientos; todo lo que constituye la superficie de las cosas más que su canal conductor.
En este mundo del autor los seres no parecen pensar, sino que son llevados a cumplir sus ocupaciones sin cuestionamientos y toda otra motivación que anime y vivifique sus desplazamientos y actitudes, parece voluntariamente apartada, como si la misma gran ciudad se encargara un poco de deshumanizar a sus criaturas, llevándolas una y otra vez a los mismos encuentros en una suerte de danza ritual, donde seguramente el hondo significado de los hechos quedará oculto, inadvertido.
lunes, noviembre 06, 2006
Exaltación de lo cotidiano
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7 comentarios:
Profeta en su tierra!
Como dijo el profeta:
Yo soy la voz del que clama en el desierto: ¡Allanad el camino al Señor!
Aclaremos que el profeta se había recibido de ingeniero vial antes de ver la luz.
yo digo que lo cotiano, acá, se pone rabelaisiano, Muy Bueno Men!!!
Hola Eddie.
Qué es lo que se pone rabelaisiano?
Maaamita, La Nueva Provincia!!!
¿Y la frente?
Y la frente bien alta, Maxi.
El medio no siempre es el mensaje.
Saludos.
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