lunes, junio 18, 2012

Trabajar las palabras como un orfebre

Mariano Pedrosa lee Andrade, de Alejandro García Schnetzer, y escribe su reseña para Tiempo Argentino:

«La segunda novela de Alejandro García Schnetzer, Andrade, cultiva no sólo un mismo estilo que la primera, Requena (ambas de editorial Entropía), sino también una misma gentileza con el lector. La escritura invita a internarse en las páginas del libro con una sonrisa que se mantiene hasta el punto final. El tono se adentra en una atmósfera poética y un poco tristona, pero logra conservar una veta humorística fresca, lo mismo que algunos buenos tangos, de esos que se escuchan sonriendo.

La prosa, trabajada hasta el más pequeño detalle, en el ritmo y la sonoridad, llevó a Juan Gelman a decir que el verdadero personaje del libro es el lenguaje: “El autor le descubre una arquitectura propia de la que brota la ironía que es pariente íntima del humor, afilada y a la vez compasiva, y hermoseante porque logra que alguien pinte de verde las alas de un gorrión.”

Villegas, enclavado en su librería de usados, y sus dos satélites (Andrade y Galíndez), peregrinando en busca de tesoros librescos, son los protagonistas centrales. El primero los instruye: “Hagan por caso que éste es el templo de Adam Smith: compramos barato y vendemos a mano armada; usted no se aparta de esta doctrina y nuestra fortuna será ilimitada.” En el medio, mientras rebuscan en bibliotecas huérfanas, filosofan con humor inteligente sobre la vida y la muerte.

El texto construye su identidad dentro de una tradición difícil, en la que resuenan Borges y Macedonio, y así como se ve la familiaridad con estos autores también se escucha la voz que construye la narración. Las palabras, que a veces parecen rescatadas del arcón de un anticuario, son exhibidas con pasión de coleccionista, como si de una miniatura barroca se tratara, mientras más de cerca se mire más sutiles arabescos se observan. La pequeña novela, escrita en breves fragmentos, pertenece al género de esas que se leen de un tirón.

El final, sorprendente, no se deja adivinar desde este comienzo: “Lucio Andrade abrió los ojos, los cerró y se quedó quieto. ¿Qué le pudo haber durado?, ¿tres segundos?, la pausa que va del despertar a la conciencia, cuando es el paraíso la almita, tela toda sin pintar. Se dio media vuelta y en la operación crujió el elástico. Trató de volver el recuerdo atrás. No sirvió de nada. Acabó por sentarse en el borde de la cama, prendió un cigarrillo, prendió la radio, y siguió durante un rato la perorata cansina del locutor contando siempre lo mismo: epidemias, revoluciones, pogroms, crímenes escabrosos, retorcidos. –No te aguanto más –dijo, y de un manotazo corrió el dial. Así empezó el día.”»

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