lunes, enero 22, 2007

El principio de la tragedia

Sobre Los estantes vacíos, de Ignacio Molina.

Por María Eugenia Rombolá

[Publicada en la revista Los asesinos tímidos]

Recuerdo que en algún momento el autor de Los estantes vacíos comentó que no puede pensar en una palabra sin pensar al mismo tiempo en cómo se escribe, es decir, en su materialidad gráfica, en su cuerpo más concreto. Pienso que esta obsesión por el cuerpo de las palabras es la condición necesaria para intentar rasgarlas y poder llegar a lo que está detrás (¿a la nada? No se sabe a ciencia cierta, pero sí puede observarse que en este acto radica la exploración del autor). Molina lo sabe, tal vez no sabe que lo sabe, pero lo sabe. Y para los que no lo saben, puede ser una tarea ardua comprender, por ejemplo, la necesidad de construir un personaje como Matías (”El camino del agua”) que escucha (y acá vale la pena recalcar que no oye, sino que escucha) palabras sueltas en una conversación telefónica de su hermana, “técnico, tenedor, enganche, comentarios, filamento, volantes, campeonato, forra, camisa, líneas, público, chau”. Las palabras no son las cosas, eso todo el mundo lo sabe, pero las palabras sí son cosas y hay quienes lo niegan en virtud de una fidelidad desmedida hacia las formas ya concebidas de los géneros (hay una anécdota que cuenta que una vez Gauguin se encontró con Mallarmé y le dijo algo así: “Tengo un montón de ideas para escribir una novela” y Mallarmé le respondió “Las novelas no se escriben con ideas. Se escriben con palabras”).

El cuento
Hay muchas teorías respecto a qué es un cuento, pero vaciemos nuestros estantes de teorías y volvamos a la idea más simple, la que teníamos seguramente cuando empezamos a leer, ¿qué es un cuento, entonces? ¿No es acaso un relato en el que transcurren cosas y muchas veces termina antes de lo que querríamos, pero al mismo tiempo, en su propia constitución está la imposibilidad de que continúe? Es verdad que lo mismo puede decirse de la novela, pero a diferencia del cuento, en ella hay líneas de fuga intermedias que permiten digresiones casi, casi, infinitas. Entonces, el cuento le muestra el final al cuentista. El novelista, en cambio, decide cuando dejar de fugarse y en esta detención aparece el final.

Los personajes
A la hora de relacionarse entre ellos, tienen miedo de incomodarse con preguntas, suponen, consideran que no vale la pena decir todo lo que están pensando. Por otra parte, registran todo: el tiempo, las calles, los carteles, cada detalle de la ciudad son su verdadera compañía. Es que estos detalles dejan de ser cosas para convertirse en palabras-cosa. Los barrios entonces no sólo tienen nombre, sino que además son de colores específicos (“El camino del agua”), tomar un colectivo no sólo implica trasladarse de un lado a otro, sino repetir el trayecto narrado en un libro que se encontró poco tiempo antes en una librería de saldos (“Kilómetro cero”), la puerta de la heladera exhibidora anuncia tormenta (“Polirrubro Ama-Faby”), las calles amanecen inundadas (“El sistema”) y en ocasiones se humaniza a los objetos agregándole la preposición “a” cuando son objeto directo: “Después de unos minutos me acerqué a la ventana y me puse a mirar, alternativamente, al paraguayo que vivía al fondo del pasillo (...) y al empapelado violeta de la pieza” (“Kilómetro cero”) o “Después de abarcar en un solo paneo a las golosinas, las estanterías despobladas, los envases vacíos (...) se queda mirando el plano de la ciudad que cuelga de una de las paredes” (“Polirrubro Ama-Faby”).

Los finales
Si bien cada uno de los quince cuentos de Los estantes... exige su final, éstos últimos, de alguna manera, retumban, delicadamente, como ecos, en los demás cuentos y, por qué no, en la vida misma. Es que en cada conclusión hay una puerta abierta, una invitación a asomarse a un abismo que no se muestra, apenas se anuncia en palabras-cosa, en cosas que hablan, que nos dicen la soledad, la sorpresa, las coincidencias y desencuentros, los malentendidos inevitables, los olvidos evitables, pero necesarios... Podría decirse, entonces, que los cuentos concluyen en el principio de la tragedia. Un modo arriesgado y lúcido de trazar el antagonismo que presenta la vida de los hombres y mujeres en la ciudad contemporánea.

4 comentarios:

luzpearson dijo...

Muy bien. Da ganas de correr a leer. O no, da ganas de quedarse con la linda sensación de la reseña y ya no leerlo nada.

Anónimo dijo...

Muy bien, Islalopeña, con lectores como vos nos vamos para arriba!

Anónimo dijo...

con no-lectores, mejor dicho

Anónimo dijo...

La novela de Havilio es estupenda. Da gusto que exista una editorial como ésta.