Después de tres libros más tradicionales, Iosi Havilio se
arriesga en La serenidad a construir una nouvelle experimental, que bucea en
los rincones de la conciencia de sus personajes reafirmando el rol clave que
tiene en la ficción el artificio literario.
Por: Martín Caamaño para Los Inrockuptibles
“Es una gran bocanada de aire, un exabrupto, una pequeña
sublevación”, dice Iosi Havilio sobre La serenidad, su nuevo libro, la nouvelle
que acaba de editar por Entropía, editorial en la cual dio sus primeros pasos
como novelista.
El de Havilio es un derrotero curioso. Sin dudas, se trata
de uno de los grandes narradores argentinos surgidos en los últimos tiempos,
algo que ya quedó claro con Opendoor, su primera novela. Lo que sorprendió de aquella
historia narrada por esa estudiante de veterinaria anónima que decide irse a
vivir al campo luego de la confusa desaparición de su novia no fue solo la
precisión con que estaba escrita ni ese nuevo enfoque sobre una de las
dicotomías dominantes de la literatura argentina desde sus inicios –la
oposición entre el campo y la ciudad– sino el placer hipnótico de una trama en
apariencia sin propósitos ajenos a los de la historia misma; es decir, sin
gestos pirotécnicos externos al propio libro. La sorpresa fue entonces la
vocación latente por la narración pura, algo que con el correr de los años y de
las diferentes publicaciones se transformaría en un sello de autor. Quizás esto
fue lo que provocó que nombres como Fabián Casas o Beatriz Sarlo afirmaran entusiastas
que Havilio parecía un escritor salido de la nada, revelando cierto
desconcierto en el elogio. Luego de
Opendoor, vino un cambio de frente radical con Estocolmo, el relato sobre un
chileno gay que regresa a su país escapando de un novio después de pasar más de
tres décadas exiliado en la capital sueca. A esa peripecia sobre las diferentes
formas que puede adoptar el miedo le siguió Paraísos, la continuación de
Opendoor, que sin embargo puede leerse igualmente de forma autónoma. Para ese
entonces, Havilio ya había demostrado tener el don para escribir sobre casi
cualquier cosa. Cualquier cosa –la descripción de un tumor en la cola de un
caballo, de un dedo deforme o del brazo flácido de una diabética; los
comportamientos inesperados y al mismo tiempo posibles de los personajes;
ciertas palabras, ciertas escenas– que caiga bajo el encantamiento de su pluma
parece volverse automáticamente interesante.
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Ya desde la primera línea queda certificada la supremacía de
la conciencia por sobre el cuerpo; una conciencia que solo va a materializarse
a través de la escritura.
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Como si la historia (y el tono) que atraviesa al personaje
de Opendoor y Paraísos lo obligara a abismarse, a asumir riesgos nuevos cada
vez que la deja atrás –de ahí el cambio de registro en Estocolmo–, ahora con La
serenidad vuelve a dar un salto desconcertante en su narrativa. Havilio
recuerda: “Un día, alguien me dice: ‘te estoy siguiendo la carrera, te
convertiste en un escritor establecido’. ‘¡Qué horror!’, pensé. ¿Qué diablos
significa eso? ¡Establecido! Un escritor establecido es un escritor muerto”. En
este caso, la fuga de lo establecido para Havilio es una novela de sesgo
experimental, en la que los personajes son más bien categorías o funciones (se
llaman: El Protagonista, La Reina De La Noche, El Gran Otro, El Filósofo De
Toda Una Generación, La Madre, El Padre, así, todo en mayúsculas) y cuyo
verdadero protagonista no es otro que el lenguaje mismo, al que le saca
chispas, produciendo durante la lectura un efecto placentero e inquietante que
se asemeja al crepitar de un caramelo Fizz en la boca.
Aunque ciertos rasgos distintivos de su literatura se
mantienen –la deriva de los personajes como motor del relato, la búsqueda de la
supervivencia en un mundo adverso y enrarecido– La serenidad apunta a otra
dirección. Ya desde uno de los epígrafes, pasando por la odisea del personaje
principal durante una jornada delirante que a su vez contiene la eternidad del
tiempo novelesco, las referencias a Shakespeare (con el espectro del padre
Hamlet incluido) y el monólogo de Barbarita sobre el final a la manera de una
Molly Bloom del conurbano, convierten a esta en una novela en la cual resuenan
constantemente los ecos del Ulises de Joyce. “Después de varios intentos
fallidos, hace un par de años leí y disfruté enormemente la lectura del Ulises
en voz alta, guiado por una frase que Joyce escribe en una carta cuando termina
el manuscrito, donde dice temer que alguien se tome una sola línea en serio”,
confiesa Havilio.
Por sus temas y ciertos juegos de lenguaje, en La serenidad
se puede detectar, además del de Joyce, el influjo de una tradición de
escritores locales como Roberto Arlt, Cesar Aira y sobre todo Osvaldo
Lamborghini. “A los que mencionás podría agregar Gombrowicz, Sánchez, al Fogwill poeta”, coincide Havilio,
aunque aclara que con este libro en realidad se propuso establecer una suerte
de diálogo con cierta tendencia vanguardista de la literatura argentina
contemporánea. “Lo cierto es que La serenidad es el resultado de haberme
sentido interpelado por escrituras del presente, algo así como influencias del
futuro. Pienso en Gracias, de Katchadjian, El Tucumanazo, de Castromán, los
cuentos de Falco, los textos de Aldana Capellano, el gran Roberto Echavarren,
también la danza y el teatro, por ejemplo el Ulises de Ariel Farace.”
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“La serenidad es el resultado de haberme sentido interpelado
por escrituras del presente, algo así como influencias del futuro.”
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Mientras que Opendoor y Paraísos tienen como rasgo común no
revelar información acerca del pasado de sus personajes, encadenados al
presente elástico de la trama –empezando por la narradora, de la que ni
siquiera sabemos el nombre–, en La serenidad –como en Estocolmo, aunque con
procedimientos muy diferentes–, el pasado insiste una y otra vez más no sea
para demostrar la imposibilidad de su restitución. Es de esta imposibilidad que
se nutren los artilugios de la ficción. La historia se pone en movimiento luego
de una aparente ruptura amorosa, cuando Bárbara deja a El Protagonista. A
partir de entonces asistimos a un vagabundeo errático en dos direcciones: por
una ciudad enloquecida aunque perfectamente reconocible, y por los rincones de
la conciencia de El Protagonista. Es ahí que se activa la máquina fallada de la
memoria: el recuerdo de una fiesta cercana, el regreso a la infancia, el pasado
político, la caprichosa herencia legada por El Padre. La serenidad plantea la
aventura de las diferentes posibilidades que puede asumir el yo; El
protagonista se desdobla en su Yo Pequeño, en El Gran Otro (amante de
Barbarita) o hasta incluso en su propia mujer en el instante del acto sexual.
En un momento se lee: “El seso es lo de menos, lo que vale
es la conciencia”. Y ese podría ser el lema que rige la novela. Ya desde la
primera línea (“El misterio está en La Sonrisa. Ni en la carne ni en los
huesos”) queda certificada la supremacía de la conciencia por sobre el cuerpo;
una conciencia que solo va a materializarse a través de la escritura. “¿Podés
hablar claro, estúpido…?”, le reclama el Hermano Mayor a El Protagonista. Ya es
sabido que cuando la que habla es la conciencia se suele dar paso al exabrupto
lírico. “Llevar al oficio al paroxismo precisa de práctica, aislamiento, algo
de misterio”, reza otro pasaje. Y Havilio bien podría estar hablando de sí
mismo como autor. Porque, después de tres novelas, su apuesta con La serenidad
parece ser justamente esa, llevar el oficio al paroxismo.
Iosi Havilio
La serenidad
(Entropía)
146 páginas
Inrockuptibles, 03/07/2014
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