por Fernanda Nicolini, para la revista Llegás
Se sabe: la muerte y el sexo son los dos grandes núcleos que estructuran la psiquis humana, los que moldean o alteran conductas, los que paralizan o arrojan a la acción. Y por eso suelen convertirse en obsesiones temáticas. Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969, con tres libros de poemas publicados y uno de relatos para chicos) escribe doce cuentos atravesados por la muerte y es conciente del riesgo que conlleva lanzarse hacia Un Gran Tema. No es casual que uno de sus personajes diga : “Morand hizo un comentario (…) que derivó en un lamentable debate sobre el misterio de la muerte y el más allá, un diálogo plagado de lugares comunes con ribetes trascendentales y metafísicos”. Porque precisamente en estos relatos la muerte no se presenta como idea trascendental ni como materia elegíaca, sino que aparece –y se la nombra- como un elemento concreto que empuja a través de cosas, sujetos, recuerdos, supersticiones y sucesos insólitos, cada una de las historias que salen a la superficie.
Y a pesar de que proliferan los cementerios, las enfermedades, los sepultureros y las lápidas, en cada relato se construye un universo propio, diferente. Desde la procesión de un apestado durante los años de la fiebre amarilla, inhumadores que nunca se acostumbran al momento de la cremación, un grupo de rateros que debe robar un cadáver por encargo, un sacerdote que se va derrumbando con cada misa de entierro, un apostador que se aprovecha de la superstición ajena para recuperar su plata y un elefante que se siente convocado por un muerto obeso, hasta adolescentes que ensayan Antígona y un taxista fabulador con pretenciones de escritor. Personajes de todo tipo, escenarios disímiles.
Quizás en este afán de diferenciar las atmósferas y de variar la voz narrativa, por momentos lo menos logrado sea el registro. Con una escritura extremadamente correcta –a veces en exceso, como si la literatura “pop” de los últimos años hubiera pasado desapercibida para el autor-, ciertas voces carecen de verosimilitud en sus discursos. Sucede especialmente cuando intenta reproducir el habla popular (el operario que inhuma cuerpos en “Albino”) o machaca las limitaciones linguísticas de ciertos personajes (los rateros en “Posibles nombres para un perro”). La solidez descansa, entonces, más en la trama que en los tímidos riesgos estilísticos.
Un punto interesante es la lateralidad del contexto social, contexto que nunca se presenta de manera frontal –algunos cuentos casi no tienen marcas temporales- pero que al lector se le va revelando en pequeños detalles que en algunos casos se vuelven clave: sucede en “El cementerio central”, último cuento del libro, donde la muerte, aquí sí, se vuelve materia de reflexión a través del delirio de un arquitecto obsesionado con erradicar los cementerios de las ciudades y centralizarlos en algún lugar de la Patagonia, y se entrelaza con la desaparición de personas durante la última dictadura militar. “Nadie puede pensar en la muerte durante tanto tiempo impunemente”, escribe el personaje, frase que se resignifica a la luz del marco histórico.
Sin duda, el título Mockba resulta acertado: nombre del cuento más extenso e inquietante de la serie, es la historia del empleado de un cementerio que encuentra una lápida con su nombre. Luego conocerá a las hijas de su homónimo muerto, mellizas comunistas fanatizadas con Lenin, y formará con ellas un trío de amor a la par que se desencadenará en él una estremecedora nostalgia por un lugar nunca conocido: Mockba, que en ruso significa Moscú. Para él Mockba es sinónimo de cementerio, pero a la vez un sitio anhelado. Es en este cuento donde se ve cómo la obsesión temática opera como pulsión: la muerte se vuelve parte del deseo, da vida y sentido a los personajes, para cerrar un círculo perfecto.
jueves, julio 26, 2007
Pequeñas muertes
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