lunes, septiembre 23, 2013

Ausencias reales. Queremos tanto a Romina

Rafael Arce escriben BazarAmericano sobre la obra de Romina Paula 



Dedicada a los Amigos del Kraken

1.

En Santa Fe, con un grupo de alumnos ultra-adornianos estuvimos discutiendo la posibilidad de fundar un club de fans de Romina Paula. Pero no sería un club festivo ni cholulo sino más bien ese estilo tipo secta, puntilloso, inquietante, como el que formaban los fanáticos de Glenda Jackson en el cuento de Cortázar. Es decir, una célula de comando altomordenista que cuidara, por ejemplo, los perfiles, los enfoques, las escenas y los parlamentos de nuestra Romina en cada una de las películas en las que apareciera. Afortunadamente, la actriz se mantiene fiel al cine independiente. Esa fidelidad se vuelve, en el contexto de este grupete rigurosamente teddysta, una perfecta coartada para nuestra admiración y para nuestro amor. Quizás dentro de algunas décadas nos seguiremos reuniendo en el bar Kusturica para recordar que, allí cerca y hace tiempo, en el Cineclub, éramos tantos los que queríamos a Romina…

2.

Cuando leí ¿Vos me querés a mí? pensé, naturalmente, en Puig. Reflejo de profesor de literatura. El intertexto y todo el rollo. Después me corregí: en el paso de la dramaturgia a la novela, Paula da con Puig, sin buscarlo. Nada de tributo, nada de herencia: hallazgo de ese relato de voces, esa puesta en escena directa de enunciaciones triviales. El sabor bien podría ser el mismo, si lo pensamos en términos de correspondencia: las señoras de Puig le suenan a la generación que fue joven en los setenta con el mismo tono con que los jóvenes de la década menemista nos suenan, ahora, a nosotros (a mi generación, quiero decir, si esa palabra todavía significa algo, y a la generación que fue joven en los ochenta). Si el tiempo del relato de Puig es, como quiere Aira, el tiempo de la juventud de la madre, el tiempo del relato de Paula es el mítico de los hijos eternos sin padres o con padres-hermanos, el de la suficiencia culta y moralmente liberada (pero, quizás, éticamente cautiva) de la generación X. La genealogía de la moral argentina de clase media se ve así favorecida por una mirada epocal: de la neurastenia de la mujer soltera o mal casada (es decir: casada), infeliz e insatisfecha, pasamos a la liberación sexual, a la crisis de la monogamia y a las formas alternativas de la sexualidad, de la joven argentina de los noventa, igualmente infeliz e insatisfecha. ¿Tendrá razón el zen? ¿Será al final igual de perjudicial coger mucho que no coger nada?

3.

La idea, imprecisa, sería esta: antes (intencional vaguedad adverbial) el escritor (el artista) aprendía la técnica para después olvidarla. Ese olvido era la condición de posibilidad para el paso de la técnica al arte. Saber escribir no era aprender a escribir sino olvidar el aprendizaje de la escritura. Escritor era solo aquel que había olvidado cómo escribir. Lo sabe el actor que estudia la letra y después la olvida para actuar, o el pianista que estudia la digitación y después la olvida para tocar.

Ahora (un amplio “ahora”), y esto quizás sea un epifenómeno de la experiencia vanguardista, los términos se han invertido: primero se olvida la técnica (la nueva poesía de la década del noventa, pongamos, esa que habla de Xuxa, de los alfajores y de los mocos) y solo después se la aprende, o se la refina. Esta inversión no es tan sencilla: nuestros jóvenes tienen un saber técnico abrumador. O no tienen ninguno, pero ¿cómo saberlo? ¿Cómo distinguir entre el que olvida de entrada nomás la técnica y el que la olvidó siempre, nunca? No es tan fácil escribir mal. No es tan fácil sacarse de encima a la literatura. (A veces, cuando leo a Padeletti, en esa especie de eco irónico de la rima, de resonancia irrisoria de la armonía, me parece que su poesía, en mitad del siglo, ya anticipaba los posteriores reñideros con la técnica de los artistas que después van a querer olvidarla de entrada).

En el salto de la dramaturgia a la novela (después examinaré una aparente continuidad que podría ser señalada), Paula encuentra la literatura fuera de la literatura (dejo de lado el problema del estatuto literario del texto teatral). Después, de ¿Vos me querés a mí? a Agosto, aprende, o sofistica, la técnica novelesca. Dicho de otro modo: Agosto es “más literaria” que ¿Vos me querés a mí? Ésta, por lo tanto, y para mi gusto, es más novela que aquella. Tengo incluso la impresión de que Paula encontró esos diálogos a la Puig y después, para que el texto fuera “más literario”, los alternó con los monólogos seudopoéticos. El lector encuentra la novela pura, “anterior”, “en bruto”, yuxtaponiendo esos diálogos. Quizás operaron dos fobias: quedar demasiado pegada a su práctica anterior (la dramaturgia) y quedar demasiado pegada a Puig. Precauciones, ambas, innecesarias.

4.

En la técnica de clown (por lo menos, en una de sus variantes), el actor es tanto mejor cuanto más se atiene a la técnica, sin desviarse nunca de ella. Esto significa que cuanto más libre el clown, peor sale la máscara, y viceversa: cuanto más obediente, mejor resultado, más juego, más expresividad. Hay una inversión del sentido común: cuanto más creativo el artista, peor sale el arte. Quizás Paula descubrió eso: que había que repetir a Puig, a rajatabla, y cuanto mejor se lo repitiera, mejor resultado se obtendría. La repetición, más el mero movimiento de época (como en el Quijote de Menard, pero aquí favorecida por la cercanía), engendraría la diferencia, es decir, su retorno, lo mismo pero renovado, resonado.

5.

Solo un lector miope podría confundir los diálogos del teatro de Paula con los diálogos de sus novelas (aclaro que no vi ninguna de sus obras y ésta es la ausencia del día). Aquí lo que parece repetirse en realidad depende de un cambio de nivel o de dimensión, de una modificación invisible y cualitativa. Si uno lee los dos comienzos, como jugando, el de Algo de ruido hace y el de ¿Vos me querés a mí?, puede apreciar la escucha atenta de Paula, su registro de la entonación oral, su manejo de los silencios y las pausas, la destreza en dejar que hable, sin palabras, la situación misma, el vacío resonante en el que suenan las voces. Pero un examen atento de inmediato muestra la diferencia: los diálogos de Algo de ruido hace presuponen la escena, o la construyen; son diálogos que, para el lector de teatro (y es difícil leerlos de otro modo), postulan, inmediatamente, la puesta. Sin didascalias, como en los mejores dramaturgos, el texto hierve de indicaciones que colorean la escena, sin pintarla, sin dibujarla con trazos netos: se escribe menos para el espectador que para el director y el actor. Esto no sucede de ningún modo con los diálogos de las novelas. El primer capítulo de ¿Vos me querés a mí? no tiene nada de teatral. De modo que ese paso que imagino como mito de origen de la novela de Paula, ese paso del diálogo teatral al diálogo de los dos jóvenes con el que comienza el relato, ese salto, deja todo igual y, al mismo tiempo, lo cambia todo. La literatura empieza con esta diferencia mínima, con este matiz, con que lo sabido se raja en lo experimentado.

No saber lo que es una novela, único modo de escribir una (si ya sé lo que es una novela, ¿para qué escribirla?).

6.

Mientras tanto, el club de fans no tiene una buena opinión acerca del teatro, no lee poesía y Puig le resulta “demasiado pop, demasiado posmo”. Como yo digo siempre: son más papistas que el Papa (como todo joven adorniano: me da orgullo encontrarlos en la Zona, cuanto más en la era de la posautonomía, ¡efectivamente Saer resiste!). Pero seguirán yendo al Cineclub. Y cuando tengan que ir al Cinemark, la célula, entonces, entrará en acción.

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