[La Boca / "Quinquela", por Iosi Havilio, de Buenos Aires/Escala 1:1.]
1.
Alberto, el encargado de mi edificio, dice que en el ´89, cuando lo echaron del ministerio, le agarró tanta bronca contra el gobierno que decidió entrar a robar al museo. Me lo dice en la terraza, mientras cuelgo la ropa, un domingo de mucho calor. Vení, dice y me hace señas con la mano para que lo siga. Ves, dice, subimos por ahí atrás, por el patio de la escuela. Nos trepamos al muro ese, pasamos del otro lado, y caímos justo en el primer piso del museo. De acá no se ve, dice. Fue con el ex-cuñado, que es un degenerado. ¿Y qué se llevaron? Dos cuadros, uno para cada uno. Él se quería llevar todo lo que había, las sillas, la mesa, el piano, es un falopero. Vuelvo a colgar la ropa que queda y Alberto me sigue, me da detalles. Dice que se llevaron los cuadros con marco y todo y que salieron por adelante. Quién se iba a fijar, esa época era un quilombo, me explica. ¿Y qué hicieron con los cuadros? Los tengo en el sótano, abandonados. A mi cuñado no volví a verlo más, vive para la droga. Si querés, me dice Alberto, un día de éstos bajamos y te los muestro. ¿Vos entendés un poco, no?, dice y me da una palmada en el hombro con la mano bien abierta. Está contento. Cuando llego a casa, con la película que me acaba de contar Alberto en la cabeza, abro la ventana y me asomo para ver el frente del museo. Está recién pintado.
2.
Otro día, el mismo verano, saliendo de casa. Alberto, parado en el escalón más alto de la entrada del edificio, me da un codazo y señala con el mentón a dos chicas que pasan caminando del otro lado de la calle, por la ribera. Son dos chicas del barrio que me parece haber visto, en el supermercado chino, o en el playón ensayando con la murga. Usan unos tops mínimos que les aprietan las tetas tanto que parecen crecer a cada paso. Una es rubia y la otra morocha. La rubia lleva unas calzas rojas y la morocha una minifalda igual a una vincha. Alberto, sin mirarme, con la boca abierta, cierra el puño de la mano derecha, dobla el brazo y hace tres o cuatro movimientos frenéticos. Que dan miedo. Les doy, me dice al oído. Y a mí me sale sonreír y mover la cabeza como un caballo manso. ¿A las dos? Alberto se ríe como un perro. Yo le sigo la corriente: ¿Pero cuántos años tienen, trece, catorce? Él se lleva el dedo índice a la boca como las enfermeras en los pósters. Me agarra del brazo y me lleva hacia él. Les doy en el sótano, me dice otra vez al oído, vienen solas, y cuando se van me dejan guita. Me suelta y yo repito la última frase: ¿Te dejan guita? Sí, dice, diez, veinte mangos.
3.
Afuera sopla un viento muy frío y arremolinado que en otras partes de la ciudad no se siente. Llamo el ascensor. Alberto aparece de golpe, viene del sótano. Te acordás de los cuadros que te dije, bueno, estuve pensando, tengo algo para proponerte, un negocio. Vos que conocés gente que pinta, no querés ver si le interesan a alguien, yo qué sé, quizás aparece un tipo, un tipo de confianza, que no pregunte mucho, y se lo tirás así, a la pasada, le decís que vos no tenés nada que ver, que son de un amigo, de un conocido, que a vos te los ofrecieron, pero que no te interesa, y si el tipo agarra, vamos mitad y mitad, yo tengo auto, se los puedo llevar a la casa. ¿Qué decís? ¿Cuánto pueden valer? ¿Te animás? Puede ser, dejame ver, le digo y me apuro en cerrar la puerta del ascensor. La idea me deja perplejo. Cuánto pueden valer, veinte, treinta, digamos diez mil porque al fin y al cabo son robados, y eso un marchand o un coleccionista tiene que saberlo. Diez cada uno, diez para mí, diez para él. Si se vende uno solo, cinco y cinco, tampoco está mal. Levanto los ojos y me sorprendo en el espejo del ascensor, con el ceño fruncido, haciendo cálculos.
Completo, acá.
lunes, septiembre 10, 2007
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2 comentarios:
grosso
ALBERTO ES UN CHAMUYOOOOOOOOO...JAJAJAJAJA
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