Horacio Bilbao lee
Otra vez me alejo, de Luis Othoniel Rosa, y entrevista al autor para la versión digital de
Ñ:
«‘Lo que yo pienso, me dijo una vez, William James y Schopenhauer lo han pensado ya por mí’. La cita es de Macedonio Fernández, o quizá de Borges llamando a Macedonio, qué importa. Pero aplica en cierto modo a la filosofía por la que rumbea el puertorriqueño Luis Othoniel Rosa, que acaba de publicar su ópera prima, Otra vez me alejo (Entropía). Excéntrica, su escritura tiene un aire vanguardista, más por lo que propone que por lo que dice. Contra el mandato del imperio, Othoniel Rosa apuesta por una red de comunidades literarias. Y rescata para él mismo la influencia de Macedonio Fernández y de Borges.
No llegó de casualidad a esa tradición anarquista. ¿Anarquista? Estudiante y profesor en los Estados Unidos, cuando desembarcó en Princeton allí estaba Ricardo Piglia. Y lo exprimió a Piglia, Othoniel. Tomó cuatro cursos con él y le pidió que fuera su tutor de tesis. “El me habló de Macedonio Fernández, me obsesionó”, cuenta ahora. Esa obsesión atraviesa la primera novela de Othoniel Rosa, que pronto será una trilogía.
Otra vez me alejo es la historia de una amistad. La de Alfred Dust y el narrador, compañeros de cuarto en la escuela de graduados. Puede leerse como la puja entre Othoniel y su alter ego en un contexto de jóvenes estudiantes en el que se avivan cruces entre latinos y gringos, en el que hay incipientes grupos terroristas, tortugas, pájaros, piratas, mucha marihuana y una buena dosis de literatura argentina.
El vínculo con la literatura argentina le viene a Othoniel Rosa de familia. Su padre, también escritor, hizo un doctorado con una tesis sobre Borges y Cortázar en los Estados Unidos. Y de Macedonio toma su escritura anárquica. Docente, impulsor del blog
elroommate.com, Othoniel va dando clases por las universidades estadounidenses: “Somos mercenarios culturales”, define. Y todo en esta, su primera obra, viene de la experiencia en la universidad. Es un testimonio contado desde adentro, pero también desde su isla, Puerto Rico. Quizá sea eso: la posibilidad de una isla anárquica, literaria, como proyecto de vida y antídoto para tiempos de crisis.
–La novela se puede leer en clave racial, social. Esas diferencias se advierten cada vez más en ese ámbito estudiantil que contextualiza a la novela...
–Tiene que ver con la hipocresía que atraviesa la academia americana. Hay allí mismo una lucha de clases. Hay muchos argentinos, peruanos, puertorriqueños ricos en Princeton estudiando, y pagando. A mí me pagaban, si no jamás hubiese podido tener una educación allí. Hay una obvia diferencia de clases y la academia dice: mirá que diversos somos y te ponen una foto con negros, chinos, latinos. No tienen nada que ver los profesores, que son clase media y clase baja...
–¿Qué impacto tiene la crisis sobre los estudiantes de letras tercermundistas?
–Antes los latinoamericanos llegaban allá a cursar doctorados. (Josefina) Ludmer o (Sylvia) Molloy, llegaban, conseguían trabajo y podían hacer carrera, se compraban una casa. Mi generación no. Somos muchos más, y la crisis nos cambió la economía. De repente encontramos a gente muy buena, con varios libros publicados, trabajando de jardineros o yéndose a vivir a pueblitos muy pequeños. En los EE.UU. ya no existe la universidad pública, porque aún las públicas cobran un dinero ridículo para entrar. No la escuela graduada, por eso la escuela graduada está llena de extranjeros. Y nosotros somos mercenarios culturales, nos movemos buscando una clase aquí, otra allá. Si mirás el movimiento Ocuppy, verás que está lleno de académicos desempleados.
–Las editoriales escupen títulos al por mayor, y los autores viven de la manera que vos decís...
–Es cierto, pero creo que estamos en un momento muy lindo de la vida editorial, porque las grandes multinacionales no mueven la buena literatura actual. La buena literatura ahora pasa, en mi opinión, por las editoriales independientes. Ese es el circuito que a mí me interesa. Yo leo a un grupo de amigos míos, que a la vez me leen, y vamos creando comunidades. Ese es el valor de la literatura para mí.
–¿Comunidades con qué sentido? La literatura pierde su impacto social, y en muchos casos se plantea la falsa opción de competir con la TV, el cine, Internet...
–Yo veo de maneras diferentes la influencia social de la literatura, pienso su influencia como una manera de vivir. Por eso me gusta Bolaño, porque él aprendió a vivir a través de su literatura. Eligió un valor, que no es del dinero ni el del poder, esa es la función literaria. No me interesa ni me gusta la difusión gigante de una obra, yo prefiero la circulación pequeña, en la que transmitimos un valor muy poderoso, que nada tiene que ver con el dinero.
–¿Y en términos políticos, en relación a la capacidad de transformación social que rodea a cierta literatura?
–Como anarquista pienso la política en términos colectivistas de comunidades autónomas y pequeñas. No en términos estatales, soy antirrepresentación, por eso no creo en la representación del estado.
Othoniel Rosa cuenta que se pasó la semana en Buenos Aires discutiendo de política. Diciéndoles a todos eso mismo, que descree del Estado. No se la llevó de arriba y por eso pide que entiendan su lugar en el mundo. “En mi país no hay tal cosa como estado de representación, todas las leyes las dicta un gobierno por el que no votamos (EE.UU.) no le tenemos ni un pelo de confianza al Estado”. Se declara involucrado con los indignados españoles, y con el movimiento Ocuppy en los Estados Unidos. “Para mí vienen claramente del anarquismo”, alude. Y basa su teoría en el hecho de que estos grupos no tengan líderes, ni puedan conformarse a escalas masivas. Mil personas es lo máximo para que las asambleas puedan funcionar por consenso. “No decimos que vamos a cambiar el país completo, pero vamos a cambiar nuestra comunidad. Son células”, advierte.
–Pero esa visión es cortoplacista. En el mundo de hoy, sin poder, no pueden crearse comunidades autónomas
–Yo no considero la política como poder. El anarquismo la considera como vida. Por eso apuesto a las comunidades autónomas. La crisis del 2008 nos demostró que el Estado ya no tiene poder. En Estados Unidos tienen un tipo fantástico como presidente y no puede hacer nada.
–Detrás de ese diálogo estudiantil hay hendijas por las que se filtra una lectura política de la historia del continente americano, una teoría sobre cómo se crea un imperio, ¿podrías explicitarla en pocas palabras?
–Ese el corazón del registro metafórico de la novela. Esa idea de las distancias. Los imperios hacen que nos alejemos los unos de los otros. Eso es lo que veo ahora con mi generación en los Estados Unidos. Estamos continuamente moviéndonos, no podemos hacer tierra. El imperio desterritorializa, no en el buen sentido deleuziano, nos impone distancias que impiden la creación de comunidades.
–Usas la palabra imperio casi como una muletilla...
–Uso la palabra imperialismo de la manera más laxa posible, es una metáfora. En la novela se ven en la casa de la artista chilena, en esa reunión de anarquistas. Él llega tarde a la discusión, no sabe ni entiende de qué hablan pero le encanta.
–Sofistas, en la acepción despectiva de la palabra...
–Exacto. Mi idea en la novela era poner muchas historias para así obligar al lector a que trate de cancelar o unir unas con otras, a encontrar ese hilo conductor. Y a la vez no dejar que lo logre del todo. Es la historia imperial, que hace de todas las historias una y la misma. Luego están las historias piratas, anárquicas, que se resisten, y tienen su singularidad. Rompen esa linealidad.
–Hay también muchas referencias a la historia en sí, a quienes la cuentan, la escriben, o la evocan. Y vos no defendés el gran relato, si no la historias que cuentan los amigos, esa idea de comunidad que te persigue, el espíritu pirata, ¿es ésa la matriz de la novela?
–Sí. Y es también la matriz de la trilogía completa que estoy escribiendo. En las historias de los amigos está la clave. Y tiene relación con Borges, cuando dice que en la literatura hay cuatro ideas y que esas cuatro están en la Illiada. No hay originalidad, lo que hacemos es repetir cosas. Eso no pasa con las historias que nos cuentan nuestros amigos, esas son dinámicas, cambian, se mueven, no están en la Illiada, nunca acaban.
–Contame la historia del prólogo, hecho por esta niña de 8 años, en una escuela del Bronx, ¿cómo llegó a tu libro?
–Qué bueno que me lo preguntas. Estoy orgulloso de ese prólogo.
–Me pareció una especie de sinopsis...
–Fui a ver a Begonia Santa Cecilia, una artista española que vive en Nueva York, para llevarle el manuscrito de mi novela. Le dije que era fanático de su obra, ella tiene muchos cuadros sobre pasto, y le propuse que hiciéramos algo para ilustrar mi novela. Ella da clases de arte y allí le contó algunos de los fragmentos de la novela a los niños. Y los chicos hicieron sus dibujos. Pero una niña, demasiado inteligente, dijo que mi novela no tenía sentido, que estaba mal contada y que ella la iba a arreglar. Y la arregló, es ese prólogo que habla de un mundo loco.
–¿Qué clase de personaje es Alfred Dust, tu amigo y roommate en la novela?
–Alfred Dust sale de una combinación de mis amigos, y es a la vez la versión no torpe de mí mismo. Una versión mejorada de mí, pero a la vez es el héroe y el idiota. Es un mitómano, un narcisista, un egoísta.
–El nombre es significativo, ¿de dónde viene?
–Sí, de Manuel Ramos Otero, un escritor puertorriqueño que a mí me gusta mucho. El tiene un libro de poemas muy bello que se publicó después de su muerte, de sida. Se llama Invitación al polvo, y en Puerto Rico un polvo se entiende como acá. A la vez es una referencia al barroco, a Quevedo, “Del polvo venimos...”
–En un momento decís que los únicos que pueden disputarle el poder al Imperio son las mafias, ¿es una lectura de realidad o una propuesta?
–Yo estoy particularmente interesado en el negocio de la droga. Y lo del guano, esa sustancia que se modifica y que se vende es una excusa para expandir el imperio. Lo mismo ocurrió con la cocaína, fue la excusa de Reagan para invadir Colombia y joder a Puerto Rico, a México...
–La adulteración está muy presente en el libro, ¿qué es lo que te atrae de ella?
–Son historias que siempre están escondidas. ¿Cómo se explica que el 90 por ciento de la cocaína que se vende en el mundo provenga de Colombia? ¿Por qué podemos conocer el circuito de la Coca Cola y no de la droga? Quién siembra, quién cosecha, quién vende, quién recibe, quién distribuye. Son historias escondidas.
–¿Te preocupa que tu escritura, de tan anárquica, se vuelva incomprensible?
–Yo escribo novela porque es un género que me lo permite todo. Pero soy más lector de poesía. Macedonio Fernández, en Museo de la novela de la eterna, esa novela loquísima con 56 prólogos, dice que su lector ideal es un lector que lee salteado, el que no recorre el texto de manera lineal. Me pregunto si el lector fumado de mi novela no terminará leyéndola de manera lineal.
–Y es este un momento de tu escritura, que luego será más formal quizá… La novela deja esa sensación de despedida, puede ser nostalgia por un amigo pero también por una forma de ver las cosas...
–Sí, es el fin de la escuela graduada, que nos deja muchísimo más solos. La segunda parte trata de esa soledad del demonio. Y sí, es verdad que la novela es fragmentaria, pero es homogénea en su registro metafórico, el alejamiento, las historias anárquicas, lo imperial. En la segunda el registro es el contrario. Es el de la tierra, el de sembrar, quedarse en un sitio. La utopía.»