La Serenidad, de Iosi Havilio en Página 12:
La cuarta novela del escritor porteño es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa, el autor pone en tela de juicio los modos de representación.
La cuarta novela del escritor porteño es un extraño artefacto, tan teatral en sus excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa, el autor pone en tela de juicio los modos de representación.
Por Silvina Friera
Las raíces están en el misterio. De la sonrisa inicial al
desenlace con el discurso de Heidegger –“la creciente falta de pensamiento
reside en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su
huida antes de pensar”– intervenido por la lengua florida del Protagonista, que
pronuncia el texto frente a una multitud de ratones. La serenidad (Entropía),
la cuarta novela de Iosi Havilio, es un extraño artefacto, tan teatral en sus
excesos como barroco en su torrente lingüístico. En esta aventura narrativa que
pone en tela de juicio los modos de representación, el escritor no deserta. El
puñado de imposibilidades y problemas que despuntaban en sus anteriores
novelas, acaso en estado larvario, ahora son llevados al paroxismo. La anécdota
dentro de la anécdota, para el héroe de esta ficción, sería su propio suicidio.
“La reconstrucción es un anhelo imposible –se afirma hacia el final del libro–.
El Protagonista deja la horizontalidad y se abalanza sobre el escritorio para
dejar correr lo que queda de tinta: ‘el último soplo de un hábito decadente’.
Desmenuza una biografía que nunca existió en el sentido estricto. Y, sin
embargo, en el fondo del relato hay tensión, trama y personajes que, al igual
que los extras y los decorados, cayeron en el atiborre. Sus frases fueron
frívolas y sentimentalistas. Todas las decisiones estéticas le resultan
impracticables. Se le ocurre una genialidad: resignar el papel principal y
ver.”
“Yo tengo una relación difícil con la palabra personaje,
como la palabra trama y estructura”, confirma el escritor a Página/12.
“Entiendo que existen, pero en el trabajo de la escritura, cuando esas palabras
intervienen, termina notándose. Y el texto se va deshilachando. Uno de los
tantos corrimientos que supone La serenidad es pensar qué es eso de un
personaje. Y aparece, en mayúsculas, El Protagonista.”
–¿Cuál sería la diferencia entre protagonista y personaje?
–El personaje es una función que puede volverse carne. Y ése
es el intento: pensar el personaje como una verdadera entidad, sin distancia.
En Paraísos, tengo un personaje que se llama Eloísa y yo
prefiero llamarla siempre Eloísa, no nombrarla como personaje. El Protagonista
es el modo en que el narrador se nombra a sí mismo, así se sublima, pateando
sus funciones de personaje. Esa es su aventura. Si me apurás, te diría que en
ese movimiento cobra vida.
La aventura narrativa se le escapa de las manos al
Protagonista en un juego donde es héroe y antihéroe. “Yo pienso La serenidad
como una descarga, como una reacción casi orgánica –reflexiona Havilio–. Hay un
momento en que El Protagonista se pregunta: ¿y yo qué hago en todo esto? Yo me
sumo a esa pregunta en términos literarios. La descarga se volvió un texto y
apareció una posible estructura y cronología. Hay un rechazo y a la vez un
homenaje a ciertas formas de representación. De hecho cuando vi la palabra
‘fin’ al cierre de la novela, me di cuenta de que debía ir ‘telón’. Yo creo que
es un texto que está interpelado e inspirado por expresiones no necesariamente
literarias, sino más bien musicales, teatrales, audiovisuales. Es un texto
puesto en escena en la distribución, en la inclusión de imágenes. No sé si la
palabra es homenaje, pero sí tiene cierto vínculo con la teatralidad. Incluso
el uso del adjetivo es claramente teatral y no contemporáneo.”
–Sin embargo, hay ciertas marcas de contemporaneidad, como
“los ringtones más tristes de la historia” que aparecen mencionados.
–De tan contemporáneo me sale esto (risas). El Protagonista
es un pobre hombre que realmente está atrapado en un círculo de expresiones
previsibles. Y le sale esta descarga, este desborde. Yo lo siento como un
pedido de auxilio por fuera y por dentro. ¿Qué es esto de escribir?
–¿Y qué es?
–Hay un momento en que empecé a preguntarme por el oficio,
eso que para mí era una palabra de viejos, cuando estaba terminando de escribir
mi anterior novela, Paraísos. ¿Quién está escribiendo? ¿Yo, el oficio, el
narrador? Se produjo un conflicto muy interesante que dio origen a esta
reacción. Escribir tendría que ver con acercarse y asomarse al misterio del
mundo. Y el oficio puede que atente, que domestique el misterio. Eso me dio
cierto pavor. En algún momento escuché que pasé de “escritor joven” a “escritor
establecido” en un chasquido. Esa palabra, “escritor establecido”, me llevó a
preguntarme por la materia de la escritura. Y el verdadero protagonista de esta
novela es el lenguaje.
–¿Qué importancia tiene la filosofía en La serenidad, que ya
desde el título remite a Martin Heidegger?
–Gelassenheit –la serenidad– fue uno de los textos de
Heidegger que más me impactó en mi paso por filosofía. Yo estudié muchos años
la carrera; fue un paso largo y frustrante. Antes de entrar a la carrera, pensaba
la filosofía como una ficción o como parte de un universo donde no discrimino
qué es ficción o ensayo. La academia me mató porque no supe adaptarme y se fue
fagocitando mi vínculo con la filosofía. La génesis de mi placer filosófico
está en ese texto de Heidegger, que fue quedando como un recuerdo de infancia,
como uno de esos espacios que vas revisitando. Como Opendoor, mi primera
novela, fue en otro sentido. En un momento, mientras estaba escribiendo esta
descarga, apareció la palabra serenidad y volví a leer el texto de Heidegger,
un discurso bellísimo que pronuncia en su pueblo natal, en 1955, en ocasión del
aniversario de un compositor. Y tuve una imagen que sucedía en un futuro bien
remoto. Me imaginaba los restos de la civilización y se me vinieron un conjunto
de roedores o ratones, rescatando el texto de Heidegger. El Protagonista es un
sobreviviente; es un hombre ya vencido que comparte irónicamente el texto de
Heidegger, uno de las materiales más brillantes de siglo, con estos ratones que
se mofan y se enternecen del hombre y sus meditaciones. También está (Jacques)
Lacan, que lo abordé de una manera desprejuiciada, libre, descarada. Hay un
texto en el que define las tres esferas del imaginario, donde piensa la
expresión artística, que me resultó muy inspirador. La serenidad me permitió
reconciliarme con el discurso filosófico y rescatarlo en el lugar de la
ficción.
–Le permitió producir ficción con la filosofía, ¿no?
–Sí, y más que ficción: escritura, expresión. Tuvieron que
pasar casi unos veinte años para poder reencontrarme con la filosofía. Yo hice
varios estudios, estudié filosofía, composición musical, guión de cine. En
todos fracasé. Después, con los años, estos estudios me supieron dar una
recompensa. Hay un famoso poema de Fogwill, “Llamado por los malos poetas”. La
serenidad es un llamado a los malos poetas, pero también a los malos filósofos.
Se necesitan muchos malos filósofos dando vueltas permanentemente para rescatar
la flor del pensamiento. El Protagonista es un mal poeta y un mal filósofo,
pero de eso hace su pequeña epopeya.
–Hay también en la novela una cita bíblica sobre el buen
ladrón y el mal ladrón, algo que no es ajeno en su narrativa.
–Es cierto. Pero no tengo un programa que establezca que en
cada novela tengo que meter una cita bíblica. En este momento estoy escribiendo
una novela y tengo una Biblia al lado. No he tenido una educación religiosa ni
nada parecido, pero la Biblia es un texto fascinante. Ahora estoy trabajando
con descaro las distintas versiones que hay del momento de la Resurrección; son
cinco o seis ficciones en una. Es una especie de “elige tu propia aventura”,
según Mateo, Lucas o el Evangelio que sea. Hay un texto que descubrí sobre el
camino a Emaús, que es donde Jesús en carne y hueso se disfraza de caminante y
se les acerca a dos incrédulos y camina con ellos hasta Emaús, tres días
después de la resurrección. Lo que estoy escribiendo es el reverso de La
serenidad, pero forma parte de la misma pregunta, del mismo barajar y dar de
nuevo. Y está inspirada, en parte, por Resurrección de Tolstoi.
Más allá del dispositivo quijotesco en el que cada capítulo
es presentado a la manera de la célebre novela de Cervantes –por ejemplo: “De
cómo El Protagonista rompió con Bárbara, se enredó en discusiones ontológicas y
fue humillado por la presencia del Gran Otro”–, La serenidad está intervenida
también por otras escrituras. “Algunos que la leyeron me dicen que reconocen a
(Witold) Gombrowicz, a (Osvaldo) Lamborghini, a (Roberto) Arlt.” “Sí, es
probable. Pero si hay una influencia viva, tiene que ver con las escrituras
corridas del naturalismo y del realismo del presente –subraya el escritor–. La
literatura suele estar con la mirada puesta sobre las grandes obras y las
grandes influencias. Me tomó trabajo liberarme y sacarme cierto lastre
literario de la solemnidad que tiene que ver con algo que está entre tapa y
tapa, y que todavía sigo sin entenderlo mucho.”
–El Protagonista queda en medio de una movilización y está
tan perdido que no entiende muy bien lo que está pasando. Es como si todo le
pasara por el costado.
–Podría decir que después de escuchar sobre la narradora de
Opendoor, a la que le pasaba todo por el costado –en la que hay cierta
indiferencia, ya que así como se droga hasta la médula va a recoger moras–, me
pregunto si será un poco eso. ¿Es indiferencia? Yo estoy convencido de que uno
escribe por dos razones: para preguntarse quién es el que habla, qué le está
pasando a ese protagonista, y para preguntarme quién soy yo. En un momento
descubrí que había una estrategia. Ese desapasionamiento tenía una contracara
en la vehemencia del lenguaje y la expresión. Todo esto que a ella parecía
resbalarle en Opendoor lo expresaba necesariamente en la escritura, en el
decir. Esto estalla por los aires en La serenidad. Si al Protagonista pareciera
que la novia lo deja y está en la plaza desorientado, y viene un hombre que le
dice que es su hermano y de-spués se acuerda de que no tiene hermano, él grita
su libertad de una manera barroca, visceral y también cursi. El relato de ese
momento en la plaza es muy sentido, aunque él esquive las pancartas y las
columnas. Su revolución pasa por el decir, por el relato mismo.
–El Protagonista recuerda que sus convicciones eran
aleatorias, que podría votar, como cuando jugaba de niño, a la UCedé, a los
peronistas, al MAS. ¿Este desconcierto admite una lectura generacional?
–Sí, en un momento El Protagonista, cuando recuerda la urna
de cartón que había hecho para celebrar la vuelta de la democracia, dice: “Su
izquierda, su derecha; su letanía desamorada”. Para mí fue enorme escribir eso.
Hay una mirada en relación con lo vivido que hace que esté plagado de
contradicciones, que en este desboque salieron un poco a la luz, ¿no? Yo nací
el mismo año en que murió Perón. Mi madre es artista, pintora; mi padre,
comerciante, un hombre criado en cierta burbuja de clase media. Siempre me
quedé en un lugar conformista y cuando quise superar eso me sentí fuera de
juego, algo que coincide con el momento en que empiezo a escribir y publicar.
De preguntar y recibir respuestas medio abstractas sobre la década del ’70, en
la que pasé mi infancia, que es donde se cuece todo, pasé a un desayuno brutal
y a ver las esquirlas del otro. Eso sucede políticamente, pero también en la
literatura. Así como uno celebra ese desayuno brutal, también de algún modo me
silenció. ¿Qué puedo decir yo en ese concierto? No soy ni hijo de militantes ni
hijo de desaparecidos. Ahí aparece ese “revisionismo” de plantear que yo tengo
de todas formas un relato para contarme. En La serenidad está graficado en esa
urna de cartón que me hice. Nos habíamos ido a vivir a París por un año y
volvimos en el ’83. Y yo en esa urna votaba por todos, jugando. “Era su
izquierda, su derecha.” El desconcierto de dónde estaba parado lo pude pensar
un poco en esta novela. Me acuerdo de que Fogwill, a su modo brutal, decía que
para triunfar en España con una novela había que poner cada 50 o 60 páginas la
palabra “desaparecido”. Más allá de lo brutal, tiene también un costado que te
permite pensar y tomar prestada una herencia que no tengo. Escribir es una
actividad imparable que te toma en la vigilia, en el sueño. A los seis o siete
años, cuando salimos de Buenos Aires para hacer un viaje a Chile, vi un cartel
que decía “Opendoor”. Y le pregunté a mi padre qué era. El me dijo que era un
pueblo donde había un hospital para locos de puertas abiertas. Yo le pedí y le
rogué que bajáramos, que lo quería ver. Pero, ante la negativa de mi padre,
tuve que imaginarme ese lugar. Y no fui consciente entonces de que eso sería
una novela veinticinco años más tarde. Yo tengo la idea del escritor como
médium y hay que trabajar ese médium. La escritura es un acto de liberación del
ego y del yo para entregarse al narrador.
Página 12, 16/06/2014
No hay comentarios.:
Publicar un comentario