Por Rafael Martín
La editorial Turner ha inaugurado nueva colección para,
dice, dar cabida a historias inverosímiles, voces nuevas o textos
experimentales: El cuarto de las maravillas. Lo ha hecho con ‘La comemadre’ del
argentino Roque Larraquy, un texto con tal aire de rareza, portento y
excentricidad que no cabe sino considerarlo como objeto indispensable para ese
catálogo alternativo. Y como en esas carpas donde se exhibían monstruos
vivientes y deformaciones antinaturales, Larraquy hace de maestro de ceremonias
de una función cargada de crueldad pero que el humor y la ironía convierten en
simplemente delirante.
Separadas por un siglo de distancia, las dos partes de la
novela inciden en los excesos a los que puede conducir la búsqueda
descontrolada de notoriedad o espectáculo, tanto en el campo de la ciencia como
en el del arte: las dos formas más humanas de expresión. La primera parte se
desarrolla a comienzos del siglo XX en un sanatorio de la provincia de Buenos
Aires. Allí, un grupo heterogéneo de científicos se dispone a investigar qué
ocurre en esos nueve segundos durante los cuales, dicen, una cabeza separada de
su tronco aún sigue con vida. Quieren, así, tener noticias de primera mano del
más allá. Los voluntarios para el experimento los encuentran entre enfermos terminales
de cáncer a los que han atraído con falsas promesas de una curación que, los
mismos médicos, acabarán por descartar.
El carácter ingenuo y siniestro de clásicos de la ficción
científica como ‘La cabeza del profesor Dowell’ de Aleksandr Beliaiev, deviene
aquí en lúdico y mordaz por obra de un estilo sincopado, con cambios de ritmo
que conducen a la sorpresa de un requiebro o al abrupto final de una frase.
Pero además, Larraquy se asegura el efecto festivo del texto con las peripecias
de unos personajes más interesados en llamar la atención de la enfermera jefe
que en trascender los límites del conocimiento.
En la segunda parte, el narrador es un reconocido artista
multimedia que conforme corrige el borrador de una tesis sobre su figura, nos
va dando a conocer su biografía. Se nos informa, así, de una precoz habilidad
para el dibujo y de un sobrepeso desmesurado que, además de presentar al
protagonista como doblemente prodigioso, lo arroja a una adolescencia
marginada. Su producción artística iniciada con la exhibición de un niño de dos
cabezas, continuará su morboso desarrollo incluyendo extremidades humanas en la
elaboración de instalaciones efímeras cada vez más exigentes, cuya compleja
inutilidad recuerda a la de los extraños artefactos descritos por Raymond
Roussel.
Poco a poco iremos encontrando conexiones tanto entre los
protagonistas de las dos partes del texto como entre las obsesiones que los
mueven, como esa tendencia al uso fraccionado del cuerpo humano, ya sea
mediante vivisección o amputación, o el repetido legado de unas ranas metálicas
en cuya consideración de juguete para ciegos creyó ver el joven receptor una
insinuación sobre su futuro. Pero el más inquietante de los vínculos es la
presencia reiterada de la comemadre, una planta que produce larvas
microscópicas capaces de devorarlo todo casi sin dejar rastro, y que viene a
solucionar el problema de la acumulación de cuerpos en el sanatorio y a
facilitar la desaparición de víctimas de la mafia.
Como ven, un argumento enloquecido pero lleno de sugerencias
y quiebros, tan desquiciado como alguno de Boris Vian o Flann O’Brien, y al que
el lenguaje con toque porteño de
Larraquy convierte en un texto singular y sorprendente.
El placer de la lectura, 12/2014
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