Ariel Pavón lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe para la revista Otra parte:
Acá todavía, la última novela de Romina Paula, es el contundente manifiesto de una generación que hace de la vacilación su bandera y su coraza. Está dividida en dos partes, dos trances que Andrea, la narradora, debe atravesar; dos caras de una búsqueda personal cuyo corolario es la incertidumbre. La enfermedad del padre (“Todavía”), internado en una clínica que se vuelve el centro del mundo, y un inesperado embarazo (“Acá”), contracara luminosa de la agonía, son los disparadores de dos instancias complementarias, que se despliegan, a la vez, en geografías precisas: la Recoleta, donde la narradora vive y circula como una extraña; y los suburbios de Montevideo, convertidos en un regreso “a las simples cosas”. Mientras asiste a la agonía del padre, Andrea se entrega vacilantemente al deseo de Rosa e Iván, dos empleados de la clínica. Más tarde, tras la noticia del embarazo, inicia un viaje que es duelo y a la vez rescate indeciso del padre.
En virtud de esos desplazamientos, el título no funciona como un indicador espacial, sino como coordenada interior, familiar, ideológica. En la novela abundan las preguntas propias de una subjetividad inquieta, incluso obsesiva; pero las respuestas no asoman, porque en Andrea hay inquietud, pero no movimiento. A su alrededor todo cambia, pero Andrea, enrolada en la duda, apenas puede abandonar la inmovilidad. Hasta la decisión de seguir adelante con el embarazo aparece como una aceptación aquiescente, un “acá” tan vacilante como el “todavía” inicial. El idioma de la novela, que acepta formas del español neutro, coloquialismos y entonaciones costumbristas, rechaza obstinadamente lo asertivo, lo cuestiona y lo diluye en preguntas. Porque no responder es conservar, como tesoro personal, un lugar al que Andrea apuesta: el lugar de quien está sólo levemente contrariado, que convierte la incomodidad en zona de confort, un ámbito libre del peso de las decisiones. Acá todavía es la bella tragicomedia de los que eligen titubear.
lunes, abril 17, 2017
La bella tragicomedia de los que eligen titubear
“El avance tecnológico es más rápido que el crecimiento moral”
Martín De Ambrosio lee Circuito de memoria, de Raúl Castro, y entrevista al autor para Planeta azul:
Raúl Castro (Buenos Aires, 1936) es uno de esos inventores casi secretos que tiene Argentina. Desde los nueve años, y después de encontrarse con un libro sobre la física de la electricidad de 1860, se dedicó a hacer inventos, perfeccionarlos y, lo más notable, vivir de eso en un lugar del sur de Sudamérica, cuando “eso” era tecnología de punta mundial.
Sus memorias de inventor –focalizadas en aquellos años en que las radios a galena eran toda una novedad- fueron editadas recientemente por Entropía bajo el título Circuito de memoria. “El libro es un homenaje a todos los que teníamos en esos momentos fe y fervor en el futuro, que estaba más claro. Cuando nos parecía que la ciencia iba a ser algo, el hilo conductor. La verdad es que nos fuimos encontrando con bastantes atolladeros a lo largo de todo el siglo XX”, dice Castro, sentado en un sillón de su casa de Villa del Parque, con algo de desilusión por el curso de la humanidad.
-¿Qué lo impulsó a dedicarse a inventar desde tan chico?
Mi timidez me impulsó, mi poca aptitud para comunicarme. Y también que nunca me gustó seguir el camino fácil. Por ejemplo, en el secundario, cuando tenía física y mecánica en los exámenes usaba fórmulas alternativas. No hacía el desarrollo esperado, sino de otra manera, y después tenía que explicarles a los profesores por qué lo había hecho.
-Se acuerda de cosas que pasaron hace mucho en una Buenos Aires que ya no existe, con tranvías y antes del reinado de la imagen.
Lo notable es que antes de escribirlas yo no creía que podía retener esas memorias. Pero me di cuenta de que el olvido contiene a la memoria. Tomando el desarrollo tecnológico como guía me fui a otros lugares que tenía como una foto, según fui viendo. Fue casi una arqueología de la tecnología, hasta lo que hay ahora.
-Otra de las cosas que sorprende es la construcción de televisores de manera artesanal, con sus propias manos. Hacer algo así hoy sería imposible por los niveles de complejidad requeridos.
Construí cientos de televisores, algunos eran bastante difíciles de hacer por los componentes que tenían. Fue una pasión como cualquier otra. Pero me incidió en el lenguaje: yo no pensaba con palabras sino con componentes. A través de mecanismos lo que hacía era traducir de otro idioma. Por eso cuando apareció el transistor fue como un cambio de idioma, como irse a vivir a otro país. Eso me pegó un sacudón hasta que engrané de nuevo.
-Todo ese mundo de individuos solitarios con aptitudes tecnológicas que se cuenta en el libro en cierto sentido murió.
Sí. Yo acompañaba los procesos, pero como hay fenómenos de realimentación positiva, va demasiado rápido la ciencia, tan rápido que no se puede alcanzar. El avance es peligroso porque es más rápido que el crecimiento moral de las sociedades, del sentido de la vida. Es como que el proceso superó a nuestras capacidades. Ahora es imposible además hacerlo de manera individual, todo es en equipo y está fragmentado, no se alcanza a conocer todo. A veces, quien lo hace no tiene remota idea de qué hace.
-Arthur Clarke decía que se llega a un momento en que la tecnología es indistinguible de la magia.
Tal cual. Eso lo planteo al final: los científicos están en una nebulosa, en parte son como los poetas. Cualquier teoría que pueda pensarse no se aparta de un conjunto significativo y las hipótesis se les ocurren de muchas maneras. La tecnología es una cosa, son trabajos en equipos, pero los teóricos, como los que postulan la teoría de cuerdas pueden y deben volar con la imaginación. Pero debo decir que no me gusta la ciencia ficción. Al contrario, me genera rechazo. Soy un mal lector porque leo y me embalo. La palabra me reverbera en la cabeza y me sugiere cosas que hace que yo pueda plantearme la posibilidad de actuar. Entonces, dejo de leer y me pongo a hacer.
Lo nuevo de la escritora que nunca nos desilusiona
Tamara Talesnik lee Acá todavía, de Romina Paula, y escribe para Revista Chocha:
El enero pasado Romina Paula dio una nota en la que dijo que su última novela, publicada a mediados del año pasado, es como un diario de ficción. Al igual que ¿Vos me querés a mí? (2009, Entropía) y Agosto (2012, Entropía) leerla se siente como formar parte del universo privado y cotidiano de otra persona. Las frases largas y “desprolijas” y los paréntesis con aclaraciones neuróticas se sienten como escuchar a una amiga contar algo que le pasó. En Acá todavía este algo está dividido en dos etapas: en “Todavía”, Andrea cuida a su padre internado, mientras coquetea con una enfermera y vuelve constantemente a anécdotas que la configuraron emocionalmente; en “Acá”, Andrea vive lo que pasa después de acompañar a su padre en el hospital.
A diferencia de las dos publicaciones anteriores, no hay diálogos constantes ni la narradora le habla a un muerto, pero persiste la sensación de familiaridad que aliviana y a la vez da peso al relato y a su temporalidad: lo que está pasando acá es la vida de Andrea, ni más ni menos.
Las cosas que sabemos con seguridad de Andrea son las que ella también sabe con seguridad: que tiene un padre enfermo, dos hermanos, una mamá a la que no ve mucho, una mejor amiga, una ex novia. Las cosas que no sabemos muy bien de Andrea son las que ella tampoco sabe muy bien: de qué trabaja, si quiere ser directora de fotografía o qué, si va a estudiarlo, si le gusta la enfermera, si le gusta el ex novio de la enfermera.
“Todavía” está compuesto por todas esas cosas que la protagonista ve claramente, sus afectos y su pasado; mientras que “Acá” es lo que está pasando ahora y el brillo de las posibilidades y cosas que están por suceder. Acá todavía tiene mucho de novela de aprendizaje. Hay una protagonista joven que vive un hecho que claramente modifica la vida como la conoce y que luego se dirige a vivir el resto de su vida marcada por eso. Pero, en realidad, Andrea no aprende nada, sino que se entrega a que las cosas están fuera de sus manos y a que sus decisiones no son tan importantes.
Esta no es una historia de finales cerrados, menos aún de moralejas ni descubrimientos definitorios. Lo que más ilustra el espíritu general de Acá todavía, y tal vez de casi todo lo que escribió Romina Paula hasta ahora, es la reflexión de la narradora sobre su orientación sexual: “yo no puedo evitar identificarme con los que no pueden saber. La perfección no es posible más que en el instante”.
lunes, abril 03, 2017
Átate, demoníaco Caín o me delata
Valeria Sager escribe para Bazar Americano sobre El Sr. Ug..., de Humberto Bas:
La primera página de la novela está marcada recurrentemente por un signo inventado que produce de algún modo una clase de connotación abierta y vasta. Se trata de una especie de potencia de numeración vacía, de indicación numérica ordinal, o de grados, situada sobre los dos puntos. Esto es así “:º”. Y repetido, es : º, :º,:º, etc. Una potencia cero de la enumeración, la explicación, la paráfrasis. Cero, porque no termina de ocurrir, se interrumpe, se deriva y muchas veces roza lo que parece infinito. Numerar esa posibilidad de las palabras con una potencia que no fuera cero, sería fijarla y detenerla. De ese detenimiento es de lo que El Sr. Ug… parece huir. En esa primera página, hay una vaquita y una anciana que sostiene lo que el narrador identifica como un bastón hasta que la anciana le aclara que se trata de un cayado y que no le sirve para caminar sino para denotar. Como apertura de lo que va a contarse, la frase es curiosa porque la novela, que es una especie de continuo de los pensamientos de un insomne, trabaja con el silencio, el corte y la interrupción de una manera extraña, de un modo que podría figurarse exactamente como un cayado que punza el piso al caminar o punza la hoja al dejar un trazo hecho de pequeños vacíos, pequeñas incisiones de blanco o de blancura. Un cayado que va inscribiendo lo que se calla. Y a la vez, lo que allí se ve es el momento en el que la connotación que está en el centro de la prosa de Humberto Bas, allí donde cada cosa y cada palabra parecen dispuestas a una remisión infinita, va convirtiéndose en denotación a medida que se construye. Porque todo lo que se dice, lo que se imagina y se encadena, una vez escrito adquiere un tipo de perfección que parece tan determinante, tan exacta que tiene como efecto la anulación del despliegue del paradigma.
Curiosa, curiosísima forma. El Sr. Ug… es una novela de la deriva, la enumeración, el ensanchamiento extenso de las relaciones paradigmáticas, de la asociación y el juego de palabras pero cuando el cuadro termina de componerse parece que todo lo que queda es único e irremplazable. Como los juegos de Alina Reyes en “Lejana” de Cortázar, los anagramas y palíndromos que entretenían a la protagonista de ese relato permitiéndole conciliar el sueño pero también acercarse a la otra, a la lejana, a la mendiga en Budapest; los del narrador de la novela de Bas, lo llevan a imaginar varias vidas de un vecino, el Sr. Urdanpilleta. Y es a fuerza de inventar esas vidas, que Urdanpilleta se convierte en alguien que de algún modo lo reemplaza. Va llenando el tiempo del insomnio mientras ocupa el lugar del que no duerme y éste se convierte en el otro:
“Única redención, enajenarse. No mirar hacia delante, sino a las cosas. Olvidar el reloj, olvidar la hora, olvidar las razones, los motivos, evitar acariciar el edema que perturba y volcarse a lo inmediato con estratagemas simples”. Estratagemas, no tan simples, complejísimos para el lenguaje igual que los de Alina Reyes:
Qué felices son, yo apago las luces y las manos, me desnudo a gritos de lo diurno y moviente, quiero dormir y soy una horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex arrastra toda la noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep… Tengo que repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a y e, con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala, ola), con tres consonantes y una vocal (tras, gris) y otra vez versos, la luna bajó a la fragua con su polisón de nardos, el niño la mira mira, el niño la está mirando. Con tres y tres alternadas, cábala, laguna, animal; Ulises, ráfaga, reposo.
Estratagemas desplegados que no parecen tener fin en la imaginación del insomne y entonces asocia todo, hacia adelante, sin parar. Así, por ejemplo piensa los instantes de un viaje en colectivo del Sr. Urdanpilleta cuando, desde la cama, desde la imposibilidad del sueño, se ubica en el punto de vista del otro y escribe: “Soy su mirada”, entonces:
Aparecen híperes y shoppingues de todas las comuniones: Jumbo, walmart…Jumbo, Walmart y Coto, Jumbo, Walmart, Coto y Easy. E. Easy. ¿E o y Easy? Jumbo, Walmart, Coto, Easy y Unicenter. Unicenter y Ykua-Bolaños (cof…cof). ¿Y o u? Ykua Bolaños (396), King Fong, Mina India, Santo Domingo. La Paloma. Mona Lisa, La Riojana, Casa Martel, LaiLai Center, Vandôme, International, Whu, Hijazi, Shopping Barcelona, Del Este, Duty Free, West Garden, La Anónima (ahhh, alarido de la peonada fusilada en la Patagonia trágica), Carrefour, Dot, Abasto, Alto Palermo, Pacífico, Alcorta, Bullrich, Montevideo Center, Las Palmas, Macy´s, Bloomingsdale´s, Corte Inglés.
Y sigue así, a lo largo de unas páginas más. Lo que ocurre es que el narrador no tiene otra interioridad ni otras circunstancias que las que se exhiben al inventar y creer las actividades e ilusiones de otros: su vecino, los personajes de los libros que lee, un bollito de papel arrojado al mar o el Che Guevara ante la Asamblea de las Naciones Unidas.
En la contratapa dice: “El Sr. Ug… es una novela cuya duración es un único minuto de una misma noche”, pero aquí también hay una trampa de despliegue y fijación, o como en el par sintagma / paradigma, de selección y asociación. Ese minuto, el del presente de la narración en la que siempre son la 03:49 escande, al titilar en el reloj, el avance del relato insomne con fragmentos de lo que lee, piensa o imagina el narrador mientras no puede dormir. Esas historias, sin embargo, se desarrollan, se arman, se completan anulando la categoría de tiempo mientras, paradójicamente, avanzan. Porque los cuentos que se ramifican y se extienden se construyen durante la fijación del 03:49. “La manecilla que va, va y vuelve y se clava; 03:49, 03:49” pero en esos segundos, se cuentan vidas casi enteras y no es solo el relato el que pese a la imposibilidad de la afirmación, se extiende en un tiempo que no existe o se deshace. No es solo el relato, la voz del narrador que se prolonga y cuenta sino las vidas de los que son contados. Allí también, las variantes paradigmáticas parecen darse todas juntas sin anularse una a otra, sin selección alguna.
Novela que parece buscar intensamente el despliegue de un puro significante y sin embargo, cuenta historias, casi como si fuera a su pesar: “[…] los grafos son significantes y las anécdotas, los significados”:
[…] [E]n la fusión de ambos se confabulan las armonías y desavenencias de los acontecimientos narrados. Si supiera esto [el Sr. Urdanpilleta] acomodaría sus pensamientos para pensar lo mismo; que las pobres letras, o los pobres significantes, están a la espera de que unos ojos se les posen encima. ¿No se cansan los significantes?, se preguntará. ¿No se cansan de esperar y esperar para significar?
¡¿Vocación e servidumbre, la de los pobres grafos?!
¿Él no será uno de esos? ¿Un pobre tipo in-significante?
Es que la vida del Sr. Urdanpilleta, el vecino del narrador, es una multiplicidad de vidas. Todas imaginadas, todas, igual de probables, igual de verosímiles, casi igual de mediocres o grises. Todas configuradas como escenas de una vida cualquiera absolutamente olvidable y, sin embargo, materia del hilar difuso del insomnio y el aburrimiento de quien las piensa, las cree y las convierte en ciertas; tan propensas a la asociación y a la deriva como puede serlo un hombre vacío que no es más que una figura capaz de ser llenada de cualquier modo, capaz de significar lo que quiera quien lo observa, quien lo adivina, lo inventa. Una multiplicidad de vidas tan ciertas como puede ser algo hecho de palabras. Así, El Sr. Ug… podría definirse como la novela de la multiplicidad de las evidencias que se despliegan como si conformaran un mundo que se exhibe como si fuera a la vez todos los posibles y el único verdaderamente cierto.