miércoles, junio 27, 2012

Prismas literarios

Javier Martínez lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe su reseña para Esto no es una revista:

«Las contratapas de los libros, a modo de un adelanto del texto, muchas veces funcionan como señuelo, otras como una precisa información que luego es difícil eludir al momento de la lectura. Las palabras que Juan Gelman escribió sobre Andrade funcionan en ese último sentido: con su habitual precisión poética, pone de manifiesto, en un puñado de palabras, lo que la muy buena novela de Alejandro García Schnetzer no oculta pero tampoco exhibe; con el nada desdeñable agregado de que tuerce la estructura narrativa sin desarticular la sorpresa que el texto puede producir en el lector. Gelman destaca el protagonismo del lenguaje –y no la lengua–, de aquello que comparte con García Schnetzer como materia para construir su obra. Y no yerra en su lectura, aunque los ribetes y particularidades de la lengua con la que el autor forja su texto tienen una vital relevancia para lo que es narrado. El uso de términos que hoy han caído en desuso supone una yuxtaposición entre el presente recreado (un día del año 1940 en la ciudad de Buenos Aires) y lo que se ha extinguido, lo que se pierde en la mutación de la palabra, aquello que el paso del tiempo le adhiere simbólicamente a una generación en particular, un sello distintivo. Si el juego de la lengua actual pasa por la mixtura con otros idiomas, por el uso de significantes que se desmembran, la lectura de Andrade nos devuelve, a los que estamos más cerca de los 50 que de los 40, un léxico que usaban nuestros mayores, en algunos casos como resabios de la lengua de los suyos propios.

García Schnetzer nos presenta a Andrade en uno de sus días. Y aunque es un día cualquiera, en cierto sentido no lo es: que haya elegido un 29 de febrero, es otra capa para pensar la novela. El bisiesto es el año del ajuste del tiempo, aquel en el que, un día cada cuatro años, se concentran las 6 horas que le sobran a la Tierra para completar su trayecto del sol; es el fruto de la imperfección, del desbarajuste, para usar un término más adecuado a la esencia de la novela; es un día que no existe per se, un patchwork de tiempo; lo que retorna sistemáticamente para disimular la falla. Todo eso es, también, lo que Andrade propone como novela, tanto en sus idas y vueltas por el tiempo diacrónico, como por sus múltiples presencias, ausencias y abandonos de los que habla.

Pianista de una orquesta típica de tango devenido comprador de libros para una librería de viejo, Andrade es el hilo central que el autor usa para tejer una obra que narra pequeñas historias, el nexo que no coordina sino que, por acto y efecto, atrae a otros personajes hacia el ojo del lector: Villegas, el dueño de la librería; Galíndez, su ladero; su mujer muerta a la que no puede dejar ir. Con una cadencia en la que se entrecruzan el tango, la ciudad y sus límites, el azar, la distancia y las ausencias (las que marcan con su vacío el espacio del que las padece) danzan las palabras de García Schnetzer. Y en ese baile dibujan, con una precisión y un tempo ajustadísimo, una historia que va más allá de sí misma, de su extensión, de sus juegos literarios y de cualquier comparación posible. Quizá sea este, uno de los puntos más altos de Andrade: el de constituirse como una obra que no necesita de otras referencias aunque esté plagada de ellas y coquetee con la posibilidad de que el lector recurra a otros prismas literarios para abordarla

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