jueves, agosto 24, 2017

Alejandra Pizarnik: la parte maldita

Osvaldo Baigorria lee El testigo lúcido, de María Negroni, y escribe su reseña para la Revista Ñ y su propio blog:

“Más allá de cualquier zona prohibida/ hay un espejo para nuestra triste transparencia” escribió Alejandra Pizarnik. Y dentro de su obra existe una zona “apenas transitable, saturada de trampas”, al decir de María Negroni, a través de la cual El testigo lúcido mira de frente a ese espejo. Se trata de La condesa sangrienta, artículo publicado por primera vez en la revista Diálogos de México en 1965, Los poseídos entre Lilas, pieza de teatro escrita en nueve días en 1969 y que copia casi palabra por palabra a Final de Juego de Beckett, y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, un experimento en novela escrito en forma intermitente en los años siguientes.

La figura dominante de ese “tríptico criminal” es sin duda la condesa. Copiando desde el título hasta párrafos enteros a La condesa sangrienta de la surrealista Valentine Penrose, publicado en 1963, Pizarnik abordó la figura de Erzsébet Báthory, la noble depravada que en su castillo de Hungría a principios del siglo XVII asesinó a 650 muchachas de entre 12 y 18 años con cuya sangre solía bañarse en la ilusión de preservar su propia juventud. Ese abordaje fue realizado mediante la recensión o glosa del libro de Penrose, del cual Pizarnik tomó escenas que son como cuadros o composiciones teatrales de torturas, sacrificios, muertes por congelamiento, abrazos mortíferos de la “virgen de hierro” y melancólicas contemplaciones de la condesa frente al espejo.

En una breve biografía publicada en Barcelona en 2001, Aira conjeturó que Pizarnik puedo haber escrito ese texto por necesidad económica, citando una carta de la autora en la que esta describía al artículo como “mi primer –y espero, último- encuentro con el sadismo, que no comprendo, que nunca comprenderé”. Pero Negroni toma otro camino. No sólo recuerda la conocida fascinación surrealista por el panteón criminal que abarcaba a Gilles de Rais y al propio Sade, sino que descubre nexos significativos entre esa zona de sombra y la obra poética de Pizarnik, sitiada entre lo bello y sus monstruos.

Convocando a Bataille y Kristeva, entre otros, Negroni describe a esa arquitectura sacrílega como un espacio textual de insubordinación radical a la manera sadiana, donde se ejerce una soberanía absoluta sobre los cuerpos en tanto prueba de que “la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”, según escribe Pizarnik al final de su texto. En el castillo, las muchachas sacrificadas devienen alegorías de un mundo que se sustrae a las palabras, donde lo que importa es casi siempre indecible. Esa parte maldita y bastarda, en su rescate de la literatura gótica con sus mundos cerrados, sumergidos, fantasmales, confirmaría el quiebre de la promesa del poema y su resultado: “una escritura concebida como un cementerio hermoso en la cual alguien celebra un fracaso” (Negroni).

El testigo lúcido completa su recorrido con breves estadías en Los poseídos… y en La bucanera de Pernambuco, texto anti-funcional y anti-lírico que comparte su desterritorialización con marginales como Susana Thenon, Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher: cadáveres que brillan. Mediante estas indagaciones en torno a los olvidados escritos en prosa de quien fuera nuestra poeta más pura, en el sentido literal de la palabra, Negroni hace emerger un incisivo argumento en defensa del poema pizarnikiano como miniatura deslumbrante, aunque helada como un cadáver que desde su cripta puede lanzar una insurrección infantil, de cajita musical, contra el pacto comunicativo y el mundo de la razón y del orden.

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