viernes, agosto 10, 2007

El contorno del deseo

[Microrrelato de Raúl Castro, publicado en el cultural de Perfil]


Cae, golpeando en las salientes, fragmentándose en infinitas partículas tremulantes, hasta sumergirse en sí mismo estrepitosamente, él.
Recoge unas palabras cercanas; mesa, vaso, ralladuras en la tabla de pino, algunas iniciales cuneiformes bajo la luz oblicua de la ventana; ve el viento en las hojas de la vereda y danza sin moverse, él.
–Sería mejor que no viniese –piensa–. Sería mejor.
Se amarilla con la tarde, se otoña, se envina mientras espera, él.
Si viniese tendría un vestido ligeramente verde, muy liviano, casi como dar vuelta la esquina, ella. Y frío. Porque refrescó.
Pero ya no tiene ganas de abrigar. Prefiere simplemente desear su ir llegando, el de ella. Imaginarla crecer desde la esquina, su pelo suelto, su andar viniendo.
Hay poca gente en la calle. Los coches pasan encerrados en su aire.
La vereda se pierde en la línea de fuga y el círculo rojo del vino va rodando por baldosas de vainilla su reflejo en el vidrio plano de la ventana.
No pasa casi nada, pero anochece.
Paga su vino, deja unas monedas sobre la tabla y se va caminando por donde esperó verla venir. Por donde ella vino muchas veces cuando era posible su llegada.
Atrás de sus pasos los árboles de la calle y las casas se disuelven.
A la vuelta de la esquina comienza el desierto. Una llanura de sal sin límites donde caminar o no caminar es casi lo mismo, salvo eso de mover las piernas. Pero la llanura no es de sal ni de arena, es un desierto de nada.
Se piensa un nombre: Juan.
Juan camina por un desierto de nada, pero puede nombrarse. Puede gritar su nombre. Eso sí, no hay eco. Todavía no llegó el momento de inventarlo.
Puede inventar el agua que es insípida, incolora e inodora, pero no tiene sed.
Si Juan tuviese sed, habría manantial y correría un río por el desierto.
Tiene dos materiales para hacer el mundo: la memoria y la imaginación. Le faltan ganas.
Prescindiendo de las ganas de Juan la nada se vuelve arena por propia voluntad. Una arena muy fina y blanca.
Mientras Juan deja correr la arena entre sus dedos, piensa que si no actúa todo volverá a ser como era, porque “lo mismo” quiere ser.
Detrás del horizonte, el humo negro de la vida flota sobre el contorno azul de la ciudad.
Si la imaginación está hecha del material de los recuerdos, piensa Juan, ¿por qué no pensar lo mismo?
Entonces piensa el bar con la ventana, y la vereda con baldosas de vainilla por donde ella, ahora sí, puede llegar.
Pasan los mismos coches y vuelven a pasar. Las mismas hojas vuelven a caer, la misma mujer del perro negro se detiene en el mismo árbol. Una película sin fin como las que se veían en las viejas máquinas a manivela de los parques de diversión.
Juan piensa sólo un fragmento de tiempo y ahora está cómodo en el retorno de lo mismo. Se recuesta en la góndola de una vieja calesita.
Todavía no está decidido a pensar su llegada, la de ella. No está preparado para verla dar vuelta la esquina y venir por la vereda de baldosas de vainilla, con su paso de encontrarse, pensando en él, ella, balanceando el encuentro con su andar vestido tan liviano a pesar del otoño.

No hay comentarios.: