Damián Tabarovsky lee Un año sin primavera, de Marcelo Cohen, y escribe sus impresiones para el suplemento de Cultura del diario Perfil:
¡El que esté libre de pecado que deje el celular desbloqueado! Perdón, quise escribir en rima pero no me sale. Lo mío es hacer estos chistecitos sin gracia, la poesía no me ha sido dada. Una pena, porque me considero lector de poesía, y de ensayos sobre poesía. Por eso, rápidamente leí Un año sin primavera. Apuntes sobre la poesía y el tiempo que hace, de Marcelo Cohen, publicado hace algunas semanas por la editorial Entropía, en la colección Apostillas, colección que es una de mis favoritas –sino mi favorita– entre lo que se edita hoy en día (un comentario al pasar: me hubiera gustado que el subtítulo constara en la tapa del libro, solo eso para objetar sobre un libro hermoso). En la página 49, leemos: “Después de ocupar por milenios un lugar literario de preferencia, el tiempo que hace se volvía un lastre para el arte de la ficción, y en la vida un tema de conversación banal. Durante casi todo el siglo, vanguardias, altos modernistas y experimentalistas, le restaron importancia, si no lo evitaron, como cláusula implícita de una poética”. De las cuatro palabras antes dichas (vanguardias, altos, modernistas, experimentalistas) la única que se abate sobre mí es alto, sin embargo, a mí también pocas cosas me resultan más irrelevantes que charlar sobre el tiempo, el clima, la temperatura y la humedad. Pero Cohen se las ingenia para vencer ese obstáculo, y escribir un ensayo sutil, que va del diario de apuntes al análisis de poemas sobre el tema, pasando por laterales –pero evidentes- tomas de posición política, y reflexiones sobre la traducción, la escritura y sobre todo la lectura. Sigo pensando a ¡Realmente fantástico! y otros ensayos, como de lo mejor de la obra de Cohen, en el que lleva adelante un agudo trabajo de prosa teórica, que tomó luego un giro hacia algo que bien podríamos llamar “menor” (en el mejor sentido del término, en el sentido de lo pequeño es hermoso, o en una lectura libre del uso que le da Deleuze), en esa especie de ensayos al paso que son, primero, Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), y ahora en Un año sin primavera.
Hace muchos, muchos años que vengo leyendo a Ashbery, pero conocí a Charles Bernstein precisamente gracias Cohen, en una lectura que Bernstein hizo en Buenos Aires, también hace años. Me volví también lector de Bernstein, y con ese historial, disfruté sobremanera de los pasajes que Cohen le dedica a ambos. La idea de que Bernstein “en modo escrache” propone una “inflexibilidad” ante el hecho de que “ya no se puede alumbrar, cantar, evocar, confesar o combatir nada en particular sin antes (o la vez) haber puesto en escena las celadas y los pretextos del lenguaje” me parece una de las descripciones más ajustadas que se hayan hecho sobre la poética de Bernstein. Inmediatamente, con la misma justeza, define a los poemas de Ashbery como “antídotos contra los hábitos de la conversación”.
Es interesante que Cohen establezca esas advertencias hacia el final del libro y no al comienzo. Si hubiera sido así, el libro caería en un tono prescriptivo, del tipo “vamos a hablar de lo que ya no se puede hablar”. No es el caso. Todo ocurre como si Cohen –que hace de la autoconciencia de la escritura su principal virtud, y a veces también su límite– se instalara en ese delgado desfiladero, en ese intersticio, para desde allí hacer obra.
lunes, septiembre 18, 2017
Hacer obra
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