lunes, septiembre 18, 2017

Visiones y epifanías a la intemperie

Ezequiel Alemian lee Un año sin primavera Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas de Marcelo Cohen, y escribe su reseña para la revista Ñ:

"Crónicas que ensayan y Ensayos que narran” se titulan las dos secciones que incluyen la mayoría de los artículos de Marcelo Cohen recopilados en Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas, sustancioso volumen de más 300 páginas que llega a las librerías prácticamente al mismo tiempo que Un año sin primavera, libro donde crónica que ensaya y ensayo que narra son más una sola otra cosa que nunca.

Un año sin primavera habla sobre el tiempo que hace y la poesía. Se inicia en agosto de 2014, en otoño, con la llegada por correo de un libro del poeta Chris Andrews, en momentos en que el narrador y su mujer están por viajar a Nueva York, donde ella dará clases durante unos meses, y concluye en julio de 2015, otra vez en Buenos Aires, con dos grados de sensación térmica.

Cuando en “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua”, un texto sobre la traducción incluido en Notas..., Cohen propugna, en contra del estado, la región, el clan, la ciudad, el barrio, la familia, el yo, una “expresión polimorfa”, dice: “formas que abran la conciencia a los vaivenes del viento”.

Un año sin primavera es sobre el clima, lo meteorológico, el weather porn, el blablá negacionista, la alteración artificial, las armas climáticas, las prácticas religiosas. “El tiempo que hace arrebata la vida breve para los ciclos de muerte y renacimiento; y la sume en el accidente”, escribe Cohen. Se refiere a Baudelaire forjador del modelo contemporáneo del “peregrinaje interminable por el trajín de la jornada diurna hasta la meditación solitaria de la noche, lavadora del fastidio con la corrupción ajena y del remordimiento por la propia”, y cita al Wallace Stevens de Los poemas de nuestro clima: “un poema es un meteoro”.

“Ando detrás de formas equivalentes a las formas momentáneas en que cuaja el desorden de la atmósfera”, dice Cohen. Un poco a la manera de una serendipia, el libro incorpora con una facilidad asombrosa impresiones, reflexiones, citas y subrayados. Es lo que está ahí, sucediendo: son citas de lo que se lee, fragmentos de traducciones, resultados de búsquedas en librerías, por Internet, lo que se impone a través de los medios, recuerdos, apuntes. Todo es pertinente, o lo parece. La figura autobiográfica del narrador se atomiza en un self de agregaciones. El sujeto mismo se convierte en atmósfera.

Anne Finch, Daniel Durand, Lisa Robertson, Alessandra Liverani, Anne Carson, Charles Wright, John Burnside, Arturo Carrera, Charles Bernstein, Louise Glück, Susan Stewart, Mirta Rosenberg, Antonio José Ponte, Charly Gradin, Geoffrey Hill, Tom Maver, Damián Ríos, Horacio Zabaljáuregui, Ted Hughes son algunos de los poetas traducidos, citados, interrogados.

“La poesía de hoy no tiende a la intemporalidad de la forma, no entroniza el poema. (...) Ausentes los pronombres, se pierde en una conciencia de sí que solo es posible por contraste. Emisor, destinatario y objeto se disgregan en una desmesura de componentes”, escribe.

¿El clima como modelo de cambios impredecibles? Cohen recuerda un libro de John Ashbery basado en obras del artista Henry Darger, que solo hablaba de meteorología y durante años llenó su diario personal con entradas sobre el clima en Chicago. “Va recogiendo retazos que le vienen al encuentro a medida que el pensamiento se desliza por el lenguaje, y los dispone en un fluido patrón de rescate”, dice sobre Ashbery. La explicación aborrece el clima, dice Cohen.

Sobre el final, de regreso en Buenos Aires, el narrador lee y traduce a Andrews: “Cuando no está pasando nada, pasa el tiempo que hace / Puede pasar cualquier cosa, que igual un tiempo hace”.

Empujar la libertad de las palabras hacia lo imprevisible con la excusa de no someterlas al valor de cambio, dice Cohen. La pregunta por el deseo de abrir las formas a “los esplendores y amenazas del desorden” recorre los dos libros. En “Caos y argumento”, incluido en Notas..., Cohen señala la necesidad de “argumentos capaces de fundir el incidente súbito, el episodio ajeno, el detalle de lo real en dispersión y la fractura del momento como impulso de una nueva dirección que no estaba prevista cuando se empezaba a contar”.

En quiénes está pensando cuando habla de historias que produzcan más futuro que indignación, contra mitos y héroes opacos, no performativos, puede deducirse de los escritores de los que se ocupa en los artículos que siguen en el libro: William Burroughs, Martín Rejtman, Antonio Di Benedetto, Agota Kristoff, Lorenzo García Vega, Alexander Kluge, Jonathan Lethem, David Markson, Raúl Zurita, Alasdair Gray.

Algunos artículos son más generales, sin llegar nunca a la generalidad de una teoría. Otros confluyen en el análisis de autores o libros particulares. Cohen construye con una rara maestría el objeto de que habla. Su descripción del trabajo de Di Benedetto, de Kristoff, de García Vega provoca entusiasmo. Hay textos bellísimos sobre jazz (Fernando Tarrés, Uri Caine), y crónicas de la Barcelona de los 80. El trabajo material de cada día, los usos de la tecnología, el desgaste de los cuerpos, son interrogados una y otra vez. Sobre el final, unas caminatas por Once, por Retiro, y un extravío a la búsqueda de los libros que leen los pasajeros en los transportes públicos, amplían las formas de ese “escritor transformable, rebelde de la posmodernidad”, dibujando una apertura hacia otro tipo de solicitaciones que las climáticas.

En “Prosa del Estado y estados de la prosa” Cohen se vuelca sobre la narrativa argentina contemporánea. Prosa del Estado, define, es la que cuenta las versiones prevalecientes de un país, incluso los sueños, las memorias y las fantasías, y hoy patrocina una literatura y una poesía. “Para que renazca la literatura hay que reventar la prosa del Estado, pero destruir es una tarea triste”, señala.

Distingue entonces dos alternativas: por un lado la infraliteratura, o “mala literatura”, que gana adherentes, opuesta a las Bellas letras o al mercado, mal escrita, antiartística, que recurre a los estereotipos para fluir, y por el otro la hiperliteratura. “Como escribir simplemente bien les parece envenenarse, los narradores hiperliterarios exacerban la escritura mediante tropos, relativas y cláusulas prolongadas, siembran asonancia y digresiones y arrastran todo lo que la frase vaya alumbrando, sin perder nunca las concordancias ni resignar la entereza de la sintaxis, hasta volverla sobrenatural a fuerza de escritura”. Entre los primeros: Alejandro López, Fabián Casas, Washington Cucurto. Entre los segundos, Juan José Saer, Alan Pauls, Sergio Chejfec.

El fantasma que se cierne sobre estas versiones es el del fin de la literatura. “Espera una intemperie inmune a los virus de la prosa de Estado, incomprensible a sus categorías, donde elaborar un arte de la palabra del cual solo se sabe que quizá deba tener otro nombre”.

O quizás el fantasma que acecha sea el fantasma del comienzo. Dice Cohen en su artículo sobre García Vega que “tal vez la literatura empieza cuando se reconoce cuán difícil es escribir suprimiendo las intenciones, la huella de las tradiciones, todo lo que carga las frases de contenidos personales, de expresión y de la ilusión de elegir”.

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