Sandra Contreras lee Fauna / El tiempo todo entero / Algo de ruido hace, de Romina Paula y lo reseña en BazarAmericano
Tiene razón Jorge Dubatti cuando dice que Fauna se ofrece como “un espacio para detonar en el espectador las preguntas esenciales sobre cómo establecemos relaciones de multiplicación entre arte y realidad” y las preguntas acuciantes en torno de las posibilidades y los límites de la representación. Pero tiene razón también Virginia Cosin cuando advierte que la puesta en abismo que construyen las múltiples referencias (Shakespeare, Calderón, Arlt) no debería hacernos olvidar que no se trata de una obra concebida para deslumbrar al intelecto ni que, en un paso más allá del juego de la representación dentro de la representación, la circulación del deseo suscita otro tipo de preguntas: por ejemplo, “qué ser y cómo ser y qué mostrar a los demás y para qué” (Ver “Relaciones entre arte y vida” de Jorge Dubatti y “La tercera dimensión”, de Virginia Cosin).
A mí me gustaría llamar la atención sobre la eficacia con que Romina Paula logra inquietar y hasta desestabilizar uno de esos valores en los que, en tiempos del retorno de lo real y de la voracidad contemporánea por “lo vivido”, nos reconocemos de inmediato y casi, ya, con comodidad: el valor que, según nuestro extendido gusto de época, una ficción obtiene de su vínculo problemático y ambivalente con lo documental como huella del afuera, de la vida y lo real. La escena que sintetiza esa eficacia es la sexta, que en el libro se titula, paradójica y precisamente, “La gente confundida es peligrosa”. (Entre paréntesis, me la recordaron de inmediato, unas semanas después de ver la obra, las dudas que el Martín Fierro de Sergio Chejfec, el de “Deshaciéndose en la historia”, incluido en Modo linterna, experimenta ante el eventual efecto práctico que –se pregunta– podría llegar a tener el relato y el testimonio de su experiencia). La escena comienza con un intempestivo y apremiante requerimiento: ¿por qué, le pregunta el hijo de Fauna a la actriz, quiere ser su madre?, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿para que la gente pueda conocer a quién, si la madre ya murió? Por estas preguntas, aunque también por el beso y el abrazo que se cruzan en la interpretación de la escena, la actriz comienza a sentirse amenazada. Pero en el teatro ocurre algo más. El interés, la actitud corporal misma, con los que Santo, como si dejara de ser el personaje y fuera por un segundo Esteban Bigliardi, el actor, apura (y pareciera que de verdad) a la actriz (¿Julia? ¿Pilar Gamboa?), convierten a esas preguntas sobre el escenario en una auténtica, y por eso mismo tal vez irónica, interpelación: ¿pero para qué querés contar la vida de Fauna?; a ver, ¿para qué querés (queremos) contar una vida real? El espectador de biodramas y teatro documental comienza a sentirse confundido.
¿Podríamos otorgarle a esa interpelación de Fauna el carácter de una intervención? Probablemente. Podríamos cotejar su efecto, por ejemplo, con el de Cineastas, la pieza que, estrenada unos meses después, es la última de una serie de obras en las que no solo se pone en escena la “fantasía de imaginar” la vida de unos desconocidos que pueden observarse en una calle, en los departamentos de un edificio, o en una estación de tren, sino en las que además, colocando al espectador en la situación del voyeur, Mariano Pensotti trabaja con –más que representa– esa pasión desmesurada por la vida de los otros que define el énfasis biográfico de la subjetividad contemporánea. Solo que si El pasado es un animal grotesco había logrado traducir los clásicos destinos de la novela del siglo XIX al espacio biográfico contemporáneo en el que lo real y la fabulación se transfiguran en torno de “la visibilidad de la vida misma como narración”, Cineastas, que quiere potenciar esa ambición, parece explotar el procedimiento al punto de convertirlo, prácticamente, en fórmula. Y no es siquiera el espectacular despliegue de recursos técnicos lo que podría estar restándole a las ocho historias puestas en escena poder de convicción; puede que esa limitación se derive, simplemente, de un problema tan viejo como el de la inverosimilitud compositiva (¿era necesario imaginar los efectos que podría tener en los hijos el regreso de un desaparecido, treinta años después?), o de la prolijidad con que la obra se propone demostrar “de qué manera la vida, las experiencias cotidianas, influyen en las ficciones, pero sobre todo en qué medida nuestras vidas han sido construidas a partir de ellas”, yal como se lee en el blog de Mariano Pensotti.
Fauna se estrenó en el mes de mayo de 2013 en el Cultural San Martín, con un elenco integrado por Susana Pampín, Roberto Ferro, Pilar Gamboa y Esteban Bigliardi. Su poder de convicción no proviene solamente de su austeridad escénica –aunque la evidente ascendencia quiroguiana justificaría la hipótesis. Proviene, creo yo, de un movimiento doble. Por un lado, de la firmeza, esto es, del humor y de la autoironía con que confunde, a través de un juego de máscaras tan simple como sofisticado, los fundamentos mismos –artísticos, políticos– de ese “despliegue sin pausa de lo biográfico” en los que las narrativas del presente vienen encontrando “el resguardo inequívoco de la existencia” (Arfuch). Santos, esa “suerte de Horacio Quiroga” que, un poco salvaje y algo rudo, se crió en la intemperie y vive en el río, es el emisario brutal de una reactualizada, y transfigurada, “vida intensa” contra la sobresaturación documental de la ficción contemporánea: “No hay tal cosa como contar la historia de una vida. Eso es para gente que no sabe vivir” (Se trata, en realidad, de una paradójica transfiguración de la “vida intensa”: al revés de Quiroga, que encontraba en la capacidad técnica del cine para poner en la pantalla la realidad y la vida mismas, un valor y una herramienta contra los artificios de la representación teatral, Santos acusa la frivolidad de pretender emular un personaje real en algo tan “frívolo” como un filme). También, apoyado en la complicidad de la cultísima María Luisa, el encargado de hacer retornar el realismo cruel de la voz arltiana: “Lo más cruel de la realidad no reside en su carácter cruel sino en el hecho de ser inevitable”. “Absolutamente”, confirma la hermana, que venía de citar a Saverio, para cerrar la obra. Refinados y primitivos, los hermanos confunden a los artistas (“¡los artistas!”) en los círculos frívolos que trazan un improvisado trabajo de campo y una fascinación snob con las historias de vida. Al mismo tiempo, conocedores y testigos de la muerte, recuerdan a cada paso, y por cierto con algo de perversidad, la elocuente claridad que tiene todo: “No entiendo en qué momento se confundió tanto”, le dice Santos al director. Me gusta pensar que esa pregunta llega hasta nosotros -¿nos confundimos?, ¿en qué momento?- con la eficacia -más próxima por cierto a la enrarecida poética documental de Sergio Chejfec que a la exploración de las complejas relaciones entre ficción y realidad de Cineastas- de aquello que puede distanciarnos y hacernos dudar de nuestros más obvios, nuestros más consensuados, presupuestos.
Claro que esa eficacia no se funda en la simple enunciación de una moral de la ficción (no por nada la compañía que hizo posible Fauna y también El tiempo todo entero y Algo de ruido hace tiene por nombre El silencio.) Se nutre del encanto complementario e indeterminado –toda eficacia requiere de la indeterminación de cierto encanto– que en Fauna resulta, por vía de la circulación del deseo, en la transmutación de un punto de confusión en otro: no cómo representar la vida, ni cuáles son los límites o las posibilidades de la representación, sino a quién amamos. La literatura de Romina Paula ya lo venía preguntando: ¿vos me querés a mí?
martes, enero 07, 2014
Fauna, una intervención
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