viernes, diciembre 12, 2014

Exilio, silencio, astucia

Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción) reúne artículos de Marcelo Cohen en torno al oficio de traductor, que el autor desempeñó durante 20 años en España. Dicha experiencia es la que reconstruye, entre otras cosas, este libro ineludible sobre el arte de traducir.
Por Germán Lerzo para Revista Invisibles

“Hay una raza de hombres a la que debo, presumiblemente, pertenecer,
que no baila más que con la música de lo incierto.”

J.J. Saer, En el extranjero




Rara vez los lectores tenemos la oportunidad de conocer la intimidad del oficio del traductor. Sospechamos que se trata de una vida atravesada por el lenguaje o, mejor dicho, por una atención minuciosa en torno al uso de las palabras, y una memoria vasta acerca de los diversos significados de un término. Esa experiencia suele ser lo que constituye, al mismo tiempo, el dominio de un oficio muy arduo y mal remunerado, al que una persona se puede dedicar, pongamos por caso, la mitad de su vida, como un médium que conecta a un autor extranjero con su lector más remoto, franqueando el abismo existente entre dos lenguas y dos mundos.

Música prosaica, (cuatro piezas sobre traducción) del escritor y traductor Marcelo Cohen, permite acercarnos a ese universo personal que combina elementos de la autobiografía (como el exilio en España, donde Cohen fue traductor) con argumentos sólidos en torno a la traducción, al ritmo de la prosa, a la liberación política mediante un uso particular del lenguaje y a la tensión interna del yo ante los intentos de despersonalizarse. Los cuatro ensayos que integran el libro conforman una unidad bien homogénea a pesar de que se trata de una recopilación de artículos que fueron publicados en diferentes revistas culturales. Como resultado de más de veinte años de oficio que no cesa, Marcelo Cohen tradujo más de sesenta libros y una variada lista de autores: Shakespeare, Henry James, F.S. Fitzgerald, T.S.Eliot, Stevenson, Pessoa, William Burroughs, James Ballard, Ray Bradbury, Martin Amis, Chris Kraus y A.R. Ammons, entre tantos otros. Incluso lo ha sobrado tiempo para desarrollar una obra personal tan prolífica como la de los autores mencionados.
En Música prosaica la reflexión en torno al lenguaje siempre se basa en una experiencia personal que la sostiene. El exilio, los veinte años que el autor pasó en España (1975 – 1996) como traductor profesional marcan gran parte de su experiencia y de las anécdotas que reconstruye. Dueño de un estilo y una prosa impecables, Cohen no deja de lado cierta dosis de humor y lucidez analítica para describir el malestar de un traductor argentino ante las presiones de los editores españoles, quienes miraban a los latinoamericanos con “afable socarronería” por el uso de un español impuro, de segunda mano. Cada tanto nos regala definiciones sobre esa tensión que le “provocaron una erupción de fundamentalismo rioplatense” contra el español peninsular: “Los españoles y yo decíamos cosas muy diferentes con casi las mismas palabras”; “Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna”.

Ritmo y sentido
El primer ensayo, "Música prosaica", publicado en el N° 4 de revista Otra Parte, empieza con una comparación entre los cambios físicos, el cosquilleo en los dedos, que se siente durante una jornada de traducción y la actitud del músico a la hora de tocar su instrumento para interpretar una melodía ajena. Sólo que traducir es hacer música con palabras, tratando de captar el ritmo sin perder de vista el sentido de lo que se traduce. “Media la jornada y el original dice: If you probe in the ashes, they say, you will never learn anything about the fire. Yo traduzco: Nada aprende sobre el fuego, dicen, el que hurga en las cenizas. La inversión de la frase salió de corrido, y la i acentuada de “cenizas” no desmerece la de “fire”. Así el traductor pretende que está ejecutando una partitura, incluso tocándola de memoria; pero mejor, porque en vez de desplegar la maestría dominante del ejecutante se deja poseer, no exactamente por el original, sino por el lenguaje primordial en cuyo pneuma todos los idiomas serían uno, como la música. Claro que si bien nada le quita lo bailado, todos los días descubre la falacia.”
Esta introducción es la que le permite analizar la función que adquiere el ritmo y la música tanto en la poesía como en la prosa. En poesía, dirá, el ritmo y la cadencia musical del verso tienen la misma importancia que el sentido y la razón para la prosa. La emoción que intenta provocar el lenguaje poético se opone a la transmisión de información del discurso narrativo: “La prosa sobrelleva adustamente la discordia entre sonido y sentido, y la fatalidad artísticamente oprobiosa de referir y transmitir información.” Así, el ruido en la narrativa es lo que no comunica significado ni está en función de provocar un efecto. Por eso, Cohen coincide con Ezra Pound para quien la percepción del intelecto se da en la palabra, y la de las emociones en la cadencia. El oficio del narrador, y por qué no del traductor, consiste en “encontrar en la música el pasaje entre sentimiento y razón”. Finalmente, recupera el concepto de perfomance, un conjunto de movimientos minúsculos –tempo, yuxtaposiciones, aliteraciones, variaciones de tonos– que, combinados, conforman una gran ejecución. A través de la composición es que la prosa puede encontrar su vía en la música. El primer párrafo de "El niño proletario", de Osvaldo Lamborghini, donde el ritmo y el sentido están perfectamente unidos, sería para el autor un ejemplo de eso.

La política de la lengua
En el segundo ensayo, que es el más autobiográfico y político de todos, "Nuevas batallas por la propiedad de la lengua" (publicado en el Nro. 37 de la revista Vasos comunicantes) expone ciertas perplejidades sobre el lenguaje mostrando el vínculo estrecho entre la condición del exiliado y los avatares a que se sometía su identidad y su idioma, durante el período que pasó como traductor en España, donde las políticas localistas del verbo le exigían cambios que tendían a españolizar sus versiones. “El español ambiental me alejaba de mi cultura, cuya lengua era una de las herramientas de su posible emancipación… Yo quería desintegrarme, sí, pero conservando la voz”.  Ese control de calidad a que se sometía para depurar el texto de una supuesta argentinidad, provoca una “guerra fría” entre Cohen y sus editores por la propiedad de la lengua, ya que “no sólo se trataba de dirimir a quién pertenecía esa lengua sino quién la usaba mejor”.  Para el autor, ellos confundían el presente perfecto con el pretérito indefinido, y no hacían distinción entre el pronombre de objeto directo e indirecto, “se creían llanos pero pensaban sin precisión”. En virtud de esto, Cohen desarrolla una práctica de resistencia que consiste en introducir sutilmente expresiones propias de “una argentinidad de incógnito” que pasaran desapercibidas para el ojo de los censores. Este ejercicio de astucia es lo que define un impulso de liberación política que, cuando el autor regresa a la Argentina, se invierte completamente. Si en España intentaba mantener su voz rioplatense, aquí no disimulará en su lenguaje diario la impronta española: “Yo decía vale en vez de bueno o está bien, calabacín en vez de zapallito. (…) En un extranjero los deslices son simpáticos, en un argentino son vanidad o alta traición.”
Por eso, en el siguiente ensayo expone los motivos que lo llevan a asumir esa actitud ambivalente, en la que se fusionaban por medio de una esquizofrenia lingüística, esos Dos o más fantasmas que anidaban en su personalidad, el fantasma del que habría sido sin dejar Buenos Aires y el que podría haber sido si se quedaba en España. Afrontar esa experiencia binaria se transforma en un plan político que “consistía en infeccionar la expresión argentina de impertinencias, tanto locales como tomadas del tronco central del español.” Desestabilizar desde adentro el argentino estándar y el español peninsular le permitía aceptar también que las transformaciones en la lengua son resultado de las bifurcaciones del individuo o de la suma de diferentes personalidades sometidas a los cambios que se experimentan a lo largo del tiempo. El poema de A. R. Ammons “Easter Morning” que cita al comienzo del artículo es el disparador de esta idea sobre las vidas perdidas de un individuo que alguna vez se enfrenta a la interrogación fantástica acerca de quién hubiera sido si hacía o no hacía tal cosa. Así la experiencia es un acto de pérdida y reconciliación que se cristaliza en el uso del lenguaje.
 
Cuestiones de estilo
Finalmente, el artículo “Persecución. Pormenores en la mañana de un traductor”, publicado en el Nro. 29 de revista Otra parte, da cuenta de una jornada de trabajo con la traducción de I love Dick, de Chris Kraus. Mientras corre el día, y trabaja en su casa, se indigna con la redacción de los diarios; traduce, progresa con las páginas de la novela, tiene momentos de duda, consulta el diccionario, busca referencias en internet, y se decide por alguna de las distintas variantes que encuentra a una misma expresión.  Se trata, lógicamente, de una jornada de trabajo en la que se debe aprovechar el tiempo al máximo para obtener un mayor beneficio económico: “Tengo que hacer no menos de ocho páginas si quiero que la jornada rinda. Hay que sudar tinta más horas si quiero comprarme tiempo para escribir” (subrayado en el original). Salvando las distancias, esta dimensión económica del trabajo nos recuerda las palabras de Arlt en el prólogo a Los lanzallamas, donde explica que sólo puede escribir en el tiempo que le sobra en la redacción del diario: “Escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. (…) El estilo requiere tiempo”. Con la diferencia que para Cohen “escribir es un lujo gratuito” comparado a traducir que es un lujo mal remunerado: “Trabajaría más cómodo para Argentina; usaría coger en vez de follar, si pudiera llegar a fin de mes con las infamantes tarifas locales.”
Al mismo tiempo, abre la reflexionar sobre un tema no menor dentro del círculo de traductores, y es aquél que gira en torno al descrédito de las traducciones españolas, cuyos detractores suelen basarse en una cuestión léxica (el uso de expresiones como coño, cerilla o gilipollas, por citar algunos ejemplos). Para Cohen las diferencias de expresiones locales en la variedad del español no son de léxico: “La concepción de un mundo local está inscrita en la entonación, la prosodia, en los usos de los tiempos verbales y los pronombres demostrativos, en el montaje de la frase. La diferencia es entre ¿Ha traído usted un mechero, Ailín?, con inflexión en «mechero», y Ailín, ¿usted trajo un encendedor?, con acento suspicaz en «trajo».” Según el autor, “algo mucho más político se pone en juego en estos detalles que en importar coño.” Por eso aclara más adelante que la ilusión del idioma neutro a la hora de traducir no sea una solución viable, sino “una mezcla de variedades léxicas y entonaciones” ya que cada traducción no establece un vínculo con una identidad cultural basada en localismos, lo establece “con la lengua politonal creada por la historia y el corpus de traducciones”. Esos cambios, desviaciones y lentas metamorfosis en el tejido del idioma son los que pueden asegurar la vigencia de una lengua, y no “la alianza entre la Real Academia Española y los grandes grupos editoriales” preocupados por dictar normas centralistas que imponen al resto de los países de habla hispana.  El resultado de una mezcla inesperada de expresiones y tonos es un camino posible para el hallazgo de ese lenguaje primordial en cuyo centro todos los idiomas serían uno, como en la música.

Revista Invisibles, 12/2014


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