Pedro B. Rey lee Modo Linterna, de Sergio Chejfec y lo reseña para la Revista ADN Cultura, del diario La Nación.
Los nueve escritos de Sergio Chejfec
(Buenos Aires, 1956) que recoge Modo Linterna, son, según indica la portada del
libro, cuentos. La designación genérica desconcierta, pero permite leer estas
notables narraciones híbridas, que entrecruzan crónica, ficción y divagación
ensayística, bajo una clave iluminadora. El minucioso relevo sobre la
disposición urbanística de un suburbio norteamericano (“Donalson Park”) o la
meditación narrativa sobre el cuidado de los dolientes (“Los enfermos”) sugieren,
al ser leídos como cuentos, una promesa de resolución que los dota de carga
dramática involuntaria.
Sólo “Vecino invisible”, que inaugura el
volumen, participa de manera evidente de los ingredientes fabulatorios que
convienen al cuento: en él, el narrador retorna a su departamento en la ciudad
de Caracas tras visitar en los Andes venezolanos a la singular artista Rafaela
Baroni. El mismo Chejfec, que hoy reside en Nueva York, vivió durante años en
el país caribeño y escribió un libro sobre la tallista, sanadora y vidente.
Podría atenerse a una memoria sobre la visita, si no fuera porque las
conversaciones sobrenaturales que mantuvo con Baroni quedan titilando en el
narrador como un resto diurno: la presencia fantasmal de vecino invisibles y
una bolsita de estraza, que recuerda una máscara, causan un inesperado efecto
jamesiano.
Los personajes o las voces de Chejfec son
proclives al movimiento. Las últimas novelas del autor (Mis dos mundos, La
experiencia dramática) consisten de hecho en caminatas, memorables por su falta
de acontecimientos decisivos y por la trama de observaciones que enlazan. No es
ilícito vincularlas con los libros de W. G. Sebald (que también jugaba con la
denominación genérica y llamaba “novela” a sus artilugios narrativos) aunque
las precisiones del autor argentino tienden a enrarecer el mundo, a
extranjerizarlo, y no a reafirmarlo en la melancolía de una cultura en ruinas.
En Modo Linterna, hay bruscas
transiciones de ámbitos y paisajes entre relatos, aunque esto no implique el
menor pintoresquismo. La población estadounidense que supo de días épicos y hoy
está venida a menos (“Hacia la ciudad eléctrica”), la disección poética de la
nieve (“El seguidor de la nieve”) no contrastan necesariamente con el montañoso
entorno tropical de un encuentro de escritores (“Novelista documental”) o con
los barrios de Buenos Aires en los que se busca detectar, por medio de viejas
guías telefónicas, el domicilio de algunos autores argentinos en el lejano 1939
(“El testigo”).
En su vano intento de sacarse una foto
con una guacamayas, uno de los narradores le explica a un interlocutor: “La
novela, le digo, puede ser ficción, leyenda o realidad, pero siempre debe estar
documentada. Sin documento no hay novela, y yo preciso esta foto con las
guacamayas para poder escribir sobre ellas y yo; porque de lo contrario
cualquier cosa que se ponga carecerá de profundidad, no dejará estela”.
La densidad de la experiencia, el peso de
lo real, es una condición sine qua non
de la escritura de Chejfec, que acopia hechos nimios, anotaciones, reflexiones
y un velado coleccionismo de curiosidades (¿será cierto, como dice, que en la
pequeña Islandia, a falta de un gran mercado, los libros se publican sólo antes
de las Navidades?). El desinterés por el argumento en sentido clásico termina
por producir narración en estado puro y, a veces, en su sobriedad, escenas
perfectas. El encuentro, por ejemplo, entre el escritor catalán Enrique
Vila-Matas y el árbitro argentino Horacio Elizondo (aquel que expulsó en una
final del mundial a Zinedine Zidane) en el hotel donde se desarrolla el
congreso literario de “Novelista documental”. O la búsqueda, en “Una visita al
cementerio”, del lugar en París donde está enterrado Juan José Saer. A los
amigos que emprenden la cruzada les cuesta encontrar el nicho, pero, al fin,
gracias al “modo linterna” de un celular, rodeados de oscuridad, dan con él. La
perplejidad de encontrarse otra vez frente a un autor clave para la propia
concepción de la literatura se convierte en un homenaje sin estridencias, como
debe ser.
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