Daniel Gigena lee Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina y lo reseña para la revista ADN Cultura, del Diario La Nación.
La segunda novela de Ignacio Molina, narrada por una joven profesora de inglés, con las monedas contadas (la acción transcurre antes de la SUBE, así que los personajes viven juntando monedas para usar el transporte público), añade al realismo tibio y desencantado de su obra una mirada onírica, si no psicodélica, que irrumpe en el flujo monótono de los días.
Separada de su pareja, con quien compartía un departamento en Belgrano, Camila vive ahora en Parque Patricios y recuerda los días con su ex (¿felices?,¿mezquinos? La indeterminación infiltra las frases: “Yo al principio fingí negarme, pero como no encontré excusas ni motivos para seguir haciéndolo tuve que ceder”). Trabaja bastante pero el dinero apenas cubre el alquiler y las comidas y, en una de las típicas coreografías urbanas que Molina dibuja con acierto, se acerca a los demás, y se aleja de ellos, para cobrar un impulso que no termina de formarse.
Esa clase de impulso también define la figura de la novela. Vacilante, abandona los aspectos dramáticos: el difuso duelo por el padre desaparecido, la falta de una pareja estable (y de una vivienda fija). Establece, en cambio, juegos de parecidos y de enigmas sobre el tiempo y registra el erotismo infatigable de la joven, sus amores clandestinos, que, de una manera cómica, se duplican en otras parejas, como la de su vecina y un punk de los años 80. Una elipsis de varias semanas en el relato diario deja a los lectores en la orilla de una narración diferente, como si se estuviera ante la suspensión del efecto de una anestesia aplicada con obstinación para callar el ruido externo, pantalla del desasosiego íntimo.
Publicado en la revista ADN Cultura, del Diario La Nación, del 11 de octubre de 2013.
martes, octubre 15, 2013
Coreografías Urbanas
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