jueves, enero 23, 2014

Feliz descubrimiento

Juan Sebastián Cárdenas reseña La comemadre, de Roque Larraquy en el diario colombiano El tiempo.

Desde los compases iniciales de 1907, la primera parte de La comemadre, uno ya sabe que no va a salir ileso: “Hay quienes no existen, o casi, como la señorita Menéndez. La jefa de enfermeras. En el espacio de estas palabras entra completa.” La voluntad de estilo está clara, ese tono falsamente neutro y la lógica solipsista que recuerdan otro arranque magistral de la literatura argentina, el de Los suicidas de Di Benedetto. Allí está el desplazamiento sintáctico tan reconocible en las novelas del mendocino, no como una afectación del lenguaje, sino como una dolorosa adecuación del pensamiento a una realidad donde lo monstruoso se ha vuelto cotidiano. Y cuando parece que el relato va a reducirse a una exploración sonámbula de esos diminutos infiernos, la trama irrumpe para poner a funcionar un relato fantástico donde resuenan los grandes clásicos del género en América Latina (Felisberto Hernández, Juan Emar o el José Bianco de Las ratas, por ejemplo). La acción transcurre en un sanatorio de Temperley, provincia de Buenos Aires, en el año de 1907. El doctor Quintana está enamorado, o mejor, cree estar enamorado de la enfermera Menéndez, pretendida por otros médicos del sanatorio. Entretanto, las directivas del centro han puesto en marcha un proyecto que consiste en decapitar a pacientes terminales para que la cabeza, una vez cercenada, diga lo que experimenta en sus últimos nueve segundos de conciencia. Estos experimentos, llevados a cabo mediante el uso de una especie de artefacto mecánico de gran precisión, desatan una feroz competencia entre los médicos del sanatorio para ver quién consigue más voluntarios. En un momento la competencia laboral se vuelve indistinguible de la competencia amorosa entre los doctores.

Por otro lado, las teorías eugenésicas, frenológicas y clínicas de la época se mezclan con la superchería espiritista, dando lugar a un clima macabro y absurdo que recuerda al argumento de Herbert West, Reanimator, la nouvelle de H.P. Lovecraft, donde una pareja vagamente homoerótica de científicos emprende unos experimentos para reanimar cadáveres, con la esperanza de que estos relataran a los vivos lo que habían visto más allá de la muerte. Ese cientificismo caduco, la estética steampunk aclimatada a Temperley, las viñetas de un Buenos Aires glamuroso y fantasmal, con su pista de hielo acristalada y sus fiestas de señoritos engominados, dotan a esta primera parte de un encanto difícil de encontrar en obras recientes. El libro, sin embargo, tendría que haber terminado allí. Esas escasas cien páginas habrían bastado para darnos una pequeña obra maestra. No sé si fueron las ansias de ramificar ciertos elementos de la historia más allá de lo recomendable o el temor de que el libro le quedara muy corto, pero considero un lamentable error haber incluido la segunda parte, titulada 2009. El argumento es manido, ingenuo en su apreciación de las relaciones entre arte y capitalismo, tanto así que parece dictado por el escritor barcelonés Rodrigo Fresán (no confundir con el autor del notable Historia argentina): un artista plástico le relata su vida a una doctoranda que escribe una tesis sobre su vida (de niño prodigio y homosexual desadaptado de la clase media porteña) y su obra (basada en intervenciones sobre su propio cuerpo, embalsamamientos, taxidermias y demás barrabasadas). Leído por separado quizás no esté mal del todo, pero puesto al lado de la magistral primera parte, resulta incluso irritante, con su lenguaje instrumental y sus guiños pop al mundillo del arte. Dicho asá: fue como uno de esos partidos que se resuelven con goleada en el primer tiempo. Me sobró el segundo.

En todo caso, considero a Roque Larraquy uno de los grandes descubrimientos de los últimos tiempos y estaré atento a la aparición de su próximo libro. Agradezco a Federico Falco por la recomendación.

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