lunes, febrero 21, 2011

Cabezas perdidas

Damián Huergo lee La comemadre, de Roque Larraquy, y la reseña para Radar Libros:

«Pensemos dos casos. El primero ocurre en 1907 en el Sanatorio Temperley. Un grupo de médicos, influido por el positivismo y el higienismo, emprende un experimento absurdo en pos de la “evolución de la ciencia”: decapitar a enfermos terminales y pedirles a las cabezas cortadas que cuenten sus –supuestos– últimos nueve segundos de lucidez. El segundo caso sucede un siglo después. Un prodigioso artista busca provocar a la sociedad de la imagen, convirtiendo su propio cuerpo en objeto de arte y mercancía a la vez. Estos sucesos podrían aparecer como objeto de estudio en algún seminario inédito de Foucault, que sea el eslabón perdido entre sus ensayos sobre la anátomo-política y la biopolítica. Sin embargo, son el eje narrativo de los dos relatos que integran La comemadre, la maravillosa y extravagante novela con que el joven escritor Roque Larraquy hace su debut literario.

En el primer relato Larraquy construye una atmósfera lúgubre, acorde con la rareza del proyecto. La arquitectura hospitalaria, las mentiras convertidas en verdades absolutas por el saber médico y los silencios –con tufillo conspirativo– de los pasillos recuerdan el clima turbio de El hombre elefante, de David Lynch. En ese escenario, los “hombres de ciencia” se arriman a responder una las preguntas troncales de la filosofía y la religión: ¿qué sucede después de la muerte? Con buenas dosis de humor macabro, Larraquy crea un relato científico-filosófico para nada acartonado. Allí los personajes no hacen preguntas como un mero ejercicio intelectual, las responden con el cuerpo, literalmente. De ese modo Larraquy parece burlarse del cliché del mundo intelectual que vive dudando. Y fuerza a sus personajes a asumir la monstruosidad de sus ideas como un sacrificio necesario al servicio de un ente que los excede (en este caso la ciencia).

En el segundo relato las ideas también generan movimiento. Allí el joven artista plástico –mezcla de Ignatius Reilly y Oscar Wao– responde a la tesis de una doctoranda sobre su obra. En estas páginas narra su insólita biografía personal y artística. Repasa su infancia como niño prodigio apadrinado por Silvio Soldán, se ríe de las lineales comparaciones de su trabajo con El Matadero (como si el propio Larraquy se adelantara a las lecturas de La comemadre) y detalla con pasión las intervenciones artísticas en su propio cuerpo. Además, como al pasar, elabora un consciente ensayo sociológico sobre las nuevas reglas del arte. Alega que es necesario hacer alboroto afuera del campo artístico con una primera obra “que estimule la vulgaridad y la vergüenza ajena”. Y así desplazarse del afuera hacia adentro, desde “las páginas de Sociedad hasta las de Cultura”, hasta lograr que todos –sectores ajenos y propios del campo– identifiquen su nombre como si fuese una marca.

Ambos relatos están narrados en primera persona, con una precisa y acertada prosa que talla cada frase como si fuese el trabajo de un artesano. Además comparten escenarios, objetos y nombres familiares que sirven de puentes de conexión –espacial y temporal– entre los dos textos. Pero sobre todo la gran similitud que tienen es que por debajo, como si fuese el motor escondido que hace avanzar las atroces ideas científicas y artísticas, se desarrollan complejas (¿acaso las hay de otro modo?) historias de amor.

La comemadre, por su familiaridad con lo monstruoso y lo disparatado, se puede leer en sintonía con el trabajo de otros raros de la literatura latinoamericana, como Juan Emar, Pablo Palacios o los textos de Felisberto Hernández influenciados por Lautréamont. A la vez, los dos relatos se diferencian de otras novelas de tesis o de ficciones teóricas, donde las ideas sólo batallan en la arena del lenguaje. En cambio, en La comemadre, una idea, un pensamiento, puede dejar a varios sin cabeza o –en el mejor de los casos– con una pierna menos. Porque, como los buenos escritores, donde hay ideas Larraquy también ve acción.»

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