Martín De Ambrosio lee Circuito de memoria, de Raúl Castro, y entrevista al autor para Planeta azul:
Raúl Castro (Buenos Aires, 1936) es uno de esos inventores casi secretos que tiene Argentina. Desde los nueve años, y después de encontrarse con un libro sobre la física de la electricidad de 1860, se dedicó a hacer inventos, perfeccionarlos y, lo más notable, vivir de eso en un lugar del sur de Sudamérica, cuando “eso” era tecnología de punta mundial.
Sus memorias de inventor –focalizadas en aquellos años en que las radios a galena eran toda una novedad- fueron editadas recientemente por Entropía bajo el título Circuito de memoria. “El libro es un homenaje a todos los que teníamos en esos momentos fe y fervor en el futuro, que estaba más claro. Cuando nos parecía que la ciencia iba a ser algo, el hilo conductor. La verdad es que nos fuimos encontrando con bastantes atolladeros a lo largo de todo el siglo XX”, dice Castro, sentado en un sillón de su casa de Villa del Parque, con algo de desilusión por el curso de la humanidad.
-¿Qué lo impulsó a dedicarse a inventar desde tan chico?
Mi timidez me impulsó, mi poca aptitud para comunicarme. Y también que nunca me gustó seguir el camino fácil. Por ejemplo, en el secundario, cuando tenía física y mecánica en los exámenes usaba fórmulas alternativas. No hacía el desarrollo esperado, sino de otra manera, y después tenía que explicarles a los profesores por qué lo había hecho.
-Se acuerda de cosas que pasaron hace mucho en una Buenos Aires que ya no existe, con tranvías y antes del reinado de la imagen.
Lo notable es que antes de escribirlas yo no creía que podía retener esas memorias. Pero me di cuenta de que el olvido contiene a la memoria. Tomando el desarrollo tecnológico como guía me fui a otros lugares que tenía como una foto, según fui viendo. Fue casi una arqueología de la tecnología, hasta lo que hay ahora.
-Otra de las cosas que sorprende es la construcción de televisores de manera artesanal, con sus propias manos. Hacer algo así hoy sería imposible por los niveles de complejidad requeridos.
Construí cientos de televisores, algunos eran bastante difíciles de hacer por los componentes que tenían. Fue una pasión como cualquier otra. Pero me incidió en el lenguaje: yo no pensaba con palabras sino con componentes. A través de mecanismos lo que hacía era traducir de otro idioma. Por eso cuando apareció el transistor fue como un cambio de idioma, como irse a vivir a otro país. Eso me pegó un sacudón hasta que engrané de nuevo.
-Todo ese mundo de individuos solitarios con aptitudes tecnológicas que se cuenta en el libro en cierto sentido murió.
Sí. Yo acompañaba los procesos, pero como hay fenómenos de realimentación positiva, va demasiado rápido la ciencia, tan rápido que no se puede alcanzar. El avance es peligroso porque es más rápido que el crecimiento moral de las sociedades, del sentido de la vida. Es como que el proceso superó a nuestras capacidades. Ahora es imposible además hacerlo de manera individual, todo es en equipo y está fragmentado, no se alcanza a conocer todo. A veces, quien lo hace no tiene remota idea de qué hace.
-Arthur Clarke decía que se llega a un momento en que la tecnología es indistinguible de la magia.
Tal cual. Eso lo planteo al final: los científicos están en una nebulosa, en parte son como los poetas. Cualquier teoría que pueda pensarse no se aparta de un conjunto significativo y las hipótesis se les ocurren de muchas maneras. La tecnología es una cosa, son trabajos en equipos, pero los teóricos, como los que postulan la teoría de cuerdas pueden y deben volar con la imaginación. Pero debo decir que no me gusta la ciencia ficción. Al contrario, me genera rechazo. Soy un mal lector porque leo y me embalo. La palabra me reverbera en la cabeza y me sugiere cosas que hace que yo pueda plantearme la posibilidad de actuar. Entonces, dejo de leer y me pongo a hacer.
lunes, abril 17, 2017
“El avance tecnológico es más rápido que el crecimiento moral”
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