lunes, enero 27, 2014

Abyección, horror y la literalización de las metáforas

Lucía Alabart Lago lee Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao y lo reseña en el número 5 de la revista platense Estructura Mental a las Estrellas. 

Cómo usar un cuchillo, de Fernanda García Lao es un libro de 27 cuentos difícilmente encasillables en un género particular; sin embargo comparten entre sí una atmósfera común, un universo que linda entre lo deforme y lo escatológico: seres semejantes a lagartos, un trabajador de la morgue obsesionado con la muerte, inmundos, paralíticos, delirantes, personajes con deseos abyectos y finales suicidas.

Muchos de los cuentos de García Lao trabajan con lo que podría denominarse “metáforas literalizadas”, relatos que nos presentan una situación medianamente cotidiana pero descripta en términos poéticos, con imágenes sorprendentes. Por ejemplo, en “Bisturí / Desgrabaciones de mi alma”, el trabajador de la morgue tiene el corazón de su amada, que lo acompaña inclusive en su viaje al norte, en un recipiente de telgopor con hielo. Esa imagen metonímica por excelencia (corazón = amor) termina despertando dos sentidos o interpretaciones: por un lado, la imagen poética del amor y, por otro, la literalización extrema (el hombre tiene literalmente el corazón de su amada). Otros relatos trabajan con metáforas pero de un modo no tan claro como en el relato anterior. En ese sentido se puede mencionar “Chalet / Epístola punk”, donde en el soliloquio, el narrador se nombra a sí mismo y su familia como lagartos. En el caso de “Desgracia en tres sets”, por ejemplo, la estructura del tenis sirve como estructura trágica (en el sentido de estructura teatral) para narrar la historia; en el caso de “Vertical” ese nombre permite describir más eficientemente el suicidio. Sin embargo, si en alguno de los cuentos puede verse una interpretación un poco más delimitada, en otros casos, la trama es bastante desconcertante, como en “Desierto al revés”, “Tres a.m.”, “Inmunda”, entre otros.

El juego lingüístico, por su parte, interviene desde la sintaxis en narraciones truncadas o sin signos de puntuación. “Mensaje viscoso” es uno de esos relatos en que el lenguaje se presenta con la sintaxis del pensamiento o soliloquio interno: sintagmas nominales sin artículos, frases yuxtapuestas por contigüidad, una narración que adopta la forma de la enumeración o el recuento. El caso más extremo es “Golpe de sapo / anarquía de la forma”, una narración en primera persona, por un personaje abyecto, cuyo contenido se presenta sin signos de puntuación. También el cuento que da título al libro, “Cómo usar un cuchillo”, presenta particularidades formales. el relato se constituye como una “receta” o guía para matar, para ser un asesino.

Los cuentos de García Lao me recuerdan la estética y el horror de algunos cuentos de Silvina Ocampo (tal vez también, en ese mismo sentido, a los de Aurora Venturini): nos enfrentamos a personajes y situaciones más bien desagradables. Pero también nos recuerda a la estética ocampiana en el juego con el lenguaje, en esa “tortícolis de la sintaxis” o el juego con la exageración de las metáforas e imágenes que lleva a que éstas se vuelvan literales: cuando los personjes de Silvina Ocampo dicen “Voy a matarte”, acaban por matar; cuando los personas de García Lao se presentan como lagartos, se conserva una ambigüedad entre una interpretación metafórica y una literal que, lejos de confundir al lector o de hacerlo optar por una de las dos, conserva esa misma riqueza.


Un libro altamente recomendable para mentes que no se dejan perturbar por lo abyecto y el horror.

jueves, enero 23, 2014

Feliz descubrimiento

Juan Sebastián Cárdenas reseña La comemadre, de Roque Larraquy en el diario colombiano El tiempo.

Desde los compases iniciales de 1907, la primera parte de La comemadre, uno ya sabe que no va a salir ileso: “Hay quienes no existen, o casi, como la señorita Menéndez. La jefa de enfermeras. En el espacio de estas palabras entra completa.” La voluntad de estilo está clara, ese tono falsamente neutro y la lógica solipsista que recuerdan otro arranque magistral de la literatura argentina, el de Los suicidas de Di Benedetto. Allí está el desplazamiento sintáctico tan reconocible en las novelas del mendocino, no como una afectación del lenguaje, sino como una dolorosa adecuación del pensamiento a una realidad donde lo monstruoso se ha vuelto cotidiano. Y cuando parece que el relato va a reducirse a una exploración sonámbula de esos diminutos infiernos, la trama irrumpe para poner a funcionar un relato fantástico donde resuenan los grandes clásicos del género en América Latina (Felisberto Hernández, Juan Emar o el José Bianco de Las ratas, por ejemplo). La acción transcurre en un sanatorio de Temperley, provincia de Buenos Aires, en el año de 1907. El doctor Quintana está enamorado, o mejor, cree estar enamorado de la enfermera Menéndez, pretendida por otros médicos del sanatorio. Entretanto, las directivas del centro han puesto en marcha un proyecto que consiste en decapitar a pacientes terminales para que la cabeza, una vez cercenada, diga lo que experimenta en sus últimos nueve segundos de conciencia. Estos experimentos, llevados a cabo mediante el uso de una especie de artefacto mecánico de gran precisión, desatan una feroz competencia entre los médicos del sanatorio para ver quién consigue más voluntarios. En un momento la competencia laboral se vuelve indistinguible de la competencia amorosa entre los doctores.

Por otro lado, las teorías eugenésicas, frenológicas y clínicas de la época se mezclan con la superchería espiritista, dando lugar a un clima macabro y absurdo que recuerda al argumento de Herbert West, Reanimator, la nouvelle de H.P. Lovecraft, donde una pareja vagamente homoerótica de científicos emprende unos experimentos para reanimar cadáveres, con la esperanza de que estos relataran a los vivos lo que habían visto más allá de la muerte. Ese cientificismo caduco, la estética steampunk aclimatada a Temperley, las viñetas de un Buenos Aires glamuroso y fantasmal, con su pista de hielo acristalada y sus fiestas de señoritos engominados, dotan a esta primera parte de un encanto difícil de encontrar en obras recientes. El libro, sin embargo, tendría que haber terminado allí. Esas escasas cien páginas habrían bastado para darnos una pequeña obra maestra. No sé si fueron las ansias de ramificar ciertos elementos de la historia más allá de lo recomendable o el temor de que el libro le quedara muy corto, pero considero un lamentable error haber incluido la segunda parte, titulada 2009. El argumento es manido, ingenuo en su apreciación de las relaciones entre arte y capitalismo, tanto así que parece dictado por el escritor barcelonés Rodrigo Fresán (no confundir con el autor del notable Historia argentina): un artista plástico le relata su vida a una doctoranda que escribe una tesis sobre su vida (de niño prodigio y homosexual desadaptado de la clase media porteña) y su obra (basada en intervenciones sobre su propio cuerpo, embalsamamientos, taxidermias y demás barrabasadas). Leído por separado quizás no esté mal del todo, pero puesto al lado de la magistral primera parte, resulta incluso irritante, con su lenguaje instrumental y sus guiños pop al mundillo del arte. Dicho asá: fue como uno de esos partidos que se resuelven con goleada en el primer tiempo. Me sobró el segundo.

En todo caso, considero a Roque Larraquy uno de los grandes descubrimientos de los últimos tiempos y estaré atento a la aparición de su próximo libro. Agradezco a Federico Falco por la recomendación.

miércoles, enero 15, 2014

Fauna, El tiempo todo entero, Algo de ruido hace.

Manuel Quaranta reseña Fauna / El tiempo todo entero / Algo de ruido hace, de Romina Paula en Revista Kundra 


Un libro es una unidad múltiple. Un compuesto de fragmentos que daría por resultado un todo, aunque sepamos bien que “los pedazos no se pueden juntar”. En este sentido la obra publicada por Romina Paula es como Dios, uno y trino, Dios es uno solo, pero en Él hay Tres Personas, distintas entre sí, que no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios. Es decir, cada una de las partes es el todo. De esta forma, el siguiente texto que puntualiza en una de las obras propuestas en el libro sirve para lanzarse  sobre las otras dos.

La RAE define biografía como la  narración de la vida de una persona. Lo que significa, aproximadamente, contar hechos, circunstancias, sucesos que le ocurrieron a un hombre o a una mujer durante su existencia. Ahora bien, ¿alcanza con decir qué hizo alguien para lograr una biografía?, ¿una colección de anécdotas pueden descubrir quién fue el biografiado?, ¿qué o quién otorga validez a esas anécdotas?
El biógrafo, si el personaje a investigar pasó a mejor vida, tratará de establecer contacto con aquellos que estuvieron más ligados a él y consultar la mayor cantidad de fuentes posibles –relatos, recuerdos, memorias, cuadernos, cartas, etc.– con el fin de asegurarle al lector que no pondrá su corazón en juego y dejará hablar, sin más, a las cosas tal como fueron realmente, esto es, buscará, con esta supuesta metodología objetiva, certificar la veracidad de su escrito.
Así llegamos a la primera exigencia de la biografía: la veracidad. Sin embargo, este atributo “pretendidamente científico”, por referirse a un objeto demasiado problemático, no sería otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, similar al descubrimiento del asesino en las últimas páginas de una novela policial.
Indaguemos, entonces, al objeto. Según Juan José Saer “la biografía trabaja con una noción incuestionada de la realidad”. El asunto reside en que esta noción, por el mismo hecho de no ponerse en cuestión, se queda en la antesala de la realidad. Vayamos a los inconvenientes: percepciones particulares, afectos, criterios interpretativos, turbulencias de sentido propias a toda construcción verbal, es decir, existen tal cantidad de pautas sensoriales, emocionales e intelectuales “deformantes” que la pretensión de hallar la verdad, si por esto entendemos la correspondencia entre signo y referente, se torna imposible.
Por lo escrito, entonces, si una biografía pretende vislumbrar quién fue el personaje X, no debe conformarse con relatar una mera colección de hechos, al contrario, tendrá que apelar a algo más que a entrevistas y documentos. Así, estará obligada a dar un salto desde lo verificable hacia lo inverificable, un salto al vacío que no es otra cosa que la ficción. De este modo, parece que si la biografía tiene aspiraciones de verdad no le queda otra que apelar a la ficción, por lo que técnicamente dejaría de ser biografía o, en tanto género literario, tendría que ampliar sus límites.
Bien, toda esta introducción para presentar la primera de las tres obras de teatro que Romina Paula publicó en editorial Entropía (2013): Fauna, que resulta ser, además, la diosa de la fecundidad, y llevado al plano literario Fauna  nos provee, como a sus buenos hijos, de una ingente cantidad de problemas e interrogantes que en su recorrido jamás se resuelven. Y es justamente aquí donde la fecundidad de la diosa cobra su mayor importancia, en las tensiones puestas en juego durante un número relativamente escaso de página, 60, o menos, tensiones entre ficción-realidad, femenino-masculino, cine-teatro, vida-sueño, y algunas otras que, seguramente, me pierdo. Sin embargo, en esta reseña (¿esto es una reseña?) no me voy a hacer cargo en particular de ninguna de ellas sino que voy a proponer a Fauna como un breve tratado sobre la imposibilidad de la biografía.
Fauna, una mujer inolvidable…Pero ¿cómo reconstruir su vida? Con este difícil objetivo, Luis, un extraño director de cine, junto a su actriz-amante, contactan a  María Luisa, hija de Fauna, para producir un film que refiera quién fue Fauna. En este sentido, el director da en la tecla cuando advierte: “pero la verdad no necesariamente cuenta”. La frase resulta polisémica: la verdad no importa o la verdad no tiene nada para contar o no puede. En la ficción (según Luis), a contrapelo del documental, la verdad no es un objetivo. Pero ¿es esto realmente así? ¿Son precisos los límites entre ficción y documental? Nadie responde a la pregunta.
Después de la “declaración de principios”, María Luisa, amonesta: “Pero usted vino a hacer una película sobre una vida, señor”. Frase que permite sostener la idea de que la obra es, entre otras cosas, un punto de partida para reflexionar acerca de la biografía.
Luego de idas y vueltas, diálogos y conflictos, aparecen varios “datos falsos”, incorrectos, imposibles. La duda sobre el personaje ingresa en el lector, sobre todo cuando la actriz-amante menciona haber conocido a Fauna, desde lejos, es cierto, sin ninguna certeza de que fuera ella, y declara “después pregunté por ahí, y para qué, empezaron a aparecen una cantidad de historias, cada uno tenía algo para contarme de ella, y me fasciné”. Fascinación propia de quien se encuentra ante un dios o un espectro, circulación de versiones que remiten a uno de los más conspicuos films de todos los tiempos, Citizen Kane.
“Se lo cuento con todo detalle así usted puede interpretarlo bien”, dice María Luisa a la actriz, y comienza a narrar la historia del único y primer amor (¿Rosebud?) de Fauna, un hombre mucho mayor que se casa con ella, la abandona y luego pretende recuperarla, advirtiendo en el trajín que el impacto provocado por la ruptura le causó a ella una grave amnesia; desde el principio la hija aclara que es una versión, “o eso decían”, para luego poner en duda la anécdota “no, no sé, eso no se sabe con absoluta certeza” y confesar que la madre “nunca quiso hablar de eso” y que la información la obtuvo de unos cuadernos de cuando Fauna hizo tratamientos para recuperar la memoria: “Ahí está toda la historia, o no toda, porque quedaron muchos cabos sueltos y hay mucho que no se sabe pero fue más o menos así”. Y es justamente la escena del reencuentro la que el director pretende ensayar, con todos los inconvenientes que implica esa ejecución ya que no se sabe bien si el ataque de amnesia fue verdadero o no, abismo en el que Luis desea profundizar: “entonces vos lo que tenés que actuar es eso, esa ambigüedad, ¿entendés? Hacernos dudar a nosotros y a él mismo si de verdad tuviste o no ese ataque de amnesia o si sólo te estás queriendo vengar”.
La escena propuesta tiene algunos problemas y se levantan voces en contra, “no le hace justicia”, a lo que el director retruca, “es una anécdota fundacional”, y como toda fundación, necesariamente mítica, hasta que en el medio de la discusión, Santos, supuesto hijo de Fauna, confirma las sospechas, “es un cuento que escribió mamá”, una simple historia, y le pregunta a su hermana si leyó los cuadernos en donde aparece la anécdota, ella confiesa “no, pero existen”, Santos lo niega, “es una historia le digo, es mentira”, y aquí creo se produce uno de los momentos trascendentales de la obra, muy cercano a lo que propone Saer en el ensayo “El concepto de ficción”: “A lo mejor es algo que me pasó pero –justamente– como fue un episodio de amnesia, no lo recuerdo y me lo contaron y como a mí me avergüenza, después solo puedo acercarme a ese dolor a través de la ficción, a través de la construcción ficcional”.
Llegando al final, la imposibilidad de la biografía se hace patente: “No hay tal cosa como contar la historia de una vida”.
Por último, como una indicación dramática, en el escenario (¿la vida?), los cuatro, hombres y mujeres, devienen “Faunas” y se dicen te amo. Así permanecen, para el espectador o el lector, realidad y ficción, por siempre y desde siempre, inescindibles.


viernes, enero 10, 2014

Trilogía sobre el devenir cotidiano

Patricio Zunini entrevista Ignacio Molina para el blog de Eterna Cadencia.


En Los puentes magnéticos, la nueva novela de Ignacio Molina, una mujer joven registra el intento diario por rehacer una vida hecha de jirones: una fallida relación de pareja, un padre desaparecido hace años en Brasil, una búsqueda personal sin prioridades, y el devenir cotidiano que la empuja a realizar acciones irreflexivas. La convivencia, el amor, el trabajo, el dinero, la paternidad: ¿qué marca el ingreso definitivo en la adultez? Son temas que el escritor abordó en sus trabajos anteriores, Los estantes vacíos (2006) y Los modos de ganarse la vida (2010) y que, por eso mismo, permitirían pensar que conforman, aun sin ser algo programático, una trilogía.

—A veces lo pienso así —dice Molina—. Tienen muchos puntos en común. Los puentes magnéticos es más clásico, menos “experimental” con respecto a Los estantes vacíos. Esta es una novela con una trama más definida, si bien no se puede hacer —como tampoco en los otros libros—una sinopsis en cinco líneas. Es difícil, porque de qué trata: ¿de un duelo por la desaparición de un padre, un duelo por el fin de una relación sentimental, de la búsqueda emocional o laboral de una mujer de treinta años, de las relaciones intergeneracionales? No sé bien de qué trata: de un poco de todo eso.

—Hay ciertas cuestiones recurrentes en tus libros, como las relaciones sentimentales. En este caso elegiste contarlo desde la visión femenina: ¿por qué?

—Camila, la protagonista, es una mujer; empecé escribiendo en tercera persona, pero no me convencía. Escribí algunas escenas sueltas: el primer capítulo, una reunión de consorcio, un almuerzo familiar, pero no me convencía el tono. Entonces me propuse escribirlo en primera, pero no fue algo premeditado. Si bien la intención no era emular la voz de una mujer, supuso un desafío mayor que hacerlo desde el lugar de un hombre. Creo que salió bastante natural. Lo más difícil fue empezar a escribir los dos o tres primeros capítulos. Luego, cuando tenés la voz del narrador -en este caso narradora- en la cabeza, ya te va llevando solo.

—¿Cuáles son las dificultades y los desafíos de narrar la rutina de una persona?

—El peligro es que sea aburrido y que no tenga un límite. Si me pongo a narrar todo lo que me pasó desde que me desperté no va a tener un interés ni para mí ni para el lector. Muchas veces cuando se trata de emular la cotidianidad se cae en un realismo costumbrista a lo Pol-Ka, tipo “Gasoleros”. Todavía se sigue diciendo que esas novelas están buenas porque son como la vida misma, pero la vida es más compleja que eso. Ahí se recurre a muchos clichés, lugares comunes, incluso a coloquialismos, y en realidad la vida es más extraña y más compleja. La realidad de todos los días no es tan simple como se puede percibir a simple vista. El desafío es volcar esa extrañeza de la realidad y que de alguna manera quede representado eso. A veces me dicen que Camila empieza pensando una cosa y termina con algo completamente diferente o que más que por decisiones propias es llevada por factores como el dinero, el clima o algo que le dijeron en la calle. Yo creo que la vida es un poco así.

—Ese es el rasgo adolescente que tienen tus protagonistas.

—Los protagonistas de Los estantes vacíos eran casi adolescentes de veintipocos porque yo escribí los cuentos con entre veintidós y veintinueve años. Luciano, que es el protagonista de Los modos de ganarse la vida, tenía veintisiete; yo lo escribí a los treinta y uno. Y ella, que este libro lo escribí a los treinta y cinco, es un poco más grande. No sé cómo será en diez años, pero creo que siempre van a tener un rasgo así porque no lo vinculo tanto con la adolescencia como con la vida de las personas. Por más responsabilidad u obligaciones que uno tenga en determinado momento hay una parte que nunca deja ser así.

—¿Por qué la novela está en presente?

—Para mí hay dos grandes tipos de relatos. Están los que llamo “había una vez”, que son aquellos en los que el narrador sabe cómo termina lo que está contando. Cuenta toda la trama sabiendo cómo termina: es más fácil contarla en pasado. Pero cuando yo empiezo a escribir algo no sé hacia dónde va. Empiezo con escenas sueltas que en un momento se van conectando entre sí formando un tejido y agarran un cauce. Entonces me parece que eso tiene un correlato con el tiempo verbal que se cuenta. En el presente pasa una sucesión de hechos; en un punto es como un diario íntimo. El narrador no sabe lo que va a pasar. De hecho, hay personajes que terminan siendo muy importantes que aparecen recién en el capítulo 16. Contarlo en presente me da la idea de que no sé a dónde estoy yendo.

—Uno de los personajes toca en una banda que se llama El silencio gitano. Leí en internet que tuviste una banda con ese nombre en Bahía Blanca.

—Un principio de banda. Me gusta mucho el nombre El silencio gitano y me gustó meterlo acá. De hecho, uno de los primeros cuentos que escribí hace veinte años se llamaba “El silencio gitano”. Y en la novela anterior también estaba la banda y hay un capítulo que se llama “El silencio gitano”. En los libros hay muchas metatextualidades. Por ejemplo, hay un párrafo donde hay dos ex combatientes de Malvinas vendiendo en un vagón del tren que está en los tres libros. En lo que estoy escribiendo ahora también aparece El silencio gitano. Por ahí tiene que ver con la sensación de trilogía que decías al principio, me gusta que se conforme un universo, que, si bien no siempre están los mismos personajes, sí tenga una atmósfera en común, un modo de relacionarse, de conectarse, un factor en común que está en las tres novelas.

—Casi tan presente como los temas de pareja es la relación con el dinero. De hecho, hasta hay 200 dólares que aparecen en un libro que sirven para reconstruir una relación rota.

—El dinero juega un factor bastante decisivo. Esos 200 dólares reconstruyen, al menos por un tiempo, la relación con el ex, pero también ellos se separan cuando se está por vencer el contrato de alquiler y se dan cuenta que no vale la pena seguir viviendo juntos. Sucede que en las novelas nunca se sabe de qué trabaja la gente, de qué vive o qué relación tiene con el dinero. Y en la vida el dinero es primordial. Si uno no tiene plata, no podría tomar un café, comprar un libro o tener una computadora para escribir. Me interesa reflejar la relación que tiene en la vida cotidiana con el dinero, cómo incide en las personas. Ella tiene una relación conflictiva porque no tiene una situación holgada. En algún momento de hecho tiene que volver a la casa de la madre porque no le alcanza la plata para alquilar. El dinero es un cauce que la va llevando por diferentes lugares.

martes, enero 07, 2014

Fauna, una intervención

Sandra Contreras lee Fauna / El tiempo todo entero / Algo de ruido hace, de Romina Paula y lo reseña en BazarAmericano

Tiene razón Jorge Dubatti cuando dice que Fauna se ofrece como “un espacio para detonar en el espectador las preguntas esenciales sobre cómo establecemos relaciones de multiplicación entre arte y realidad” y las preguntas acuciantes en torno de las posibilidades y los límites de la representación. Pero tiene razón también Virginia Cosin cuando advierte que la puesta en abismo que construyen las múltiples referencias (Shakespeare, Calderón, Arlt) no debería hacernos olvidar que no se trata de una obra concebida para deslumbrar al intelecto ni que, en un paso más allá del juego de la representación dentro de la representación, la circulación del deseo suscita otro tipo de preguntas: por ejemplo, “qué ser y cómo ser y qué mostrar a los demás y para qué” (Ver “Relaciones entre arte y vida” de Jorge Dubatti  y “La tercera dimensión”, de Virginia Cosin).

A mí me gustaría llamar la atención sobre la eficacia con que Romina Paula logra inquietar y hasta desestabilizar uno de esos valores en los que, en tiempos del retorno de lo real y de la voracidad contemporánea por “lo vivido”, nos reconocemos de inmediato y casi, ya, con comodidad: el valor que, según nuestro extendido gusto de época, una ficción obtiene de su vínculo problemático y ambivalente con lo documental como huella del afuera, de la vida y lo real. La escena que sintetiza esa eficacia es la sexta, que en el libro se titula, paradójica y precisamente, “La gente confundida es peligrosa”. (Entre paréntesis, me la recordaron de inmediato, unas semanas después de ver la obra, las dudas que el Martín Fierro de Sergio Chejfec, el de “Deshaciéndose en la historia”, incluido en Modo linterna, experimenta ante el eventual efecto práctico que  –se pregunta– podría llegar a tener el relato y el testimonio de su experiencia). La escena comienza con un intempestivo y apremiante requerimiento: ¿por qué, le pregunta el hijo de Fauna a la actriz, quiere ser su madre?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿para que la gente pueda conocer a quién, si la madre ya murió? Por estas preguntas, aunque también por el beso y el abrazo que se cruzan en la interpretación de la escena, la actriz comienza a sentirse amenazada. Pero en el teatro ocurre algo más. El interés, la actitud corporal misma, con los que Santo, como si dejara de ser el personaje y fuera por un segundo Esteban Bigliardi, el actor, apura (y pareciera que de verdad) a la actriz (¿Julia? ¿Pilar Gamboa?), convierten a esas preguntas sobre el escenario en una auténtica, y por eso mismo tal vez irónica, interpelación: ¿pero para qué querés contar la vida de Fauna?; a ver, ¿para qué querés (queremos) contar una vida real? El espectador de biodramas y teatro documental comienza a sentirse confundido.

¿Podríamos otorgarle a esa interpelación de Fauna el carácter de una intervención? Probablemente. Podríamos cotejar su efecto, por ejemplo, con el de Cineastas, la pieza que, estrenada unos meses después, es la última de una serie de obras en las que no solo se pone en escena la “fantasía de imaginar” la vida de unos desconocidos que pueden observarse en una calle, en los departamentos de un edificio, o en una estación de tren, sino en las que además, colocando al espectador en la situación del voyeur, Mariano Pensotti trabaja con –más que representa– esa pasión desmesurada por la vida de los otros que define el énfasis biográfico de la subjetividad contemporánea. Solo que si El pasado es un animal grotesco había logrado traducir los clásicos destinos de la novela del siglo XIX al espacio biográfico contemporáneo en el que lo real y la fabulación se transfiguran en torno de “la visibilidad de la vida misma como narración”, Cineastas, que quiere potenciar esa ambición, parece explotar el procedimiento al punto de convertirlo, prácticamente, en fórmula. Y no es siquiera el espectacular despliegue de recursos técnicos lo que podría estar restándole a las ocho historias puestas en escena poder de convicción; puede que esa limitación se derive, simplemente, de un problema tan viejo como el de la inverosimilitud compositiva (¿era necesario imaginar los efectos que podría tener en los hijos el regreso de un desaparecido, treinta años después?), o de la prolijidad con que la obra se propone demostrar “de qué manera la vida, las experiencias cotidianas, influyen en las ficciones, pero sobre todo en qué medida nuestras vidas han sido construidas a partir de ellas”, yal como se lee en el blog de Mariano Pensotti.

Fauna se estrenó en el mes de mayo de 2013 en el Cultural San Martín, con un elenco integrado por Susana Pampín, Roberto Ferro, Pilar Gamboa y Esteban Bigliardi. Su poder de convicción no proviene solamente de su austeridad escénica       –aunque la evidente ascendencia quiroguiana justificaría la hipótesis. Proviene, creo yo, de un movimiento doble. Por un lado, de la firmeza, esto es, del humor y de la autoironía con que confunde, a través de un juego de máscaras tan simple como sofisticado, los fundamentos mismos –artísticos, políticos– de ese “despliegue sin pausa de lo biográfico” en los que las narrativas del presente vienen encontrando “el resguardo inequívoco de la existencia” (Arfuch). Santos, esa “suerte de Horacio Quiroga” que, un poco salvaje y algo rudo, se crió en la intemperie y vive en el río, es el emisario brutal de una reactualizada, y transfigurada, “vida intensa” contra la sobresaturación documental de la ficción contemporánea: “No hay tal cosa como contar la historia de una vida. Eso es para gente que no sabe vivir” (Se trata, en realidad, de una paradójica transfiguración de la “vida intensa”: al revés de Quiroga, que encontraba en la capacidad técnica del cine para poner en la pantalla la realidad y la vida  mismas, un valor y una herramienta contra los artificios de la representación teatral, Santos acusa la frivolidad de pretender emular un personaje real en algo tan “frívolo” como un filme). También, apoyado en la complicidad de la cultísima María Luisa, el encargado de hacer retornar el realismo cruel de la voz arltiana: “Lo más cruel de la realidad no reside en su carácter cruel sino en el hecho de ser inevitable”. “Absolutamente”, confirma la hermana, que venía de citar a Saverio, para cerrar la obra. Refinados y primitivos, los hermanos confunden a los artistas (“¡los artistas!”) en los círculos frívolos que trazan un improvisado trabajo de campo y una fascinación snob con las historias de vida. Al mismo tiempo, conocedores y testigos de la muerte, recuerdan a cada paso, y por cierto con algo de perversidad, la elocuente claridad que tiene todo: “No entiendo en qué momento se confundió tanto”, le dice Santos al director. Me gusta pensar que esa pregunta llega hasta nosotros -¿nos confundimos?, ¿en qué momento?- con la eficacia -más próxima por cierto a la enrarecida poética documental de Sergio Chejfec que a la exploración de las complejas relaciones entre ficción y realidad de Cineastas- de aquello que puede distanciarnos y hacernos dudar de nuestros más obvios, nuestros más consensuados, presupuestos.

Claro que esa eficacia no se funda en la simple enunciación de una moral de la ficción (no por nada la compañía que hizo posible Fauna y también El tiempo todo entero y Algo de ruido hace tiene por nombre El silencio.) Se nutre del encanto complementario e indeterminado –toda eficacia requiere de la indeterminación de cierto encanto– que en Fauna resulta, por vía de la circulación del deseo, en la transmutación de un punto de confusión en otro: no cómo representar la vida, ni cuáles son los límites o las posibilidades de la representación, sino a quién amamos. La literatura de Romina Paula ya lo venía preguntando: ¿vos me querés a mí?